21 septiembre 2019

Juan Rulfo o la pena sin nombre. Luis Harss




Juan Rulfo o la pena sin nombre


 Luis Harss


La breve y brillante carrera de Rulfo ha sido uno de los milagros de nuestra literatura. No es, en el fondo, un renovador, sino al contrario el más sutil de los tradicionalistas. Pero ahí radica su fuerza. Escribe sobre lo que conoce y siente, con la sencilla pasión del hombre de la tierra en contacto inmediato y profundo con las cosas elementales: el amor, la muerte, la esperanza, el hambre, la violencia. Con él, la literatura regional pierde su militancia panfletaria, su folclore. Rulfo no filtra la realidad a través del lente de los prejuicios civilizados, la muestra al desnudo. Es un hombre en oscuro concierto con la poesía cruel y primitiva de los yermos, las polvaredas aldeanas, las plagas y las violencias, los odios y las vendettas de familia, las fiestas y los duelos, la dureza de la vida siempre al borde de la desgracia y la muerte. Su lenguaje es tan parco y severo como su mundo. No es un moralizador sino un testigo de la miseria de regiones desérticas que arden como llamaradas bajo un eterno sol de mediodía, donde la seca y el abandono han convertido zonas que eran en un tiempo vegas y praderas en tumbas de piedra. Es un estoico que no blasfema contra la vida, acepta el destino. Por eso su obra brilla con un fulgor lapidario. «Tanta y tamaña tierra para nada», dice uno de los personajes de El llano en llamas, la vista perdida en los espacios que se extienden hasta el horizonte en el bochorno y la desolación. Son estampas impresionistas, más que cuentos, pequeñas hogueras en las que se consume el alma. No todos están relacionados entre sí en el tiempo o el espacio. Pero es la misma vida ancha y ajena del hombre de la tierra. La región, a grandes rasgos, es la del sudeste de Jalisco, que abarca desde el lago Chapala, hacia al oeste por Zacoalco hasta Ayutla y Talpa, y al sur por Sayula y Mazamitla hasta el límite que separa Jalisco de los estados de Colima y Michoacán. Bandas armadas devastaron la zona durante la revolución. Enseguida, cuando regresó la población desplazada, estalló la revuelta de los cristeros, durante la cual, dice Rulfo, «hubo una especie de reconcentración. El ejército concentraba a la gente en las rancherías, en los pueblos. Cuando la revolución se hacía más fuerte, entonces se concentraba a la gente de esos pueblos en las poblaciones más grandes. Entonces había un abandono que se producía a base de reconcentraciones. La gente buscaba trabajo en otra parte. Después de unos años, ya no regresaba». La reforma agraria empeoró las cosas. Fue muy desorganizada. «La tierra, más que entre los campesinos, se distribuyó entre los obrajeros, entre los carpinteros, albañiles, zapateros, peluqueros.


Eran los únicos que formaban comunidad. Para formar una comunidad se necesitaban veinticinco personas. Se reunían veinticinco personas y solicitaban tierras. Los campesinos no las pedían. La prueba está en que hasta la fecha los campesinos no tienen tierras. Es que el campesino estaba muy allegado al hacendado, al patrón. Había el sistema del mediero, es decir, se sembraba la tierra, el patrón entregaba la tierra al campesino y el campesino entregaba la mitad de la cosecha al patrón.» La anarquía favorecía la especulación. Y sigue todo igual ahora. En la actualidad, los pequeños agricultores de Jalisco «ya no tienen medios de vida. Viven en una forma muy raquítica. Se van a la costa o se van de braceros a los Estados Unidos. Regresan en la época de lluvias a sembrar algún terrenito allí. Pero los hijos, en cuando pueden, se van... Esa zona tiende a desaparecer». Los malos tiempos siguen arrasándola, dice Rulfo. El cuarenta o cincuenta por ciento de la población de Tijuana es originaria de allí. Las familias son numerosas, con un mínimo de diez hijos. La única industria es el mezcal, la planta de la que se obtiene el tequila. No por nada existe una ciudad llamada Tequila al noroeste de Guadalajara. El mezcal y el maguey —fuente del pulque— son productos clásicos de tierras empobrecidas en vías de desintegración.


