17 diciembre 2022

Rostros kafkianos en la obra de Hannah Arendt

 



 Rostros kafkianos 

en la obra de Hanna Arendt

 

Nicolás de Navascués


Reconstruir la figura del paria en el pensamiento de Hannah Arendt implica acceder a los escritos de un período muy amplio: los años '30 y '40. Y, en esa misma medida, obliga a adentrarse en las vivencias de una mujer que pensó al hilo de lo que vivió. Vida y pensamiento son, aquí, inseparables. Desde ese manuscrito tan autobiográfico que es Rahel Varnhagen hasta The Origins of Totalitarianism nos encontramos con una gran cantidad de escritos en los que aborda la cuestión judía. De hecho, en 1948 Hannah Arendt publica La tradición oculta, una obra en la que reúne algunos de estos textos de los años '30 y '40 cuyo común denominador es la cuestión judía, o mejor, «los hechos de nuestro tiempo» en relación con «el destino de los judíos en nuestro siglo». En esta obra, fundamental para comprender el pensamiento político arendtiano previo a la sistematización llevada a cabo en The Origins of Totalitarianism, encontramos los dos textos fundamentales para reconstruir dos de los rostros de Kafka: el del paria de buena voluntad y el del contemporáneo apolíneo. Es tentador circunscribir el artículo «La tradición oculta» a la reflexión sobre Kafka como paria de buena voluntad y «Franz Kafka: una reevaluación» a la figura del contemporáneo apolíneo de la modernidad burocrática, pero hay que destacar que el segundo texto también se incluye en La tradición oculta


Pero también en esta problemática se ve incluida la cuestión judía. Aunque aquí lo tratemos como un rostro diferente, no podemos olvidar que todos los rostros se miran entre ellos y son inescindibles. Todos ellos son Franz Kafka, aunque tomen una forma u otra. Daglind Sonolet sintetiza muy bien la temática de la citada obra cuando escribe que «trata el tema del antisemitismo y el rol del intelectual judío en la cultura europea postrevolucionaria». En este sentido, hay que reforzar la idea de que Kafka es, en todos los rostros, un judío. 


El rostro de los años '40 es un rostro profundamente judío. Arendt se había tenido que exiliar primero a Francia y luego a EE. UU. —tras pasar por el campo de internamiento de Gurs— por su condición de judía. En ese sentido, Kafka significará, en esos años, un recordatorio de lo que es ser judío. Será en la biografía de Rahel Varnhagen cuando la pensadora alemana empezará a distinguir entre el paria y el parvenu o advenedizo. Ahí critica a aquellos que ascienden «haciendo trampas en una sociedad, en un estamento o en una clase social a la que no pertenecen» y se posiciona indudablemente a favor de aquellos que toman su existencia judía de manera clara, sincera, trayéndola al mundo sin servir a los gentiles de manera arribista, porque «el paria que quiere llegar a ser alguien se esfuerza por alcanzarlo todo en una generalidad vacía, pues está excluido de todo».


Entre estas dos actitudes radicalmente diferentes tiene que escoger el judío moderno, como explica muy claramente Benhabib: 


El paria aceptó la posición del outsider, y mantuvo esa otredad que la sociedad burguesa imponía sobre él o sobre ella, mientras que el parvenu buscó superar su estatus de outsider y de otredad negando radicalmente las diferencias o buscando la identificación de manera exagerada con los valores y el comportamiento de la sociedad gentil cristiana cuyo reconocimiento buscaba.


Se encontraban en un lugar donde el pasado les empujaba y el futuro les aprisionaba. Estaban en un lugar en el que no tenían un terreno que pisar. Una situación parecida a la de Karl Rossman en América, cuando se encuentra perdido en la casa de campo de un amigo de su tío, y de noche, en medio de un pasillo, después de que la joven Clara le expulse de su cuarto, piensa desesperado: «si por lo menos pudiera verse en alguna parte del pasillo una claridad que saliese de una puerta u oírse una voz aunque apenas fuera perceptible desde la lejanía». 


