19 noviembre 2020

Mujeres y libros. Juan Domingo Argüelles





Mujeres y libros


Juan Domingo Argüelles


Durante toda la historia y hasta buena parte del siglo XX, cuando se hablaba del «ser humano», de lo que se hablaba en realidad era del hombre, es decir del hombre masculino. Aunque el colectivo genérico «hombre» (del latín homo) designaba presuntamente lo mismo al varón que a la mujer (mamíferos racionales), en realidad se aplicaba para denominar al primero, y ya vimos que no a todos los varones, puesto que los esclavos no eran considerados humanos. 


Del mismo modo, por extensión, cuando se hablaba de artistas, escritores, músicos, arquitectos, científicos, sacerdotes, etcétera, o simples «ciudadanos», de lo que se hablaba estrictamente era de los varones. Era obvio, pues a la mujer le estaban vedados el arte, la cultura, la educación, la vida pública y, por supuesto, el derecho a elegir. En el estatuto social, las mujeres tenían deberes, pero no derechos. Por ello, muchos sustantivos femeninos de oficios o profesiones son sumamente tardíos, desde poetisa y autora, hasta médica, jueza o científica. En su Historia social de la literatura y el arte, Arnold Hauser muestra muy claramente que tanto en Grecia como en Roma las mujeres son únicamente símbolos o personajes en las obras literarias y artísticas, pero no son en absoluto público, es decir partícipes de esas obras. La cultura, las letras, las artes son exclusividad de los hombres. Lo mismo ocurre en la Edad Media: las artes y las letras en poder de la Iglesia (es decir, de los monasterios) son asuntos de hombres: abades y monjes, no de mujeres.


Al lado de los monjes, en las bibliotecas, sus ayudantes laicos eran exclusivamente hombres: lo mismo los copistas que los ilustradores y encuadernadores de libros. Sólo hacia el siglo XII, y especialmente en Francia, con la poesía amorosa provenzal, las mujeres intervienen en la vida intelectual de la corte. Las damas se convierten en protectoras de los poetas y éstos se dirigen, en primer término, a las mujeres. Explica Hauser: «Leonor de Aquitania, María de Champaña, Ermengarda de Narbona, o como quiera que se llamen las protectoras de los poetas, no son solamente grandes damas que tienen sus “salones” literarios, no son sólo expertas de las que los poetas reciben estímulos decisivos, sino que son ellas mismas las que hablan frecuentemente por boca del poeta. Los poetas no sólo se dirigen a las mujeres, sino que ven también el mundo a través de los ojos de ellas. La mujer, que en los tiempos antiguos era simplemente propiedad del hombre, botín de guerra, motivo de disputa, esclava, y cuyo destino estaba sujeto aún en la alta Edad Media al arbitrio de la familia y de su señor, adquiere ahora un valor incomprensible a primera vista».


Hauser atribuye este cambio en la vida cortesana no sólo al hecho de la progresiva secularización de la cultura, en el que participan las damas, frente al constante quehacer guerrero de los hombres que los obliga a ausentarse por largos períodos, sino también a la inversión de los códigos estéticos en la que influyen precisamente las mujeres: de los cantares de gesta, obviamente guerreros, obviamente masculinos, se pasa a la canción de amor, con la cual comienza propiamente la historia de la poesía moderna. A lo largo de toda la historia, concluye Hauser, habían sido exclusivamente las mujeres y no los hombres los que cantaban las canciones de amor. Con la poesía provenzal, y gracias a la intervención de las mujeres, se alteran esos valores y es la mujer la que «desdeña» y el hombre el que suplica y, generalmente, se «somete», así sea simbólicamente. De cualquier forma, el lugar más elevado de la mujer en este periodo es el que corresponde a la animadora y a la musa.


