30 mayo 2019

Generaciones. La teoría de Ortega. Julián Marías


José Ortega y Gasset (1883-1955)


Generaciones 
La teoría de Ortega


Julián Marías



La primera teoría de las generaciones que ha existido es la de Ortega. Pero sería un error creer que Ortega tiene una doctrina acerca de las generaciones, independiente y autónoma, como unidad intelectual aislada, que se puede tomar o dejar. Esa doctrina tuvo que arrancar de una teoría general de la realidad histórica y social, y a su vez es una pieza indispensable de ella; y esta teoría radica en una concepción sistemática de la realidad como tal, o, dicho con otras palabras, en una metafísica. Conviene no olvidar que el filósofo no tiene en rigor «ideas», menos «ocurrencias»; lo que se suele entender así no son sino ingredientes o momentos de una totalidad sistemática superior, con la cual están en conexión estricta y necesaria. Y la filosofía de Ortega es especialmente sistemática, porque este carácter no se debe en ella a un propósito voluntario, sino a que le es esencial el descubrimiento de que la realidad es sistemática.


Tenemos que intentar poner en claro aquella porción de la doctrina de las generaciones que se derivan de un análisis suficiente de la vida humana, individual y colectiva, es decir, lo que llamamos antes teoría analítica o abstracta, dejando intacta por ahora una segunda cuestión, de dificultades tal vez mayores, la existencia empírica de las generaciones y la determinación de su serie, o al menos el método para conseguirlo. Podemos, en efecto saber a priori y por puro análisis que hay generaciones y qué son; sólo una indagación histórica muy compleja permitiría averiguar cuáles son las generaciones efectivas.


Vimos que la vida no consiste en las estructuras psico-físicas del hombre —cuerpo y alma—, sino en lo que el hombre hace con ellas. Lo propiamente humano no son los dispositivos o instrumentos somáticos o psíquicos de que el hombre está dotado, la inmediata circunstancia con que se encuentra y a la que está permanentemente adscrito, sino lo que hace con la integridad de su circunstancia —psico-física, natural, social, histórica—. La vida es drama, con personaje argumento y escenario: lo que cada uno de nosotros hace y se hace, después de haberse proyectado o imaginado en su circunstancia o mundo.


Este y no otro es el punto de partida fecundo para descubrir lo que son las generaciones humanas. Todo punto de vista que se instale en lo biológico —por ejemplo, toda consideración genealógica— yerra el camino, porque lo biológico sólo es un ingrediente o componente—como tal abstracto—de la vida humana, y deja fuera la auténtica realidad de ésta. Cada uno de nosotros vive en un mundo. Si preguntamos qué es «mundo», habría que decir que por lo pronto y desde luego que es un sistema de vigencias. Esta respuesta puede parecer algo extraña: se piensa tal vez que el mundo es un conjunto de cosas; acaso se llega a afirmar, no sin cierta petulancia, que no es ni puede ser más que eso. Pero si apretamos un. poco esa expresión, tenemos que preguntarnos qué son cosas. Si lanzamos una mirada en derredor nuestro, encontramos muchas. Ahora bien, es problemático por qué las consideramos así, por qué llamamos cosa a una cierta porción de materia, ni más ni menos, acotada con precisión dentro de una totalidad. No basta con la apelación a la unidad física, pues físicamente una cosa, el vaso o la roca, tanto da, se compone de otro tipo de unidades separadas, las moléculas, y éstas a su vez de átomos, y éstos de protones, electrones, neutrones y lo que se quiera. ¿Por qué agrupamos determinados elementos de éstos, y no más en un conjunto que llamamos cosa? Ya nuestra simple magnitud y el carácter cuantitativo de nuestros órganos de percepción condicionan esas agrupaciones: para nosotros, una piedra es una cosa, y no lo son, sino elementos de ella, las partículas de polvo; pero para una óptica microscópica, la piedra se disolvería en una muchedumbre de «cosas» independientes, y el grano de polvo sería, a su vez, una cosa, mientras que, vistas desde otro planeta, las grandes rocas de nuestras sierras serían elementos sin autonomía de otras «cosas» que para nosotros funcionan cerno agregados múltiples y complejos.


