07 septiembre 2014

La nueva era del erotismo. Lo Duca


El Marqués de Sade 
(1740-1814)
  
La nueva era del erotismo

Joseph-Marie Lo Duca


Sería presuntuoso decidir si el acceso extendido a más clases a la práctica de la libertad -que se había reservado al nacimiento- se debió a una especie de democratización de los sentimientos y de los impulsos, o si esa democratización derivó de la difusión cada vez más vasta de los elementos estéticos y filosóficos de la vida. Las prensas inundaron el mundo de reproducciones y las imprentas multiplicaron los lectores, facilitando su cultura. Que el analfabetismo haya comenzado, según mi parecer, con Gutenberg, no es para ser discutido aquí.


El erotismo desencadenado en el Renacimiento, la Reforma y la Contrarreforma, tenía evidentemente sus ilustraciones y sus textos que complementaban los penitenciales, los manuales de confesión y todos esos ensayos que, por la escritura, liberaban los apetitos sexuales inconscientemente ocultos (“reprimidos”, dijo Freud cuatro siglos más tarde); sólo que del “ejemplar único” de antaño se tiraban diez mil, y las catorce copias en pergamino de Ovidio llegaron, en papel, a cien mil. El Hermaphroditus, de Antonio Beccadelli; Voluptas, de Lorenzo; De laudibus sodomiae sen pederastiae, de Della Casa (arzobispo y secretario de Estado de Pablo IV); la Geneanthropeia, de Sinibaldo, cubrieron las bibliotecas sin que se haya pensado todavía en los “Infiernos”. Geneanthropeia es, sin duda, el primer ensayo que anuncia a la sexología, aunque contenga consejos poco científicos, por ejemplo: “Cómo reducir el miembro cuando es demasiado largo” o “Cómo desarrollar las partes”. Sinibaldo habría debido reducirse a las observaciones fecundas de problemas tales como: “¿Cuáles son los síntomas fisonómicos de la concupiscencia?” Esos libros consiguieron escandalizar aun en su época y anunciaron una profusión de textos eróticos y paraeróticos que tuvieron sus clásicos, como La vida de las mujeres galantes, en el que Brantôme da, por fin, el primer lugar al objeto, la mujer, la que toma la iniciativa también en el dominio sexual, o prepararon el terreno a las obras del género de Tis a Pity she’s a whore (Lástima que sea puta), de Ford, sin olvidar toda una literatura de producción ordinaria, tales como Quince alegrías del matrimonio o La escuela de las muchachas, de Mililot (colgado después en efigie), o las obras monosexuales como Sodom, brillante libro de Rochester.


Es para nosotros una gran ventaja que los egipcios, los griegos y los romanos hayan pasado antes que esas prosas libertinas: estamos eximidos de citarlos, pues hasta Sade no hemos tenido nada para echar diente. Pero hay todavía tal decencia en el estilo, tal inteligencia en la intriga, que ninguna de esas obras puede ser acusada de pornografía. Se diría que la época se esfuerza por aplicar anti litteram un axioma famoso: “No se trata de escapar al pecado, sino de integrar el erotismo a la vida sin que pierda la fuerza que le debía al pecado, de darle todo lo que, hasta aquí, le estaba dado al amor, de hacerlo un medio de nuestra propia revelación”.


Por el momento, el erotismo se integra en la vida por la búsqueda de perversidades caracterizadas, de las que el incesto (los Cenci), la homosexualidad femenina (Catalina de Médicis), la homosexualidad masculina (Enrique III), el gusto un poco estrepitoso de la orgía, son las evasiones extremas de un mundo desesperado en busca de placeres que se alejan a medida que se avanza en el camino de lo imprevisto. Esos excesos son una especie de vacuna que hace normales, si no aceptables, las situaciones que se habrían juzgado imposibles un siglo antes del Renacimiento.


De todos los tabúes destruidos por ese desgaste que expande cada vez más lejos sus límites, el del amor legítimo es el más tocado. Es el momento en que se perfila un personaje nuevo, hijo de la libertad de los sexos y del amor-hazaña que se opone al amor-pasión encarnado por Tristán: es Don Juan. ¿Quién es Don Juan, fuera del personaje de Don Juan Tirso de Molina, el “burlador de Sevilla”? Podría ser Felipe III, padre de treinta y dos bastardos; o Don Carlos; pero Don Juan tiene ya una vida autónoma que se exime de usar máscaras históricas.


Algunos hombres -dice admirablemente Hesnard- no pueden ser duraderamente l’homo unius mulieris. Tienen la inquietud de la fija ción erótica, cada nueva mujer despierta una promesa de satisfacción más plena, promesa ilusoria muy frecuentemente, pues se trata de individuos incapaces, por razones interiores variables, de satisfacción completa. El donjuanismo es una forma refinada de esa ineptitud para la elección durable: revela una falta de virilidad por adhesión autoerótica a objetos infantiles.


