23 abril 2022

Insistencia en las fronteras. Ana Camblong

 



Insistencia en las fronteras


Ana Camblong


Asistimos en los últimos tiempos a una preocupación global y persistente por el tópico de las fronteras, manifiesta tanto en los medios como en la filosofía, en las ciencias como en la vida cotidiana, en la ética como en la política. La proliferación de discursos sobre las fronteras satura bibliografías, entrevistas, conferencias, congresos, foros, programas de cátedra, clases, conversaciones y debates. Esta presencia omnímoda de las fronteras en nuestro imaginario colectivo e individual, por un lado, se supone que responde a los vestigios de la disciplina moderna adicta al énfasis de los deslindes claros y distintos, luego se instala en este presente vacilante e inseguro con una breve frase que resuena acuciante en nuestra vida cotidiana cuando nos preguntamos todo el tiempo ¿cuál es el límite? A la vez, tales inquietudes orientan sus incertidumbres hacia un futuro de horizontes abiertos e impredecibles. Estamos pues, altamente interesados en teorizar, analizar, describir y discutir acerca de las fronteras, aunque en rigor de verdad, la actualidad descubre y se sorprende ante el problema más antiguo de la humanidad: determinar cuáles son las fronteras en cada uno de sus mundos posibles.


En dicho cruce de cuestionamientos y formulaciones, la Semiótica colabora desde su laboratorio experimental de signos, interpretando significaciones, sentidos, insignificancias y sinsentidos de la cultura contemporánea. Sin caer en la ingenuidad petulante de creer que la Semiótica ‘revelará’ verdades que otros no conocen, o ‘resolverá’ enigmas imposibles de descifrar, estimo que apenas procuramos llevar otro poco de relativo conocimiento a estos enredos que nos abruman. Es decir, nuestro discurso no está exento de controversias sociales e históricas; no habla desde arriba ni desde afuera, nuestro pensamiento asume su inscripción temporal y su modelización situada. Si esto es así, entonces de inmediato establezco un compromiso personal con ustedes y conmigo misma: pienso-escribo aquí y ahora, en estos días de turbulencias inciertas y desde estos pagos provinciales y periféricos.


El primer envío ya nos induce a buscar la tutela del investigador ruso Iuri Lotman, quien concibe el concepto semiosfera, análogo al de ‘biosfera’, con el propósito de comprender que la vida humana en su mero habitar el mundo, genera constantemente significaciones y sentidos con su interacción y sus intervenciones. Estamos pues inmersos en un flujo continuo de significancia que sustenta nuestra posibilidad de comunicarnos con los demás. Habitamos semiosferas en las que respira y circula nuestra existencia semiótica. Cuando en nuestro trajinar cotidiano nos preguntamos “¿pero qué sentido tiene esto?” o reclamamos indignados: “¿no pueden tener un poquito de sentido común?”, estamos apuntando directamente a la necesidad de encontrarnos comprendidos por una semiosfera que nos contenga y nos intercomunique. Con estos ejemplos, intento adelantar que no desestimo la asistencia del lenguaje coloquial al que valoro en su entera dimensión puesto que atesora una memoria ancestral que la ciencia ha descalificado con injusta y autoritaria soberbia. La memoria de cada semiosfera arrastra en su devenir infinitos saberes, plasmados en la conversación, en el humor, en relatos, en canciones, en refranes, en retóricas cotidianas y costumbres en general.


Ahora bien, la semiosfera supone por un lado, la globalidad integral de la dinámica cultural, pero a la vez, su definición impone fronteras. Toda semiosfera posee fronteras que marcan las diferencias respecto de otras semiosferas. En las fronteras, dice Lotman, se practican las traducciones que permiten los intercambios entre grupos. Las fricciones entre lo traducible y lo intraducible, entre lo continuo y lo discontinuo, provocan la experiencia de la diferencia, de lo otro, de la alteridad. Ahí, en los confines de nuestra lengua hallamos a las otras lenguas y nos enfrentamos a la encrucijada de la traducción. Pero las diferencias no surgen solamente entre idiomas, sino que al interior de cada lengua hallaremos innúmeras fronteras que solicitan ejercicios de traducción, por ejemplo, diferencias entre el lenguaje científico y coloquial, entre lenguaje formal e informal, entre los de aquí y los de allá, entre los de arriba, los del medio y los de abajo, en fin, nuestros entrenamientos en las traducciones se practican dentro de lo que consideramos una única lengua.