Las cosas son, por lo pronto, interpretaciones nuestras de la realidad. Un fulgor en el cielo es interpretado por nosotros como un fenómeno físico; para un primitivo es un presagio; para un griego, un signo de la cólera de Zeus. Esa realidad, ¿es alguna de esas tres «cosas», o las tres, o ninguna de ellas? La realidad «gato» es rigurosamente distinta para mí, para un ratón, para una pulga emboscada en su pelaje o para un parásito de su fauna intestinal; y un posible gato que fuese el mismo y único es una convención; con todo rigor, una teoría o interpretación, fundada en la múltiple realidad gato. 


Ha habido un día en que los hombres han llegado a una interpretación, y ésta se toma por la realidad misma. La realidad está así cubierta por una pátina de interpretaciones, y es ella misma la que obliga a hacerlas. Porque vivir es interpretar; todo acto vital es una interpretación; pata hacer algo con una cosa, necesito interpretarla como tal cosa determinada. Andar es interpretar el suelo como resistente; sembrar en él, interpretarlo como origen de vegetación; navegar es interpretar el agua como camino, al escapar de ella funciona como peligro, cuando bebo un vaso es algo nos aplaca la sed, analizarla en un laboratorio es interpretarla como un cuerpo químico Pero esas interpretaciones no son mías, no me tienen por autor. Me he encontrado con que se entendían así las cosas, con que una determinada realidad se interpretaba ya como vaso, y por eso es para mí. por lo pronto y desde luego, un vaso, y esto me parece la realidad misma Por esta razón, el mundo, incluso el mundo físico, es primariamente para el hombre una realidad social; hasta el llamar a ese mundo el globo terráqueo es una interpretación que tiene su fecha histórica muy precisa. He aquí la razón de decir que el mundo es, por lo pronto, un sistema de vigencias.


Las interpretaciones, en efecto, se caracterizan por estar ya ahí, por existir ya; no se presentan como tales —esto sólo ocurre cuando se remonta de ellas a su origen, cuando se las ve nacer, y ya no funcionan como realidad—; las interpretaciones me preexisten, son esencialmente antiguas. Si propiamente hablando hubiese «cosas», la inserción del hombre en el mundo, entre ellas; estaría condicionada simplemente por sus determinaciones físicas y no tendría mayor complicación. Pero como hemos visto, esas «cosas», en virtud de su carácter interpretativo y de la necesaria actualidad o vigencia de las interpretaciones, vienen afectadas intrínsecamente por un coeficiente temporal; y la inserción del hombre en el mundo, lejos de ser «indiferente», se ejecuta en un determinado nivel histórico.


Reparemos ahora en el otro término de la expresión que nos ocupa: sistema de vigencias. El mundo es el ámbito en que tengo que vivir, el escenario de mi vida. Yo soy el centro de mi mundo, que funciona como una totalidad, de suerte que tengo que referirme a él en su conjunto, lo cual lo convierte en una realidad jerarquizada. El mundo es una unidad cerrada; uno de sus caracteres es la clausura. Pero en lo humano hay que rebajar siempre un grado: decir que el mundo es cerrado quiere decir que tiende a serlo; las determinaciones se refieren primariamente a las pretensiones o «necesidades» del hombre; y el hombre, efectivamente, necesita que el mundo sea cerrado. Pero tiene dos esenciales modos de abertura: una que mira al futuro, ya que todavía «no está ahí» y mi vida no está hecha, y en ese sentido es un mundo abierto; en segundo lugar, el mundo tiene fisuras o grietas, hendiduras o huecos, que son lo que llamamos problemas.


Si para algo no encuentro interpretación, queda un hueco o fisura en mi mundo. Puede no haber interpretación para algo por diversos motivos: por la novedad de ese algo, para el cual no hay todavía interpretación; por desgaste de una que ya no es vigente y no ha sido aún sustituida por otra; por falta de engranaje o concordancia entre unas y otras. De esta idea de las fisuras se deriva uno de los temas centrales de la filosofía: el problema de la verdad.


