Escuchar a los muertos con los ojos
Gregorio Luri
Es necesario hablar bien para leer bien.
Muchas tardes Ortega llamaba de improviso a José Gaos por teléfono para comunicarle que pasaría a recogerle porque necesitaba un interlocutor para pensar bien y le urgía pensar bien para escribir claro. Se iban a las estribaciones del Guadarrama y Ortega «precisaba su pensamiento hablándolo».
Confesiones profesionales, JOSÉ GAOS
La primera condición para leer bien es hablar bien. Ahora recuerden lo que acabamos de decir: uno de cada cuatro de nuestros alumnos termina su escolaridad con notables dificultades para comprender un texto mínimamente complejo. El porcentaje coincide con el tanto por ciento de la población que solo compra libros de texto. No me parece casual. Son alumnos que llegan a la escuela con una pobreza lingüística que ésta no es capaz de compensar, por eso podemos predecir con bastante exactitud el fracaso o el éxito escolar de un alumno por su competencia lectora a los nueve años (tercero y cuarto de primaria).
El niño que carece de libros en casa presenta al terminar su escolaridad obligatoria un retraso cognitivo de año y medio con respecto al que tiene cien, y de 2,2 años con el que tiene más de quinientos. No sorprende, pues, que las comunidades con peores resultados en PISA sean las que tienen un menor porcentaje de lectores. Los buenos lectores mejoran sus competencias lectoras leyendo y lo hacen con velocidad, por lo que pasan sin dificultad de aprender a leer a aprender leyendo. Los lectores que poseen un vocabulario pobre leen con dificultad, tropiezan, se confunden, no saben captar los significados contextuales. Se frustran al encontrarse con vacíos fácticos (palabras, frases o giros que no entienden). A todos nos gusta practicar aquello en lo que resaltamos y todos solemos resaltar en aquello que practicamos asiduamente.
Los maestros deben hablar mucho en clase y, sobre todo, deben hablar muy bien. Nada nos impide hablar con los más pequeños de mitología, de leyendas, de geografías lejanas, de Mesopotamia, de historia, de biografías, de refranes, de juegos de palabras, de los grandes acontecimientos que recuerda periódicamente el calendario, de matemáticas, contar chistes, cantar canciones, leer en voz alta, aprender poemas de memoria o representar pequeñas escenas teatrales. El juego con la propia lengua contribuye significativamente a la predisposición favorable del niño hacia la lectura.
Todo profesor es profesor de lengua. No tiene ningún derecho a hablar mal. Nada lo obliga a ser un showman, pero es imperdonable que ofrezca una imagen empobrecida de la lengua común. Asimismo toda persona que está a mi lado es, inconscientemente, mi profesor de lengua. Sabemos desde hace tiempo que las afinidades lingüísticas cuentan mucho a la hora de establecer relaciones sociales. Los niños que poseen un vocabulario rico y son buenos lectores tienden a juntarse con niños semejantes a ellos, mientras que los niños que poseen un vocabulario pobre solo a través de la palabra del maestro pueden tener experiencia de unos usos lingüísticos sofisticados.
Si quiere saber qué quieren leer los adolescentes, obsérvelos de cerca.
Si el catalizador que debiera ser el profesor no actúa y deja de ejercer su papel, en lugar de facilitar y favorecer el encuentro entre un texto y un grupo de lectores, lo obstaculiza.
Alfonso BERARDINELLI
Un 70 % de los niños de primaria lee con frecuencia, pero el porcentaje cae — según confiesan sobrevalorándose a sí mismos— hasta el 44,7 % entre los quince y los dieciocho años. Este descenso es mucho más pronunciado en los chicos y vuelve a poner de manifiesto la ausencia de una didáctica de la literatura.
Y, sin embargo, a todos —también a los adolescentes— nos gustan las historias. Por lo tanto, la pregunta es: ¿a dónde acuden los adolescentes para dar con ellas? No es difícil hallar la respuesta, pero hay que buscarla sin los prejuicios de la corrección política. Los adolescentes buscan protagonistas con los que puedan identificarse espontáneamente, no con los que nosotros creemos que deben identificarse moralmente.
Las evaluaciones internacionales alertan sobre el descenso de la competencia lectora de los jóvenes europeos —especialmente entre los chicos—, que coincide con la peculiaridad de que son la primera generación de la historia que consume más textos escritos por sus contemporáneos (piensen en las redes sociales) que por los adultos. La adolescencia parece vivir un proceso acelerado de independencia del mundo y de la cultura adulta.
