30 abril 2025

Escuchar a los muertos con los ojos. Gregorio Luri

 



Escuchar a los muertos con los ojos


Gregorio Luri



Es necesario hablar bien para leer bien.


Muchas tardes Ortega llamaba de improviso a José Gaos por teléfono para comunicarle que pasaría a recogerle porque necesitaba un interlocutor para pensar bien y le urgía pensar bien para escribir claro. Se iban a las estribaciones del Guadarrama y Ortega «precisaba su pensamiento hablándolo».

Confesiones profesionales, JOSÉ GAOS


La primera condición para leer bien es hablar bien. Ahora recuerden lo que acabamos de decir: uno de cada cuatro de nuestros alumnos termina su escolaridad con notables dificultades para comprender un texto mínimamente complejo. El porcentaje coincide con el tanto por ciento de la población que solo compra libros de texto. No me parece casual. Son alumnos que llegan a la escuela con una pobreza lingüística que ésta no es capaz de compensar, por eso podemos predecir con bastante exactitud el fracaso o el éxito escolar de un alumno por su competencia lectora a los nueve años (tercero y cuarto de primaria).


El niño que carece de libros en casa presenta al terminar su escolaridad obligatoria un retraso cognitivo de año y medio con respecto al que tiene cien, y de 2,2 años con el que tiene más de quinientos. No sorprende, pues, que las comunidades con peores resultados en PISA sean las que tienen un menor porcentaje de lectores. Los buenos lectores mejoran sus competencias lectoras leyendo y lo hacen con velocidad, por lo que pasan sin dificultad de aprender a leer a aprender leyendo. Los lectores que poseen un vocabulario pobre leen con dificultad, tropiezan, se confunden, no saben captar los significados contextuales. Se frustran al encontrarse con vacíos fácticos (palabras, frases o giros que no entienden). A todos nos gusta practicar aquello en lo que resaltamos y todos solemos resaltar en aquello que practicamos asiduamente. 


Los maestros deben hablar mucho en clase y, sobre todo, deben hablar muy bien. Nada nos impide hablar con los más pequeños de mitología, de leyendas, de geografías lejanas, de Mesopotamia, de historia, de biografías, de refranes, de juegos de palabras, de los grandes acontecimientos que recuerda periódicamente el calendario, de matemáticas, contar chistes, cantar canciones, leer en voz  alta, aprender poemas de memoria o representar pequeñas escenas teatrales. El juego con la propia lengua contribuye significativamente a la predisposición favorable del niño hacia la lectura.


Todo profesor es profesor de lengua. No tiene ningún derecho a hablar mal. Nada lo obliga a ser un showman, pero es imperdonable que ofrezca una imagen empobrecida de la lengua común. Asimismo toda persona que está a mi lado es, inconscientemente, mi profesor de lengua. Sabemos desde hace tiempo que las afinidades lingüísticas cuentan mucho a la hora de establecer relaciones sociales. Los niños que poseen un vocabulario rico y son buenos lectores tienden a juntarse con niños semejantes a ellos, mientras que los niños que poseen un vocabulario pobre solo a través de la palabra del maestro pueden tener experiencia de unos usos lingüísticos sofisticados. 


Si quiere saber qué quieren leer los adolescentes, obsérvelos de cerca.


Si el catalizador que debiera ser el profesor no actúa y deja de ejercer su papel, en lugar de facilitar y favorecer el encuentro entre un texto y un grupo de lectores, lo obstaculiza.

Alfonso BERARDINELLI


Un 70 % de los niños de primaria lee con frecuencia, pero el porcentaje cae — según confiesan sobrevalorándose a sí mismos— hasta el 44,7 % entre los quince y los dieciocho años. Este descenso es mucho más pronunciado en los chicos y vuelve a poner de manifiesto la ausencia de una didáctica de la literatura.


Y, sin embargo, a todos —también a los adolescentes— nos gustan las historias. Por lo tanto, la pregunta es: ¿a dónde acuden los adolescentes para dar con ellas? No es difícil hallar la respuesta, pero hay que buscarla sin los prejuicios de la corrección política. Los adolescentes buscan protagonistas con los que puedan identificarse espontáneamente, no con los que nosotros creemos que deben identificarse moralmente.


Las evaluaciones internacionales alertan sobre el descenso de la competencia lectora de los jóvenes europeos —especialmente entre los chicos—, que coincide con la peculiaridad de que son la primera generación de la historia que consume más textos escritos por sus contemporáneos (piensen en las redes sociales) que por los adultos. La adolescencia parece vivir un proceso acelerado de independencia del mundo y de la cultura adulta.


Si hemos de convencer a los adolescentes de la conveniencia de la lectura, solo tenemos un medio: permitirles descubrir sus ventajas. Para ello quizá deberíamos comenzar por preguntarnos qué buscábamos nosotros en los libros cuando éramos adolescentes. No creo faltar a la verdad si digo que buscábamos un suplemento de vida, buenas tramas y personajes con carácter. Buscábamos unas imágenes que nos acompañaran cuando el libro ya había sido cerrado y unas voces que resonaran en nuestra propia vida. Buscábamos afirmar algo de nosotros mismos que solo encontrábamos en la lectura. Buscábamos, en definitiva, la desaparición del texto en el contexto de nuestras propias vidas.


Todos tenemos algún texto que nos espera. Se encuentra en el interior de una botella que un autor, quizá aún desconocido para nosotros, lanzó al mar hace años. En él se encuentran las llaves que pueden abrirnos las puertas de la lectura. Por eso los adultos, y especialmente los profesores, deberíamos acompañar a los jóvenes al mar, hacerlos dignos de descubrir el mundo, con la esperanza de que encuentren varada en la playa la botella que los tiene por destinatarios. Quienes tuvimos la suerte de dar con la nuestra, no olvidaremos nunca la experiencia de aquellas primeras lecturas que merecieron realmente su nombre, y por eso entendemos bien esas palabras de Proust: «Acaso no haya habido días de nuestra infancia tan plenamente vividos como los que creímos que transcurrían sin vivirlos, los pasados con un libro preferido». Aquellas lecturas nos acompañarán toda la vida. Queríamos que los personajes de la historia no se alejasen nunca de nosotros, que nos enviasen, al menos, noticias de la evolución de sus vidas más allá de la última página del libro, puesto que eran responsables del amor que nos habían inspirado a cosas que ahora, sin ellos, corrían el riesgo de desvanecerse.


Sentíamos que algo real se perdía al acabar la lectura. Algo que era imprescindible para completar con su realidad la realidad que le faltaba a nuestro mundo. Sabe que ha encontrado su botella todo aquel que se siente humillado cuando, en medio de una lectura, una voz, con frecuencia muy querida, se entromete en las páginas como un borrón con un insidioso «perdona que te moleste, pero…».


Sabe que ha encontrado su botella aquel que, al depositar el libro recién leído en la estantería, siente la inquietud de una pérdida. Quiere volver a proyectar sobre su vida, como quería Melville, nuevas audacias. La realidad que añora es aquella en la que lo posible juega con lo real para dar densidad a lo presente. Y para hallarla ha de abrir un nuevo libro.


Es, en suma, la realidad de la expectación que acelera nuestro pulso cuando lo inmediato se ha adueñado del tiempo. Si para encontrarse con esta expectación, muchos adolescentes ya no acuden a la literatura juvenil, sino al videojuego, deberíamos preguntarnos qué encuentran en él que ya no encuentran en la literatura que les recomendamos. Encuentran, sin duda, una experiencia absorbente, que es la experiencia que, según Melville, guiaba al capitán Ahab, para el cual «la ballena derrama seducciones».


¿Es preocupante que nuestros adolescentes encuentren más atractiva la absorción del videojuego que la de la literatura? Lo preocupante, a mi modo de ver, es que muchos de ellos —aquí resalto el masculino plural— busquen en los videojuegos, que aún no están ideológicamente forzados a ser pedagógicamente edificantes, modelos de comportamiento que los de mi edad hallábamos en Verne, Salgary, Mark Twain o Stevenson. ¿Por qué Huckleberry Finn es hoy un ejemplo de incorrección política? Lo preocupante es que lo supuestamente edificante pese más que la pura aventura. Esos fervorosos censores de la corrección política en la literatura infantil, ¿se han detenido alguna vez a ver a un niño de cerca?


Lo preocupante es que, ante la dificultad de un texto, optemos por la simplificación de su lenguaje, en vez de por aumentar la competencia lingüística del adolescente.


Lo preocupante es, en definitiva, el continuo descenso de los niveles de comprensión lectora de nuestros escolares.


Aprender a leer es aprender a escuchar.


Es un maravilloso consuelo sentarse junto a una lámpara, con un libro abierto entre las manos y conversar con alguien del pasado al que nunca he conocido. 

Yoshida KENKO (1283-1352) 


Los psicólogos infantiles saben desde hace tiempo que no podemos aprender a leer sin afinar nuestra escucha y cualquier lector apasionado sabe también que un buen libro es capaz de crear el silencio alrededor de quien lo lee, porque reclama para sí toda su atención.