El hombre necesita tapar y rellenar esos huecos y aderezar ese mundo en que tiene que vivir. Con los materiales que halla en su contorno tiene que construir así, inexorablemente, una porción de mundo. «Con mayor o menor actividad originalidad y energía—ha escrito Ortega—, el hombre hace mundo, fabrica mundo constantemente, y ya hemos visto que mundo y universo no es sino el esquema o interpretación que arma para asegurarse la vida. Diremos, pues, que el mundo es el instrumento por excelencia que el hombre produce, y el producirlo es una y misma cosa con su vida, con su ser. El hombre es un fabricante nato de universos.


Ese mundo le asegura frente a ciertos problemas que le plantea la circunstancia, pero deja muchas aberturas problemáticas, muchos peligros sin resolver ni evitar. Su vida, el drama de su vida, tendrá un perfil distinto según sea la perspectiva de problemas, según sea la ecuación de seguridades e inseguridades que ese mundo represente. El hombre interpone, entre la realidad y él, un proyecto; al proyectar un quehacer sobre las cosas, éstas, que no son sino facilidades o dificultades, se convierten en posibilidades. El mismo suelo es la distancia que me separa de la meta, y que tengo que vencer, y el camino que me permite llegar a ella; el mismo viento que hinche las velas de mi embarcación y le sirve de motor trae la nube inoportuna que me impide observar un eclipse; nuestro cuerpo, que es la gran facilidad, la fuente de innúmeras posibilidades, se convierte en el máximo estorbo si permite que se me reduzca a prisión o se me fusile. Es decir, la estructura del mundo está condicionada por los diferentes proyectos vitales que los hombres arrojan sobre él. Estos proyectos alteran la realidad de las cosas, y una vez que han adquirido vigencia los encuentran los demás y tienen que contar con ellos; funcionan, pues, como ingredientes objetivos de ese nuevo mundo en que tienen que vivir.


Algo es vigente, repito, cuando me es impuesto y tengo que contar con ello, quiera o no; pero que algo sea vigente no quiere decir que forzosamente sea aceptado. Se me imponen las vigencias, pero no me es impuesta mi reacción frente a ellas. De ahí que no pueda inferirse que los hombres sometidos al mismo sistema de vigencias tengan que parecerse entre sí; sólo en una cosa: que sus reacciones—que pueden ser distintas y aun opuestas—son reacciones a una misma realidad. Vemos cómo en cada momento histórico hay forzosamente Innovación, porque el mundo es distinto, y cómo esa innovación es común a todos los hombres de ese momento.


Se trata de comprender, por medio de la historia, las variaciones humanas. Y, ante todo, hay que establecer una jerarquía entre ellas; unas son más generales que otras; unas son superficiales, mientras que otras afectan a los estratos más profundos; algunas —sea cualquiera su importancia— son azarosas, y otras radican en la estructura misma de la vida humana. Lo más importante, dice Ortega, origen de las variaciones secundarias, es «la sensación radical ante la vida», cómo se sienta la existencia en su integridad indiferenciada. Esta que llamaremos sensibilidad vital es el fenómeno primario en historia y lo primero que habríamos de definir para comprender una época.


Pero tampoco todas las variaciones de la sensibilidad vital son parejas. Si sólo afectan a algunos individuos, no tienen trascendencia histórica; tienen que extenderse a las muchedumbres; pero por otra parte, siempre con obra de ciertos individuos egregios. Ortega insiste en su doctrina de las masas y las minorías selectas como elementos funcionales y dinámico de toda sociedad. «Las masas humanas son receptivas, se limitan a oponer su favor o su resistencia a los hombres de vida personal e iniciadora. Vida histórica es convivencia. La vida de la individualidad egregia consiste, precisamente, en una actuación omnímoda sobre la masa. No cabe, pues, separar los «héroes» de las masas. Se trata de una dualidad esencial al proceso histórico. La humanidad, en todos los estadios de su evolución, ha sido siempre una estructura funcional en que los hombres más enérgicos —cualquiera que sea la forma de esa energía— han operado sobre las masas dándoles una determinada configuración. Esto implica cierta comunidad básica entre los individuos superiores y la muchedumbre vulgar.


