30 mayo 2013

Rabia a los libros. George Steiner





Rabia a los libros

George Steiner


El helenismo franqueará el paso a la «visualización gráfica» en el interior de un libro, en el contexto del neoplatonismo del Cuarto Evangelio, con sus raptos de una extrema sofisticación estilística (como en la oda o himno introductorio), y esencialmente de la mano de pupilos de san Pablo. Es muy probable que Pablo de Tarso no fuera sólo el más hábil de los virtuosos de las relaciones públicas que jamás se haya conocido, sino también uno de los mayores escritores de la tradición occidental. Entre toda la literatura, sus Epístolas continúan siendo una obra maestra de la retórica, de la alegoría empleada con fines estratégicos, de la paradoja y de la inquietud mordaz. El simple hecho de que cite a Eurípides habla de un hombre de cultura libresca, casi antitético del nazareno, al que transmutó en el Cristo. Pocas figuras históricas -se vienen a las mientes Marx o Lenin- pueden rivalizar con la maestría de la propaganda paulina o con su sentido a la vez instrumental, didáctico y etimológico de la propagación pedagógica. Ni tampoco igualar su intuición de que los textos escritos pueden transformar la condición humana. Como Horacio y Ovidio, contemporáneos suyos en sentido amplio, Pablo tuvo la certeza de que sus palabras, transcritas, publicadas y vueltas a publicar, durarían más que el bronce y continuarían resonando en los oídos y la conciencia de los hombres durante mucho tiempo, cuando ya todos los mármoles se hubieran reducido a polvo. Sobre ese credo, con acentos hebraico-helenísticos, florecerán las majestuosas imágenes, metáforas en acto, del libro del Apocalipsis con sus siete sellos y del Libro de la vida, evocados por Juan de Patmos y a lo ancho de toda la escatología cristiana. Estamos de nuevo en las antípodas de la oralidad de Jesús y del contexto prealfabético en el que evolucionaron sus primeros discípulos. 


La cristología paulina se desarrollará en el sentido del catolicismo romano, con su majestuosa arquitectura de exégesis y doctrina escrita. Incluirá el vasto corpus de los escritos patrísticos, las obras de los padres y los doctores de la Iglesia, el genio literario de San Agustín y la justamente afamada Suma de Tomás de Aquino. Pero la tensión inicial entre la «letra» y el «espíritu», por ejemplo, entre los scriptoria monacales, a los que debemos en gran parte que los textos clásicos hayan llegado hasta nosotros, y la preferencia que se ha dado a la oralidad y desdichadamente también al analfabetismo, ha sido constante. 


Entre las raras excepciones, encontramos a los padres del desierto, los ascetas de la Iglesia primitiva que aborrecían los libros y a todo el que estudiaba en ellos. La circularidad infinita de la plegaria que cava su surco, la humillación de la carne, la disciplina de la meditación dejaban poco espacio al lujo de la lectura y en todo caso lo convertían en un hecho eminentemente subversivo. ¿Dónde habría podido instalar una biblioteca el estilita o el indigente habitante de una gruta de Jordania o de la Capadocia? Esta corriente oral vinculada a la penitencia o a la profecía no dejará de aflorar, a veces enmascarada, durante toda la historia de la práctica y la apologética del cristianismo. Volvemos a encontrarla en la actitud iconoclasta de Savonarola y, de un modo más violento, en las renuncias pascalianas y en su profunda desconfianza de Montaigne, encarnación misma de la cultura libresca. 