La capacidad de lectura de un niño sin problemas de audición no puede exceder a su capacidad de escucha, especialmente en edades tempranas. Pero, aunque esto es sumamente importante, creo necesario ampliar la tesis para añadir que no podemos integrarnos en la gran república de las letras si no sabemos escuchar a los grandes hombres con los ojos. Solo estamos verdaderamente aprendiendo a leer cuando nos encontramos en disposición de participar como oyentes en el diálogo continuamente renovado que mantienen entre sí los grandes autores de la cultura occidental. Es decir, cuando se hace realidad nuestra aspiración de sentirnos ciudadanos libres de la república de las letras. No importa el lugar que ocupemos en ella. Es también noble ser un humilde velador de la palabra de los grandes, de los que consideramos clásicos. 


¿Qué es un clásico?


Es aquel autor que no temes que te decepcione, sino decepcionarlo. No somos nosotros los que lo medimos, sino que es él quien nos mide. Nos fuerza a mirar hacia arriba y de esta forma pone el elitismo al alcance de quien quiera ponerse de puntillas y estirar el brazo. El suyo es un elitismo democrático. Con frecuencia se alega que los clásicos se nos han vuelto difíciles. Si es así, no es culpa suya, por eso nuestras dificultades están muy lejos de proporcionarnos ningún privilegio. Ahí, en el elitismo democrático nace el camino de la educación liberal, que es aquella que busca en un aprendizaje más una intensidad que una utilidad. La educación liberal nos capacita para ver a un grande cuando nos cruzamos con él. Es aquel autor que te proporciona la posibilidad de contemplar el presente desde el pasado y, por lo tanto, te ayuda a bajarle los humos al historicismo dominante. 


El historicismo da por supuesto que el presente es algo así como el punto culminante de la historia, el tribunal ante el cual se puede convocar a cualquier personaje histórico para que nos rinda cuentas de su actuación. El historicismo, en definitiva, cree que el pasado digno de ser recordado es aquel que ha contribuido a la llegada del presente.


Es aquel autor que te dice cosas sobre nosotros mismos que el presente o no ve o se niega a ver. Piensen, por poner dos ejemplos, en la descripción platónica de la democracia como «teatrocracia» o en la descarnada presentación de la condición humana en la trilogía de Edipo de Sófocles. Basta abrir Edipo rey para encontrarse con «esta batalla ardiente que es la vida» y con una mirada irónica y amarga al hecho elemental de que ninguna vida humana cabe en un esquema de la vida: «Si crees que la arrogancia es un bien cuando la razón no guía, estás equivocado». Pero el lector no tarda en descubrir que la razón nunca es una guía soberana. De ahí que Sófocles describa nuestras vidas como «esfuerzos desforzados» (pónoi dísponoi). Todo esto, tan humillante para la soberbia humana, está dicho con tanta belleza, que el lector está empujado a concluir que, si el hombre es capaz de hacer brillar así su miseria, es un mísero capaz de dejar detrás de sí chispas de un fulgor que la historia no apaga. Lo mismo ocurre con Lucrecio y su de rerum natura. Los clásicos nos proporcionan la experiencia de la proximidad con ese fulgor. Eso sí, no es un fulgor competencial. Solo sirve para afirmar nuestra esencia como humanos. 


Es aquel autor que le da densidad (que no comodidad) a nuestra vida. Los clásicos ni nos ocultan lo terrible ni nos ahorran reprimendas. Pero lo hacen como debe hacerse. Desde su celda en la cárcel de León, Quevedo aconsejaba creer «a los libros que advierten sin interés; a los autores ancianos ni pueden lograr los oprobios ni comprar aplausos con las adulaciones. Su reprehensión no enoja al perdido que la lee, ni su alabanza desvanece al virtuoso. Los maestros difuntos son tolerables, porque hablan con los vicios, con las personas que los tienen, no contra las personas». 


Es aquel autor que te muestra que no hay culturas inocentes. Por algo Maquiavelo leyó con tanta atención a Jenofonte, a Tito Livio, a Tácito… En su Vida de Marco Bruto, Quevedo escribe algo que hubiera escandalizado, por su tono directo, a Maquiavelo: «Y al fin Antonio prevaleció contra Bruto, porque supo ser malo en extremo; y Bruto se perdió, porque quiso ser malo con templanza». En este sentido, los clásicos nos muestran los centros de gravedad de los problemas que nos vienen ocupando, indelebles, a pesar del paso de los siglos. ¿Y acaso la pervivencia de esos problemas no nos dice algo de la naturaleza humana? A un clásico le podremos atribuir opiniones falsas, pero no opiniones vacías.


Es aquel autor que nunca termina de decirnos lo que tiene que decirnos. Hay algo en él que siempre encuentra en el presente a sus destinatarios. Pero para ello hay una condición imprescindible: no hay que leerlos en el reclinatorio. Con un clásico hay que pelear. Como nos muestra Platón, el diálogo casi siempre acaba mal. Pero eso no importa si en su transcurso se han puesto claras las razones de las diferencias. Las divergencias con los grandes nos ayudan a dibujar nuestros propios límites desde algo más complejo que nosotros mismos y, por lo tanto, a clarificar la distancia entre lo que somos y lo que podemos ser, para bien y para mal. Los grandes autores no nos ayudan a ser mejores ciudadanos ni a tener el alma en calma. Nos ayudan a descubrir nuestras profundidades. Decía Jean Cocteau que se interesaba por Sófocles porque existen cosas nuevas muy viejas y cosas viejas completamente nuevas. 


Es aquel autor que te permite participar en la «gran conversación» que constituye la esencia de la cultura europea. En Europa no han existido libros intocables. Por muy sagrados que sean, ha sido más sagrado el debate sobre los mismos. La cultura europea es un fenomenal monumento a la traducción/transmisión con que se vierte a sí misma en el futuro. La Revolución francesa fue posible porque los revolucionarios creían estar construyendo una nueva Roma, no haciendo una revolución burguesa. El humanismo es la capacitación para participar, al menos como oyente, en esta gran conversación. Pongamos algunos ejemplos de la misma, comenzando por el único gran mito que hemos sabido crear los modernos, el de Frankenstein de Mary Shelley, que no es sino un vástago del mito de Prometeo. Le cedo la palabra a un ya clásico poeta mexicano:«Soy Homero Aridjis nací en Contepec, Michoacán, tengo cincuenta y cuatro años, esposa y dos hijas. En el comedor de mi casa tuve mis primeros amores: Dickens, Cervantes, Shakespeare y el otro Homero.


Un domingo en la tarde, Frankenstein salió del cine del pueblo y a la orilla de un arroyo le dio la mano a un niño, que era yo. El Prometeo formado con retazos humanos siguió su camino, pero desde entonces, por ese encuentro con el monstruo, el verbo y el horror son míos». Pensemos en Platón, que hizo del diálogo la forma propia de la filosofía; en Cicerón; en los autores medievales, que cuando mencionan a un antiguo parece que acaban de encontrarse con él en el mercado. En san Isidoro, que nos dice que a través de las letras nos hablan los que ya no están entre nosotros; en Petrarca, que nos anima a agradecer a los antepasados el privilegio de las letras y a educar a nuestros descendientes en este agradecimiento; en el Ulises de Joyce; en Una odisea, de Daniel Mendelsohn; en Ana Karenina como comentario de Madame Bovary. Pensemos en la aventura cultural de Robert Hutchins, que dirigió la edición de las grandes obras del canon occidental publicada por la Enciclopedia Británica en 1952 con el título genérico de The Great Books of the Western World, un proyecto incubado en la Universidad de Chicago a finales de la década de 1950. Hutchins creía firmemente que los grandes libros nos permiten contrarrestar la influencia de los aspectos más preocupantes de la civilización occidental, como el materialismo, la rapacidad, el orgulloso etnocentrismo, etcétera.


Eso mismo era lo que creía Mr. Mifflin, el protagonista de un cuento de Christopher Morley titulado La librería ambulante. Gestionaba la librería El Parnaso, que consistía en un cochecito tirado por un viejo caballo con el que recorría el país, de pueblo en pueblo, vendiendo libros, pero, por encima de todo, intentando convencer a los habitantes de cada casa de las ventajas del hábito lector. «Que nos llamemos hombres no nos convierte en hombres —pregonaba Mifflin—. Ninguna criatura sobre la faz de la Tierra tiene derecho a creerse un ser humano hasta que no esté en posesión de un buen libro». 


El maleducado es aquel que, como decía Pérez de Oliva, no está facultado para hablar con los ausentes y para «escuchar ahora las cosas que dijeron los sabios antepasados». Porque, sigue diciendo Pérez de Oliva, «las letras nos mantienen la memoria, nos guardan las ciencias y, lo que es más admirable, nos extienden la vida a largos siglos, pues por ellas conocemos todos los tiempos pasados, los cuales vivir no es sino sentirlos».