Este es el lugar preciso de esa realidad que llamamos generaciones: ni un solo paso de los que hemos dado hasta aquí era superfluo; sólo al llegar a este punto se justifica plenamente y se hace inteligible la idea de generación. En este contexto llega Ortega a su noción precisa y rigurosa: Las variaciones de la sensibilidad vital que son decisivas en historia se presentan bajo la forma de generación. Una generación no es un puñado de hombres egregios, ni simplemente una masa: es como un nuevo cuerpo social íntegro con su minoría selecta y su muchedumbre, que ha sido lanzado sobre el ámbito de la existencia con una trayectoria vital determinada. La generación, compromiso dinámico entre masa e individuo, es el concepto más Importante de la historia, y, por decirlo así, el gozne sobre el que ésta ejecuta sus movimientos, Esta definición es el punto de partida, al que se agregan nuevas precisiones. «Una generación es una variedad humana»; cada generación representa una cierta altitud vital desde la cual se siente la existencia de una manera determinada. Si tomamos en su conjunto la evolución de un pueblo, cada una de sus generaciones se nos presenta como un momento de su vitalidad, como una pulsación de su potencia histórica. Y cada pulsación tiene una fisonomía peculiar, única; es un latido impermutable en la serie del pulso, como lo es coda nota en el desarrollo de una melodía.


Parejamente podemos imaginar a cada generación bajo la especie de un proyectil biológico lanzado al espacio en un instante preciso, con una violencia y una dirección determinadas. Lo decisivo es que las generaciones nacen unas de otras, de suerte que la nueva se encuentra ya con las formas que a la existencia ha dado la anterior. Para cada generación, vivir es, pues, una faena de dos dimensiones, una de las cuales consiste en recibir lo vivido —ideas, valoraciones, instituciones, etc.— por la antecedente; la otra, deja fluir su propia espontaneidad. Hay épocas en que la nueva generación se siente homogénea con la anterior y se solidariza con los viejos, que siguen en el poder; otras épocas eliminatorias y polémicas, generaciones de combate, barren a los viejos e inician nuevas cosas. Aparecen, pues, distinguidos dentro de los contemporáneos —los que viven en el mismo tiempo—, los grupos de los que son coetáneos tienen la misma edad: viejos, jóvenes; es decir, las diversas generaciones coexistentes en un momento histórico. 


«Toda actualidad histórica—dice Ortega--, todo «hoy» envuelve en rigor tres tiempos distintos, tres «hoy» diferentes o, dicho de otra manera, que el presente es rico de tres grandes dimensiones vitales, las cuales conviven alojadas en él, quieran o no, trabadas unas con otras y, por fuerza, al ser diferentes, en esencial hostilidad». Los contemporáneos no son coetáneos: urge distinguir en historia entre coetaneidad y contemporaneidad. Alojados en un tiempo externo y cronológico, conviven tres tiempos vitales distintos. Esto es lo que suelo llamar el anacronismo esencial de la historia. Merced a ese desequilibrio interior se mueve, cambia rueda, fluye. Si todos los contemporáneos fuésemos coetáneos, la historia se detendría anquilosada, putrefacta, en un gesto definitivo, sin posibilidad de innovación radical ninguna.


¿Cuáles son, en concreto, las edades humanas? Podemos considerar la vida dividida en cinco períodos de quince años, que sumarían un total de setenta y cinco:

1) Los primeros quince años: niñez. No hay actuación histórica, ni apenas tiene ese carácter lo que se recibe del mundo: de ahí que el mundo del niño cambie, de una época a otra, mucho menos que el del adulto en fechas análogas.

2) De los quince a los treinta: juventud. Se recibe del contorno; se ve, se oye, se lee, se aprende; el hombre se deja penetrar por el mundo ya existente y que él no ha hecho; época de información y pasividad.

3) De los treinta a los cuarenta y cinco: iniciación. El. Hombre empieza a actuar, a tratar de modificar el mundo recibido e imponerle su propia innovación; es la época de gestación, en que se lucha con la generación anterior y se intenta desplazarla del poder.

4) De los cuarenta y cinco a los sesenta: predominio. Se ha impuesto y ha logrado vigencia el mundo que se trataba de innovar en la edad anterior. Los hombres de esta edad «están en el poder» en todos los órdenes de la vida; es la época de gestión; y a la vez se lucha para defender ese mundo frente a una nueva innovación postulada por la generación más joven.

5) De los sesenta a los setenta y cinco, o más, en los casos de longevidad: vejez. Es la época de supervivencia histórica. Esta tiene, por lo pronto, un sentido cuantitativo: hay muchos menos hombres de esta edad que de los grupos anteriores.