Rulfo escribe el epitafio de esas tierras. El llano en llamas es una áspera oración fúnebre por una región que expira. La cubren como una mortaja las nubes de la fatalidad. Pétreas son las horas, amargas las desilusiones, y la regla general es la resignación. Un coraje espartano disfrazado tras la apatía explota intermitentemente en arrebatos de violencia y de brutalidad: bandolerismo salvaje, vendettas sangrientas. Es una región de hombres acosados y mujeres abandonadas en la que «los muertos pesan más que los vivos». «No se puede contra lo que no se puede», dice la gente, inclinándose ante la muerte próxima que los aliviará por fin de la vida rapaz. Porque ésa es su única fe firme, su última ilusión, que «algún día llegará la noche» y la paz con ella, cuando los lleve la tumba oscura al descanso final. Los disgustos y las mortificaciones comienzan en la infancia, como en «Es que somos muy pobres», donde una muchacha —cuyas hermanas mayores, decididas a exprimir de su indigencia todo el placer que puedan, han recorrido el camino de la carne— se ve, a su vez, condenada a la perdición al desvanecerse sus esperanzas de casamiento cuando la inundación se lleva la vaca y el carnero que constituyen su pobre dote. Peor todavía es la suerte del niño que da su nombre a «Macario»: un huérfano criado de mal modo en un hogar adoptivo, cuyo único consuelo es el cariño de una cocinera bondadosa convertida en nodriza que le da leche con gusto a flores de obelisco. Macario vive bajo la sombra amenazadora de su madrastra, que lo espanta prometiéndole el infierno por su mala conducta. Para darle gusto —es una neurótica que pasa las noches en vela, oyendo ruidos— se pasa matando ranas en un estanque cercano —su croar no la deja dormir— y cucarachas en la casa. Roído por oscuras angustias —el encono, la nostalgia por una madre ausente— sufre ataques de epilepsia, y entonces, golpeando la cabeza contra el suelo, se imagina que oye resonar en la calle los tambores de las ferias.


Con una especie de fruición sádica aplasta bichos con los pies, descuartizándolos, y desparrama las tripas por toda la casa. Sólo perdona a los grillos, que, según la creencia, cantan para ahogar los lamentos de las almas en el Purgatorio. Los secretos impulsos que precipitan a la gente a su ruina se encadenan en «Acuérdate», retrato fugaz de un prototipo aldeano, un fanfarrón que de pronto, nadie sabe por qué, se corrompe y se convierte en un criminal y un forajido. Quiere reformarse, y se embarca un rato como policía y hasta piensa en el sacerdocio. Pero una fuerza ciega lo lanza a la violencia, hasta que finalmente lo cuelgan de un árbol que, en un último acto de libre albedrío concedido por el destino irónico, escoge él mismo.


La revolución, dice Rulfo, desató pasiones que con el tiempo se han vuelto hábitos en algunos de estos pueblos. Aunque el crimen en épocas más recientes se ha ido desplazando hacia la costa, próspera todavía en ciertas poblaciones de Jalisco, donde es un oficio e incluso todo un sistema de vida. Lo vemos haciendo sus estragos en «La cuesta de las comadres», que relata con sangre fría un narrador impávido en el que sentimos la indiferencia sufrida de un pueblo para el que la muerte está siempre cerca y la vida tiene poco valor. Una cuadrilla merodeadora de bandidos y cuatreros —los Torricos— aterrorizan a los habitantes de la cuesta de pequeñas parcelas de tierra laborable que da su título al cuento. Es uno de esos lugares contra los que se ha ensañado el destino. A lo largo de los años la población, seducida por esas ilusiones efímeras que obsesionan a todos los personajes de Rulfo, se ha desbandado. Parte de la culpa del éxodo la tienen los Torricos. El narrador los conoce bien. En su día robaba sacos de azúcar con ellos y estuvo a punto de dejar el pellejo en la aventura. Más tarde, cuando Remigio Torrico lo amenaza con un machete, acusándolo de haber asesinado a su hermano Odilón, que en realidad murió en una pendencia en el pueblo, lo mata a Remigio clavándole una aguja de embalar en las costillas. Todo esto lo cuenta como si tal cosa, con una naturalidad que congela la sangre. El escenario es la tierra de nadie que rodea a Zapotlán. Rulfo dice que en esos lugares ocurren las cosas más lóbregas sin que nadie se altere por ellas. «Hace un tiempo, en Tolimán, estaban desenterrando a los muertos. Nadie sabía la razón, la causa. Sucedía en etapas. Era cosa cíclica...» Recuerda otro caso: «De todos estos pueblos, hay uno que se llama El Chantle, donde se han ido a refugiar forajidos. Allí no hay ninguna autoridad. Ni las mismas fuerzas del gobierno intentan llegar allí. Es un pueblo de proscritos.



Usted encuentra esas personas en otras partes. Generalmente son las más calmadas del mundo. No traen armas, porque los desarman. Usted habla con ellos y parece que no matan una mosca. Son una gente muy tranquila, una especie de campesino, así, un poco ladino, avispado, pero al mismo tiempo sin malas intenciones. Sin embargo, detrás de aquel hombre puede haber muchos crímenes. Entonces uno no sabe con quién está tratando, si con el pistolero de algún cacique o con un simple campesino de cualquier parte». Muchas veces las fuerzas del orden no son más civilizadas que los delincuentes que persiguen. En «La noche que lo dejaron solo» vemos a un pandillero fugitivo acechado por siniestros perseguidores que acaban con toda su familia. Cuando vuelve a hurtadillas a su choza por la noche, ve a través del humo de una fogata los cadáveres de sus dos tíos que cuelgan de un árbol en el corral. Los soldados están reunidos alrededor de los cadáveres, esperándolo. Se larga de cabeza por el matorral para zambullirse en el río, y oye a sus espaldas una voz que dice con una lógica salvaje: «Si no viene de hoy a mañana, acabalamos con el primero que pase y así se cumplirán las órdenes».