La vida en pareja es la conducta inmediatamente superior al vagabundaje sexual, al erotismo sin verdadera efectividad. Don Juan es otro ser y un ser nuevo, rigurosamente libre, pero que renunció por esa libertad misma a la posibilidad de amar. Es el personaje que Sade define mejor que nadie: “Posó sobre mí la mirada fría del verdadero libertino”‘. Ese libertino no puede reconocerse sino por oposición al amor de Tristán: su pasión es tan negativa como su vida.


La subjetividad de la observación de Montherland, a pesar de ser expresada con cierta misoginia, salta a los ojos: “Se dice que si Don Juan pasa de una a otra, es porque no ha recibido de ninguna lo que esperaba. Puede ser también porque ha recibido de cada una todo lo que esperaba”. El orgullo y el a priori de eso “que esperaba” apartan a Don Juan del rango de los enamorados: sabiendo qué espera, y estando seguro de antemano, ese Don Juan renuncia al carácter fundamental del amor. La pasión amorosa se cambia en neurosis pasajera e intermitente, la neurosis clásica de su siglo. Si hacemos abstracción del arte que ha “tratado”a Don Juan, desde Molière a Mozart y Byron, Don Juan es el “donjuanismo” y, por ello, el hermano de Casanova. Ambos son seductores sin pasión, expertos en la técnica astuta, viviendo con el deseo de la mujer, no de una mujer. Cuando Felicien Marceau afirma que para Don Juan “el placer no es sino un medio de tocar el alma, de vencerla, de saquearla”, en tanto que “Casanova se burla del alma”, está en un estado de pura subjetividad, o bien atribuye a Don Juan los móviles y los pensamientos de los autores de Don Juan.


Ese “libertino” esboza el pasaje entre la anarquía del Renacimiento y el individualismo integral. La anarquía del Renacimiento parece sostenida por una literatura y un arte por fin liberados, aunque aparentemente esté absorbida por la futilidad de las rondas galantes, de la poesía priápica, del virtuosismo del amor ostentado por todas partes. El individualismo integral llegó con Sade al regicidio. Con razón dice Bataille que “la libertad soberana, absoluta, fue encarada -en la literatura- tras la negación revolucionaria del principio de realeza”. El lazo psicológico es bastante evidente, pero puede ser fácilmente comprobado: es propio del donjuanismo ser todo, menos discreto.


La diferencia fundamental entre Don Juan y Casanova viene de la sangre: el español conservó en toda su marcha el gusto de lo absoluto, casi consciente por adivinación de las similitudes que se establecen entre el éxtasis y la muerte; el italiano, igualmente apasionado, no pudo librarse de un escepticismo ligado sin duda a la realidad de una historia erizada de césares y de papas, y no abandonó el brío de la comedia, con su necesaria inteligencia, pero también con sus límites.


Neurosis galante e histeria erótica no son sino calificaciones retrasadas y, sobre todo, no dan ninguna idea de esa inmensa “erotización” de la vida, durante los dos siglos que precedieron a la Revolución Francesa, o mejor, a partir precisamente de la Guerra de los Treinta años. Una filosofía de la voluptuosidad implica en primer lugar la existencia de la voluptuosidad. No tiene nada de rococó ni de barroco esa voluptuosidad, un poco acrobática y sin tiempos muertos, pero forma a los seres y los prepara -sin saberlo- a una comprensión consciente por la cual algún día renunciaremos “a la exuberancia del erotismo en favor de la razón”.


Fantasmas Vetlemitas. Adrian Bodek


Lo que el condottiero aportó al espíritu del Renacimiento, Sade lo aportó a la era moderna. Su desafío permanecerá insostenible hasta el fin de la humanidad. Extiende más allá de la imaginación normal, los límites acordados ampliamente a los personajes de la voluptuosidad. Franquea el espejo de la verdad y nos da una verdad trastornada y, por ello, espantosa. No solamente Sade toma por axioma que la vida es la búsqueda de placeres, y aun del placer, sino que introduce el principio de que el placer está ligado al sufrimiento, es decir, al ensayo de destruir la vida:


“El cuerpo (...) no es sino el instrumento que sirve para dar dolor”.


Por primera vez desde la fascinación de los sacrificios religiosos, atroces o sangrientos, según las exigencias de los pueblos que los inspiraron o los desearon, un hombre, desde lo alto de su soledad, impone la fascinación de sacrificios en estado puro, eróticos por definición, misas negras de una religión sin fe, que se desarrolla en un estadio que ya no está en contacto con la conciencia racional, que ni siquiera la toca. Eso pasa en otra parte. Sade reveló al hombre impulsos sexuales que tomaron con justo título el epíteto de sádicos; tal vez inconscientemente Sade completó nuestro conocimiento del hombre antes que las intuiciones de Freud y de Jung.