Los ancianos —dice Ortega—están «fuera de la vida», y ése es su papel: el de testigos de un mundo anterior, que aportan su experiencia y están más allá de las luchas actuales: es la función de los senados. Pero recuérdese lo que antes dije de la alteración del ritmo de las edades; hoy empieza a haber muchos más hombres de más de sesenta años que en las épocas pasadas, y además se mantienen en gran parte en plena eficacia; los médicos, además, acaban de inventar la «geriatría», pareja a la pediatría, y todo hace esperar que en un futuro próximo se altere más aún el esquema de las edades y la ancianidad quede confinada a los dos últimos decenios del siglo.


¿Cómo se realiza el cambio histórico en función de las generaciones sucesivas? La totalidad de los jóvenes de un momento del tiempo actúa sobre el mundo, cada uno sobre un punto de él, entre todos sobre su integridad. De este modo, aunque la modificación ejecutada por cada uno de ellos sea mínima, lo decisivo es que —frente a las variaciones individuales, por importantes que sean—tiene un carácter de totalidad, y convierte al mundo en otro mundo, sea mayor o menor la cuantía de esa alteridad. Y como el concepto de coetaneidad ha quedado precisado, Ortega puede llegar a una definición de las generaciones más rigurosa: El conjunto de los que son coetáneos en un círculo de actual convivencia, es una generación. El concepto de generación no implica, pues, primariamente más que estas dos notas: tener la misma edad y tener algún contacto vital.


Pero ahora surge una cuestión: ¿qué es tener la misma edad? «Aunque parezca rnentira -escribe Ortega-, se ha pretendido una y otra vez rechazar a limine el método de las generaciones oponiendo la ingeniosa observación de que todos los días nacen hombres y, por tanto, sólo los que nacen en el mismo día tendrían, en rigor, la misma edad, por tanto, que la generación es un fantasma, un concepto arbitrario que no representa una realidad, que antes bien, si le usamos, tapa y deforma la realidad. Pero convendría haber caído en la cuenta de que el concepto de edad no es de sustancia matemática, sino vital. La edad, originariamente, no es una fecha. Es, dentro de la trayectoria vital humana, un cierto modo de vivir—por decirlo así, es dentro de nuestra vida total una vida con su comienzo y su término: se empieza a ser joven y se deja de ser joven, como se empieza a vivir y se acaba de vivir. La edad, pues, no es una fecha, sino una «zona de fechas» y tienen la misma edad, vital e históricamente, no sólo los que nacen en un mismo año, sino los que nacen dentro de una zona de fechas.


Esa objeción se nutre de un doble error conexo: en primer lugar, atender a la vida individual, y en definitiva a la genealogía, por no conocer, como hemos visto largamente, cuál es el «lugar» de las generaciones, a saber, la vida histórica y social; en segundo término, el biologismo, la creencia de que la realidad humana es en lo fundamental biológica, y las edades lo son propiamente del organismo; por eso, a la vez que se afirma un «continuismo» de las generaciones, fundándose en la efectiva continuidad de los nacimientos, y así se las disuelve, cuando se las toma en su sentido usual se las interpreta como promociones que se suceden, que se van sustituyendo. «Esto supone —añade Ortega— que el hombre primordialmente es su cuerpo y su alma. Contra este error va todo mi pensamiento. El hombre es primariamente su vida, una cierta trayectoria con tiempo máximo prefijado. Y la edad es ante todo una etapa de esa trayectoria y no un estado de su cuerpo ni de su alma. La averiguación esencial de que hablando del hombre lo sustantivo es su vida y todo lo demás adjetivo, que el hombre es drama, destino y no cosa, nos proporciona súbito esclarecimiento a todo este problema. Las edades lo son de nuestra vida y no de nuestro organismo, son etapas diferentes en que se segmenta nuestro quehacer vital. Recuerden ustedes que la vida no es sino lo que tenemos que hacer, puesto que tenemos que hacérnosla. Y cada edad es un tipo de quehacer peculiar.