Son bien conocidas las palabras que Juan de Salisbury dedica a su maestro en su Metalogicon (1159): «Decía Bernardo de Chartres que somos como enanos a los hombros de gigantes. Podemos ver más, y más lejos que ellos, no por la agudeza de nuestra vista ni por la altura de nuestro cuerpo, sino porque su gran altura nos eleva». El origen de esta imagen se encuentra en el mito griego del gigante Orión, que era ciego, y llevaba sobre sus hombros, como un lazarillo, a Cedalión. Somos lazarillos de los grandes. Sin nuestros ojos, no ven en el presente.














Tomado de:

Luri, Gregorio (2023): Sobre el arte de leer. 10 tesis sobre la educación y la lectura. Plataforma, pp. 27-29 y 51-61.


24 abril 2025

Un libro es un mundo abreviado. Antonio Barnés

 




Un libro es un mundo abreviado


Antonio Barnés


Internet es un enorme —sin horma— almacén de datos con la accesibilidad como fortaleza y la mezcolanza como debilidad. Cualquier texto anónimo —el de un baño público, por ejemplo— se halla en la red, a la misma distancia (un toque de ratón), del incunable, la revista de variedades, el tratado científico, el semanario económico o los anuncios por palabras. Por eso, ante Internet no deben sucumbir los formatos reales ni los específicos almacenes de textos: quioscos, librerías, bibliotecas... Robert Darnton, en Las razones del libro, es taxativo: «Gracias a Internet, los textos son a la vez más accesibles y menos fiables; (...) por norma general, los estudiantes descargan textos de Internet sin preguntarse sobre su procedencia y, con frecuencia, lo que obtienen no es más que basura».


Todos queremos saber, que decía Aristóteles, pero el saber es arduo y ocupa lugar. Sería un error suprimir el libro de papel: objeto acabado con una forma tan específica como significativa, y de un autor por lo común identificado. La red de redes debe convivir con los otros formatos textuales. La forma es parte del mensaje, y su eliminación conduce a lo informe, lo deforme o la desinformación.


Internet constituye una revolución cuyas consecuencias empezamos a atisbar, y que hemos de pensar, sopesar, medir, calibrar... ¡Cuántos verbos, a cual más sugerente, sobre la capacidad cognoscitiva humana!, facultad que no ha de ser solo pasiva, sino, ante todo, activa, crítica, transformadora. La red, que puede agrupar en un mismo soporte la prensa, la radio y la televisión, aspira, como biblioteca, a contener todas las publicaciones, antiguas y modernas; toda la música; todos los vídeos; todas las imágenes... «Esta concepción del ciberespacio —escribe Darnton— tiene un curioso parecido con la concepción que tenía san Agustín de la mente de Dios: omnisciente e infinita porque Su sabiduría lo abarca todo, incluso lo que queda más allá del tiempo y el espacio. El conocimiento también podría ser infinito en un sistema de comunicación en el que los hipervínculos llegaran a todas partes, sólo que es imposible que exista un sistema así. Producimos mucha más información de la que somos capaces de digitalizar y, en cualquier caso, información no es igual a conocimiento».


Por lo demás, los formatos digitales no han demostrado ser más resistentes que el libro. Merece la pena esta larga cita de Manguel: «El argumento que exige la reproducción electrónica aduciendo que la vida del papel peligra es falso. Cualquiera que haya utilizado un ordenador sabe lo fácil que es perder un texto en la pantalla, o toparse con un disquete o un CD defectuoso, o que el disco duro se bloquee sin remedio. Las herramientas de la electrónica no son inmortales. La vida de un disquete no supera los siete años, y un CD-Rom dura unos diez. En 1986, la BBC gastó dos millones y medio de libras en crear una versión informatizada, multimedia, del Domesday Book, el censo inglés del siglo XI compilado por monjes normandos. Más ambicioso que su predecesor, el Domesday Book electrónico incluía doscientos cincuenta mil topónimos, veinticinco mil mapas, cincuenta mil imágenes, tres mil conjuntos de datos y sesenta minutos de imágenes animadas, además de numerosos textos sobre la vida en Inglaterra durante ese año. Más de un millón de personas colaboraron en ese proyecto que finalmente quedó almacenado en discos de doce pulgadas que sólo podía descifrar un microordenador especial de la BBC. Dieciséis años después, en marzo de 2002, se llevó a cabo un intento de leer la información en uno de los ordenadores de ese tipo que todavía existían. La tentativa fracasó. Se estudiaron diferentes soluciones para recuperar los datos, pero ninguna dio un resultado satisfactorio. “Por el momento no se puede demostrar que exista una solución técnica viable para este problema”, dijo Jeff Rothenberg, de la Rand Corporation, especialista de fama mundial en la conservación de datos. “Si no la encontramos, corremos el grave peligro de perder nuestro creciente patrimonio digital”. Por el contrario, el Domesday original, de casi mil años de antigüedad, escrito con tinta sobre papel y conservado en el Registro de Kew, se mantiene en buenas condiciones y es todavía perfectamente legible».


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Una computadora almacena y procesa datos, per o no es capaz de conocer, reconocer e interpretar esos datos. Conocer es penetrar en las realidades, superar la apariencia, como señaló Platón al distinguir entre ciencia y opinión. El ordenador indicará en un instante cuántas veces un poeta escribe el adjetivo rojo. Pero no podrá decir por qué lo ha escrito o qué logra escribiéndolo. Esas causas y efectos no son medibles matemáticamente: superan el lenguaje informático. Conocer, en un sentido más profundo, no es almacenar, sino hallar la relación entre los datos, leer entre ellos, tratando de encontrar el sutil hilo que los engarza. Ser inteligente significa, etimológicamente, leer entre: inter-legere, que se funde en el verbo intellegere, cuyo sustantivo abstracto es intelligentia.


La reflexión sobre Internet concluye no solo que información no equivale a conocimiento, sino que cuanta más información, más arduo es el conocimiento. Porque conocer implica asimilar, y la sobreabundancia de datos colapsa. La red es cabal expresión de este exceso de información que deviene en desinformación. De ahí que cuando una publicación periódica se digitaliza, fácilmente se convierte en un conglomerado de mensajes inconexos y volátiles que la aproximan al caos. El espacio virtual facilita la fragmentación de la información: es el reino de lo in-formal —sin forma—, sin el formato de los objetos reales. Y el formato —idea clave de este ensayo— es significativo: ofrece información sobre el contenido, o mejor, es parte del contenido.


No es lo mismo un incunable, una publicidad volandera, un semanario, un anuncio de ofertas, un diario o un libro de bolsillo. Los objetos reales no pueden sacudirse su forma, que los delata. Aun las vanguardias que se rebelaron contra la forma acaban formalizándose. En Internet, en cambio, el formato pasa a un segundo plano, es solo visual, no físico, no ocupa lugar, y prima la contemporaneidad e inmediatez de los contenidos. El exabrupto anónimo convive, a igual distancia, con los Pensamientos de Pascal. Lo relevante y lo irrelevante coinciden en un único espacio que rechaza lo permanente: la norma es la novedad. Lo bueno es lo nuevo. El fin es divertir: divertere, (en latín, moverse a un lado y a otro). «Para los usuarios de la Red —dice Manguel—, el pasado (la tradición que conduce a nuestro presente electrónico) es irrelevante, ya que lo  único que importa es lo que se ve en un momento determinado. Comparado con un libro cuyo aspecto físico delata su edad, el texto que traemos a la pantalla no tiene historia. [...] La Red es casi instantánea, no ocupa tiempo alguno excepto la pesadilla de un presente constante. Superficie sin volumen, presente sin pasado, aspira a ser (y así se anuncia) el hogar de todos los usuarios, que pueden comunicarse entre sí a la velocidad del pensamiento. Ésta es su principal característica: la velocidad. [...] Nuestra futura sociedad sin papel, definida por Bill Gates en un libro de papel, será una sociedad sin historia, ya que todo en la Red es instantáneo».


El mito implica el logos. Solo una mente racional puede crear historias que se sitúan fuera del tiempo y convertirlas en prototípicas. El conocimiento humano implica cierta detención del tiempo mediante conceptos inmateriales. Internet, en cambio, es patria del movimiento, sueño del positivista: un almacén de infinitos datos, con el que su mente se identifica, al facilitar la deglución de micromensajes. La carencia de sentido, intrínseca a tales teorías, trata de paliarse con una acumulación que, si no satisface plenamente, al menos entretiene, y ofrece el espejismo de saber. Es la rápida visita a un museo, en la que el visionado —ver al modo cinematográfico o televisivo— de los cuadros los muda en fotogramas de una película de imposible argumento que produce la sensación de incremento cultural.


Pensar es, sin embargo, pensare: pesar, sopesar. Y no cabe pesar innúmeros objetos en .un continuo aumento y movimiento que solo permiten el depósito en un almacén cuyo tamaño obstaculiza la digestión. La recolección se transforma en un nuevo placer. Los bienes digitales proveen la ilusión de cuasi infinitas posesiones. Conocer es también agrupar lo disperso: en latín, cogitare; cum-agitare: atraer lo alejado hasta el centro: empeño quimérico si los datos son incontables, pues el sujeto se fragmenta entre ellos, y pasa de abductor a abducido. El exceso de datos es superfluo, colapsa; la inabarcable información detiene el conocimiento; el cerebro humano se convierte en la prolongación de una computadora: un disco duro externo del ordenador, y este, en su fuente de estimulación. 