El llano en llamas (1950)
de Juan Rulfo


Otro perseguido es el protagonista de «El hombre», cuya fuga lo precipita a un horizonte tras otro llevando íntegro el peso de su culpa. Es un asesino que ha terminado con toda una familia. Puntos de vista en constante flujo iluminan de a poco las incógnitas de la historia, anticipando técnicas perfeccionadas después en Pedro Páramo. La primera parte del cuento transcurre objetivamente en dos tiempos: uno que corresponde a las percepciones del perseguido, y el otro a las del perseguidor. A medio camino hay un desvío a un narrador en primera persona —el fugitivo— y luego al punto de vista de un testigo casual: un pastor que hace su declaración ante las autoridades policiales de la localidad. Todas son figuras huidizas, destellos humanos que se esquivan pronto en la vastedad de la llanura. En la tierra de los condenados nadie es responsable de sus faltas y sin embargo todos son culpables. Porque aun despojados de su humanidad, los hombres siguen pagándola. La culpa puede ser desconocida —sin por eso ser menos onerosa— como en el cuento «En la madrugada», donde despierta en la cárcel un peón de granja acusado de haber matado a su patrón en una pelea, y aunque no recuerda nada se dice, casi con regocijo: «Desde el momento en que me tienen aquí en la cárcel por algo ha de ser». O puede ser muy precisa y concreta, como en «Talpa», donde una pareja de adúlteros —un hombre y su cuñada— llevan al marido engañado, afligido por la peste, en una larga peregrinación a la Virgen de Talpa, a la que esperan llegar «antes que se le acaben los milagros». El viaje tiene un doble propósito (y también un doble sentido). El enfermo es una carga para sus parientes; saben que el esfuerzo lo agotará y así saldrán de él más pronto. Pero también ellos padecerán en el camino. Es lo que descubren cuando el apestado, que tal vez sospecha la verdad —aunque ellos mismos sólo la perciben a medias— se vuelve una especie de mártir y flagelante. En un arrebato de fervor ciego, se lacera los pies en las rocas, se venda los ojos y se arrastra a gatas con una corona de espinas. Su sufrimiento es el de ellos, su pérdida también. Dramatizan una desesperanza común. Cuando muere, los sobrevivientes no se ven absueltos de su culpa. El amor que se alimentaba a expensas del enfermo muere con él.


La culpabilidad vuelve a ser el tema central de «Diles que no me maten», una historia de venganza. Un viejo crimen que el tiempo no ha derogado alcanza al protagonista, al que ata a una estaca el hijo del hombre al que asesinó años atrás, ofreciéndole primero con paradójica compasión unos tragos de aguardiente que le mitigarán el dolor, para después despacharlo sin miramientos. Aunque en realidad el peor castigo habría sido perdonarlo, porque con su mala conciencia ya había muerto de terror mil veces antes. Es la ironía de siempre. Las balas que lo acribillan arreglan cuentas muchas veces saldadas. Son el remate, nada más: golpes de gracia en un cadáver. El dolor crea fallas por dentro. La pobreza física es indigencia moral. Difunde sus venenos hasta en los rincones más íntimos de la vida privada, contagiando el amor y socavando la confianza y la amistad. Tal es el tema de «No oyes ladrar los perros», donde seguimos los pasos de un padre que lleva a su hijo herido al pueblo para que lo vea un médico, y amontona los reproches en el camino. En Rulfo hay casi siempre rencor y recriminación entre padres e hijos; se desgarran entre ellos aun cuando tratan de ayudarse. Lo que una generación puede transmitir a la siguiente es poco más que una impotencia secular. Los jóvenes, desheredados, son arrojados al mundo indefensos, para arreglárselas como puedan.


Los que tienen vigor y ánimo se defienden. Los otros se marchitan, o se hacen maleantes. «Los hijos se te van... no te agradecen nada... se comen hasta tu recuerdo», dice un cuento. Las relaciones entre hombre y mujer no son más felices que las relaciones entre padres e hijos. En «Paso del Norte» se nos cuenta lo que le sucede a un joven que deja a su familia para cruzar ilegalmente la frontera de los Estados Unidos. Lo reciben del otro lado a los balazos, y cuando regresa con su derrota a la aldea se encuentra con que su mujer lo ha dejado. Abandonando a sus hijos, desaparece tras ella, destinado a vagar por la región como un alma en pena.