Ni siquiera en el Renacimiento, sino hasta el siglo XVIII, con la Ilustración y, especialmente en el siglo XIX con los salones artísticos y literarios, las mujeres volverán a ocupar una participación más activa en la sociedad. En cuanto a la lectura de libros propiamente, si pensamos que «el único género de libros que en el siglo XVII y principios del XVIII tenía un público más amplio era la literatura de edificación religiosa», es obvio que aún no se podía hablar siquiera de un «público lector» ni siquiera conformado mayoritariamente por hombres. Advierte Hauser: «La lectura de libros no era a finales del siglo XVII un placer muy extendido; de la literatura no religiosa, que consistía en gran parte en historias de amor y de prodigios pasados de moda, no podía ocuparse sino la gente noble y desocupada, y los libros científicos no eran leídos más que por los eruditos. La educación literaria de la mujer, que en el siglo siguiente había de desempeñar un papel tan importante, era todavía muy imperfecta. Sabemos, por ejemplo, que la hija mayor de Milton no sabía escribir en absoluto, y que la mujer de Dryden, que por otra parte procedía de una noble familia, luchaba desesperadamente por dominar la gramática y la ortografía de su lengua materna».


Será hasta la segunda mitad del siglo XVIII y principios del XIX cuando se pueda hablar propiamente de un público lector y de la prosperidad del negocio de las librerías Hacia fines del XVIII la lectura se convierte ya en una necesidad vital lo mismo para hombres que para mujeres, «y la posesión de libros es, en los círculos que Jane Austen describe, una cosa tan natural como sorprendente hubiera sido en el mundo de Fielding». Los periódicos, además, hacen crecer a ese público lector, porque cumplen funciones de extensión educativa y traen secciones destinadas especialmente a las mujeres. Es a partir de entonces, es decir muy tardíamente, cuando las mujeres (no todas, obviamente, sino las del sector más privilegiado) participan activamente en la cultura y, especialmente, en la literatura y en el pensamiento. A esa época (fines del siglo XVIII y principios del XIX) pertenecen las obras de Charlotte Turner Smith, Mary Wollstonecraft y Jane Austen, quienes junto a Pope, Defoe, Diderot, Chateaubriand, Schiller, Boswell, Goethe, Swift, Sterne, Choderlos de Laclos, Samuel Johnson, Voltaire y Scott, entre otros muchos, resultan una minoría.





El correr de los siglos XIX y XX traerá no sólo más escritoras sino también más lectoras. De hecho, el género literario burgués por excelencia, la novela, desde su modalidad del folletín, alcanzará su auge en estos siglos gracias, sobre todo, a las lectoras. Aunque estaba destinado a un público heterogéneo, las mujeres, cada vez más cultas e informadas, hacen que este género se imponga sobre los demás aún en nuestros días. A decir de Hauser, la novela se convierte en el género literario predominante a partir de entonces «porque expresa del modo más amplio y profundo el problema cultural de la época: el antagonismo entre individualismo y sociedad. En ninguna otra forma alcanzan vigor tan intenso los antagonismos de la sociedad burguesa, y en ninguna se describen de manera tan interesante las luchas y derrotas del individuo». Pero aquí cuando se habla del «individuo», éste ya no es únicamente el varón, sino también la mujer, y un ejemplo extraordinario de ello es la novela Orgullo y prejuicio (1813), de Jane Austen. Y, pese a ello, todavía algunas grandes escritoras tuvieron que recurrir a seudónimos masculinos para sortear prejuicios y atraer a los lectores; casos concretos los de Cecilia Böll de Faber, Mary Ann Evans y Amandine Aurore Lucile Dupin, que trascendieron en la historia literaria como Fernán Caballero, George Eliot y George Sand, respectivamente.