Granjero sentado junto a la chimenea y leyendo.
Vincent Van Gogh



En los libros es aparentemente más importante lo vehiculado —las palabras— que el vehículo, pero el continente no es irrelevante. El libro es quizás la más digna habitación de la palabra, pues la convierte en protagonista y la enmarca abriendo y cerrando las puertas del discurso. Precisamente el cercano cuarto centenario de la muerte de Cervantes y Shakespeare (2016) ofrece una oportunidad para homenajear la palabra y el libro, pues ambos escritores coinciden en un cuasi absoluto dominio verbal; un señorío que no es pericia de prestidigitador, sino imperio: quien domina las palabras domina el mundo. La retórica no es solo clave del ars bene dicendi, sino del ars bene cogitandi.


Cervantes y Shakespeare poseyeron esa llave en un tiempo que, al decir de Gracián, estaba «en su punto»; una época en la que la Tradición clásica, acopiada y remansada desde el Renacimiento —y aun antes— produjo en contacto con las culturas particulares una prodigiosa explosión verbal. El mundo de los libros dominará siempre el de la imagen, que no «vale más que mil palabras», porque la palabra explica —explicita, desenrolla— la imagen. Luchan las retóricas, avanzan y retroceden: la retórica marxista del mito de la edad de oro; la retórica freudiana del mito de Edipo; la retórica romántica de la Cultura del Pueblo; la retórica de la globalización, que actúa como coartada para la expansión de mercados. Quien posee la llave de la retórica, posee la llave del mundo. La retórica se extiende desde los libros al universo. Internet se inclina más hacia el reino de la imagen. Y solo quien vive en y de los libros puede abandonar la caverna de las apariencias. Es más fácil dominar los ojos que la mente. El hombre visual y auditivo vota al más atractivo. El hombre intelectual, lector, puede votar un proyecto: está más preparado para criticar las ideas, es menos impresionable ante la escenografía del mitin político, donde se lanzan frases, no argumentos. Solo el discurso, que discurre en el tiempo y se desparrama en razonamientos, es capaz de responder plenamente a una comunicación humana, pensante.

Una palabra vale más que mil imágenes. Encerrar a los ciudadanos en las imágenes, aherrojarlos en la caverna de las apariencias, es la estrategia de toda tiranía. 


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Una dialéctica de la lectura podría abordar estas cuestiones:

1. La palabra, un sentido que viaja en un sonido dibujable. Lo prodigioso de las lenguas humanas es que asocian sentidos abstractos a sonidos (y a dibujos ordinariamente no simbólicos, si hay escritura). Esta unión convencional (porque no hay una única lengua) de lo visible a lo invisible no es explicable con categorías experimentales.


2. De la escritura a la lectura (y vuelta). La escritura y la lectura pueden entenderse en un contexto comunicativo. El lector no es solo pasivo: puede a su vez reenviar un
mensaje a partir del recibido por el autor.


3. Diálogo y monólogo: Platón y Dostoievski. El diálogo platónico es icono de la transmisión cultural y del proceso de escritura-lectura. El monólogo de Dostoievski en Memorias del subsuelo contrapone el monólogo interior como otra de las principales formas de comunicación humana.


4. «Yo sé quién soy» —dice don Quijote—: lectura e identidad. Los hombres se parecen a los libros que leen, según Erasmo. Los libros no son solo transeúntes, sino también inmanentes. Afectan a nuestra estructura mental, influyen en nuestro ser y nuestro obrar.


5. Lecturas de locura / lecturas de cordura. El Quijote es la gran novela sobre la lectura y la escritura. En el personaje Alonso / don Quijote se explora magistralmente el influjo de los libros en nuestro ser y nuestro obrar.


6. La Edad de Oro: lectura y política. La política suele basarse en una retórica que se extiende a un universo icónico. La lectura diacrónica puede contrapesar los abusos del poder.

7. «In lege eius meditatur die ac nocte». Lectura y religión. La Biblia como palabra de Dios ha mediatizado las relaciones entre escritura y lectura; los libros se han dotado de una pluralidad de sentidos que ha ampliado exponencialmente la atmósfera del espíritu humano.


Propuesta de Prólogo para tal Dialéctica:

El ser humano —animal político, ser social, según Aristóteles—, se comunica mediante un prodigioso conjunto de sonidos significativos al que llamamos lengua. La lengua, que es primariamente un fenómeno oral —en la historia general, de la sociedad; y en la particular, de los individuos— y, desde la invención de la escritura, un fenómeno también visual, consiente, entre otras cosas, verbalizar conceptos; emitir juicios; y desarrollar razonamientos. La lengua es, en esencia, audible y expresable; y,secundariamente, legible y escribible. La lengua consta de sonidos percibidos por el oído y producidos por el aparato fonador humano, pero, ante todo, supone una explosión de sentidos que opaca el sonido y el dibujo del que se visten. Solo las lenguas extranjeras —las ininteligibles para nosotros— sitúan en un primer plano su aspecto sensible, audible, visible: experimentable. La invención de la escritura supuso un hito en la historia humana al potenciar y perfeccionar la transmisión de conocimientos, si bien antes de la imprenta fue un bien escaso y la lectura no pudo ser un fenómeno social. El Quijote, novela sobre la lectura y sus efectos, no podría haberse escrito antes de Gutenberg; solo después, alguien de no muchos recursos como un hidalgo de un lugar de la Mancha podía poseer una biblioteca lo suficientemente nutrida para poder vivir en ella y de ella. El hombre es un ser artístico, capaz de dotar de belleza a lo útil. La utilidad de la función nutritiva, por ejemplo, basada en el instinto de supervivencia, puede transfigurarse en un simposio socrático. El arte no podía ausentarse de la comunicación lingüística: ¿en qué pueblo no encontramos poesía, palabras musicalizadas? 


La revolución de la escritura permitió acopiar y conservar tanto información útil como artística (literatura). El flujo continuo de la lengua y, por tanto de la literatura, su dimensión diacrónica, pudo fijarse en la escritura: fotografía de una particular sincronía. En este entrelazamiento entre diacronía y sincronía, transición de la oralidad a la escritura, se sitúan La Ilíada y La Odisea, inicio de la cultura literaria occidental. Lo no escrito se pierde. La Biblia y las polifacéticas creaciones griegas se acabaron escribiendo y convirtiendo en textos inspiradores. Los museos occidentales están colmados de historias bíblicas y míticas grecolatinas: variaciones de artistas que han leído e interpretado de un modo diferente esos textos. Esta polifonía cuasi infinita del arte se debe a que tanto el escritor como el lector son homines sapientes, es decir, personas inteligentes. La inteligencia presupone la libertad, pues la lectura es un acto de elección, de interpretación. El ser humano no es un mero decodificador. La inteligencia artificial y la humana no pueden identificarse. El hombre no solo es capaz de entender mejor o peor un texto, sino también de sublimar o anatematizar un pasaje, de leerlo del revés, recta u oblicuamente.


Escritura y lectura son actos subjetivos, de un sujeto, de un yo pensante y libre. Si atendemos a la etimología, leer es legere, elegir; elección cuidadosa —diligere— y entonces la lectura se convierte en amor. La lectura se desarrolla entre líneas, es libre, va de atrás hacia adelante y de adelante hacia atrás, leer entre: inter-legere > intellegere: la lectura es inteligente; puede serlo si es relacional. Somos seres sociales, pero podemos serlo automática o conscientemente. El crítico literario es relacional a sabiendas. El buen escritor, lo haga explícito o no, es un conector de textos. Y el buen lector necesita escribir, aunque sea en el fondo de su conciencia.

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La lucha con las palabras. Solo con esfuerzo se aprende. Nadie duda que para practicar un deporte o estar en forma se precisa sacrificio. Sin embargo, en el aprendizaje intelectual, no pocos teóricos destierran la palabra esfuerzo, como si la adquisición de conocimientos no requiriese una puesta en forma, un ejercicio. La lengua materna se aprende inconscientemente. Pero la lectura implica otro proceso. Leer es ascender por la montaña de la abstracción desde el valle de la imagen, avanzar más allá del conocimiento sensible y asentarse en el ámbito de lo inteligible. La lectura permite salir de la caverna, traspasar la frontera de la opinión y entrar en el país de la ciencia. Pero leer no es solo decodificar signos. Refiere Alberto Manguel que Melvil Dewey «sostenía que la piedra angular de la educación no era saber leer sino saber captar el significado de la página impresa».