Hay siempre los que de alguna manera, aun desde el infortunio total, medran con los males ajenos. Es el caso de los bandidos errantes de «El llano en llamas», que saquean los ranchos e incendian los campos galopando a través de la llanura perseguidos por tropas del gobierno que no los alcanzan nunca o los dejan escapar cuando ya casi los tienen entre las manos. Son la banda parasitaria de los Zamora, que «aunque no tenemos por ahorita ninguna bandera por qué pelear, debemos apurarnos a amontonar dinero», y se entrenan cortando gargantas y acumulando botín. El jefe juega al «toro» con los prisioneros, que desarma para luego arremeterlos con su espada. Descarrilan trenes y raptan mujeres. La mala suerte quiere que el narrador pase un tiempo en la cárcel, de donde sale algo corregido. Tal vez una mujer que le abre los brazos a la salida —en un desenlace un tanto sentimental— lo salvará. Pero probablemente volverá a sus andanzas. O encontrará alguna otra manera ambigua de ganarse la vida, como Anacleto Morones, en el cuento del mismo nombre, que revela mejor que ninguno a Rulfo como un ironista mordaz. Anacleto se enriquece como santero, combinando el arte del negociado con la charlatanería religiosa. Su fama le rinde grandes beneficios. Entre sus devotos partidarios hay una recua de viejas brujas hipócritas que se han dejado seducir de más de una manera por sus encantos. Cuando muere, de vulgar buhonero se convierte en «el santo niño Anacleto». Las viejas quieren hacerlo canonizar oficialmente y acuden a Lucas Lucatero, el yerno de Anacleto, para que testifique los presuntos milagros. Pero Lucas Lucatero sabe de memoria que Anacleto fue un farsante. Resulta que su mayor milagro fue dejar embarazada a su propia hija, la mujer de Lucas. Lucas lo ha matado y enterrado con todo y sus milagros bajo el piso.


Tal vez, en la balanza final, Lucas Lucatero y el mismo Anacleto no fueron alguna vez peores que los honrados campesinos del adusto y fúnebre «Nos han dado la tierra», que sigue siendo uno de los cuentos más conmovedores de Rulfo. Con una especie de compasión impersonal que hace al cuento doblemente sugestivo, habla de un grupo de hombres a los que se han otorgado tierras en una región estéril bajo un programa de distribución gubernamental. Los envían lejos de los campos fértiles que bordean el río, donde han impuesto sus prerrogativas poderosos terratenientes. El grupo, reducido ahora a cuatro hombres, ha marchado durante once horas, con el corazón en la boca, a través del desierto, en el que «nada se levantará... ni zopilotes». Sin embargo, la vida continúa. «Es más dificultoso resucitar un muerto que dar vida de nuevo», dice Rulfo en alguna parte, resumiendo la actitud general. De esta frágil esperanza se alimentan las vidas exiguas. Haber sabido captar lo que tienen de fuerza elemental ha sido el mérito de Rulfo. En los pequeños detalles está la mano maestra. Tiene debilidades como narrador. La excesiva poetización congela algunas de sus escenas. Sus personajes son a veces demasiado tenues y fragmentarios para darse con toda su humanidad. Son voces y gestos que pasan y se desbaratan. Por su falta de recursos internos, al final inspiran poco más que compasión. Ese patetismo es un peligro. Pero hay entradas a otra dimensión: un escenario de alegoría y tragedia. Vivir, en Rulfo, es morir desangrado. El llano es la condición humana. Late en cada gesto la mortalidad. Rulfo puede evocar la fatiga de un largo día de marcha a través del desierto con una frase sencilla: «A mí se me ocurre que hemos caminado más de lo que llevamos andado», o la angustia y el anhelo inexpresables de toda una vida en la voz quieta de una mujer que dice de su marido ausente: «Es todavía la hora en que no ha vuelto». De la madre que ha perdido a todos sus hijos comenta simplemente: «Se dice que tuvo su dinerito, pero se lo acabó en los entierros». Rulfo es trágico porque abre a algo más grande. Los conflictos entre padres e hijos y entre hermanos, la culpa y la orfandad, son los del teatro griego y el antiguo testamento. El estilo, en sus mejores momentos, es tan sobrio como sus paisajes. Las voces van formando un coro que dice profecías.


Uno de los cuentos más característicos de El llano en llamas es «Luvina», el nombre de una aldea situada en una colina de piedra caliza, que sufre una oscura maldición en una zona barrida por una polvareda que parece transportar cenizas volcánicas. Es «un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros». Como la antiguamente fértil cuesta de las comadres, es un pueblo fantasma destinado al olvido. «Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza, donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara», advierte el narrador, un antiguo residente, a un viajero encaminado en esa dirección. Él sabe, porque: «Allá viví. Allá dejé la vida». Estos días no vive nadie en Luvina más que «los puros viejos y los que todavía no han nacido... y las mujeres solas». Los que no se han ido, como de costumbre, es porque los retienen los muertos al lugar. «Ellos viven aquí y no podemos dejarlos solos», dicen. Se las aguantan como pueden, pensando: «Durará lo que debe durar».
