Más tardía es Karen Blixen, mejor conocida como Isak Dinesen, seudónimo masculino al que recurrió cuando el manuscrito de su primer libro, Siete cuentos góticos, fue rechazado por editores de Dinamarca e Inglaterra; entonces lo envió a Estados Unidos, como si fuera el libro de un hombre y, de inmediato, fue aceptado y publicado. A pesar de toda esta historia de prejuicios y de marginaciones, hoy las escritoras tienen un amplio legado cultural con obras fundamentales sin las que no se podría entender el desarrollo intelectual del ser humano. Las obras maestras y los nombres de estas autoras son muchísimos. Por sólo mencionar a un grupo plural y prestigioso, diríamos Mariana Alcoforado, Anna Ajmátova, Hannah Arendt, Jane Austen, Djuna Barnes, Simone de Beauvoir, María Luisa Bombal, Charlotte y Emily Brontë, Pearl S. Buck, Rosario Castellanos, Agatha Christie, Colette, Sor Juana Inés de la Cruz, Emily Dickinson, Isak Dinesen, Marguerite Duras, George Eliot, Ana Frank, Elena Garro, Nadine Gordimer, Lilian Hellman, Patricia Highsmith, Elfriede Jelinek, Julia Kristeva, Selma Lagerlöf, Doris Lessing, Clarice Lispector, Dulce María Loynaz, Mary McCarthy, Carson McCullers, Katherine Mansfield, Gabriela Mistral, Toni Morrison, Anaïs Nin, Joyce Carol Oates, Olga Orozco, Emilia Pardo Bazán, Dorothy Parker, Alejandra Pizarnik, Sylvia Plath, Katherine Anne Porter, Jean Rhys, Arundhati Roy, Safo, George Sand, Santa Teresa, Nathalie Sarraute, Mary W. Shelley (hija de Mary Wollstonecraft), Susan Sontag, Madame de Staël, Gertrude Stein, Wislawa Szymborska, Marina Tsvetáieva, Simone Weil, Eudora Welty, Edith Wharton, Virginia Woolf, Marguerite Yourcenar y María Zambrano. 


Las lectoras, por su parte, han aumentado exponencialmente desde el siglo XVIII y aunque muchas de las obras de estas mujeres forman parte de sus lecturas, tampoco se reducen a los libros escritos por mujeres. Es importante insistir en que, durante mucho tiempo, el término «hombre de letras» jamás tuvo ninguna amplitud. Se refería, estrictamente, al hombre, no a la mujer. Pero, a partir de que ingresaron al mundo de la cultura, antes sólo restringido a los varones, las mujeres fueron no sólo escritoras, pensadoras y lectoras, sino muy especialmente alfabetizadoras, mediadoras, divulgadoras y promotoras del libro, mucho más que los hombres, porque, desde la Revolución Francesa, la educación formal de los niños se dejó en sus manos. Ya no sólo educaban a sus hijos, sino también a los hijos de otras familias. Hoy está probado con estadísticas que el aumento del público lector femenino ha conseguido superar a ese «público lector» antes sólo constituido, en su gran mayoría, por hombres. 