Esto nos lleva a una consecuencia capital. Si atendemos a la etapa de plena eficacia histórica, nos encontramos que está dividida en dos fases: la de los hombres de treinta a cuarenta y cinco años (gestación) y la de los hombres de cuarenta y cinco a sesenta (gestión). Estos viven instalados en el mundo que han hecho, mientras que los más jóvenes están haciendo su mundo, el que todavía no es vigente. No caben, observa Ortega, dos tareas vitales o estructuras de la vida más diferentes; se trata de dos generaciones que tienen puestas las manos sobre las mismas cosas, basta el punto de estar en lucha; es decir, son contemporáneas y plenamente activas, no se suceden, pero no son coetáneas: lo decisivo en la idea de las generaciones no es que se suceden, sino que se solapan o empalman. Siempre hay dos generaciones actuando al mismo tiempo, con plenitud de actuación, sobre los mismos temas y en torno a las mismas cosas—pero con distinto índice de edad y, por ello, con distinto sentido.


Ortega distingue dos tipos muy diversos de cambio histórico: 1) Cuando cambia algo en nuestro mundo. 2) Cuando cambia el mundo. Esto último acontece, normal e inexorablemente, con cada generación, la cual ejecuta una variación —grande o chica, esto es secundario— en la tonalidad general del mundo. Cuando el cambio es cuantitativamente muy pronunciado y, sobre todo, cuando en lugar de suceder a un sistema de convicciones otro bastante próximo, lo que ocurre es que el hombre se queda sin convicciones —y por tanto sin mundo—, se puede hablar de una crisis histórica; y se llama generación decisiva a la que «por primera vez piensa los nuevos pensamientos con plena claridad y completa posesión de su sentido: una generación, pues, que ni es todavía precursora, ni es ya continuadora. 


Todos los jóvenes viven del mismo modo un acontecimiento, porque éste se produce en una misma etapa de su vida, esto es, tiene la misma significación funcional dentro de sus biografías. Por esto es indiferente tener un año más o dos años menos. La edad biológica es una componente abstracta de nuestra vida —y de las generaciones—, necesaria, pero incapaz de explicar ella de por sí nada, como el peso físico de nuestro cuerpo o nuestro tamaño; es claro que si el hombre pesara unos gramos o varias toneladas, si fuese un organismo de cinco centímetros o de diez metros de altura, su vida sería distinta; sus determinaciones físicas la condicionan; pero no la explican ni la deciden, porque ella consiste en lo que el hombre hace con su peso, su estatura, su edad biológica, la gravitación, el suelo resistente del planeta y toda la infinidad de ingredientes de su circunstancia o mundo. Por esto, aunque todos sabemos cuándo hemos nacido, y la fecha de nuestro nacimiento determina nuestra pertenencia a una generación precisa, no basta con saber esa fecha para saber cuál es nuestra generación, porque ésta no es asunto de la vida individual, sino de las estructuras objetivas del mundo histórico. El segundo error olvida que la vida es múltiple, pero que esa multiplicidad de dimensiones suyas no altera el hecho decisivo de que es una unidad total. Por esto, no se va a ninguna parte intentando hacer una teoría de las generaciones en política, arte o literatura; las generaciones afectan a la vida en su totalidad; se pueden acotar, ciertamente, estos campos de la realidad, pero a condición de tener plena conciencia de que son abstractos y no reales. 


¿Qué es, pues, en suma, una generación? Depende del sistema total de vigencias que dan su estructura a la vida en cierta fecha de la historia. Ese sistema tiene cierta duración, y ejerce su influjo conformador sobre todos los hombres que ingresan en la vida histórica dentro de ese plazo. Se trata, por tanto, del mundo que cada hombre encuentra y al que se incorpora; de algo que excede, pues, de la vida individual, de algo que se impone a ésta y la condiciona. Por esto, por no ser asunto biológico ni siquiera biográfico, no basta con saber cuándo ha nacido un hombre para saber a qué generación pertenece, porque falta por conocer la estructura del mundo en ese momento; dicho con otras palabras, cuál es la serie efectiva de las generaciones como sistemas de vigencias, pata saber en cuál de ellas se inserta. Esto tiene la consecuencia evidente de que cada hombre se encuentra a cierta altura dentro de la generación a que pertenece: al principio, en medio o al final; es decir, cuando el hombre irrumpe en la vida histórica, el sistema a que queda adscrito lleva ya más o menos tiempo vigente. Mientras no se conozca la serie de las generaciones, no se puede saber si dos hombres nacidos en fechas próximas, pero no coincidentes, pertenecen a la misma generación o no: hace falta conocer las «divisorias», las fechas terminales de las generaciones, y sólo entonces el dato del nacimiento adquiere su sentido histórico, al articularse, con la estructura objetiva de la sociedad. No puede representarse la sucesión de la historia como una llanura, en que sólo contarían las distancias absolutas, métricas, sino como un terreno surcado por ondulaciones, cada generación sería la zona comprendida entre dos cadenas montañosas, y para determinar a cuál pertenece un punto sería menester conocer el relieve; dos puntos bastante distantes podrían pertenecer a la misma; dos muy próximos, en cambio, a generaciones diferentes, según estuviesen en la misma vertiente o a ambos lados de la divisoria de aguas.