Tomado de:
HARSS, Luis ([1966] 2012): Los nuestros. Bs. As. Alfaguara, pp. 129-144.

14 septiembre 2019

América Latina: exilio y literatura. Julio Cortázar




América Latina: exilio y literatura


Julio Cortázar


Lo que sigue es una tentativa de aproximación parcial a los problemas que plantea el exilio en la literatura, y a su consecuencia forzosa, la literatura del exilio. No tengo ninguna aptitud analítica; me limito aquí a una visión muy personal, que no pretendo generalizar sino exponer como simple aporte a un problema de infinitas facetas.


Hecho real y tema literario, el exilio domina en la actualidad el escenario de la literatura latinoamericana. Como hecho real, de sobra conocemos el número de escritores que han debido alejarse de sus países; como tema literario, se manifiesta obviamente en poemas, cuentos y novelas de muchos de ellos. Tema universal, desde las lamentaciones de un Ovidio o de un Dante Alighieri, el exilio es hoy una constante en la realidad y en la literatura latinoamericanas, empezando por los países del llamado Cono Sur y siguiendo por el Brasil y no pocas naciones de América Central. Esta condición anómala del escritor abarca a argentinos, chilenos, uruguayos, paraguayos, bolivianos, brasileños, nicaragüenses, salvadoreños, haitianos, dominicanos, y la lista no se detiene ahí. Por «escritor» entiendo sobre todo al novelista y al cuentista, es decir a los escritores de invención y de ficción; a la par de ellos incluyo al poeta, cuya especificidad nadie ha podido definir pero que forma cuerpo común con el cuentista y el novelista en la medida en que todos ellos juegan su juego en un territorio dominado por la analogía, las asociaciones libres, los ritmos significantes y la tendencia a expresarse a través o desde vivencias y empatías.


Al tocar el problema del escritor exilado, me incluyo actualmente entre los innumerables protagonistas de la diáspora. La diferencia está en que mi exilio sólo se ha vuelto forzoso en estos últimos años; cuando me fui de la Argentina en 1951, lo hice por mi propia voluntad y sin razones políticas o ideológicas apremiantes. Por eso, durante más de veinte años pude viajar con frecuencia a mi país, y sólo a partir de 1974 me vi obligado a considerarme como un exilado. Pero hay más y peor: al exilio que podríamos llamar físico habría de sumarse el año pasado un exilio cultural, infinitamente más penoso para un escritor que trabaja en íntima relación con un contexto nacional lingüístico; en efecto, la edición argentina de mi último libro de cuentos fue prohibida por la junta militar, que sólo la hubiera autorizado si yo condescendía a suprimir dos relatos que consideraba como lesivos para ella o para lo que ella representa como sistema de opresión y de alienación. Uno de esos relatos se refería indirectamente a la desaparición de personas en el territorio argentino; el otro tenía por tema la destrucción de la comunidad cristiana del poeta nicaragüense Ernesto Cardenal en la isla de Solentiname.


Como se ve, puedo hoy sentir el exilio desde dentro, es decir, paradójicamente, desde fuera. Años atrás, cada vez que me fue dado participar en la defensa de las víctimas de cualquiera de las dictaduras de nuestro continente, a través de organismos como el Tribunal Bertrand Russell II o la Comisión de Helsinki, no se me hubiera ocurrido situarme en el mismo plano que los exilados latinoamericanos, puesto que jamás había considerado mi lejanía del país como un exilio, y ni siquiera como un auto-exilio. Para mí al menos, la noción de exilio comporta una compulsión, y muchas veces una violencia. Un exilado es casi siempre un expulsado, y ése no era mi caso hasta hace poco. Quiero aclarar que no he sido objeto de ninguna medida oficial en ese sentido, y es muy posible que si quisiera viajar a la Argentina podría entrar en ella sin dificultad; lo que sin duda no podría es volver a salir, aunque desde luego la junta militar no reconocería ninguna responsabilidad en lo que pudiera sucederme; es bien sabido que en la Argentina la gente desaparece sin que, oficialmente, se tenga noticia de lo que ocurre.


Así, entonces, asumiendo y viviendo la condición de exilado, quisiera hacer algunas observaciones sobre algo que tan de cerca nos toca a los escritores. Mi intención no es una autopsia sino una biopsia; mi finalidad no es la deploración sino la respuesta más activa y eficaz posible al genocidio cultural que crece de día en día en tantos países latinoamericanos. Diré más, a riesgo de rozar la utopía: creo que las condiciones están dadas entre nosotros, los escritores exilados, para superar el desarraigamiento que nos imponen las dictaduras, y devolver a nuestra manera específica el golpe que nos inflige cada nuevo exilio. Pero para ello habría que superar algunos malentendidos de raíz romántica y humanista, y, por decirlo de una vez, anacrónica, y plantear la condición del exilio en términos que superen su negatividad, a veces inevitable y terrible, pero a veces también estereotipada y esterilizante.