Con una vuelta más del caleidoscopio semiótico, estamos en condiciones de apreciar que también traducimos cuando trasponemos significaciones que van de la literatura al cine, de la pintura al relato, del ritual a la filmación, del vestido a la descripción, de lo real a lo ficcional, del cuerpo a la fotografía o al discurso. Es decir que las traducciones operan en ese linde en el que se presenta ‘otra cosa’ que me obliga a realizar transposiciones para reiterar aproximadamente ‘lo mismo’, con otros signos. Los operativos traductores se expanden de manera transversal en nuestras semiosferas, cuyas fronteras se multiplican al interior de su propia complejidad. Podríamos repetir nuestra sentencia predilecta: no solo atravesamos fronteras, sino a la vez, las fronteras nos atraviesan.


Para cerrar este primer asedio a la vida semiótica atosigada de fronteras, voy a la vida práctica con el fin de tomar algunas muestras, por ejemplo, cuando expresamos “dicho en otras palabras” o decimos “te lo vuelvo a explicar”, o también, ”ya se lo advertí de mil maneras.”, o bien, a veces exasperados interpelamos “¿En qué idioma te lo tengo que decir?” Con estas breves frases estamos aludiendo a los mecanismos traductores sin haber excedido las fronteras de la misma lengua. Cuando exclamamos “no sé cómo contarte lo que me pasó” nos referimos a esa dificultad traductora entre el lenguaje y el acontecimiento. Cuando volvemos de un viaje y decimos “no podés darte una idea, eso es otro mundo”, estamos corroborando la vigencia de fronteras entre mundos. Estas expresiones ponen en escena la extrañeza y la dificultad de transferir una modelización, un modo de ordenamiento cultural a otro. Desde la Filosofía Peter Sloterdijk asevera: “El término ‘mundo’ designa, pues, no “todo lo que es el caso”, sino: todo lo que puede ser contenido por una forma o por una frontera conocida.” Nos importa entonces destacar que nuestras vidas están en el mundo pregnadas de significaciones, sentidos y sinsentidos, y que desde los aprendizajes primarios nos entrenamos en operaciones semióticas de traducciones. 


Otra torsión posible en este bosquejo argumental, nos habilita a interrogar acerca de cuál es la frontera entre lo animal y lo humano, límite que se suele interpretar de mil modos distintos pero al menos mencionemos dos direcciones contrapuestas: por un lado, como una brecha absoluta, como un salto insalvable entre lo animal y lo humano, mientras que en el otro extremo, se postula un continuo en el que hay diferencias de grado y de diversificaciones evolutivas. En correlación con esto, se desata el debate acerca de una presunta discontinuidad entre naturaleza y cultura, entre Biología y Semiótica, en cambio otros conciben una Biosemiótica con miras a abordar un continuo ecosistema En tanto que al interior del propio mundo humano, podemos preguntarnos cuál es la frontera entre lo humano y lo inhumano, ese borde misterioso trazado por abyecciones y crueldades. Por otra parte, este derrame interrogativo va a dar con los límites entre la vida y la muerte, ¿En qué consiste la sobrevida? Nosotros por estos pagos estamos más bien acostumbrados a sobrevivir y nos acucia, en estos días, determinar el inicio de la vida ¿cuándo empieza la vida? ¿Quiénes lo estipulan? ¿Cuáles son los sentidos en debate? ¿Cuáles las creencias y valores en disputa? El turbión continuo de demandas, hoy más que nunca emergente y urgente, nos abisma y nos arrastra indefectiblemente al campo filosófico, al campo de la ética y la política, porque los animalitos semióticos cuando empiezan a pensar en alternativas interpretantes y a polemizar por el sentido de sus vidas en comunidad e individuales, necesitan establecer fronteras inmersas en la continuidad de la especie y la supervivencia.


Las fronteras pues, nos conciernen en tanto procedimientos básicos y primigenios; proliferan y cambian disponiendo espacios a través de tiempos históricos; signan nuestras existencias comunitarias y singulares, estipulando confines de nuestros mundos posibles. 


Fronteras territoriales.