Para comprender su tiempo, era necesario comprender la cuestión judía. Arendt buscó diversos personajes, desde Rahel Varnhagen hasta Charles Chaplin pasando por Heinrich Heine. Pero, entre ellos, nos interesa uno: Franz Kafka. Como los demás, forma parte de la tradición oculta, de esos judíos a los que no se ha prestado atención y que han permanecido escondidos como parias conscientes. Al final de un artículo sobre los refugiados, Arendt indica que esta es una tradición minoritaria de judíos que 


no quisieron convertirse en advenedizos, sino que prefirieron el estatus de ‘parias conscientes’. Todas las grandes cualidades judías —el ‘corazón judío’, la humanidad, el humor, la inteligencia desinteresada— son cualidades del paria. Todos los defectos judíos —la falta de tacto, la estupidez política, el complejo de inferioridad y la avaricia— son características del advenedizo.


En el ensayo cuyo nombre dio título a la obra, «La tradición oculta», Arendt exploró la noción del paria a través de los rasgos que Heine, Lazare, Chaplin y Kafka podían aportar a esta figura. En el caso concreto del escritor de Praga, se trata de «la recreación poética del destino de un ser humano que no es sino alguien de buena voluntad». Por eso hemos querido denominar a este rostro el del paria de buena voluntad: no es sólo un paria consciente, como en Lazare, que es un rebelde y entra al escenario de la política; no es tampoco el inocente ni el Schlemihl de Heine, porque afronta el mundo concreto y vivirá agónicamente en el mundo; y tampoco es el sospechoso de Chaplin. En cierto sentido posee todos esos rasgos, pero hay uno que lo define de manera especial: su buena voluntad. Exigirá lo que le corresponde como ser humano, aunque sea un extraño. Por eso Arendt dirá que «su voluntad se aplica sólo a aquello a lo que todos los seres humanos tienen derecho de manera natural». La importancia de este hecho es que el paria de buena voluntad podrá convertirse en un mensajero universal, en la figura que observe cómo la universalización del paria es algo inminente. 


El paria kafkiano, que amenaza con esa universalización, encuentra una tercera salida ciertamente complicada que consiste en reclamar lo universal. Las dos salidas que en el siglo XIX habían podido ejercer los parias, hacia la bohemia o hacia la salvación a través de la naturaleza y del arte, no tenían ya sentido en el tiempo del escritor de Praga. Así, Arendt afirma que la figura del paria en la obra de Kafka aparece dos veces, «una, en su primer relato, Descripción de una lucha, y otra, en su última novela, El castillo». Si hemos argumentado que la obra completa de Kafka está transida por el judaísmo, encontraremos similitudes argumentativas y temáticas en otras obras —aunque estas dos sean ciertamente interesantes para la cuestión—. 


De hecho, hemos escogido aquí un texto relativamente desconocido dentro del corpus kafkiano: un breve cuento titulado «Un cruzamiento». Comienza así: 


Tengo un animal singular, mitad gatito, mitad cordero. Es una herencia de mi padre, aunque sólo se ha desarrollado desde que está conmigo, antes era mucho más cordero que gatito y ahora, en cambio, es ambos más o menos en la misma proporción. 


Resulta sorprendente encontrar descrita en unas breves líneas la problemática de una generación entera. Por un lado, la herencia del padre unida a la importancia de la tradición y de un pasado del que no se puede huir, pero al que uno mismo no pertenece. Por otro, la situación del que se encuentra en terreno de nadie: es y no es un gato; es y no es un cordero. No tiene unos atributos ni otros, pero los tiene todos. Es el judío centroeuropeo finisecular. Un ser humano extraño, un cruzamiento. 


Y es que los personajes con los que se cruzan los protagonistas de Kafka sufren siempre la misma expresión. A los héroes kafkianos se les dice, como el primer interlocutor de «Descripción de una lucha»: «¿sabe cómo es usted? Usted es muy raro». Y eso no les resulta desagradable, no a priori, porque en ello encuentran el interés que otra persona siente por ellos. No parecen ser invisibles. Les hace tambalearse hacia una cierta existencia de identificación con los demás. Y, sin embargo, las historias concluyen siempre de otra manera. En El castillo, llegando ya casi al final y culmen de la obra, los posaderos abroncan a K., ya que no pueden más que sorprenderse y decir: «¡Qué clase de hombre tiene que ser para no respetar nada de eso!». No respetar nada de las costumbres burocráticas, los irracionales deseos y las extrañas locuras burocráticas con las que todos viven. 