Hay, desde luego, el traumatismo que sigue a todo golpe, a toda herida. Un escritor exilado es en primer término una mujer o un hombre exilado, es alguien que se sabe despojado de todo lo suyo, muchas veces de una familia y en el mejor de los casos de una manera y un ritmo de vivir, un perfume del aire y un color del cielo, una costumbre de casas y de calles y de bibliotecas y de perros y de cafés con amigos y de periódicos y de músicas y de caminatas por la ciudad. El exilio es la cesación del contacto de un follaje y de una raigambre con el aire y la tierra connaturales; es como el brusco final de un amor, es como una muerte inconcebiblemente horrible porque es una muerte que se sigue viviendo conscientemente, algo como lo que Edgar Allan Poe describió en ese relato que se llama El entierro prematuro.


Ese traumatismo harto comprensible determinó desde siempre y sigue determinando que un cierto número de escritores exilados ingresen en algo así como una penumbra intelectual y creadora que limita, empobrece y a veces aniquila totalmente su trabajo. Es tristemente irónico comprobar que este caso es más frecuente en los escritores jóvenes que en los veteranos, y es ahí donde las dictaduras logran mejor su propósito de destruir un pensamiento y una creación libres y combativos. A lo largo de los años he visto apagarse así muchas jóvenes estrellas en un cielo extranjero. Y hay algo aún peor, y es lo que podríamos llamar el exilio interior, puesto que la opresión, la censura y el miedo en nuestros países han aplastado «in situ» muchos jóvenes talentos cuyas primeras obras tanto prometían. Entre los años 55 y 70 yo recibía cantidad de libros y manuscritos de autores argentinos noveles, que me llenaban de esperanza; hoy no sé nada de ellos, sobre todo de los que siguen en la Argentina. Y no se trata de un proceso inevitable de selección y decantación generacional, sino de una renuncia total o parcial que abarca un número mucho mayor de escritores que el previsible dentro de condiciones normales.


También por eso resulta tristemente irónico verificar que los escritores exilados en el extranjero, sean jóvenes o veteranos, se muestran en conjunto más fecundos que aquellos a quienes las condiciones internas acorralan y hostigan, muchas veces hasta la desaparición o la muerte, como en los casos de Rodolfo Walsh y de Haroldo Conti en la Argentina. Pero en todas las formas del exilio la escritura se cumple dentro o después de experiencias traumáticas que la producción del escritor reflejará inequívocamente en la mayoría de los casos.


Frente a esa ruptura de las fuentes vitales que neutraliza o desequilibra la capacidad creadora, la reacción del escritor asume aspectos muy diferentes. Entre los exilados fuera del país, una pequeña minoría cae en el silencio, obligada muchas veces por la necesidad de reajustar su vida a condiciones y a actividades que la alejan forzosamente de la literatura como tarea esencial. Pero casi todos los otros exilados siguen escribiendo, y sus reacciones son perceptibles a través de su trabajo. Están los que casi proustianamente parten desde el exilio a una nostálgica búsqueda de la patria perdida; están los que dedican su obra a reconquistar esa patria, integrando el esfuerzo literario en la lucha política. En los dos casos, a pesar de su diferencia radical, suele advertirse una semejanza: la de ver en el exilio un disvalor, una derogación, una mutilación contra la cual se reacciona en una u otra forma. Hasta hoy no me ha sido dado leer muchos poemas, cuentos o novelas de exilados latinoamericanos en los que la condición que los determina, esa condición específica que es el exilio, sea objeto de una crítica interna que la anule como disvalor y la proyecte a un campo positivo. Se parte casi siempre de lo negativo (desde la deploración hasta el grito de rebeldía que puede surgir de ella) y apoyándose en ese mal trampolín que es un disvalor se intenta el salto hacia adelante, la recuperación de lo perdido, la derrota del enemigo y el retorno a una patria libre de déspotas y de verdugos.