La tendencia persiste gracias a la actitud profundamente ambigua de Roma hacia la lectura de las Sagradas Escrituras fuera del círculo de una élite establecida. No sólo se desalentó durante siglos y siglos la lectura de la Biblia, sino que muchas veces se tuvo por herética. El acceso al Antiguo y al Nuevo Testamento, con sus incontables opacidades, sus contradicciones intrínsecas y sus misterios recalcitrantes sólo estaba autorizado para los competentes en hermenéutica y teología ortodoxa. Si algo distingue profundamente a la sensibilidad católica de la protestante es su actitud respecto a la lectura de las Sagradas Escrituras: absolutamente primordial en el caso del protestantismo (a pesar de las inquietudes que Lutero expresó en alguna ocasión), fue siempre ajena a la concepción típica del catolicismo. La imprenta estableció con la Reforma una alianza de las que refuerzan a las dos partes. Por el contrario, el invento de Gutenberg llenó de aprensión a la Iglesia Católica. La censura de libros (volveré sobre este punto), su destrucción física, atraviesa como una línea roja la historia del catolicismo romano. Aunque hayan perdido su anterior virulencia, el imprimatur y el index de las obras prohibidas formarán parte de su historia para siempre. No hace tanto que los diálogos filosóficos de Galileo se retiraron del catálogo de libros infames. El Tractatus de Spinoza, si no me engaño, continúa en la lista. 


La creación de las grandes biblioteca reales y académicas, tales como los fondos de Carlos V del Louvre, con un millón de manuscritos, la donación del duque Humphrey a la Biblioteca Bodleiana de Oxford o la biblioteca universitaria de Bolonia, se remonta a la alta Edad Media. En la Italia del siglo XV abundaban las colecciones ducales y los gabinetes de libros de eclesiásticos y eruditos humanistas. El apogeo del libro y de la lectura clásica se debió al desarrollo de la clase media, una burguesía privilegiada y educada, en toda la Europa occidental. 


El acto de la lectura, lo mismo que los espacios anexos de la venta, la publicación o la síntesis y resumen de libros necesitan la concurrencia de varias circunstancias. Nos podemos hacer una idea en lugares tan emblemáticos como la torrebiblioteca de Montaigne, la biblioteca de Montesquieu en La Brède o por lo que sabemos de la biblioteca de Walpole en Strawberry Hill o de la de Thomas Jefferson en Monticello. Los lectores de hoy poseen en propiedad la materia de sus lecturas; los libros ya no se encuentran en espacios públicos y oficiales. Una propiedad semejante necesita a su vez de un espacio especializado, el de la estancia cubierta de estanterías llenas de libros, con diccionarios de griego y latín y obras de referencia que hagan posible una lectura auténtica (como observa Adorno, la música de cámara dependió de la existencia de las correspondientes salas, casi todas en casas particulares). Otro de los requisitos es el silencio. 

San Pablo en Efeso.
 Ilustración de G. Doré


A medida que la cultura urbana e industrial va dominando el mundo, el malestar sonoro aumenta de un modo exponencial, que en la actualidad roza la locura. Para los privilegiados de la edad clásica de la lectura, el silencio era aún una mercancía accesible cuyo precio no ha hecho más que aumentar. Montaigne procuraba que hasta los miembros de su familia se mantuvieran alejados de su bibliotecarefugio. Las grandes bibliotecas privadas dependían de los criados que mantenían el orden y lustraban la encuadernación de cuero. Y, por encima de todo, se disponía de tiempo para leer. Tenemos la sorprendente imagen que captó Lamb de los «cormoranes de biblioteca», tales como sir Thomas Browne o Montaigne o Gibbon, que consumían los días y las noches en su Leviatán. ¿Habrá algún libro que Coleridge o Humboldt no hayan leído, anotado, abarrotado de comentarios, hasta componer, generalmente sobre el primero, un segundo libro en los márgenes, en las hojas sueltas, en la proliferación de notas a pie de página? ¿De dónde sacaba Macauly el tiempo para dormir? 


El estallido de la barbarie sanguinaria del siglo XX europeo y ruso impidió o socavó la existencia de todas estas condiciones vitales. La acumulación propiamente dicha en bibliotecas privadas ha pasado a ser pasión de un pequeño número de personas, los mecenas . Los espacios vitales se achican (hoy en día la vitrina de los discos, la columna de los CD o de las cintas han reemplazado a las estanterías de libros, especialmente en las casas de los jóvenes). El silencio se ha convertido en un lujo. Sólo las grandes fortunas tienen la posibilidad de escapar a la invasión del gigantesco caos tecnológico. El concepto de servicio doméstico, la imagen del criado o del empleado de hogar desempolvando amorosamente desde lo alto de una escalera de mano los últimos volúmenes de la biblioteca, suena a una sospechosa nostalgia. El tiempo se ha acelerado de un modo formidable, como Hegel y Kierkegaard advirtieron, entre los primeros. Los auténticos momentos de ocio, de los que depende toda lectura seria, silenciosa y responsable, se han convertido en patrimonio casi exclusivo de universitarios e investigadores. Matamos el tiempo, en lugar de sentirnos como en casa dentro de sus límites. 