Pues bien, se trata de la clase de hombre que es el paria consciente, y mejor, el hombre de buena voluntad. La clase de hombre que lucha por sus derechos como un ser humano finito y consciente de su falibilidad y su limitación. Muchas veces la tensión que nos producen los personajes de Kafka proviene de que no podemos concebir que el héroe pueda caer en la infamia de ser un parvenu, pero el escritor nos muestra que es una posibilidad: son, como nosotros, seres humanos. Nos lo muestra en el darnos a un hombre corriente, a un médico rural, a un extranjero como el K. de El castillo. Y muchas veces sospechamos que puedan acabar por «sacrificar todo lo natural, disimular toda verdad, abusar de todo amor, y no sólo reprimir toda pasión, sino, lo que es peor, utilizarla como medio para ascender». Ese es el vigor de la literatura de este autor, que, al mismo tiempo, debido al carácter abstracto de sus personajes, hace difícil su identificación como judíos. Es cierto, como dice Nuria Sánchez Madrid, que «Kafka se habría convertido, con Heine, en el bardo del pariah consciente, conocedor de las trampas del asimilacionismo perseguido por los parvenus». 


Arendt, que en su trabajo en Shocken Books quiso mostrar a su país de adopción lo que Kafka había escrito, considera que El castillo es una «novela que uno casi diría dedicada al problema judío». Pero si se puede afirmar la judeidad de esta novela, las semejanzas con El proceso deben indicar una similitud relevante. Si en la primera leemos esta conversación, 


«Ayer Schwarzer exageró, su padre no es más que subalcaide e incluso uno de los de rango inferior». En este momento a K. el posadero le pareció un niño. «¡Es un bribón!», dijo K. riendo; pero el posadero no le acompañó con su risa, en lugar de lo cual dijo: «Su padre es también alguien poderoso». «¡Vamos!», dijo K. «A cualquiera consideras poderoso. ¿Tal vez también a mí?» «A ti», dijo tímidamente pero con tono serio, «no te considero poderoso». 


En la segunda nos podemos encontrar diálogos como este: 


El pintor se inclinó sobre él y le susurró al oído para que no le oyeran afuera: «También estas muchachas pertenecen al tribunal». «¿Cómo?, preguntó K., apartó la cabeza hacia un lado y miró al pintor. Pero éste volvió a sentarse en su silla y dijo en parte en broma y en parte como explicación: «Todo pertenece al tribunal» «Aún no me he dado cuenta de eso», dijo K., sin rodeos, la observación general del pintor le quitaba a su alusión a las muchachas todo lo que tenía de inquietante. 


Es posible, por tanto, afirmar que hay una reciprocidad conceptual entre las novelas que permite destacar elementos comunes y que convierte los rasgos fundamentales de una de ellas en temas subrepticios en la otra. En las conversaciones de los K. siempre hay una estructura parecida: todos son poderosos y no poderosos, siempre hay alguien por encima que convierte al otro en no poderoso y puede dominar, pero en cualquier caso K. nunca es poderoso. Siempre es otro: la piedra de toque será, al final, cómo aceptará la otredad el héroe kafkiano. En eso se encuentra la gran batalla, porque «con Hannah Arendt, los humillados y los ofendidos se convierten en portadores de nuevos valores».