Personalmente, y sabiendo que estoy en el peligroso filo de una paradoja, no creo que esta actitud con respecto al exilio dé los resultados que podría alcanzar desde otra óptica, en apariencia irracional pero que responde, si se la mira de cerca, a una toma de realidad perfectamente válida. Quienes exilian a los intelectuales consideran que su acto es positivo, puesto que tiene por objeto eliminar al adversario. ¿Y si los exilados optaran también por considerar como positivo ese exilio? No estoy haciendo una broma de mal gusto, porque sé que me muevo en un territorio de heridas abiertas y de irrestañables llantos. Pero sí apelo a una distanciación expresa, apoyada en esas fuerzas interiores que tantas veces han salvado al hombre del aniquilamiento total, y que se manifiestan entre otras formas a través del sentido del humor, ese humor que a lo largo de la historia de la humanidad ha servido para vehicular ideas y praxis que sin él parecerían locura o delirio. Creo que más que nunca es necesario convertir la negatividad del exilio —que confirma así el triunfo del enemigo— en una nueva toma de realidad, una realidad basada en valores y no en disvalores, una realidad que el trabajo específico del escritor puede volver positiva y eficaz, invirtiendo por completo el programa del adversario y saliéndole al frente de una manera que éste no podía imaginar.


Me referiré otra vez a mi experiencia personal: si mi exilio físico no es de ninguna manera comparable al de los escritores expulsados de sus países en los últimos años, puesto que yo me marché por decisión propia y ajusté mi vida a nuevos parámetros a lo largo de más de dos décadas, en cambio mi reciente exilio cultural, que corta de un tajo el puente que me unía a mis compatriotas en cuanto lectores y críticos de mis libros, ese exilio insoportablemente amargo para alguien que siempre escribió como argentino y amó lo argentino, no fue para mí un traumatismo negativo. Salí del golpe con el sentimiento de que ahora sí, ahora la suerte estaba verdaderamente echada, ahora tenía que ser la batalla hasta el fin. El sólo pensar en todo lo que ese exilio cultural tiene de alienante y de pauperizante para miles y miles de lectores que son mis compatriotas como lo son de tantos otros escritores cuyas obras están prohibidas en el país, me bastó para reaccionar positivamente, para volver a mi máquina de escribir y seguir adelante mi trabajo, apoyando todas las formas inteligentes de combate. Y si quienes me cerraron el acceso cultural a mi país piensan que han completado así mi exilio, se equivocan de medio a medio. En realidad me han dado una beca de full-time, una beca para que me consagre más que nunca a mi trabajo, puesto que mi respuesta a ese fascismo cultural es y será multiplicar mi esfuerzo junto a todos los que luchan por la liberación de mi país. Desde luego no voy a dar las gracias por una beca de esa naturaleza, pero la aprovecharé a fondo, haré del disvalor del exilio un valor de combate.


Inútil decir que no pretendo extrapolar mi reacción personal y pretender que todo escritor exilado la comparta. Simplemente creo factible invertir los polos en la noción estereotipada del exilio, que guarda aún connotaciones románticas de las que deberíamos librarnos. El hecho está ahí: nos han expulsado de nuestras patrias. ¿Por qué colocarnos en su tesitura y considerar esa expulsión como una desgracia que sólo negativamente puede determinar nuestras reacciones? ¿Por qué insistir cotidianamente en artículos y en tribunas sobre nuestra condición de exilados, subrayándola casi siempre en lo que tiene de más penoso, que es precisamente lo que buscan aquellos que nos cierran las puertas del país? Exilados, sí. Punto. Ahora hay otras cosas que escribir y que hacer; como escritores exilados, desde luego, pero con el acento en escritores. Porque nuestra verdadera eficacia está en sacar el máximo partido del exilio, aprovechar a fondo esas siniestras becas, abrir y enriquecer el horizonte mental para que cuando converja otra vez sobre lo nuestro lo haga con mayor lucidez y mayor alcance. El exilio y la tristeza van siempre de la mano, pero con la otra mano busquemos el humor: él nos ayudará a neutralizar la nostalgia y la desesperación. Las dictaduras latinoamericanas no tienen escritores sino escribas: no nos convirtamos nosotros en escribas de la amargura, del resentimiento o de la melancolía. Seamos realmente libres, y para empezar librémonos del rótulo conmiserativo y lacrimógeno que tiende a mostrarse con demasiada frecuencia. Contra la autocompasión es preferible sostener, por demencial que parezca, que los verdaderos exilados son los regímenes fascistas de nuestro continente, exilados de la auténtica realidad nacional, exilados de la justicia social, exilados de la alegría, exilados de la paz. Nosotros somos más libres y estamos más en nuestra tierra que ellos. He hablado de demencia; también ella, como el humor, es una manera de romper los moldes y abrir un camino positivo que no encontraremos jamás si seguimos plegándonos a las frías y sensatas reglas del juego del enemigo. Polonio dice de Hamlet: «Hay un método en su locura». Tiene razón, porque aplicando su método demencial Hamlet triunfa al fin; triunfa como un loco, pero jamás un cuerdo hubiera echado abajo el sistema despótico que ahoga a Dinamarca. La vida de Ofelia, de Laertes y la suya son el terrible precio de esta locura, pero Hamlet acaba con los asesinos de su padre, con el poder basado en el terror y la mentira, con la junta de su tiempo. En esa locura hay un método, y para nosotros un ejemplo. Inventemos en vez de aceptar los rótulos que nos pegan. Definámonos contra lo previsible, contra lo que se espera convencionalmente de nosotros.


