01 abril 2013

El símbolo en el sistema de la cultura. Iuri Lotman


La torre de Babel (1563)
de Pieter Brueghel.


El símbolo en el sistema de la cultura


Iuri Lotman



La palabra «símbolo» es una de las más polisémicas en el sistema de las ciencias semióticas. La expresión «significado simbólico» se emplea ampliamente como un simple sinónimo de signicidad. En los casos en que existe alguna correlación entre la expresión y el contenido y—lo que se subraya especialmente en este contexto— esa relación es convencional, los investigadores hablan a menudo de función simbólica y de símbolos. Al mismo tiempo, ya Saussure contrapuso los símbolos a los signos convencionales, subrayando en los primeros el elemento icónico. Recordaremos que, en relación con esto, Saussure escribió que una balanza puede ser un símbolo de la justicia, puesto que contiene icónicamente la idea de equilibrio, pero un carretón, no. 


Con arreglo a otra base de clasificación, el símbolo se define como un signo cuyo significado es cierto signo de otra serie o de otro lenguaje. A esta definición se opone la tradición de interpretación del símbolo como cierta expresión sígnica de una esencia no sígnica suprema y absoluta. En el primer caso, el significado simbólico adquiere un acentuado carácter racional y es interpretado como un medio de traducción adecuada del plano de la expresión al plano del contenido. En el segundo, el contenido titila irracionalmente a través de la expresión y desempeña el papel como de un puente del mundo racional al mundo místico. 


Bastará con señalar que todo sistema linguo-semiótico, tanto que está dado realmente en la historia de la cultura como el que describe tal o cual objeto importante, se siente deficiente si no da su propia definición del símbolo. No se trata de que haya que describir de la manera más exacta y completa algún objeto único en todos los casos, sino de la presencia en cada sistema semiótico de una posición estructural sin la cual el sistema no resulta completo: no se realizan algunas funciones esenciales. Al mismo tiempo, a los mecanismos que atienden a estas funciones se los llama obstinadamente con la palabra «símbolo», aunque la naturaleza de estas funciones y, con mayor razón, la naturaleza de los mecanismos con cuya ayuda ellas se realizan, sólo con extraordinaria dificultad se reducen a alguna invariante. Así pues, se puede decir que, aunque no sepamos qué es el símbolo, cada sistema sabe qué es «su símbolo», y necesita de él para el funcionamiento de su estructura semiótica. 


Para hacer un intento de determinar el carácter de esa función, es más conveniente no dar ninguna definición universal, sino tomar como punto de partida las ideas que nos da intuitivamente nuestra experiencia cultural y, después, tratar de generalizarlas. 


La más habitual idea del símbolo está ligada a la idea de cierto contenido que, a su vez, sirve de plano de expresión para otro contenido, por lo regular más valioso culturalmente. Hay que distinguir el símbolo de la reminiscencia o de la cita, puesto que en estos últimos el plano «externo» del contenido-expresión no es independiente, sino que es una especie de signo-índice que indica algún texto más vasto, con el cual él se halla en una relación metonímica. En cambio, el símbolo, tanto en el plano de la expresión como en el del contenido, siempre es cierto texto, es decir, posee cierto significado único cerrado en sí mismo y una frontera nítidamente manifiesta que permite separarlo claramente del contexto semiótico circundante. Esta última circunstancia nos parece particularmente esencial para la capacidad a «ser un símbolo». 


Monumento de la III Internacional 
de V. Tatlin (1919-1920)


En el símbolo siempre hay algo arcaico. Toda cultura necesita de una capa de textos que cumplan la función de época arcaica [arjaika]. En esta capa de textos la condensación de símbolos por lo común es particularmente notable. Tal percepción de los símbolos no es casual: el grupo central de éstos tiene, realmente, una naturaleza profundamente arcaica y se remonta a la época anterior a la escritura, cuando determinados signos (por regla general, elementales desde el punto de vista del trazado) eran programas mnemotécnicos condensados de textos y sujets que se conservaban en la memoria oral de la colectividad. La capacidad de conservar en forma condensada textos extraordinariamente extensos e importantes se conservaba gracias a los símbolos. Pero aún más interesante para nosotros es otro rasgo, también arcaico: el símbolo, al representar un texto acabado, puede no incorporarse a ninguna serie sintagmática, y si se incorpora a ella, conserva su independencia de sentido y estructural. Se separa fácilmente del entorno semiótico y con la misma facilidad entra en un nuevo entorno textual. A esto está ligado un rasgo esencial suyo: el símbolo nunca pertenece a un solo corte sincrónico de la cultura: él siempre atraviesa ese corte verticalmente, viniendo del pasado y yéndose al futuro. La memoria del símbolo siempre es más antigua que la memoria de su entorno textual no simbólico. 