El ejercicio lector comprende buscar en diccionarios las palabras desconocidas, sobreponerse a los océanos de letras sin dibujos, desarrollar el pensamiento abstracto: la capacidad de superar la emotividad, de pensar sobre el ser de las cosas. Y escribir. (El escritor es una subespecie de lector, en expresión de Manguel). La lectura conduce a la escritura, una tarea que demanda cincel y martillo para desbrozar la madera, para cocinar las crudas palabras. El ejercicio del aprendizaje pone en movimiento los sentidos externos, internos, la razón y la inteligencia: los músculos del conocimiento. Escuchar al profesor, tomar apuntes, leerlos, subrayarlos, extraer esquemas, completarlos con otros apuntes y libros, memorizar, escribir, cantar la lección... en definitiva, estudiar, aprender, saber. El esfuerzo es la resistencia pequeña o grande que la tierra opone a la planta en su crecimiento. Sin esfuerzo no hay cultivo ni cultura.


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Un libro es un mensaje enviado por un escritor a un lector. El escritor Cervantes remite su libro el Quijote a los lectores que deseen recibir ese correo y abrirlo. Abrir este mensaje es leerlo. Si contemplamos así el proceso de escritura y de lectura cabe también pensar en la posibilidad de responder al mensaje. Ya de por sí es maravilloso que podamos recibir una embajada de Cicerón, Petrarca, Rabelais, Storm, Wilde o Azorín. Porque ellos murieron. Pero tienen muchas cosas que decir y, afortunadamente, algunas de ellas las escribieron y han llegado a nosotros en forma de libro. «Séneca —escribe Manguel—, haciéndose eco de ideas estoicas anteriores a él en cuatrocientos años, negó que los únicos libros que deban importarnos sean los de nuestros contemporáneos y nuestros conciudadanos. En cada biblioteca podemos elegir los libros que deseamos llamar nuestros; cada lector, nos dice, puede inventar su propio pasado. Observó que el supuesto según el cual no podemos elegir a nuestros padres es, en efecto, falso, porque podemos elegir a nuestros antepasados».


Leer es conversar con el autor del libro y sus personajes. Don Quijote, Sancho y Cervantes son tres interlocutores distintos con quienes poder dialogar. ¿Cómo responder? Nuestro mensaje es el deleite que provoca la lectura, y también los chispazos que hace surgir en nuestra mente. Cada deleite y cada idea son personales. Una manera preponderante de responder es escribir, a nuestra vez, otro libro. Eso es la traditio, la tradición. La Eneida, en cierta medida, es una respuesta a La Ilíada y La Odisea. La Divina comedia es una contestación a La Eneida. El Fausto quizás sea, en algún aspecto, una réplica a La Divina Comedia. Podemos estudiar la historia de la literatura en clave de cuestiones y respuestas, de mensajes emitidos, recibidos, leídos y contestados (también en su sentido de criticados). Podemos leer sin ton ni son. Y podemos leer inteligiendo, o sea, leyendo entre los libros. Comprendiendo que la literatura universal no son solo infinitos puntos luminosos en el espacio, sino constelaciones. Sí. La historia de la literatura es una sinfonía, un sonido acompasado y armónico. Una música de la palabra.


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El libro es la morada de la palabra.

¿Pero qué son las palabras?: respiración del alma, entre lo que vivimos, con lo que pensamos y hablamos, sea diálogo o monólogo. Palabras hay incluso en los sueños. Y al comer, charlamos; hasta el punto de que solemos recordar más fácilmente las conversaciones que el menú.

La realidad más presente en la vida humana es la verbal. ¿Pero qué es una palabra? .«Segmento del discurso unificado habitualmente por el acento, el significado y pausas potenciales inicial y final»: un segmento significante. «Representación gráfica de la palabra hablada»: una imagen visual. Una palabra es una cadena de sonidos con un determinado sentido, un significado. Pero, esta definición aún es muy genérica, pues un ladrido también es cadena de sonidos significativos, con un mensaje que denota un estado: alegría, tristeza, hambre, rabia... La palabra humana puede expresar también estos sentimientos por el tono, pero llega mucho más lejos: es capaz de enunciar conceptos sumamente abstractos. Podemos decir: «dame ese vaso», o «ser o no ser, he ahí la cuestión». Son cadenas fónicas aparejadas a ideas. Es sorprenderte que un ruido pueda transmitir semejante abstracción; y que, al oír tal murmullo —incluso sin escuchar, es decir, sin prestar atención a los vocablos— percibamos, sobre todo, la abstracción.


Esta reflexión sobre el ruido: los sonidos, los fonemas, su articulación, etcétera, si se produce, suele ser en un momento muy posterior al aprendizaje y uso de la lengua. Pero la escucha de un idioma desconocido nos devuelve a la realidad de que el discurso lingüístico es, materialmente, una cadena de sonidos y, por tanto, susceptible de convertirse en un desagradable rumor. Así, 


[kuóuskuetándemabúterecatilínapatiéntianóstra]


para quien no sabe latín, es un ruido, pese a que, dependiendo de cuál sea su lengua materna, pueda intuir el significado de la palabra patientia y nostra. Pero, para estos mismos hablantes, lo más probable es que [nikakula] no signifique absolutamente nada. Si no saben swahili, desconocerán que quiere decir «estoy comiendo». De modo que las palabras o son un completo ruido o un completo significado, alternativa semejante a la que se verifica en las relaciones interpersonales. El otro puede ser un «mero cuerpo» o «alguien». Evidentemente, hay una gradación, como la hay en el conocimiento humano; hay un más y un menos en la significación que ese «mero cuerpo» va adquiriendo. Por cierto, el otro comienza a dejar de ser mero cuerpo cuando establecemos con él una conversación, un diálogo, desde el momento en que intercambiamos palabras.


La palabra es, valga la redundancia, una parábola del ser humano, una imagen, un espejo, una explicación. La palabra, significante y significado, evoca lo corporal y lo lógico que es el hombre, lo lógico como capacidad comunicativa humana y, en concreto, la facultad de transmitir ideas simbólicas y abstractas, además de enunciados puramente referenciales. De todas formas, «dame ese vaso» —nuestro primer ejemplo— posee ya una complejidad extraordinaria, porque no necesita ningún gesto corporal de apoyo: solo la cadena fónica transmite el específico sentido. Ninguna metáfora es perfecta. En la palabra conocida el sonido se esfuma para dar paso al significado; en la comunicación humana el cuerpo no desaparece, aunque sí puede integrarse en una dimensión personal, es decir lógica, transmisora de sentido. Determinada epistemología muy divulgada pretende hacer creer que lo más relevante es lo percibido por los sentidos externos: oído, vista, olfato, tacto y gusto; por lo que parece que las ciencias experimentales son las únicas que merecen el nombre de ciencias, en tanto que los otros saberes se mueven en el ámbito de la creencia subjetiva indemostrada e indemostrable.


Sin abordar aquí el debate sobre lo que es o no una ciencia, el análisis de la palabra y su función en la vida humana induce a pensar que para los humanos es mucho más vital lo invisible que lo visible; lo inaudible, inodoro, intangible e insípido que lo audible, olfateable, tocable y degustable. Es cierto que, en puridad, vivir entre palabras y de las palabras conlleva, sobre todo, hablar (y por tanto oír), y leer (y por consiguiente ver); es decir, tareas que precisan el imprescindible concurso de los sentidos externos. Pero al oír y ver palabras, estamos, sobre todo, percibiendo sentidos, significados. Este es el quid de la cuestión. Prueba de ello es que hallarse entre conversaciones y textos de lenguas desconocidas puede convertirse en una tortura. Los sonidos y las grafías son insuficientes.


El hombre es sentido encarnado, intangibilidad en lo tangible, cuerpo animado. Ahora bien, si en la palabra el significante es inseparable del significado —aun cuando el significante pase a un plano secundario en la comunicación—, de modo análogo podemos pensar que incorporeidad y corporeidad están estrechamente unidas. Es interesante explorar la relación entre significado y significante. ¿Es una dependencia natural o convencional? Es claro que convencional, aunque solo sea por la variedad de significantes que encontramos para un mismo o muy semejante significado: verbum, logos, palabra, slovo, word, parola. Todos estos vocablos significan aproximadamente lo mismo; algunos están emparentados, otros no. Podemos romper la relación entre significante y significado, y decidir que, a partir de ahora, en español palabra se dirá slovo. Pero ¿somos capaces de quedarnos con el significado de palabra sin significante alguno? Aunque pudiéramos hacerlo, para comunicarlo necesitaríamos, en cualquier caso, palabras, si bien no hay que descartar que un lenguaje gestual apropiado estuviese en condiciones de expresarlo. Mas, ¿el lenguaje gestual humano es totalmente independiente de las palabras?