Sin embargo, incluso durante la Edad de Oro del libro, digamos en términos generales entre la época en la que Erasmo podía gritar de alegría y de agradecimiento si se encontraba en el suelo mojado de la calle un fragmento de texto impreso, y la catástrofe de las dos guerras mundiales, hubo dos actos de resistencia, dos contestaciones significativas al libro. No todos los moralistas y los críticos, ni siquiera los escritores tienden a considerar que los libros son «la vida misma, la sangre de los grandes espíritus», según la famosa expresión de Milton. Merecerá la pena detenerse en dos corrientes de oposición, en parte subterráneas. 


Llamaré a la primera «pastoralismo radical». La vemos en el Emilio, la utopía pedagógica de Rousseau, y en el diktat de Goethe, según el cual el árbol del pensamiento y del estudio es siempre gris, mientras que el de la vida en acto, el de la vida-fuerza, el del impulso vital es siempre verde. Un pastoralismo radical anima el pensamiento de Wordsworth, hasta el punto de llevarlo a afirmar que el «brote primaveral de un árbol» vale más que toda la erudición libresca. Por elocuentes e instructivos que sean, el saber que ofrecen los libros y la lectura es secundario. Los libros son parásitos de la conciencia inmediata. Todo el Romanticismo está atravesado de este culto a la experiencia personal, que coincide con el vitalismo de Emerson. Una experiencia así jamás puede delegar en un imaginario pasivo, en un concepto vago. Permitir que los libros influyan en nuestra vida, o en una parte importante de ella, es, para nosotros, renunciar tanto al riesgo como al éxtasis que proporciona la relación primaria, primera, con las cosas. A fin de cuentas, la esencia de la literatura es el artificio. El pastoralismo radical reivindica una política de autenticidad y prefiere la desnudez del yo. Los partidarios de esta visión apasionada, diferentes aunque emparentados, se forjaron en la fragua de William Blake, con su sentimiento de que la erudición suele ser satánica, de Thoreau y de D. H. Lawrence. «Fui a una imprenta en los infiernos -escribe Blake- y vi de qué forma se transmitía el saber de generación en generación.» La sexta cámara de los infiernos está ocupada por criaturas espectrales, sin nombre, que «toman la forma de los libros dispuestos en las bibliotecas». 


La segunda corriente contestataria del libro presenta ciertas afinidades con el pastoralismo radical, pero lanza un guiño hacia atrás en el tiempo, al ascetismo iconoclasta de los padres del desierto. La cuestión que plantea es como sigue: ¿en qué pueden beneficiar los libros a una humanidad afligida? ¿A qué hambrientos han dado de comer? La pregunta fue formulada por ciertos nihilistas y anarquistas revolucionarios a finales del siglo XIX , sobre todo en la Rusia zarista. En comparación con las necesidades humanas y la miseria extrema, la anotación de un manuscrito raro o de una edición princeps (anotaciones que hoy en día producen auténtica locura) es, para un nihilista, una absoluta obscenidad. Pisarev lo expresó con violencia: «Para el hombre del pueblo, un par de botas valen mil veces más que la colección de las obras completas de Shakespeare o de Pushkin». El mismo interrogante, en su versión pietista, atormentará al viejo Tolstói. 


Quema de libros durante el Nazismo. 

Radicalizando la paradoja roussoniana, Tolstói juzgará que la gran cultura, y en particular la gran literatura, ejercen un influjo deletéreo y perjudican la espontaneidad y los principios morales de los hombres y las mujeres; fomentan el elitismo y la obediencia a la autoridad civil y favorecen el vicio de la frivolidad y un sistema educativo basado en la mentira. Un espíritu decente sólo necesita -truena un Tolstói que ha repudiado sus propias obras de ficción- la versión simplificada de los Evangelios, un breviario que le proporcione lo esencial de la imitatio Christi. Tolstói conoce y celebra la ausencia de escritura en las enseñanzas de Jesús. 