Lo que no hay que perder de vista es que, desde el momento mismo en que las mujeres tuvieron acceso a la cultura y, especialmente, a los libros, el poder masculino se encargó de establecer mecanismos de control y censura bajo las formas del canon de lo que podían y debían leer las mujeres, y el índex de lo que les estaba vedado. Transgredir, es decir, salirse de ese canon y penetrar a ese índex fue lo que permitió el desarrollo de la cultura de las mujeres. Padres, maridos, sacerdotes, profesores, escritores, pensadores y aun los intelectuales más «liberales», aconsejaban, aprobaban, prescribían y proscribían las lecturas: por un lado las «apropiadas» y por el otro las «inconvenientes». El discurso androcéntrico es que debían vigilar que esas lecturas no corrompieran el corazón y el espíritu de las mujeres; que esas lecturas no atentaran contra su castidad, su pureza, su debilidad; lecturas que, como es obvio, no tenían el poder de dañar a los hombres porque éstos eran más fuertes, más inteligentes, más capaces. En Amor y Occidente, Denis de Rougemont cita al ubicuo Nietzsche en este tema y su coincidencia con Kierkegaard: «hay que escoger entre criar libros o criar niños». Como es obvio, los hombres escogen criar libros y les dejan la tarea de criar niños exclusivamente a las mujeres. Mucho más allá del siglo XVIII las lectoras seguían siendo consideradas personas vulnerables a la palabra escrita: personas sin criterio ni juicio que se podían dejar engatusar por ideas ajenas a su abnegación, su entrega y sumisión incondicional al marido, los padres, los hijos y el hogar. Por ello, los preceptores de todo tipo establecían lo que debían leer y lo que no. Había libros buenos (adecuados) para ellas, y otros muy malos para su salud mental y espiritual. Y, como era de esperarse, casi todos esos libros (lo mismo buenos que malos) estaban escritos por hombres, y muy rara vez por mujeres, pero aun en este caso eran libros doctrinarios que aprobaban los hombres. Lo mismo en Europa (cuna de la cultura occidental) que en los demás continentes, cuando las mujeres acceden a la cultura escrita, y especialmente a la lectura de libros, se establecen filtros desde el poder (obviamente masculino) para que los libros que llegan a sus manos y a sus ojos sean los «adecuados». Lo mismo ocurrió en Inglaterra que en Alemania, lo mismo en Francia que en España, y lo mismo en Estados Unidos o en México.


En México, si dejamos atrás la historia de la evangelización que tenía al catecismo cristiano como medio alfabetizador y como mecanismo de control religioso y formación moral, veremos que incluso hombres de letras e intelectuales de avanzada siguen manteniendo ideas paternalistas sobre el concepto de «educación de la mujer». Caso particular el de Manuel Payno (1810-1894), autor de El fistol del diablo y Los bandidos de Río Frío, entre otras obras con las que incursiona en el folletín. Pues bien, este meritorio escritor mexicano del siglo XIX creía tener ideas avanzadas sobre la educación de la mujer, pero como lo documenta muy bien Anne Staples («La lectura y los lectores en los primeros años de vida independiente»), sus «actitudes y opiniones acerca de la lectura adecuada para una mujer pueden ser tomadas como representativas del punto de vista de un sector importante de la opinión pública masculina». En otras palabras, sus actitudes y opiniones eran las actitudes y opiniones del poder cultural masculino.


Citado por Staples, Payno sentenciaba: «Una mujer que no sabe coser y bordar, es como un hombre que no sabe leer ni escribir». A veces ironizaba, y en sus ironías dejaba ver sus prejuicios al desnudo: «Hay mujeres que les causa hastío sólo ver un libro, y esto es malo. Hay otras que devoran cuanta novela y papelucho cae en sus manos, y esto es peor». Staples muestra las grandes contradicciones intelectuales de Payno, pues si por un lado señalaba que «no hay ocupación más útil para toda clase de gentes que el leer», puesto que «el entendimiento se fertiliza, la imaginación se aviva y el corazón se deleita»; por otro lado, afirmaba que, en el caso de las mujeres, la lectura debía sujetarse a reglas precisas. Un hombre podía leerlo todo: desde Lutero, Bossuet, Bocaccio, Voltaire y Chateaubriand, no tenía límites porque daba por hecho su sólido criterio. Pero en el caso de la mujer, Payno era un feroz guardián de las puertas de la biblioteca. Escribía: «Una mujer no debe jamás exponerse a pervertir su corazón, a desviar a su alma de esas ideas de religión y piedad que santifican aun a las mujeres perdidas. Tampoco deberá buscarse una febril exaltación de sentimientos que la hagan perder el contento y tranquilidad de la vida doméstica».