En el proceso de llevar al mundo esos valores los parias de la filósofa judía se encuentran, precisamente, con el problema de encontrar una forma de pertenecer al mundo. En sus escritos, Arendt parece dar a entender que el único hombre de buena voluntad es el K. de El castillo, sin darse cuenta de que los Barnabases también lo son, y olvidándose de caracterizarlos como parias. Sin embargo, cuando al final Arendt afirma que lo que se desprende de la obra de Kafka es que todos podemos ser el hombre de buena voluntad, da muestras implícitas de haber comprendido que K. no está solo. Los Barnabases son auténticos parias, por eso donde K. se siente cómodo es en su casa. Por ejemplo, a K. le llama la atención la mirada de Amalia, «orgullosa y sincera en su recato». De ahí que le pregunte: «¿Eres de aquí de este pueblo? ¿Has nacido aquí?». La respuesta es afirmativa. Puede parecer extraño, pero el paria no tiene por qué venir de fuera, puede perfectamente estar asentado de alguna forma en la comunidad. He ahí el problema de los judíos. Sin embargo, podemos intuir un cierto destello de esperanza en esta novela: hay más hombres de buena voluntad además de K., y su muerte no es en vano porque ha enseñado a las personas del pueblo que se puede luchar, que se pueden exigir los universales. Ha logrado lo que esta familia no podría haber logrado jamás porque, sin ser advenedizos, eran tan profundamente rechazados que no luchaban. Solo había resistencia pasiva, como la de Amalia. Esa capacidad vital no es algo sencillo, porque los protagonistas siempre se topan con la respuesta de la posadera de El castillo a K.: 


Usted no es del castillo, usted no es del pueblo, usted no es nada. Pero por desgracia usted sí es algo, un forastero, alguien que está de más aquí, que estorba allá donde va, alguien por quien se está siempre metido en líos.


El paria, el extranjero, aquel que es nada, pero algo es. Se le conoce, pero no se le reconoce. Solo causa problemas, porque irrumpe en la cotidianidad y la normalidad del pueblo. De ahí que más adelante la posadera, indignada, espete a K. esta frase lapidaria:


Nada más que por esta razón voy a decirle que desconoce absolutamente las condiciones de trabajo que hay aquí, a uno le estalla la cabeza cuando se le escucha y cuando se compara mentalmente lo que usted dice y piensa con lo que es la realidad. 


El sueño se ha convertido en realidad, la pesadilla que leemos es la realidad. Lo que hay en la mente de K. es el sueño, la locura, la ignorancia. El mundo se ha invertido. El forastero no conoce la lengua, el lenguaje del castillo ni del pueblo: no sabe leer cartas, y no sabe leer el conjunto de significaciones lingüísticas, los códigos que constituyen el nomos, las costumbres, las formas de la comunidad que ha creado el sistema. Ahora, la auténtica rebeldía del paria debe consistir en que en ese proceso de lucha por desvelar el engaño de la creación artificial logre incluso enseñar y servir de ejemplo a los demás, como ocurre en el final de El castillo: que el héroe sea, así, un ejemplo de fabricator mundi. Y es que «la mayor herida que la sociedad ha causado desde siempre al paria que para ella es el judío ha sido dejar que éste dudase y desesperase de su propia realidad». El paria que logra superar las adversidades del mundo exterior y afirma una realidad se constituye como el héroe arendtiano. Ha ganado a esa sociedad de «absolutos nadies en frac»: ha afirmado con valentía que tiene derecho a tener derechos. Los K. algún día lograrán convertir, como quería Kafka, al pueblo judío en un «pueblo como los demás», eliminando la posición excepcional que éste tiene. 


Sólo conociendo a los dos grandes poetas de posguerra se conoce nuestro tiempo. Por un lado, está Brecht, al que Arendt dedicó también un ensayo, y cuyo poema sobre Lao Tse fue «un talismán» para la pareja Arendt- Blücher en la época de Gurs-Villemalard. Es de nuevo Young-Bruehl quien recuerda que, cuando en 1939 comienzan a llevarse a muchos exiliados a los campos de internamiento, Benjamin estaba en Dinamarca con Brecht, y éste le da un poema inédito. Benji se lo deja a sus amigos: Arendt se lo aprende de memoria y Blücher está encantado con esos versos. En el campo de Villemalard, a donde se lo llevan, «lo trató como un talismán sagrado, dotado de poderes mágicos; aquellos compañeros reclusos que, al leer el poema lo entendían, era sabido que podían convertirse en amigos». Brecht es fundamental no solo para el periodo de entreguerras, sino para el totalitarismo. Kafka, sin duda, también: cuando llegaba el final del día y Arendt tenía que volver a su barracón, debía pensar aquello que Kafka escribe en uno de sus primeros cuentos: «es extraño, ¿no?, que sólo la noche sea capaz de sumirnos por completo en los recuerdos». Sin conocerlos, no se comprende el presente. Hay parias que son, sin duda, los contemporáneos de Hannah Arendt. 