Las fronteras tienen un sentido distributivo y ordenador de cualquier componente tangible o intangible de la semiosfera pero su acepción primaria alude a lo espacial. Como se sabe, toda significación espacial está incardinada en el tiempo, en consecuencia la unidad tiempo-espacio queda sellada en nuestras operaciones limítrofes. Nosotros, los animalitos semióticos, aprendemos desde los tiempos más remotos a movernos y a recorrer el espacio, tanto en los aprendizajes atávicos de la especie, cuanto en los de la infancia de cada cual. Los aprendices itinerantes se desplazan acatando y transgrediendo límites, dejando huellas e incorporando sus experiencias a una memoria compartida e individual que va colmando de significaciones lugares, objetos, plantas, animales, olores, interacciones y los mismos recorridos. El cuerpo experimenta en su propio movimiento sensaciones y percepciones primigenias de estar en el mundo. Tal condición espacio-terrenal parece obvia, sin embargo devino cuasi vergonzante y olvidada, principalmente a través de la sofisticación científico-técnica alcanzada. Paradójicamente, en nuestro denuedo por despegar y superar fronteras de esta inscripción terrestre, nos ufanamos de nuestros “vuelos espaciales”, nominación que delata nuestro atavismo pues volvemos a mentar lo espacial aún en estas aventuras aéreas.


Por esta vía, los “autóctonos”, de acuerdo con la etimología autós: mismo, propio, chtón: tierra, serán aquellos que habitan esta misma Tierra, su propia tierra, en el sentido cósmico de pertenecer a una especie que acepta el planeta que le deparó la vida. Podremos, qué duda cabe, desafiar cuanto límite hayamos recibido o inventado, quizá nuestro ímpetu dominador logre colonizar otros mundos y otros planetas, pero al menos partamos de la sencilla y humilde verdad: somos animales terráqueos, inquietos, desafiantes y a la vez, limitados, bastante limitaditos por cierto, sin embargo, involucrados e inmersos en un proceso infinito cuyos límites permanecen abiertos al azar y a la imaginación. Así pues, los animalitos semióticos en su andar y su transcurrir demarcan sus propios territorios con trazos espacio-temporales que se apropian y modelan experiencias de vida significante, tramadas en configuraciones territoriales dinámicas y transformables.


No estoy abogando por un destino territorial definitivo, tampoco acompaño posiciones esencialistas, por el contrario considero que la territorialidad “humana, demasiado humana” estará sujeta a los avatares de la interacción socio-histórica. Me parece sensato meditar acerca de las injerencias de “lo territorial” en la experiencia primaria de la vida. Hoy leemos mucha bibliografía que aduce la “desterritorialización” de nuestras existencias afectadas por las redes electrónicas, por la optimización del transporte, por los efectos de la globalización, etc. Sin refutar estas lucubraciones, persisto en mi convicción de asignar eminente relieve semiótico a los lindes territoriales. Considero básico y estratégico volver pertinente la territorialidad, tanto como sustento experimental de los aprendizajes semióticos primarios, cuanto en la experiencia cotidiana de enormes masas humanas que viven excluidas de las mediaciones cibernéticas. Vale la pena prestar atención al antropólogo Marc Augé quien el año pasado, declaraba lo siguiente: 


En el mundo global, la respuesta se impone en términos espaciales; repensar lo local. Pese a las ilusiones que difunden las tecnologías de la comunicación, de la televisión a Internet, vivimos donde vivimos. La ubicuidad y la instantaneidad siguen siendo metáforas. (…) En la medida de lo posible haría falta volver a trazar las fronteras entre los lugares, entre lo urbano y lo rural, entre el centro y las periferias. Fronteras, es decir pasos, puertas oficiales, para hacer saltar las barreras invisibles de la exclusión implícita. Hay que devolverle la palabra al paisaje. El paisaje es la combinación del espacio y las relaciones sociales. No existe el paisaje exclusivamente natural, sin cultura. 


En buen dialecto misionero, lo refrendo: “así nomás es, y les voy diciendo mismo”, que mi discurso no está desterritorializado, ni lo quiere estar, porque hay una memoria que me atañe y un paisaje territorial que me involucra. Cuando habitamos un lugar, afincamos una densa urdimbre de hábitos que nos convierte en habitantes; en este sentido, la configuración territorial está determinada por lo que llamo Dispositivo H Hábitos+Hábitat+Habitantes. Reivindico pues, la vigencia de esta “continuidad experiencial” en la conformación del paisaje humano y sostengo con el investigador Karl Schlögel la injerencia primaria del espacio:


Lo más firme de la vida son las secuencias de movimiento que se han vuelto rutinas. La socialización humana discurre en movimientos de acercamiento y alejamiento. “Habitualmente” la vida transcurre por los “cauces habituales”. En momentos excepcionales se sale de madre, en épocas de catástrofe se va al garete. Las rupturas tienen dimensión espacial. Los seres humanos son arrojados a miles de kilómetros, desplazados, deportados. Fuga, emigración, expulsión, son formas de movimiento y cambio de lugar aceleradas con violencia. 