Anne Staples describe del siguiente modo, y siempre citándolo, la febril labor «educativa» de Payno en relación con las mujeres: «Payno condenaba a las atrevidas que incursionaban en esos campos peligrosos. “Una mujer que lee indistintamente toda clase de escritos, cae forzosamente en el crimen o en el ridículo. De ambos abismos sólo la mano de Dios puede sacarla”. En tono moralista, proseguía Payno: “Mujer que lee las Ruinas de Volney, es temible. La que constantemente tiene en su costurero a la Julia de Rousseau y a Eloísa y Abelardo, es desgraciada. Entre la lectura de las Ruinas de Volney y la de Julia, es preferible la de novenas”, es decir, ninguna de las dos». Payno proscribía a las mujeres toda lectura de libros románticos: «Siempre que oigáis decir de una obra que es romántica, no la leáis; generalmente lo que se llama romántico no deben leerlo ni las doncellas ni las casadas, porque siempre hay en tales composiciones maridos traidores, padres tiranos, amigos pérfidos, incestos horrorosos, parricidios, adulterios, asesinatos y crímenes, luchando en un fango de sangre y lodo».


¿Y qué era lo que, contrariamente, prescribía? Los clásicos españoles (el Quijote, El lazarillo de Tormes, El diablo cojuelo, el Guzmán de Alfarache), las obras de Walter Scott y las poesías de Navarrete, Ochoa, Pesado y Ortega; todo aquello que puede ser leído, sin peligro, «por las niñas tiernas, por las castas doncellas y por las virtuosas casadas». La idea de que los libros corrompen el corazón, el espíritu y el cerebro es una idea eminentemente religiosa, siempre asociada al poder. La misión del filtro masculino en las lecturas de las mujeres era «ilustrar su espíritu sin corromper su corazón», según palabras de la época. Pero los términos con los que califica Payno a las mujeres disidentes de sus recomendaciones (ridículas, temibles, desgraciadas) delatan un temor inocultable: las mujeres que leen lo que no deben leer son peligrosas. O, para decirlo con palabras de Sara Sefchovich en relación con este estereotipo de la misoginia protectora: «Los modos de comportamiento que se supone corresponden a las mujeres muestran sólo dos posibilidades: o se es dulce, suave, trabajadora, fiel, madre amorosa y esposa abnegada, o se es una traidora, simuladora, rastrera, ambiciosa, explotadora, manipuladora y zorra. La mujer no es un ser humano en sí misma, sino en función de cómo se porta con los demás, que la clasifican como buena o mala, santa o puta, salvadora o perdición. Es pues, un objeto que se ve desde el punto de vista de su uso y de la felicidad o infelicidad que proporciona al hombre, y como tal se le cataloga entre los diversos objetos que socialmente conviene tener, poseer y hasta presumir o esconder, pero usar y gozar».


En 1946, en Suiza, Paul Morand escuchó decir a Coco Chanel: «Hace falta mucha valentía para no ver a las mujeres como diosas». Y es que incluso cuando las mujeres son elevadas a la categoría de diosas «seductoras» y representan una «tentación» (de acuerdo también a la versión histórica masculina, ya que son los hombres los que han narrado la mayor parte de la historia), o son viciosas o son destructivas, como bien lo hace notar Jane Billinghurst: «o sus encantos pueden distraer al hombre de su importante tarea de gobernar el mundo». Por ello, concluye la investigadora, «el modo de presentar a las tentadoras depende de la confianza que tengan los narradores en la supremacía masculina. Cuando los hombres se sienten seguros, las tentadoras son fuertes y están llenas de vida. Cuando los hombres se sienten débiles, las tentadoras son crueles depredadoras con mentes caóticas». De cualquier forma son «inconvenientes» (porque siembran el caos en donde antes había sólo recta inteligencia), capaces incluso de desviar los altos pensamientos de Aristóteles y ponerlo a gatear y a suplicar por deseos carnales, como cuenta el poeta normando Henri d’Andeli que hizo Filis con el anciano filósofo al que ensilló y montó como si de un caballo se tratara. ¡Qué mejor muestra para probar que las mujeres debilitan el pensamiento!