Tomado de:
BARNÉS, Antonio (2012): Elogio del libro de papel. Madrid, RIALP


18 marzo 2025

A los que están resistiendo. Agustín Laje

 


A los que están resistiendo


Agustín Laje



Qué es la batalla  cultural


La velocidad del cambio social es una función de las características técnicas, económicas, políticas y culturales de la sociedad de que se trate. Ni el cambio ni la conservación son datos permanentes. El hombre, en rigor, ha vivido durante la mayor parte de su existencia en contextos sociales donde el cambio era una rareza. Las cosas no resultaban muy distintas entre el nacimiento y la muerte de cualquier individuo. Lo que se veía y cómo se vivía durante los primeros años de vida no difería respecto de los últimos. Por razones que serán abordadas mejor en el próximo capítulo, con el advenimiento de la modernidad el cambio pasó a formar parte de la vida corriente de los hombres, al punto de constituirse en la naturaleza misma de su vida social, económica y política. La sociedad en la que nacemos no se nos presenta como la misma en la que morimos. Vivimos para presenciar cómo cambian nuestras condiciones de vida, a veces de manera radical. Además, lo que desde hace no mucho se ha empezado a denominar «posmodernidad» o «tardomodernidad», por su parte, aceleró todavía más el ritmo del cambio: la diferencia entre una década y otra entraña hoy mayor cantidad de elementos disímiles que siglos de existencia en épocas premodernas. Marx diría que, hoy más que nunca, «todo lo sólido se disuelve en el aire». 


Existe la tentación, producto de las propias condiciones de vida actuales, de suponer que el cambio siempre fue, y es, cosa permanente. Ello es producto de confundir el cambio, que implica una alteración relevante y visible de las condiciones sociales de vida, con el mero movimiento, interacción y diversidad dentro de una sociedad. Si el cambio estructural fuera efectivamente permanente, la sociedad devendría imposible: un estado permanente de revolución estropearía cualquier tipo de fijación social necesaria para la vida en común. Otra cosa es lo que se debería, siguiendo a Radcliffe-Brown, llamar «reajustes», es decir, modificaciones que mantienen a un mismo tipo social, y que son parte de la necesaria actualización de la vida en sociedad. Esta idea es compartida por Robert Nisbet, para quien la comprensión del cambio social depende de «un modelo que establece una distinción rigurosa entre los cambios menores, alternativos, tipo reajuste, normales de la vida social de todos los tiempos y lugares, y los grandes cambios, relativamente raros, que afectan a tipos, categorías y sistemas». Las ideas de Kuhn sobre los procesos de cambio dentro del campo de la ciencia pueden ser de utilidad para ilustrar lo que se quiere decir con esto. En efecto, la división entre «ciencia normal» y «ciencia extraordinaria» está mediada por la idea de un cambio sustancial, un «cambio de paradigma», que reorganiza a la misma ciencia, sus normas, problemas y teorías. Durante tiempos de «normalidad», de «ciencia normal», las hipótesis se reajustan, se refutan, se reformulan, se acumulan datos, se prueba con unos y otros procedimientos. Es decir, se dan «reajustes», pero dentro de un mismo paradigma. A la inversa, el advenimiento de la «ciencia extraordinaria» lo provoca una crisis que prepara las condiciones para una revolución científica que termina en el desplazamiento de un paradigma y su reemplazo por otro. En la sociedad ocurre algo similar, y eso es precisamente lo que hace pertinente distinguir entre meros «reajustes» y «cambios» en sentido estricto.


William Ogburn ha señalado algunos factores que explicarían lo excepcional del cambio social en ciertas sociedades. Entre otros, destacó la dificultad a la hora de efectuar y difundir innovaciones, razones de aislamiento geográfico, el poder de grupos de interés, el peso de la tradición, el grado de conformidad social arraigada en normas y costumbres populares, el deseo de certidumbre, etc. Muchos de estos factores han ido perdiendo peso, y en el mundo de hoy el cambio encuentra cada vez menos resistencia. Así, las innovaciones tecnológicas constituyen en la actualidad el motor de las economías; la difusión se vehiculiza a través de tecnologías de la comunicación que permiten diseminar novedades por todo el mundo en fracciones de segundo; el aislamiento geográfico resulta una extrañeza en un planeta globalizado, y las tradiciones que todavía sobreviven están en peligro de extinción (y, cuando «vuelven», es solo como moda comercial pasajera). El cambio social y tecnológico que, respectivamente, era tan raro y suavemente escalonado en las sociedades premodernas, bajo las condiciones actuales de vida acontece sin pausa ni descanso. Estas transformaciones, ligadas en general a un statu quo moderno basado en el desarrollo, sí implican una forma de «cambio constante» cultural, en tanto la cultura se articula con el cambio de las técnicas de producción. Esta revolución técnica de infinidad de saltos pequeños y eventualmente grandes, así como su correlación compleja con las revoluciones culturales en el seno dela sociedad civil capitalista, no implican sin embargo una «revolución permanente» ni un sentido político de la «destrucción creativa» por fuera del mero sentido técnico-empresarial schumpeteriano, ni como puro cambio institucional que soslayara un necesario sustrato de orden, ni tampoco como ingeniería social (salvo, por supuesto, en los casos en que de forma anómala el proceso de desarrollo de la modernidad es intervenido desde fuera con la excusa de una evolución consciente o por saltos planificados desde el poder).


Una teoría sobre la batalla cultural ha de posar su mirada sobre los cambios que se suceden, que se impulsan y que se resisten en la dimensión cultural de una sociedad. Con ello debe entenderse: los cambios que acontecen en el nivel de lo simbólico, de las costumbres, los valores, las tradiciones, las normas, los lenguajes, las ideologías. No son pocas las dificultades que emergen de inmediato: los factores que están en la base de los cambios culturales son variados y a menudo están interrelacionados. Los cambios culturales no tienen por qué ser siempre el producto de batallas. Más aún, los cambios culturales a veces ni siquiera suponen fricción alguna. Por ello, una teoría sobre la batalla cultural debiera no simplemente posar su mirada sobre los cambios culturales y las resistencias, sino también definir con claridad una serie de características que demarquen con precisión aquello que constituye en concreto una batalla cultural. Eso mismo se intentará a continuación. 


Primera característica: la cultura no es simplemente el fin de una batalla cultural, sino también su medio. Como sugerí más arriba, los cambios sociales sobrevienen por factores de diversa índole y que pueden ocurrir en distintas dimensiones de la vida social (política, económica, militar, familiar, etcétera). Una batalla cultural tiene por fin la promoción de un cambio, o bien la resistencia al mismo, que tendría lugar fundamentalmente en la dimensión cultural de la sociedad. Pero la batalla cultural no se determina solo por el fin de tipo cultural, sino también por el medio que se emplea, al menos de forma preponderante, para conseguir ese fin. En efecto, los factores que están en la base de los cambios culturales son variados y a menudo están interrelacionados. Una innovación tecnológica puede generar importantes cambios culturales, de la misma forma que los cambios culturales muchas veces allanan el camino para innovaciones tecnológicas. Las revoluciones políticas suelen proponerse cambios culturales, pero es raro ver revoluciones políticas triunfantes que no hayan estado precedidas por alteraciones culturales. Las guerras, por su lado, entrañan cambios culturales para las partes, aunque ciertas novedades culturales muchas veces están en la base de la propia guerra. Así, tan cierto es que introducir una tecnología de la producción, como por ejemplo el arado, puede generar toda una forma nueva de ver el mundo como que nuevas doctrinas religiosas, a su vez, pueden contribuir a consolidar una forma de producción, si se sigue aquello de Max Weber respecto de la ética protestante y el capitalismo. Tan cierto es que una revolución como la francesa, según describió magistralmente Augustíin Cochin, desplegó tras su triunfo y durante su período de terrorismo estatal jacobino un proyecto de ingeniería cultural seguramente inédito hasta entonces como que los orígenes de dicha revolución no pueden ser explicados sin subrayar los cambios culturales que ya se venían sucediendo en el Ancien Régime, el cual hizo de los filósofos y escritores los nuevos líderes políticos de aquella sociedad, tal como ensenó Alexis de Tocqueville. Y tan cierto es que una guerra como la de Vietnam resultó ser el catalizador de nuevas formas contraculturales en los Estados Unidos como que el nazismo y la misma Segunda Guerra Mundial resultan inseparables de las novedades de la cultura de masas políticamente instrumentalizada.


Las fuentes del cambio cultural, como se aprecia, son variadas. Algunas veces es más fácil divisar las económicas, otras las tecnológicas, otras las políticas y otras las militares. A menudo se trata de un simple ejercicio analítico, tras el cual se esconden interrelaciones muy complejas que se desanudan al separar las partes para su correspondiente análisis. Pero, con independencia de la fuente, lo que aquí interesa verdaderamente cuando se habla de «batalla cultural» es la dimensión donde esa batalla se efectiviza, y para hablar de «batalla cultural» esa dimensión debe ser, desde luego, la cultura misma. Es decir, un cambio al que debería prestarse aquí especial atención es aquel que ocurre en la cultura fundamentalmente por la cultura. Así, no cae bajo el interés de una teoría de la batalla cultural aquel cambio cultural que se concreta a través de, por ejemplo, la presión armada que un ejército ocupante ejerce sobre una población para que esta adopte nuevos valores. La palabra clave aquí es «armada», porque si esa presión la llevara adelante ese mismo ejército, pero con arreglo no a sus armas, sino a medios de propaganda o al dominio sobre instituciones educativas, por ejemplo, entonces podríamos bien hablar de una «batalla cultural» no solo por el objeto de esa batalla (los valores, las formas de vida, etc.), sino también por el medio en el que ella se desenvuelve (instituciones culturales y esfuerzos simbólicos). De la misma manera, no caería tampoco bajo el interés de una teoría sobre la batalla cultural un cambio cultural que provenga de la introducción de una nueva tecnología, como pueden ser ordenadores conectados a una red mundial, a menos que esa tecnología sea puesta al servicio de generar cambios culturales conscientemente direccionados. Y así sucesivamente.