Si hemos de convencer a los adolescentes de la conveniencia de la lectura, solo tenemos un medio: permitirles descubrir sus ventajas. Para ello quizá deberíamos comenzar por preguntarnos qué buscábamos nosotros en los libros cuando éramos adolescentes. No creo faltar a la verdad si digo que buscábamos un suplemento de vida, buenas tramas y personajes con carácter. Buscábamos unas imágenes que nos acompañaran cuando el libro ya había sido cerrado y unas voces que resonaran en nuestra propia vida. Buscábamos afirmar algo de nosotros mismos que solo encontrábamos en la lectura. Buscábamos, en definitiva, la desaparición del texto en el contexto de nuestras propias vidas.
Todos tenemos algún texto que nos espera. Se encuentra en el interior de una botella que un autor, quizá aún desconocido para nosotros, lanzó al mar hace años. En él se encuentran las llaves que pueden abrirnos las puertas de la lectura. Por eso los adultos, y especialmente los profesores, deberíamos acompañar a los jóvenes al mar, hacerlos dignos de descubrir el mundo, con la esperanza de que encuentren varada en la playa la botella que los tiene por destinatarios. Quienes tuvimos la suerte de dar con la nuestra, no olvidaremos nunca la experiencia de aquellas primeras lecturas que merecieron realmente su nombre, y por eso entendemos bien esas palabras de Proust: «Acaso no haya habido días de nuestra infancia tan plenamente vividos como los que creímos que transcurrían sin vivirlos, los pasados con un libro preferido». Aquellas lecturas nos acompañarán toda la vida. Queríamos que los personajes de la historia no se alejasen nunca de nosotros, que nos enviasen, al menos, noticias de la evolución de sus vidas más allá de la última página del libro, puesto que eran responsables del amor que nos habían inspirado a cosas que ahora, sin ellos, corrían el riesgo de desvanecerse.
Sentíamos que algo real se perdía al acabar la lectura. Algo que era imprescindible para completar con su realidad la realidad que le faltaba a nuestro mundo. Sabe que ha encontrado su botella todo aquel que se siente humillado cuando, en medio de una lectura, una voz, con frecuencia muy querida, se entromete en las páginas como un borrón con un insidioso «perdona que te moleste, pero…».
Sabe que ha encontrado su botella aquel que, al depositar el libro recién leído en la estantería, siente la inquietud de una pérdida. Quiere volver a proyectar sobre su vida, como quería Melville, nuevas audacias. La realidad que añora es aquella en la que lo posible juega con lo real para dar densidad a lo presente. Y para hallarla ha de abrir un nuevo libro.
Es, en suma, la realidad de la expectación que acelera nuestro pulso cuando lo inmediato se ha adueñado del tiempo. Si para encontrarse con esta expectación, muchos adolescentes ya no acuden a la literatura juvenil, sino al videojuego, deberíamos preguntarnos qué encuentran en él que ya no encuentran en la literatura que les recomendamos. Encuentran, sin duda, una experiencia absorbente, que es la experiencia que, según Melville, guiaba al capitán Ahab, para el cual «la ballena derrama seducciones».
¿Es preocupante que nuestros adolescentes encuentren más atractiva la absorción del videojuego que la de la literatura? Lo preocupante, a mi modo de ver, es que muchos de ellos —aquí resalto el masculino plural— busquen en los videojuegos, que aún no están ideológicamente forzados a ser pedagógicamente edificantes, modelos de comportamiento que los de mi edad hallábamos en Verne, Salgary, Mark Twain o Stevenson. ¿Por qué Huckleberry Finn es hoy un ejemplo de incorrección política? Lo preocupante es que lo supuestamente edificante pese más que la pura aventura. Esos fervorosos censores de la corrección política en la literatura infantil, ¿se han detenido alguna vez a ver a un niño de cerca?
Lo preocupante es que, ante la dificultad de un texto, optemos por la simplificación de su lenguaje, en vez de por aumentar la competencia lingüística del adolescente.
Lo preocupante es, en definitiva, el continuo descenso de los niveles de comprensión lectora de nuestros escolares.
Aprender a leer es aprender a escuchar.
Es un maravilloso consuelo sentarse junto a una lámpara, con un libro abierto entre las manos y conversar con alguien del pasado al que nunca he conocido.
Yoshida KENKO (1283-1352)
Los psicólogos infantiles saben desde hace tiempo que no podemos aprender a leer sin afinar nuestra escucha y cualquier lector apasionado sabe también que un buen libro es capaz de crear el silencio alrededor de quien lo lee, porque reclama para sí toda su atención.