Todo lo anterior quizá se resuma en el lúcido señalamiento que hizo Rosario Castellanos en las primeras páginas de su libro Mujer que sabe latín: «La mujer, a lo largo de los siglos, ha sido elevada al altar de las deidades y ha aspirado el incienso de los devotos. Cuando no se la encierra en el gineceo, en el harén a compartir con sus semejantes el yugo de la esclavitud; cuando no se la confina en el patio de las impuras; cuando no se la marca con el sello de las prostitutas; cuando no se la doblega con el fardo de la servidumbre; cuando no se la expulsa de la congregación religiosa, del ágora política, del aula universitaria». Concluye Castellanos que el poder masculino anuló por mucho tiempo, sobre todo, el intelecto de la mujer, a cambio de cantar su belleza, con un planteamiento misógino-racista: «¿Para qué gastar la pólvora en infiernitos y querer inculcar, donde es imposible y superfluo, la cultura?»










Tomado de:
AA.VV. (2012): Lectoras. Conversaciones con Juan Domingo Argüelles. México, Ediciones B, pp. 26-31. 

08 noviembre 2020

La crítica jamás puede ser una ciencia. Raymond Williams



 La crítica

 jamás puede ser una ciencia


Raymond Williams


En una sociedad en la que el arte parece estar alejándose del entendimiento general, la importancia de la función de los críticos apenas necesita ser destacada. Él es el mediador entre el artista y el público lector; el resultado de su crítica es la articulación entre una evaluación calificada y una respuesta adecuada. Pero es probable que, teniendo en cuenta los hechos actuales que rodean a la lectura masiva, se encuentre preocupado por el crecimiento del público lector serio, con la expansión del alfabetismo en todos sus sentidos. Es hacia la crítica y los críticos donde debemos ir cuando necesitamos una guía si aceptamos los hábitos de lectura masiva que tenemos incorporados y deseamos mejorarlos.


¿Quiénes son los críticos?; ¿qué es la crítica? Yo tengo mis favoritos, usted tiene los suyos. La opinión de un hombre es tan válida como la de otro. ¿Pero existe esta anarquía de hecho? Es innegable que los críticos son una legión; la crítica se ha convertido en la última esperanza profesional de los hijos rebeldes. Hay algunas señales que indican que los críticos se están yendo para darles el lugar a los expertos, aunque se trata meramente de un cambio de título. Resulta verdaderamente confuso que el Sr. Eliot y el crítico de cine de News of the world sean llamados con el mismo nombre. Sin embargo tales distancias son fácilmente distinguibles. 


En la medida en que la literatura es puesta en duda, el conocimiento del lector común empezará en los pequeños fragmentos críticos que encuentra en las promociones editoriales. Sería injusto suponer que todos los críticos pueden ser juzgados adecuadamente por frases que algunos editores pudieron haber moldeado a su gusto; pero si uno quisiera entender que es lo que no es la crítica, valdría la pena hacer una revisión de estos anuncios promocionales. Mirando las columnas literarias sobre un tema al azar en un periódico semanal, leemos: perspicacia y habilidad… una intensidad poco habitual en ficción… una obra de arte hábil e impasible distinguible por su estilo incisivo… un libro perturbador, porque el autor escribe con una intensidad veloz, un contacto cercano… un libro que se encomienda a los conocedores… un nuevo y destacable talento… una novela de extraordinario poder y habilidad… su obra se ve como siempre distinguida por un toque de verdadera imaginación creativa… el ímpetu apasionado de su escritura… 


Palabras como creativo, genio, intensidad, delicadeza, pasión, etc., han dejado de usarse y en muchos contextos hasta han perdido significado. Escribir críticas se ha convertido en un negocio entumecido, pero la realidad es que gran parte de ellas no son otra cosa que valoraciones poco consideradas, realizadas tras una apresurada lectura y expresado en términos cliché. Si uno le dedicara una mirada amplia a los anuncios de novedades de los diarios y a las columnas de crítica literaria, encontraría de igual manera: un libro impresionantemente perturbador o una novela de extraordinario poder y habilidad. Con un poco de atención, y particularmente con la mirada puesta en las obras a las que estas frases se refieren, podríamos evaluar el trabajo del crítico como el acto de un bufón, carente de cualquier nivel de importancia crítica. Sin embargo, para el lector general, estos trabajos que nosotros descartamos son «la crítica» y estas personas, «los críticos». Es más, estos textos y estas personas son las que normalmente determinan las valoraciones generales de la literatura contemporánea.