Este es el carácter real de las generaciones, lo que las convierte en los pasos efectivos del acontecer histórico y hace de cada una lo que he llamado el presente histórico elemental. La idea de generación, dice Ortega, es «el órgano visual con que se ve en su efectiva y vibrante autenticidad la realidad histórica». La generación es una y misma cosa con la estructura de la vida humana en cada momento. No se puede intentar saber lo que de verdad pasó en tal o cual fecha si no se averigua antes a qué generación le pasó; esto es, dentro de qué figura de existencia humana aconteció. Un mismo hecho acontecido a dos generaciones diferentes es una realidad vital y, por tanto, histórica, completamente distinta.


Hay, por tanto, en la historia una multiplicidad de estructuras o, mejor dicho, una estructura múltiple, dinámica y tensa. Toda sección histórica, aun siendo instantánea, es ya móvil, nunca estática: aparece siempre como una distensión de tres fuerzas, las tres generaciones actuantes en cada fecha, y su realidad es intrínsecamente móvil. La creencia de que el ente es inmóvil tiene una última repercusión en la creencia en las formas rígidas de la historia, que en nuestro tiempo ha tenido un brote —por lo demás espléndido— en la interpretación de la historia como una morfología. Las formas históricas no son resultados, sino resultantes, en un sentido análogo al del físico cuando habla de la resultante de una composición de fuerzas que actúan sobre un punto. Ahora tenemos que preguntarnos cuánto dura una generación, cuánto distan entre sí esas cadenas montañosas que integran lo que he llamado el relieve de la historia. Es la estructura de las edades —entendidas siempre como realidades funcionales históricas— quien lo determina. La actuación plenamente histórica de los hombres dura, como vimos, treinta años; pero este plazo se divide en dos fases de signo distinto y aun opuesto: quince años de gestación, quince de gestión. De los treinta a los cuarenta y cinco años se lucha por imponer una cierta estructura del mundo; a los cuarenta y cinco, aproximadamente, se triunfa y se está en el poder, hasta que, quince años más tarde una nueva generación ascendente impone su innovación y desplaza del mando —en todos los órdenes— las convicciones, usos e ideas característicos de la etapa anterior. Por tanto, la vigencia de esa forma de vida dura quince años, aproximadamente: ésta es la duración de las generaciones. 


La generación sería, pues, la unidad concreta de la auténtica cronología histórica, o, dicho en otra forma, que la historia camina y procede por generaciones. Ahora se comprende en qué consiste la afinidad verdadera entre los hombres de una generación. La afinidad no procede tanto de ellos como de verse obligados a vivir en un mundo que tiene una forma determinada y única. Pero con todo esto no sabemos aún cuáles son las generaciones; sabemos que las hay, qué son, cuánto duran; pero ignoramos todo lo que se refiere a su existencia concreta. No tenemos vislumbre de cuál es su serie efectiva, y, por tanto, a qué generación pertenecemos cada uno de nosotros. Pero es que aquí se trata sólo de la teoría analítica de las generaciones, que sobre su existencia empírica nada tiene que decir. Tendremos que plantearnos después el problema histórico de esa existencia y, con ello, el del sentido metódico de la idea de las generaciones.
















Tomado de: 
Marías Julián (1949):El método histórico de las generaciones. Revista de Occidente. Bárbara de Braganza 12. Madrid. pp.73-107

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