La capacidad de lectura de un niño sin problemas de audición no puede exceder a su capacidad de escucha, especialmente en edades tempranas. Pero, aunque esto es sumamente importante, creo necesario ampliar la tesis para añadir que no podemos integrarnos en la gran república de las letras si no sabemos escuchar a los grandes hombres con los ojos. Solo estamos verdaderamente aprendiendo a leer cuando nos encontramos en disposición de participar como oyentes en el diálogo continuamente renovado que mantienen entre sí los grandes autores de la cultura occidental. Es decir, cuando se hace realidad nuestra aspiración de sentirnos ciudadanos libres de la república de las letras. No importa el lugar que ocupemos en ella. Es también noble ser un humilde velador de la palabra de los grandes, de los que consideramos clásicos.
¿Qué es un clásico?
Es aquel autor que no temes que te decepcione, sino decepcionarlo. No somos nosotros los que lo medimos, sino que es él quien nos mide. Nos fuerza a mirar hacia arriba y de esta forma pone el elitismo al alcance de quien quiera ponerse de puntillas y estirar el brazo. El suyo es un elitismo democrático. Con frecuencia se alega que los clásicos se nos han vuelto difíciles. Si es así, no es culpa suya, por eso nuestras dificultades están muy lejos de proporcionarnos ningún privilegio. Ahí, en el elitismo democrático nace el camino de la educación liberal, que es aquella que busca en un aprendizaje más una intensidad que una utilidad. La educación liberal nos capacita para ver a un grande cuando nos cruzamos con él. Es aquel autor que te proporciona la posibilidad de contemplar el presente desde el pasado y, por lo tanto, te ayuda a bajarle los humos al historicismo dominante.
El historicismo da por supuesto que el presente es algo así como el punto culminante de la historia, el tribunal ante el cual se puede convocar a cualquier personaje histórico para que nos rinda cuentas de su actuación. El historicismo, en definitiva, cree que el pasado digno de ser recordado es aquel que ha contribuido a la llegada del presente.
Es aquel autor que te dice cosas sobre nosotros mismos que el presente o no ve o se niega a ver. Piensen, por poner dos ejemplos, en la descripción platónica de la democracia como «teatrocracia» o en la descarnada presentación de la condición humana en la trilogía de Edipo de Sófocles. Basta abrir Edipo rey para encontrarse con «esta batalla ardiente que es la vida» y con una mirada irónica y amarga al hecho elemental de que ninguna vida humana cabe en un esquema de la vida: «Si crees que la arrogancia es un bien cuando la razón no guía, estás equivocado». Pero el lector no tarda en descubrir que la razón nunca es una guía soberana. De ahí que Sófocles describa nuestras vidas como «esfuerzos desforzados» (pónoi dísponoi). Todo esto, tan humillante para la soberbia humana, está dicho con tanta belleza, que el lector está empujado a concluir que, si el hombre es capaz de hacer brillar así su miseria, es un mísero capaz de dejar detrás de sí chispas de un fulgor que la historia no apaga. Lo mismo ocurre con Lucrecio y su de rerum natura. Los clásicos nos proporcionan la experiencia de la proximidad con ese fulgor. Eso sí, no es un fulgor competencial. Solo sirve para afirmar nuestra esencia como humanos.
Es aquel autor que le da densidad (que no comodidad) a nuestra vida. Los clásicos ni nos ocultan lo terrible ni nos ahorran reprimendas. Pero lo hacen como debe hacerse. Desde su celda en la cárcel de León, Quevedo aconsejaba creer «a los libros que advierten sin interés; a los autores ancianos ni pueden lograr los oprobios ni comprar aplausos con las adulaciones. Su reprehensión no enoja al perdido que la lee, ni su alabanza desvanece al virtuoso. Los maestros difuntos son tolerables, porque hablan con los vicios, con las personas que los tienen, no contra las personas».
Es aquel autor que te muestra que no hay culturas inocentes. Por algo Maquiavelo leyó con tanta atención a Jenofonte, a Tito Livio, a Tácito… En su Vida de Marco Bruto, Quevedo escribe algo que hubiera escandalizado, por su tono directo, a Maquiavelo: «Y al fin Antonio prevaleció contra Bruto, porque supo ser malo en extremo; y Bruto se perdió, porque quiso ser malo con templanza». En este sentido, los clásicos nos muestran los centros de gravedad de los problemas que nos vienen ocupando, indelebles, a pesar del paso de los siglos. ¿Y acaso la pervivencia de esos problemas no nos dice algo de la naturaleza humana? A un clásico le podremos atribuir opiniones falsas, pero no opiniones vacías.