Ciertamente, a lo largo de la historia, algunas observaciones se deslizaron por entre las tinieblas del alma, pero no superaron las tímidas alusiones (tímidas con relación al “corpus” de Sade) de las que Alain nos da un ejemplo, encontrado en Platón: “Un hombre sintió impulsos de ver cuerpos de torturados que estaban expuestos sobre las murallas y no pudiendo vencerse, etc...” (La República). No superaron tampoco el gusto permanente de las multitudes por los espectáculos de muerte: Crucifixión, Place de Gréve o Nuremberg. Pero los asistentes no son sino aficionados sin envergadura. Es precisamente Sade el hombre del sadismo, del sadismo total, sin debilidades, inhumano también, pero en el sentido verdadero, pues es un humano que lo ha revelado.


Georges Bataille escribió sobre Sade páginas de gran sagacidad y que estimo exhaustivas en cuanto a su pensamiento. Nadie ha sabido como él percibir la alucinante visión del mundo sadiano. Un pasaje de su análisis impresiona al lector por sus consecuencias ideales: 

La historia de las religiones condujo (...) sólo débilmente a la conciencia a reconsiderar el sadismo. La definición de sadismo, por el contrario, ha permitido considerar en los hechos religiosos algo más que una inexplicable extravagancia; son los instintos sexuales (...) los que finalmente explican los horrores artificiales”.


Más adelante Bataile le agrega: “El mérito esencial de la obra de Sade es haber descubierto y mostrado, en el desvío voluptuoso, una función de irregularidad moral”. Bataille nos da la clave inmediata, la posibilidad de captar, por ella, la intuición de Sade, pues lo contrario de la regla “da tanto la angustia, como la sensación de goce, de pasión trastornada, mitigada de angustia, que es lo propio de la actividad sexual". Sin una conciencia de trastorno angustioso, el placer erótico es imperfecto.


Sade cumplió su promesa: “Se imaginaron que hacían algo maravilloso al reducirme a una abstinencia atroz del pecado de la carne. Y bien, se han engañado, me han hecho formar fantasmas que tendré que realizar”. “Tenemos (...) en este mundo relativo de la literatura un verdadero absoluto”, pudo concluir Maurice Blanchot, en quien reconocemos el autor del primer estudio serio del sortilegio de Sade. Pero hay que volver a Bataille para encontrar la arquitectura interior de la soledad del Marqués, la coherencia de su blasfemia y la mensurabilidad intuitiva de sus abismos:


"El sistema del marqués de Sade no es menos la realización que la crítica de un método que lleva al estallido del individuo integral, por encima de una multitud fascinada”.


En la crítica comparada de Sade y del sadismo, lamentamos no poder citar todo lo que escribió Sartre, pero su lenguaje no es adecuado para el lector no iniciado en la complejidad de las palabras necesarias para la expresión de un pensamiento nuevo en sus matices tan inéditas como imperiosas. Nos arriesgaríamos, ya sea simplificándolo, a traicionarlo o, resumiéndolo, a apartarlo de su verdadera fuente. Dice Sartre: 


“El sadismo es pasión, sequedad y encarnizamiento. Es sequedad porque surge cuando el deseo se ha vaciado de su turbación (...). En la medida en que se encarniza en frío, en que es a la vez encarnizamiento y sequedad, el sádico es apasionado. Su objeto es, como el del deseo, percibir y dominar al Otro, no solamente como Otro-objeto, sino como pura trascendencia encarnada.” “No tiene otro recurso que tratar al Otro como un objetoutensilio, trata de utilizar el cuerpo del Otro como una herramienta para hacer que el Otro realice la existencia encarnada.” “Trata de descubrir la carne en la acción.” “Quiere la no reciprocidad de las relaciones sexuales, goza en ser la potencia apropiadora y libre frente a una libertad cautivada por la carne. Por eso quiere el sadismo hacer presente la carne, en forma distinta, a la conciencia de Otro, quiere hacerla presente tratando al Otro como instrumento; la hace presente por el dolor.”



Por Bataille, Sartre y Blanchot percibimos el fondo de la inteligibilidad sadiana, desencadenado del calabozo en donde se ha enterrado al “hombre de la lucidez”. La figura clásica de Satán toma frente a Sade el aspecto de una imagen piadosa. En suma, Satán no es sino un ángel caído, su negativo. Sade es solamente Sade.










Tomado de: 
LO DUCA, J. Marie (1965): Historia del erotismo. Bs. As. Siglo Veinte, pp. 72-78.

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