Lo que a una teoría de la batalla cultural debiera interesarle, en efecto, son los esfuerzos por el cambio (o conservación) cultural. Pero no cualquier tipo de cambio o conservación, sino aquel que, ante todo, se opera preponderantemente dentro de la propia esfera cultural. La esfera cultural, a su vez, debe ser entendida como una dimensión social compuesta por instituciones y actores, tácticas y estrategias, específicamente culturales. Finalmente, lo específicamente cultural ha de entenderse como aquello que, sobre todo en un nivel simbólico e intangible en su contenido significativo, caracteriza el modo de ser de grupos humanos de diversos tamanos (como ya se ha dicho: lenguaje, costumbres, normas, creencias, valores, etcétera). Así pues, la primera característica de la «batalla cultural» es que el objeto de esa batalla es el dominio de la cultura, pero que no hay batalla cultural allí donde la esfera cultural no aparece, al mismo tiempo, como botín de la batalla y como terreno de su propio desarrollo. La cultura es, al unísono, aquello que está en juego y aquello donde se juega lo que está en juego.


Segunda característica: la batalla cultural supone un conflicto de cierta magnitud (y en esta medida una batalla cultural es una forma o instanciación de lo político). Es evidente que hay cambios culturales que sobrevienen sin conflictos significativos. Durante los primeros anos del decenio de 1930, los antropólogos norteamericanos pusieron de moda la palabra «aculturación» para referirse a los cambios culturales que ocurrían cuando dos culturas diferentes se ponían en contacto. La palabra «sincretismo», de manera similar, fue adoptada por la antropología para señalar aquellos casos donde la aculturación transcurre sin mayores sobresaltos en función de procesos de reinterpretación de los nuevos elementos culturales que son adaptados a la cultura que los recibe. Herskovits, por ejemplo, supo señalar cómo ciertas comunidades de negros en América adoptaron el catolicismo e identificaron divinidades africanas con santos católicos. Mutatis mutandis, dentro de una misma cultura las innovaciones culturales a veces son recibidas sin demasiadas fricciones y no redundan en un conflicto de ningún tipo de relevancia social. Por ofrecer un ejemplo contemporáneo, la música electrónica tuvo algunas resistencias por parte del mundo del rock y del pop en general, pero finalmente diversos músicos optaron por una suerte de sincretismo musical que redundó en extrañas mixturas que dieron lugar a nuevos «mainstreams » dentro de aquel mundo. Pero va de suyo que este tipo de casos no pueden ser de interés para una teoría sobre la batalla cultural, bajo la cual la propia noción de batalla sugiere la existencia de un conflicto de magnitud, de una «lucha» en el sentido weberiano, de una disputa a partir de la cual el cambio que sobreviene es entendido sobre la base de antagonismos y colisiones evidentes. 


El problema es claro. Es el conflicto cultural como base de una lucha cultural lo que aquí importa, pero .a qué se refiere aquello de conflicto cultural de magnitud? John Beattie ha explicado de forma muy clara que la antropología procura distinguir dos tipos de conflicto cultural. «Primero, existen aquellos conflictos y cambios que se mantienen dentro de la estructura social existente. [...] Operan dentro del marco normativo existente, se pueden resolver en función de sistemas compartidos de valores y no constituyen un reto para las instituciones existentes». Este tipo de conflicto cultural, que podría llamarse «conflicto cultural ordinario», activa los mecanismos de reajuste social a los que se hacía referencia más arriba. Su magnitud no es capaz de provocar ningún «cambio de paradigma », ningún cambio estructural. Por ejemplo, si dentro de los límites de la familia compuesta por un hombre, una mujer y sus hijos sobreviene un conflicto cultural dado por una relajación de las costumbres que ha aumentado los casos de infidelidad en la pareja, se tiene un conflicto, aunque no se ve cómo podría este generar un cambio significativo en la estructura de la misma institución familiar. Pero, continúa Beattie, el segundo tipo de conflicto que los antropólogos estudian puede provocar «un cambio de la índole del sistema mismo: algunas de las instituciones que lo componen se alteran de tal manera que ya no “engranan” como antes con otras instituciones existentes». Este tipo de conflicto aparece allí cuando emerge con fuerza una visión radicalmente distinta respecto de los elementos culturales, que ponen en peligro la constitución misma de estos últimos. Siguiendo con el mismo ejemplo relativo a la institución familiar, el conflicto que se desencadena cuando aparece con fuerza la idea de que la familia ya no debería definirse como un grupo integrado por un hombre, una mujer y sus hijos, sino que dos hombres, dos mujeres, o lo que a cualquiera se le ocurra puede ser de idéntica manera considerado una «familia», interpela las mismas bases de la institución en cuestión, en sus funciones reproductivas en este caso, redefiniéndola por entero.


La distinción puede quedar más clara todavía si pensamos lo propio en el campo  de la política. Todo sistema político procura resolver conflictos. En la democracia representativa, por ejemplo, se establecen mecanismos electorales para dar resolución al conflicto que supone el recambio de las autoridades políticas. El conflicto, pues, es la base de toda contienda electoral, pero se trata de un conflicto que lejos de poner en crisis al sistema político, constituye su propio fundamento, su propia razón de ser, activando por ello los mecanismos de reajuste que quita a unos políticos del poder para colocar a otros. Frente a una rebelión o, más todavía, una revolución, el conflicto ya no se resuelve dentro de los marcos del propio sistema, sino que se apela a una redefinición de las estructuras políticas y sus instituciones, dando sentido a la noción de cambio social anteriormente discutida.


La segunda característica, en suma, de toda batalla cultural, es la presencia de un conflicto cultural de magnitud, bajo el cual lo que está en juego no es el mero reajuste, sino el cambio cultural significativo. Los conflictos culturales ordinarios pueden generar tensiones, pero nunca batallas. En una batalla existe la sensación de que efectivamente se está desarrollando un combate por la cultura y de que, en otras palabras, en una batalla no se disputan pequeñeces, sino cosas relevantes.


Tercera característica: toda batalla posee un elemento consciente del cual surgen esfuerzos racionales para conseguir la victoria. En efecto, cuando se piensa en una batalla se piensa necesariamente en una cierta organización de la acción individual y colectiva, una cierta planificación y dirección consciente de lo que ha de hacerse si se pretende ganar. Sin estos componentes no podría hablarse de batalla, sino tal vez simplemente de escaramuza: de un mero chispazo inorgánico que se agotaría en sí mismo. La batalla, en cambio, tiene tácticas, estrategias y liderazgos que se despliegan a corto, mediano y largo plazo; no se trata de fuerza desnuda, sino de la aplicación de la fuerza orientada cuidadosamente por la razón, que la economiza, la distribuye, la alista y la ejecuta de una u otra manera, previendo esto o aquello, en virtud de una u otra meta. Si los animales no conocen las batallas (sino simplemente choques de fuerza bruta) eso es porque no conocen la razón ni el tiempo. Y la batalla es, en rigor, acción humana racional: sus objetivos y medios se despliegan racionalmente en el espacio y se mantienen y dosifican en el tiempo, procurando de manera consciente una victoria que, en el caso de la batalla cultural, por su propia índole, refiere a la capacidad de definir, aun contra toda resistencia, los elementos hegemónicos de una cultura.


Así, en una batalla cultural hay por lo menos un grupo consciente de sí mismo que decide emprender la batalla. Este puede enfrentarse a otro grupo que más tarde o más temprano tome a su vezconsciencia de sí mismo, o bien puede arrasar con la cultura, dominarla por completo, enfrentando meras resistencias inorgánicas. Tomar consciencia de sí mismo supone ubicarse en un plano de combate: se sabe por lo que se pelea, y se actúa en consecuencia. Por ejemplo, en 1958 en Argentina sobrevino un conflicto de magnitud cuando el gobierno del presidente Arturo Frondizi propuso autorizar a las universidades privadas la concesión de títulos habilitantes. Al calor del eslogan «laica» se gestó una feroz resistencia que reclamaba que el Estado conservara el monopolio de otorgar este tipo de títulos, frente a quienes se agruparon en torno al eslogan «libre», en apoyo de la medida descentralizadora. El proyecto de Frondizi era bien recibido por los sectores católicos, que no olvidaban que las primeras universidades del país habían sido fundadas por la Iglesia Católica y luego expropiadas por el Estado. Se organizaron numerosas manifestaciones tanto por unos como por otros. Los partidarios de «laica» prendieron fuego a una efigie de Frondizi, vestido con una sotana, en un gesto simbólico que quedó para la historia. Aquí se encuentra, con mucha claridad, un caso donde los involucrados en el conflicto toman consciencia de grupo al punto de identificarse en torno a determinados símbolos, y organizan sus estrategias y sus tácticas con el objetivo de vencer a sus rivales en una lucha que, en última instancia, es también simbólica (se despliega siempre en derredor de los símbolos culturales). La tercera característica de una «batalla cultural» es entonces, en resumen, ese elemento consciente que coloca al menos a un grupo frente a la intención de dirigir culturalmente a la sociedad, organizándose y actuando a esos efectos.