Todo texto de cultura es esencialmente no homogéneo. Hasta en un corte rigurosamente sincrónico la heterogeneidad de los lenguajes de la cultura forma un complejo multivocalismo. La propagación de la idea de que, habiendo dicho «época del clasicismo» o «época del romanticismo», hemos definido la unidad de un periodo cultural o por lo menos su tendencia dominante, no es más que una ilusión generada por el lenguaje de descripción adoptado. Las ruedas de los diferentes mecanismos de la cultura se mueven con diversa velocidad. El tempo de desarrollo de la lengua natural no es comparable con el tempo, por ejemplo, de la moda; la esfera sacra siempre es más conservadora que la profana. Esto aumenta esa diversidad interna que es una ley de la existencia de la cultura. Los símbolos representan uno de los elementos más estables del continuum cultural. Siendo un importante mecanismo de la memoria de la cultura, los símbolos transportan textos, esquemas de sujet y otras formaciones semióticas de una capa de la cultura a otra. Los repertorios constantes de símbolos que atraviesan la diacronía de la cultura asumen en una medida considerable la función de mecanismos de unidad: al realizar la memoria de sí misma de la cultura, no la dejan desintegrase en capas cronológicas aisladas. La unidad del repertorio básico de lo símbolos dominantes y la duración de la vida cultural de los mismos determinan en considerable medida las fronteras nacionales y de área de la cultura. 


Sin embargo, la naturaleza del símbolo, considerado desde este punto de vista, es doble. Por una parte, al atravesar el espesor de las culturas, el símbolo se realiza en su esencia invariante. En este aspecto podemos observar su repetición. El símbolo actuará como algo que no guarda homogeneidad con el espacio textual que lo rodea, como un mensajero de otras épocas culturales (= otras culturas), como un recordatorio de los fundamentos antiguos (= «eternos») de la cultura. Por otra parte, el símbolo se correlaciona activamente con el contexto cultural, se transforma bajo su influencia y, a su vez, lo transforma. Su esencia invariante se realiza en las variantes. Precisamente en esos cambios a que es sometido el sentido «eterno» del símbolo en un contexto cultural dado, es en lo que ese contexto pone de manifiesto de la manera más clara su mutabilidad. 


Esta última capacidad está ligada al hecho de que los símbolos históricamente más activos se caracterizan por cierto carácter indefinido en la relación entre el texto-expresión y el texto-contenido. Este último siempre pertenece a un espacio de sentido más multidimensional. Por eso la expresión no cubre enteramente el contenido, sino que diríase que sólo alude a él. En este caso, da lo mismo si eso es provocado por el hecho de que la expresión es sólo un breve signo mnemotécnico de un texto-contenido desvaído, o por la pertenencia de la primera a la esfera profana, abierta y mostrable de la cultura, y del segundo a la necesidad sacra, esotérica, secreta o romántica de «expresar lo inexpresable». Lo único importante es que las potencias de sentido del símbolo siempre son más amplias que una realización dada de las mismas: los vínculos en que con uno u otro entorno semiótico entra el símbolo mediante su expresión, no agotan todas sus valencias de sentido. Esto es precisamente lo que forma esa reserva de sentido con ayuda de la cual el símbolo puede entrar en vínculos inesperados, alterando su esencia y deformando de manera imprevista el entorno textual. 


Así pues, el símbolo actúa como si fuera un condensador de todos los principios de la signicidad y, al mismo tiempo, conduce fuera de los límites de la signicidad. Es un mediador entre diversas esferas de la semiosis, pero también entre la realidad semiótica y la extrasemiótica. Es, en igual medida, un mediador entre la sincronía del texto y la memoria de la cultura. Su papel es el de un condensador semiótico. Generalizando, podemos decir que la estructura de los símbolos de tal o cual cultura forma un sistema isomorfo e isofuncional respecto a la memoria genética del individuo 



















Tomado de:
LOTMAN, Iuri (1996): La semiosfera I. Barcelona, Cátedra, pp. 101-108.