Kafka, un contemporáneo apolíneo.


En el Diario filosófico hay una breve anotación muy bella: «Sólo lo muerto —la letra muerta— sobrevive a la palabra viva». ¿Cómo puede ser, nos tenemos que preguntar una y otra vez, que Kafka sea contemporáneo de Hannah Arendt? Parece que la respuesta más evidente se encuentra en el carácter profético de sus escritos, aquellos documentos que uno puede encontrar y recuperar del olvido. Pero Franz Kafka no era profético: Franz Kafka vivía ya en un mundo mal construido. 


¿Era posible reconstruir el mundo? Esta pregunta, para la generación de Kafka, tenía que ver necesariamente con la cuestión judía. Esta generación se encontró en un no-lugar, porque no podían volver al judaísmo ni a ser como los judíos que el sionismo aspiraba a crear, pero tampoco podrían ir hacia un asimilacionismo antisemita. De ahí que la categoría fundamental para estos judíos, para Franz Kafka, para Walter Benjamin, para Moritz Goldstein, sea la ambigüedad. No son sionistas como tal, de ahí la dura frase de Kafka: «mi pueblo, suponiendo que tenga uno». Se encontraban en un tiempo y un lugar donde la tradición había perdido la legitimidad, donde el pasado y el futuro eran inciertos. Un lugar donde, como canta la escritora judía en un poema sin título, «Bienaventurado aquel que no tiene patria, porque la verá en sueños». Ahora bien, ¿qué relevancia tiene el carácter judío y la importancia del tiempo en la obra de Kafka para su expresión de contemporaneidad? 


En una reseña de aquel maravilloso descubrimiento que fue La muerte de Virgilio, de Hermann Broch, dice Arendt: 


En cuanto a Kafka, es nuestro contemporáneo sólo en un grado limitado. Es como si hubiese escrito desde el punto de vista de un futuro distante, como si solo se hubiese sentido o hubiese podido sentirse en casa en un mundo que ‘todavía no’ es. Esto nos sitúa a cierta distancia de él siempre que nos disponemos a leer o discutir su obra, una distancia que no disminuirá, incluso aunque sepamos que su arte es expresión de algún mundo futuro que es nuestro futuro —si es que hemos de tener alguno—.  


Hermann Broch, piensa la filósofa alemana, es el nexo perdido que conecta a Kafka y a Proust, el último un pensador del «ya no» y el primero un escritor del «todavía no». Lo relevante es que el escritor de Praga y el escritor francés son judíos, pero también lo es Broch, como ya hemos recordado en otro momento. Arendt está apuntando ya al abismo entre el «ya no» y el «todavía no», un abismo que ella misma explica que se fue abriendo sangrientamente a partir de 1914. Eso esclarecería una diferencia curiosa entre la recepción que tuvo la lectura del cuento kafkiano «En la colonia penitenciaria» en un auditorio en 1914 y en 1916. Como observa Hernández Arias, 


Kafka redactó este relato en octubre de 1914, poco después del inicio de la I Guerra Mundial. Es muy probable que en el texto se reflejen los sentimientos de Kafka ante el conflicto bélico. Kafka lo leyó en público el 10 de noviembre de 1916 en Münich, fue la única lectura pública en su vida literaria. No se sabe bien por qué eligió este relato tan problemático; según algunos informes, la lectura causó un profundo desagrado entre muchos oyentes, algunas personas se desmayaron, otros abandonaron la sala antes de que terminara la lectura. 


Es interesante contrastar esta reacción con la que comenta, muy calmadamente, Kafka en su Diario el 2 de diciembre de 1914: «Por la tarde, en casa de Werfel, con Max [Brod] y [Otto] Pick. Les he leído En la colonia penitenciaria, no descontento del todo, exceptuando los errores clarísimos, indelebles». La tempestad, que todavía no era real para muchos, se estaba fraguando en 1914, pero había que ser Franz Kafka para comprenderlo. No como profeta, sino como un hombre que conocía el tiempo en que vivía… un tiempo muy lejano, un tiempo del «todavía no». 