El contraste entre lo habitual y lo catastrófico permite recobrar el ancestral significado de la territorialidad en el sentido integral de la instalación humana en el mundo. Notemos en la plétora semántica que despliega el lenguaje con vocablos tales como: desarraigo, relocalización, migración, emigración, inmigración, destierro, exilio, marginación, exclusión, asentamiento, etc., los matices indicativos de la relación con el paisaje territorial, con el sitio en que se vive y que se abandona, categorías en vigor de investigaciones, reclamos y polémicas.


Dicho esto, indago mi propia semiosfera, mi territorialidad fronteriza y a la vuelta de la esquina, rescato mis vivencias guaraníticas. El metalenguaje técnico lo concibe como “sustrato guaraní”, pero resulta que no se trata de algo que subyace, sino de presencias que forman parte activa de mis hábitos cotidianos. Tal vez mi obstinación en estudiar las incidencias territoriales provenga de la concepción que tienen los guaraníes al respecto, según lo explica Ticio Escobar en reciente entrevista:


Me gustaría partir de una distinción que hacen los guaraníes entre yvý, que quiere decir “tierra” –en sentido de tierra física, de suelo, en la acepción geográfica de la tierra como un terreno demarcado-, y tekohá que para ellos es el territorio, distinto de la tierra. Traducido literalmente, tekó es un sustantivo y significa “cultura”, nuestras propias maneras de ser, en su sentido más lato. Há quiere decir “lo dispuesto a”; entonces, tekohá querría decir “la sede de la manera de ser”, o sea, el asiento de la cultura o, aventurando un poco, lo que está preparado para sostener la cultura. Para ellos, no es lo mismo yvý que significa una extensión de tierra, que tekohá, que señala, además un hábitat simbólicamente acotado. Esta diferencia se evidencia cuando ciertas políticas indigenistas intentan “devolver” otras tierras a los indígenas o reasentar a éstos en territorios nuevos; no es lo mismo un terreno cualquiera, aunque fuere más extenso, que uno señalado por las tumbas y de los antepasados, hollado por muchas generaciones, provisto de recursos naturales específicos.  


La fecunda traducción del experto sobre la semiosfera guaraní, me exime de comentarios adicionales, simplemente anoto que los marcadores guaraníticos disipan sus emergencias en nuestra respiración semiótica, nuestros modales, en la cadencia, ritmo, sintaxis enrevesada y léxico de nuestras maneras de hablar.


En este mismo paisaje territorial se intercala, entra en conflicto y nos condiciona el ingreso civilizador y violento del Proyecto Moderno, desde las corrientes colonizadoras hispanas y portuguesas, pasando por las expansiones misionales de la Empresa Jesuítica hasta los trazos geopolíticos del Estado-Nación en su ejercicio soberano con la ocupación, apropiación y custodia de fronteras. Tengamos en cuenta lo siguiente: nuestro lugar, ubicado en ese borde de pasajes, de saqueos y posesiones en avances y retrocesos, contornea una territorialidad de confines equívocos y disputados. Nuestra memoria colectiva registra un espacio imaginado como ‘tierra de nadie’ y ‘tierra de cualquiera’, abandonado y ocupado simultáneamente en incursiones invasivas; un imaginario que entrecruza la mítica “Tierra sin mal” según el acervo de sus habitantes autóctonos, y la tierra de “El Dorado” y el “Paraíso perdido” según la codicia colonizadora. Como anécdota, podría recordar una de las campañas políticas de la Intendencia de Posadas, que había adoptado la consigna “Posadas, Portal del Paraíso”, en la que titilan esos indicios semióticos que intentamos bosquejar. O bien una de las últimas películas de una directora misionera, titulada “No hay tierra sin mal.”