Es aquel autor que nunca termina de decirnos lo que tiene que decirnos. Hay algo en él que siempre encuentra en el presente a sus destinatarios. Pero para ello hay una condición imprescindible: no hay que leerlos en el reclinatorio. Con un clásico hay que pelear. Como nos muestra Platón, el diálogo casi siempre acaba mal. Pero eso no importa si en su transcurso se han puesto claras las razones de las diferencias. Las divergencias con los grandes nos ayudan a dibujar nuestros propios límites desde algo más complejo que nosotros mismos y, por lo tanto, a clarificar la distancia entre lo que somos y lo que podemos ser, para bien y para mal. Los grandes autores no nos ayudan a ser mejores ciudadanos ni a tener el alma en calma. Nos ayudan a descubrir nuestras profundidades. Decía Jean Cocteau que se interesaba por Sófocles porque existen cosas nuevas muy viejas y cosas viejas completamente nuevas.
Es aquel autor que te permite participar en la «gran conversación» que constituye la esencia de la cultura europea. En Europa no han existido libros intocables. Por muy sagrados que sean, ha sido más sagrado el debate sobre los mismos. La cultura europea es un fenomenal monumento a la traducción/transmisión con que se vierte a sí misma en el futuro. La Revolución francesa fue posible porque los revolucionarios creían estar construyendo una nueva Roma, no haciendo una revolución burguesa. El humanismo es la capacitación para participar, al menos como oyente, en esta gran conversación. Pongamos algunos ejemplos de la misma, comenzando por el único gran mito que hemos sabido crear los modernos, el de Frankenstein de Mary Shelley, que no es sino un vástago del mito de Prometeo. Le cedo la palabra a un ya clásico poeta mexicano:«Soy Homero Aridjis nací en Contepec, Michoacán, tengo cincuenta y cuatro años, esposa y dos hijas. En el comedor de mi casa tuve mis primeros amores: Dickens, Cervantes, Shakespeare y el otro Homero.
Un domingo en la tarde, Frankenstein salió del cine del pueblo y a la orilla de un arroyo le dio la mano a un niño, que era yo. El Prometeo formado con retazos humanos siguió su camino, pero desde entonces, por ese encuentro con el monstruo, el verbo y el horror son míos». Pensemos en Platón, que hizo del diálogo la forma propia de la filosofía; en Cicerón; en los autores medievales, que cuando mencionan a un antiguo parece que acaban de encontrarse con él en el mercado. En san Isidoro, que nos dice que a través de las letras nos hablan los que ya no están entre nosotros; en Petrarca, que nos anima a agradecer a los antepasados el privilegio de las letras y a educar a nuestros descendientes en este agradecimiento; en el Ulises de Joyce; en Una odisea, de Daniel Mendelsohn; en Ana Karenina como comentario de Madame Bovary. Pensemos en la aventura cultural de Robert Hutchins, que dirigió la edición de las grandes obras del canon occidental publicada por la Enciclopedia Británica en 1952 con el título genérico de The Great Books of the Western World, un proyecto incubado en la Universidad de Chicago a finales de la década de 1950. Hutchins creía firmemente que los grandes libros nos permiten contrarrestar la influencia de los aspectos más preocupantes de la civilización occidental, como el materialismo, la rapacidad, el orgulloso etnocentrismo, etcétera.
Eso mismo era lo que creía Mr. Mifflin, el protagonista de un cuento de Christopher Morley titulado La librería ambulante. Gestionaba la librería El Parnaso, que consistía en un cochecito tirado por un viejo caballo con el que recorría el país, de pueblo en pueblo, vendiendo libros, pero, por encima de todo, intentando convencer a los habitantes de cada casa de las ventajas del hábito lector. «Que nos llamemos hombres no nos convierte en hombres —pregonaba Mifflin—. Ninguna criatura sobre la faz de la Tierra tiene derecho a creerse un ser humano hasta que no esté en posesión de un buen libro».
El maleducado es aquel que, como decía Pérez de Oliva, no está facultado para hablar con los ausentes y para «escuchar ahora las cosas que dijeron los sabios antepasados». Porque, sigue diciendo Pérez de Oliva, «las letras nos mantienen la memoria, nos guardan las ciencias y, lo que es más admirable, nos extienden la vida a largos siglos, pues por ellas conocemos todos los tiempos pasados, los cuales vivir no es sino sentirlos».
Son bien conocidas las palabras que Juan de Salisbury dedica a su maestro en su Metalogicon (1159): «Decía Bernardo de Chartres que somos como enanos a los hombros de gigantes. Podemos ver más, y más lejos que ellos, no por la agudeza de nuestra vista ni por la altura de nuestro cuerpo, sino porque su gran altura nos eleva». El origen de esta imagen se encuentra en el mito griego del gigante Orión, que era ciego, y llevaba sobre sus hombros, como un lazarillo, a Cedalión. Somos lazarillos de los grandes. Sin nuestros ojos, no ven en el presente.
Tomado de:
Luri, Gregorio (2023): Sobre el arte de leer. 10 tesis sobre la educación y la lectura. Plataforma, pp. 27-29 y 51-61.