Probablemente por esta capacidad de alejarse de su propio tiempo consideró Arendt que había podido prever magistralmente las derivas técnicas y científicas que llegarían en el siglo XX. De esta forma, el capítulo VI de La condición humana se encabeza con una cita de Kafka: «Encontró el punto de Arquímedes, pero lo usó contra sí mismo; parece que sólo se le permitió encontrarlo con esta condición». El escritor judío, afirma Arendt, nos avisó de que no usáramos el punto de Arquímedes contra nosotros mismos, que no lo aplicáramos al hombre. Pero, como bien muestra la Historia, son pocos los que hacen caso de las indicaciones de los artistas. De haber formulado públicamente sus pensamientos sobre el punto arquimédico y cómo lo usaríamos contra nosotros mismos, los contemporáneos de Kafka se habrían reído de él. Y, sin embargo, en 1956 Arendt anota en su Diario, después de la cita con la que poco después encabezaría el capítulo de La condición humana, que 


eso es exactamente lo que hacemos hoy en las ciencias naturales. El punto arquimédico está fuera de la tierra; si lo utilizan los hombres de la tierra no pueden menos de dirigirlo contra ellos; sólo bajo la condición de que los habitantes de la tierra sean capaces de prescindir de su bienestar puede encontrarse el adecuado punto arquimédico. 


El punto clave se encuentra, como ya hemos visto en cierta manera, pero que debemos desarrollar de forma más explícita, en el horror ante la burocracia que Kafka desarrolló. En la única ocasión en que Arendt cita a Kafka en The Origins of Totalitarianism menciona este hecho, que ya había estudiado en «Franz Kafka: una reevaluación». Y, de nuevo, alude a esa especial capacidad kafkiana para mirar más allá de su propio tiempo o para ser consciente de la deriva que iba a sufrir su tiempo: 


En lugar de inspirar una sensación de patraña, la burocracia austríaca llevó a su mayor escritor moderno a convertirse en el humorista y crítico de toda la cuestión. Franz Kafka conocía lo suficientemente bien la superstición del destino que posee a las personas que viven bajo la norma continua de los accidentes, esa tendencia inevitable hacia una lectura de un significado especial sobrehumano en los acontecimientos cuyo significado racional está más allá del conocimiento de los implicados. […] Expuso el orgullo en lo necesario como tal, incluso en la necesidad del mal, y mostró esa presunción nauseabunda que identifica el mal y la desgracia con el destino. Lo sorprendente es que pudiera hacer esto en un mundo en el que los principales elementos de esta atmósfera no estaban totalmente articulados; confió en el gran poder imaginativo que tenía para sacar todas las conclusiones necesarias y, por así decirlo, para completar con su imaginación lo que la realidad había fallado en mostrar de manera completa. 


Es cierto, Franz Kafka auguraba que una tormenta caería sobre Europa. Presintió que la tormenta que muchas veces él vivía como cayendo sobre sus propios hombros —con ese trágico carácter que tenía el escritor— llegaría a ser vivida por Europa en su conjunto. Y la raíz de la cuestión se encuentra en la burocracia: una fría, hostil, gris, presuntamente racional máquina que la modernidad había dado al hombre y de la que el hombre no conseguía despegarse. 


En 1945 los horrores de la racionalidad burocrática se hicieron patentes. Ese año, Kurt Blumenfeld, el amigo y maestro de Arendt en el sionismo, se va a Jerusalén. Arendt se escribe mucho en esos días con Scholem, que está en esa misma ciudad desde 1923: 


Junto con Scholem, comulga con la decepción de sus ilusiones y el desencanto del ideal sionista, en el que creyeron como fuerza espiritual, política, intelectual y cultural. Se consuelan releyendo a Kafka: él descifrando en sus obras una visión teológica del mundo, y ella reconociéndolo como el escritor de una culpabilidad que se transforma inexorablemente en destino. Desde el descubrimiento de la Shoah, Kafka es, a los ojos de Hannah, el único escritor que presintió que el universo a priori imaginario de la pesadilla se haría realidad. Kafka sigue siendo para ella una fuente, una clave para la comprensión del mundo contemporáneo, el único agitador de la conciencia europea. 