Así las cosas, están dadas las condiciones para resumir y condensar lo expuesto. Para hablar de «batalla cultural» es necesaria, entonces, la presencia de tres elementos característicos. Primero, el objeto de la batalla en cuestión es la definición de los elementos hegemónicos de una cultura. En ella no se lucha directamente por dominar un Congreso, una empresa o un territorio por la vía militar, sino por dominar la cultura de una sociedad. Ahora bien, si la cultura es el fin de la batalla cultural, la cultura es al mismo tiempo su medio. Así, los medios a través de los que preponderantemente se desarrolla esta batalla están compuestos por las propias instituciones dedicadas a la producción y reproducción cultural de la sociedad (escuelas, universidades, iglesias, medios de comunicación, arte, órganos de propaganda del Estado, fundaciones, etcétera). Segundo, debe producirse un conflicto de magnitud en torno a la cultura que otorgue sentido al término «batalla». No hay batalla sin conflicto: se da batalla precisamente porque se nos agrede, o bien porque se nos ofrece resistencia. El conflicto puede darse en paridad de fuerzas relativas, o bien puede resultar arrollador contra una resistencia muy débil y efímera. Sin embargo, aunque débil y efímera, alguna resistencia siempre es condición necesaria de cualquier batalla. Tercero, la noción de «batalla» incluye un necesario componente de consciencia. En efecto, las batallas se llevan adelante con arreglo a estrategias y tácticas; las batallas se planifican y se direccionan racionalmente. Las batallas culturales se suelen emprender con el objeto de dirigir cosmovisiones organizadas de manera consciente, ideologías integrales y sistémicas, e ideas y valores articulados orgánicamente, que impactan a la postre sobre la cultura.


Ahora sí, es factible volver a un punto que fuera abierto con anterioridad. Cuando se analizaron diversas acepciones fundamentales de «cultura», se dijo que la pertinencia de las nociones y de los elementos culturales que se pongan en juego en una teoría de la batalla cultural será una función de que esas nociones y esos elementos tornen significativa la noción de «batalla». Esto es, que se suscite en torno a ellos una lucha con las características ya mencionadas. Es evidente a esta altura que aquí reina la contingencia, y que dependerá de cada caso particular que un elemento u otro del conjunto cultural referido, que viene dado por una u otra noción de cultura, se inserten en un esquema agonístico, de batalla. Tal vez ilustrando con un ejemplo el problema se entienda mejor. 


Un baile típico en una comunidad, por caso, cae dentro de la esfera cultural tal como fuera definida por la acepción antropológica. Aquel se trata de una expresión social que entrana valores y tradiciones específicas. Pero es dable concebir el movimiento de los pies y las caderas como cosa inserta en un contexto de batalla? Ellodepende, precisamente, del contexto político en el que el baile se practique. Puede bien ser este un simple ritual para acercar a los sexos, en cuyo caso poco interés tendría (en principio) para ser enmarcado como parte de una «batalla», por más conflicto de tipo ordinario que genere entre ciertos miembros del grupo (a menos que el grupo esté bajo una guerra ideológica de sexos). Pero el mismo baile puede ser, en otro sentido, un acto de reafirmación nacional frente a nuevas modas extrañas al grupo en cuestión, en cuyo caso se vuelve significativo para la noción de batalla cultural. De la misma manera, un cuadro es un bien cultural según la delimitación estética del concepto. ¿Pero en qué medida dicho cuadro importa como parte de una «batalla cultural»? Pues en la medida en que su significado procure tomar partido en una disputa cultural. No es lo mismo retratar (siempre en principio) sobre el lienzo a Mickey Mouse que retratar al Che Guevara en un cuadro que terminará expuesto en la «galería de los próceres» de la Casa Rosada en la Argentina (tal como se vio durante el kirchnerismo). Asimismo, conocer la metafísica aristotélica es propio de espíritus elevados, y esto cabría bien decir bajo la acepción jerárquica de cultura. Pero ello, por sí mismo, no tendría mayores consecuencias para la noción de una batalla por la cultura, a menos que dicho conocimiento se utilice como parte de una resistencia a la deconstrucción, característica de la filosofía antiesencialista hoy tan de moda. 


En resumen: si la cultura, tal como aquí interesa, supone algo así como el orden de lo artístico y lo intelectual, y los valores, normas, creencias, costumbres, ideologías y signos que de aquel derivan, el interés que un libro en particular, un cuadro en particular, un valor en particular, un signo en particular, etcétera, tienen para una batalla cultural está en función de que ese elemento cultural en particular provoque un nuevo conflicto cultural o bien se inserte en uno ya existente con el fin de tomar partido, dar lugar a una resistencia, a un contraataque, inscribirse en una táctica, en una estrategia, o cualquier acción similar. Dicho de otra manera, lo que interesa  aquí de lo cultural es aquello que puede ser materia para una batalla cultural: aquello capaz de encender los antagonismos, definirlos, redefinirlos u orientarlos sobre la base de diferencias culturales. 


Ahora bien, ¿qué hay en la cultura como para que esta se convierta en un fin y un medio, al mismo tiempo, de un conflicto que pueda ser llamado «batalla»? Dicho de otra forma: .en virtud de qué condición ontológica la cultura se convierte en un campo de batalla? La pista para responder a esta pregunta engorrosa se encuentra en la ambivalencia de las acepciones de cultura que se han repasado. Que la cultura se haya utilizado (y se utilice), al mismo tiempo, para referirse al producto de la praxis humana y las condiciones estructurales que la condicionan; para referirse a la creatividad y el hábito; la originalidad y la dependencia; la diferencia y la repetición; la singularidad y lo universal; la libertad y el orden; la indeterminación y la determinación; lo interno y lo externo; la contingencia y la necesidad... que la cultura se utilice, pues, para referirse a polos diametralmente opuestos de la experiencia humana revela una tensión permanente que la atraviesa por entero. La cultura es el fruto de esta tensión; ella es esta tensión.


Bauman remarca con lucidez esta condición paradójica, explicando que «estar estructurado y ser capaz de estructurar parecen dos núcleos gemelos del estilo humano de vida, eso que llamamos cultura». Por lo tanto, «al margen de cómo se la defina y describa, la esfera de la cultura siempre se acomoda entre los dos polos de la experiencia básica. Es, a la vez, el fundamento objetivo de la experiencia subjetivamente significativa y la «apropiación» subjetiva de un mundo que, de otra manera, resultaría ajeno e inhumano».Antes que Bauman, Georg Simmel había senalado algo parecido: «hablamos de cultura cuando el movimiento creador de la vida ha producido ciertas formaciones en las cuales encuentra su exteriorización, las formas en que se realiza, formas que, por su parte, aceptan en sí las ondas de la vida venidera dándoles contenido y forma, lugar y orden». La vida produce cultura, pero la cultura instituye formas que maniatan y dirigen la vida. La ambivalencia del concepto reluce con claridad. Por eso, cuando la vida advierte esto, emprende una lucha contra las formas, explica Simmel: «Aquí, pues, quiere la vida algo que absolutamente no puede alcanzar; quiere, pasando por encima de todas las formas, determinarse y aparecer en su inmediatividad desnuda». Estas son «manifestaciones de la más profunda contradicción íntima del espíritu», concluye Simmel. 


Ahora bien, el punto en el que esta tensión constitutiva se revela y se vuelve evidente es el punto en el que la cultura se abre como batalla. En efecto, lo que revela esta tensión es el poder de la cultura, como objeto y como sujeto;es decir, el poder que el hombre tiene sobre la cultura, y el poder que la cultura tiene sobre el hombre. Este doble rostro de la cultura, una vez que es contemplado, es el que llama a la batalla. Al hacerse el hombre de una noción que supone, al mismo tiempo, una creación humana y una condición de la acción y de la vida de los humanos, lanzarse a combatir por definir los contenidos concretos de esa creación significa lanzarse a batallar por el control de las condiciones de la acción y de la vida de los demás. Siguiendo con la terminología de Simmel, la vida se lanza a la lucha consciente, a la resistencia o a la imposición de determinadas formas. La vida se lanza a la batalla cultural.







Tomado de:

Laje, Agustín (2022): La batalla cultural. Reflexiones críticas para una nueva derecha.México, Harper Collins, pp. 29-42.