Será en Rusia, una vez más, donde después de que los poetas futuristas y leninistas hayan pregonado la destrucción por el fuego de las bibliotecas, la línea oficial, para ponerse a salvo de cualquier eventualidad, se entregará al conservadurismo fanático. La acumulación sin fin de libros, cuyas grandes bibliotecas son como santuarios, supone una recuperación de las cargas de un pasado que ya está muerto, pero que aún intoxica con su veneno. El ayer traba con sus grilletes la imaginación y la inteligencia del hoy. Al atravesar esos pasadizos laberínticos, esos depósitos de millares de libros, el alma se reseca y se reduce a algo desesperadamente insignificante. ¿Qué se puede añadir todavía? ¿Cómo rivalizará un escritor con esas estatuas marmóreas de los grandes clásicos canonizados? Todo aquello que vale la pena imaginar, pensar y decir, ¿no ha sido ya imaginado, pensado, dicho? ¿Quién puede volver a escribir en una página en blanco la palabra «tragedia» -se preguntaba un Keats angustiado- teniendo a la espalda un Hamlet o un Rey Lear ? 


Si la tarea fundamental consiste en revolucionar la expresión y en llevar a cabo una renovación profunda, una renovación de la conciencia humana; si el pensador, el escritor tiene la finalidad de «hacerlo todo de nuevo» (según el famoso imperativo de Ezra Pound), habrá que sacudirse la carga magistral, abrumadora, del pasado. Que la enorme extensión de todas las tesis se destruya y se disuelva en el humo del incendio liberador el Instituto de Arquitectura (Voznesenski). Que se reduzcan a cenizas las enciclopedias y otras opera omnia en lenguas muertas. Sólo entonces el pensamiento revolucionario, el poeta, futurista o expresionista, podrán hacerse entender. Sólo entonces aspirará el poeta a crear nuevos lenguajes, como los vocablos-estrella de Khlebnikov o el porvenir boreal de los de Paul Celan. Se trata de un proyecto báquico; desesperado, quizá, que, sin embargo, se inscribe en un deseo auroral. 


Los contestatarios del libro y sus enemigos han estado siempre entre nosotros. Los hombres y las mujeres del libro, si se me permite retomar, alargándola, esta categorización victoriana refinada, pocas veces se detienen a considerar la fragilidad de su pasión.


En la Alemania de 1821, Heine, instado a pronunciarse sobre un periodo de soflamas nacionalistas en el que se habían quemado libros, declaraba: «Allí donde hoy se queman libros, mañana se quemarán personas». Durante toda la historia, se han arrojado libros a las hogueras. Muchos se consumieron irremediablemente. Aún no hace mucho que perecieron unos dieciséis mil incunables y manuscritos iluminados, sin reproducir, en el incendio devastador de la biblioteca de Sarajevo. Los fundamentalistas de toda laya queman libros por instinto. Los conquistadores musulmanes de Alejandría, al condenar a las llamas la legendaria biblioteca, habían dicho: «Si contenía el Corán, ya disponemos nosotros de copias; si no lo contenía, no valía la pena conservarla.» No ha sobrevivido ni una sola copia de la Biblia de los albigenses; ni un solo ejemplar del gran tratado antitrinitario de Miguel Servet, condenado a la hoguera pública por Calvino. Los manuscritos, incluso los mecanografiados de los grandes maestros modernos, son aún más vulnerables. Acorralado por el terror estalinista, Bajtin arrancará las páginas de su obra sobre la estética para paliar la cruel falta de papel de fumar. Espantada por la transgresión de los tabúes sexuales, la novia de Büchner arrojará a la estufa el manuscrito de su Aretino (probablemente la obra maestra de quien, antes de cumplir los treinta, había creado ya Woyzeck y La muerte de Danton). 







Tomado de:
STEINER, George (1995): "Odio a los libros". En: Revista Letra Internacional, nº 87.