Es necesario agitar la conciencia europea para hacer flagrante el horror burocrático. Kafka descubrió que, en este sistema, sólo la máquina dota de reconocimiento y significación e importancia a las personas. Si no, no se es nadie, por eso es tan importante obedecer a los funcionarios. Se ve muy claramente con el ejemplo de Klamm, el gran funcionario, en El astillo. La posadera, antigua amante de ese funcionario —al que ni siquiera después de casarse ha podido olvidar—, le dice a K.: «Que ya no había vuelto a llamarme era una señal de que me había olvidado. A quien ya no vuelve a llamar le olvida por completo». Llamar es invocar el nombre de alguien, dotar de realidad, reconocer como un tú. Es participar del discurso y de la acción, es ser reconocido en el espacio público como ser humano. Pero si a un ser humano no se le llama, si se olvida, no se es nadie para el sistema. La existencia, en la modernidad burocrática, toma una extraña dependencia del sistema.


De ahí el afán de los individuos por realizar su función de manera perfecta, sin errores, hasta el punto de identificarse con ella. Hay una frialdad oscura porque el sistema, inhumano, pregunta lo obvio a los ojos humanos, pero que no es obvio a ojos de la burocracia. Esto, piensa Karl Rossman, es común tanto en Europa como en América, y recuerda «cuánto había tenido que irritarse su padre por las molestas e inútiles preguntas de la autoridad administrativa cuando fue a hacer el pasaporte». Kafka conocía esta realidad de primera mano a través de su trabajo, y siempre estuvo obsesionado con ella. La prueba está en que las tres novelas lo tienen inscrito en el origen, y no hacen más que dar pruebas de ello. La ausencia de vida es clara, pero los héroes siempre están sorprendidos porque se niegan a aceptar que el mundo se haya transformado en un lugar tal: «el castillo, cuya silueta comenzaba a desvanecerse, estaba quieto como siempre, nunca K. había visto en él el menor indicio de vida». 


De ahí también la continua reticencia a ser interrogados por autoridades que no les hacen saber sus delitos ni les quieren dar razones de nada. Una de las escenas más repetidas de El proceso es aquella en la que el protagonista se niega a ser interrogado porque él no ha cometido ningún delito, mientras exige que le expliquen qué está ocurriendo. También en El castillo K. se niega a ser interrogado: son héroes que ante lo irracional y sin sentido de lo burocrático creen ilusamente que no tiene importancia alguna. Pero, al final, toda conversación es, en Kafka, un interrogatorio. Todo es público, todo es conocido. 


Es evidente que El proceso es una novela guiada por la frialdad de una máquina burocrática a la que K. es sometido —y a la que él mismo se somete—. Lo inhumano de esa terrible burocracia elimina la vida; la vida es fría, es gris, y en esos espacios los personajes kafkianos siempre sufren incomprensibles mareos y pérdidas del sentido. Es decir, que hay una interrelación entre la salud de los seres humanos y la burocracia. Lo artificial se enfrenta con la naturalidad del ser humano abstracto que nos muestra Kafka, de ahí que, en El proceso, cuando K. pasa mucho tiempo en los negociados sufre mareos, incluso una especie de «transformación», que sólo terminará cuando salga: en ese momento, «su estado de salud, fortalecido por completo, no le había preparado nunca tales sorpresas». Los héroes kafkianos están acostumbrados a la humanidad y, cuando se encuentran con algo que la hace desaparecer por completo en favor de esa necesidad divina por la que funciona la máquina burocrática, se ven totalmente desamparados. 


Los personajes establecen siempre extrañas amistades. K., paradójicamente, se siente apreciado, reconocido y distinguido sólo por Barnabás, que es el único paria, como él. Y en esa misma medida podemos ver que Arendt se siente acompañada por Kafka, porque «consideraba a sus amigos el centro de su vida», y, como sus amigos eran parias, Kafka era su amigo. Las alegrías de los parias solo son reales cuando encuentran el reconocimiento de alguien como ellos. Lo vemos cuando Barnabás toca el hombro a K. y éste siente «como si ahora volviese a estar todo como antes, como entonces cuando Barnabás apareció por primera vez en su esplendor entre los campesinos que estaban en la taberna, sintió K. ese contacto, cierto que sonriendo, como una distinción». Hay un hombre real frente a lo gris de todo lo demás. Y aquí encontramos un nexo fundamental hacia la lectura previa, hacia la lectura del paria: es el paria el que da color al mundo destruido, es el paria el que puede ser fabricator mundi, el que puede destruir la máquina burocrática. 