Estoy seguro de que esto es posible, pero también de que nadie lo logra sin dar un paso atrás en sí mismo para verse de nuevo, para verse nuevo, para sacar por lo menos ese partido del exilio. La toma de realidad a que aludí antes no será posible sin una autocrítica que por fin y de una buena vez nos quite algunas de las vendas que nos tapan los ojos.


En ese sentido todo escritor honesto admitirá que el desarraigo conduce a esa re-visión de sí mismo. En términos compulsivos y brutales tiene el mismo efecto que en otros tiempos se buscaba en América Latina con el famoso «viaje a Europa» de nuestros abuelos y nuestros padres. Lo que ahora se da como forzado era entonces una decisión voluntaria y gozosa, era el espejismo de Europa como catalizadora de fuerzas y talentos todavía en embrión. Ese viaje de un chileno o un argentino a París, Roma o Londres era un viaje iniciático, un espaldarazo insustituible, el acceso al Santo Graal de la sapiencia de Occidente. Afortunadamente estamos saliendo más y más de esa actitud de colonizados mentales que pudo tener su justificación histórica y cultural en otros tiempos pero que el empequeñecimiento y la simultaneización del planeta ha vuelto anacrónica. Y sin embargo resta una analogía entre el maravilloso viaje cultural de antaño y la expulsión despiadada del exilio: la posibilidad de esa re-visión de nosotros mismos en tanto que escritores arrancados a nuestro medio.


Ya no se trata de aprender de Europa, puesto que incluso podemos hacerlo lejos de ella aprovechando la ubicuidad cultural que permiten los mass media y los happy feto media; se trata sobre todo de indagarnos como individuos pertenecientes a pueblos latinoamericanos, de indagar por qué perdemos las batallas, por qué estamos exilados, por qué vivimos mal, por qué no sabemos ni gobernar ni echar abajo a los malos gobiernos, por qué tendemos a sobrevalorar nuestras aptitudes como máscara de nuestras ineptitudes. En vez de concentrarnos en el análisis de la idiosincrasia, la conducta y la técnica de nuestros adversarios, el primer deber del exilado debería ser el de desnudarse frente a ese terrible espejo que es la soledad de un hotel en el extranjero y allí, sin las fáciles coartadas del localismo y de la falta de términos de comparación, tratar de verse como realmente es.


Muchos lo han hecho a lo largo de estos años, incluso valiéndose de su literatura como terreno de rechazo y de reencuentro con ellos mismos. Es fácil identificar a los escritores que se han sometido a ese examen despiadado, pues la índole de su creación refleja no sólo la batalla en sí sino las nuevas inflexiones del pensamiento y de la praxis. Por un lado están los que dejan de escribir para entrar en un terreno de acción personal, y por otro los que siguen escribiendo como forma específica de acción pero ahora desde ópticas más abiertas, desde nuevos y más eficaces ángulos de tiro. En los dos casos el exilio ha sido superado como disvalor; en cambio, quienes callan para no hacer nada, o siguen escribiendo como habían escrito siempre, se vuelven igualmente ineficaces puesto que acatan el exilio como negatividad.


En la medida en que seamos capaces de esta dura crítica de todo aquello que haya podido contribuir a llevarnos al exilio, y que sería demasiado fácil e hipócrita achacar exclusivamente al adversario, prepararemos desde ahora las condiciones que nos permitan luchar contra él y retornar a la patria. Ya lo sabemos: poco pueden los escritores contra la máquina del imperialismo y el terror fascista en nuestras tierras; pero es evidente que en el curso de los últimos años la denuncia por vía literaria de esa máquina y de ese terror ha logrado un impacto creciente en los lectores del extranjero, y por consiguiente una mayor ayuda moral y práctica a los movimientos de resistencia y de lucha.


Si por un lado el periodismo honesto informa cada vez más al público en ese terreno, cosa fácilmente comprobable en Francia, a los escritores latinoamericanos en exilio les toca sensibilizar esa información, inyectarle esa insustituible corporeidad que nace de la ficción sintetizadora y simbólica, de la novela, el poema o el cuento que encarnan lo que jamás encarnarán los despachos del télex o los análisis de los especialistas. Por cosas así, claro está, las dictaduras de nuestros países temen y prohíben y queman los libros nacidos en el exilio de dentro y de fuera. Pero también eso, como el exilio en sí, debe ser valorizado por nosotros. Ese libro prohibido o quemado no era del todo bueno; escribamos ahora otro mejor.
























Tomado de:
CORTÁZAR, Julio (1984): Argentina. Años de alambradas culturales. Barcelona, Muchnik, pp. 11-15.