La cartografía jesuítica abarcó una territorialidad poderosa de nuevos confines, de tránsitos económicos y simbólicos desentendidos completamente de lo que hoy son fronteras geopolíticas; a pesar de los siglos transcurridos desde la expulsión, permanecen y resisten no solo vestigios arqueológicos materiales sino también música, relatos míticos, religiosos, épicos y un tamizado flujo de marcas vibrátiles de intermitentes expansiones en nuestro presente. La abrupta retirada de “La Orden” y del orden imperante in illo tempore, volvió a instalar en estas latitudes la equívoca apertura a las disputas por la ocupación de una espacialidad que parecía condenada al todo-vale. Las temibles correrías de ‘bandeirantes’ a la caza y arreos de esclavos aborígenes, diagraman un espacio-tiempo de depredaciones que se graban en nuestra memoria como un remoto peligro proveniente de aquella dirección: el monstruo lusitano cargado de prejuicios gestados en la Península entre las casas reales y que se realimenta en estas contiendas históricas agitadas de vez en cuando y relampagueando entre las siluetas de nuestros fantasmas vecinales.


Las extenuantes y crueles batallas de huestes indígenas lideradas por el Comandante Andresito y otros caciques menos renombrados, fueron defensas territoriales sobre las que se instalaron más tarde las fronteras del Estado-Nación, sin embargo, la “historia oficial” se ocupó de realizar ingratas y perversas maniobras de solapamiento con miras a eliminar el decisivo protagonismo de los aborígenes. Esta encrucijada doliente de nuestra memoria local, adquiere una dimensión emblemática en la controvertida historia que nos contaron y que recuperamos ahora como una epifanía, demasiado tarde. Se trata, qué duda cabe, de una herida siniestra que nos recuerda tanto la injusticia irreparable, cuanto el vínculo afectivo de nuestra existencia recorriendo un territorio demarcado por la sangre derramada por nuestros ancestros. Los honores y desagravios resultan pura justicia, pero a la vez, encarnan la impotencia ante los irreversibles ardides del poder concentrado autor de la Historia. 


Sobre semejantes estratagemas se yergue la soberanía del Estado-Nación que consideró vulnerables los límites con países adyacentes y estableció al interior de su propio mapeo, los “Territorios Nacionales”. Esta determinación del poder metropolitano operó con nuestro espacio de manera desaprensiva, inconsulta y lo sometió a su sentencia inapelable. En buen dialecto misionero, les diría “cayó el pindó por nuestra cabeza”. La desconsiderada colonización interna significó no solo una dependencia política indigna, sino también una explotación a mansalva de recursos naturales y humanos, de lesa fraternidad. Tras dilatadas luchas, alegatos jurídicos, esfuerzos mancomunados y peregrinaciones infinitas a la Capital, se logra el estatuto de Provincia, en 1953, es decir, “ayer nomás” para una perspectiva histórica. Posteriormente, durante los gobiernos militares se retomaron aquellos antiguos criterios de resguardo limítrofe y se estipularon “zonas” y “áreas” de frontera en nuestro territorio provincial; otra vez, una intervención autoritaria, trazó límites intempestivos y violentos con especulaciones hostiles y desconfiadas hacia Brasil y Paraguay. He aquí que habitamos un espacio manipulado y monitoreado con displicente maltrato desde hace mucho tiempo. Ponderar las huellas de esta situación avasallante, significa reconocer una frontera con la metrópoli que cuesta revertir o al menos atenuar en sus incidencias. Así, las tensas relaciones con el poder concentrado en Buenos Aires, vienen desde el fondo de nuestra memoria y mantienen su vigencia en nuestras vidas. En dialecto les podría confesar que “ellos nos judean ‘masiado mucho”.


Las decisiones versátiles respecto de los países limítrofes según el gobierno nacional de turno, dan de lleno en nuestra vida cotidiana, en virtud de que la extranjería que la Capital maneja con desapego y respondiendo a estrategias macropolíticas, para nosotros resultan decisiones que se ejecutan con nuestros propios vecinos. Habitamos entonces, una paradoja geopolítica en continuidad, pues deviene más lejano y extraño el poder porteño que “nos mandonea o nos ningunea todito mal”, que nuestra familiaridad vecinal con los países de al lado.




Tomado de:

CAMBLONG, Ana (2014): "Semióticas de fronteras: dimensiones y pasiones territoriales" Conferencia. Foro Internacional de Fronteras Culturales. Facultad de Artes, Diseño y Ciencias de la Cultura. Universidad Nacional del Nordeste.