Ante una burocracia que es tan supuestamente racional que es irracional, el paria tendrá que luchar. Es inhumano, como se muestra con el frío burocrático que les rodea: 


Con el fin de preservar la habitación del enfermo del frío que penetraba con intensidad, K. no pudo más que hacerle al alcalde una ligera inclinación. Arrastrando consigo después a los ayudantes, salió corriendo de la habitación y cerró apresuradamente la puerta. 


Al final, el héroe será el que descubra la verdad escondida detrás de esa falsa necesidad divina y afirme que la burocracia es «ese embrollo ridículo que en determinadas circunstancias determina la existencia de una persona». Un héroe asombrado que no puede hacer más que reírse ante la locura irracional de una burocracia tan racional e inhumana.

 

Y es que el gran problema que subyace en las tres novelas es que siempre se trata con asuntos, papeles, casos, secciones, no con personas. No hay un rostro humano, sino una necesidad divina. La desesperación de K. le llevará a buscar quién está detrás de eso, en unos casos asumiendo la culpa —El proceso—, en otros casos luchando —El castillo— y, en ocasiones, simplemente sobreviviendo —América—. 


En cualquier caso, el gran héroe kafkiano es el que logra luchar ante lo que el mundo exterior le ofrece como una realidad que él no puede aceptar. Hay un deber moral de los héroes que, además, se corresponde con el deber moral del ser judío, del paria que debe enfrentarse al mundo para declararse orgullosamente ciudadano. De esta manera, creo que podemos reinterpretar la tan conocida historia de «Ante la Ley» en términos del Kafka contemporáneo a través de la afirmación de un polémico artículo —«Para honor y gloria del pueblo judío»—, en el que Hannah Arendt argumentaba que 


Ser judío para ella es, una vez más, ser un combatiente y por lo tanto oponerse a todo aquello que se ha aprendido e interiorizado a lo largo de los siglos: la supresión de la propia identidad y la vergüenza del estar aún ahí. La historia del judaísmo se resume en un lamento de obediencia a la Ley y de interiorización de la diferencia. El nuevo judío al que ella aspira es un judío valiente, orgulloso de serlo, un individuo que considera que ser judío es combatir en la avanzadilla de la clandestinidad por una nueva Europa. 


«Ante la Ley» nos muestra al viejo judío, un ser que expresa un lamento de obediencia y que no lucha, sino que espera. Un ser que se siente diferente al guardián y considera que debe obedecer sus órdenes y hacer caso a lo que se le dicta. Pero el nuevo judío es valiente, es el judío kafkiano, y Arendt se presenta a sí misma como otro guardián que debe ayudar al nuevo judío a aceptar esa valentía. Pero este es el «todavía no», un lugar hacia el que los judíos deben ir aceptando su judeidad, defendiéndose como judíos. 


Podemos concluir recogiendo algunas de las tesis fundamentales que hemos mostrado en este eje que es Kafka como contemporáneo apolíneo. Paradójicamente, aunque como bien indica Daiane Eccel, «en relación con la maquinaria burocrática Kafka no podía referirse a un tiempo que no fuera el suyo propio», la actualidad de sus escritos en el pensamiento de Arendt es flagrante. Lo que ocurre es que es el mismo tiempo: en Arendt simplemente ha cristalizado, se ha radicalizado, pero los elementos de The Origins of Totalitarianism ya estaban en Kafka: la ruptura con la tradición, el espacio entre el «ya no» y el «todavía no». Será acerca de las reflexiones sobre este espacio donde Kafka acompañará, a partir de ahora, a Hannah Arendt.





Tomado de:

DE NAVASCUÉS. Nicolás (2022): "Hannah Arendt lee a Kafka: una conceptualización de los rostros kafkianos a lo largo de la obra arendtiana". En  Claridades. Revista de filosofía. Asociación para la promoción de la Filosofía y la Cultura en Málaga (FICUM) pp. 11-40. 


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