Hace algunos años, una novela de Elias Canetti fue traducida al inglés como Auto-da-fe. Siendo considerado, voy a colocar este libro en una pequeña lista —solo hay cinco o seis nombres en ella— de las mejores novelas publicadas en inglés desde 1918. s un caso interesante como ejemplo de lo que le puede pasar una gran obra literaria bajo el tratamiento de los críticos. Leí una reseña en la que, dentro de su escuela, se ofrecía una evaluación crítica. En ella se citaba un fragmento de la obra se analizaba la técnica. Habiendo luego demostrado qué era lo «nuevo» y «destacable», recomendaba su lectura. Me pareció una crítica honesta. Pero en otras encontré el proceso usual. Por ejemplo: Una obra magnífica y demente que no somos capaces de soportar, y que quizás haríamos bien en no aceptar, pero cuyo genio y justificación no nos atreveríamos a negar.


El significado de esta frase es algo que aún no puedo comprender. Si uno no se atreve a negar la justificación de la obra, es curioso que uno no sea capaz de soportarla o aceptarla. La relación entre demente y magnífico tampoco es entendible, excepto como una aliteración producto del arrebatamiento. Esta oración, aunque ofrecida como un juicio de valor, no es más que un chisme vehemente. Y luego: Si creemos que la función de todo arte es «armonizar la tristeza del mundo»; entonces podemos atrevernos a decir que aunque Auto-da-Fe es una novela de un terrible poder, no es una obra de arte.


Esto parece y es más razonable; «nos atrevemos» en lugar de «no nos atrevemos»; aunque debemos observar que oculta una suposición que resulta al menos cuestionable y no precisamente relevante. Es en la imposición de estándares de valoración ocultos donde la crítica provoca más daño. Puede ser posible distinguir entre una novela de extraordinario poder y una obra de arte, pero es una distinción que debería ser explicada, no arrojada al pasar. El tercer fragmento es aun más confuso: Sería irrelevante juzgar a Auto-da-Fe como una obra de arte, puesto que tal intención ya está marcada en cada una de sus líneas. La intensificación de las obsesiones no tiene nada en común con el proceso mediante el cual el arte intensifica la vida real. El propósito es la denuncia y es logrado de forma triunfante e inquietante.


La primera frase, aun considerando cierto nivel de exageración con fines retóricos, no tiene ningún sentido. La novela es ofrecida como una obra de arte. Si falla en su intención, debe ser demostrado. En cambio lo que hace el escritor es ofrecer una especie de epigrama que cumple más una función rítmica que de sentido, y concluye con una frase que nuevamente esconde un enorme supuesto sobre la literatura que no debería establecerse si no va a ser demostrado.


Ninguno de estos fragmentos puede ser considerado como crítica, aunque los periódicos que he estado citando incluyen The New Statement and Nation, The Spectator, The Listener, Time and Tide, Horizon, The Observer, y The Sunday Times. Se considera que todos ellos normalmente ofrecen reseñas serias y que mantienen altos estándares críticos. En la evidencia, la cual creo que se encuentra en su necesariamente pequeña escala representativa, uno no siempre puede percibir esto. En la mayoría de los otros periódicos Auto-da-Fe ni siquiera es reseñado. 


Ahora bien, esta anarquía de la que hablamos ha sido previamente notada. Virginia Woolf escribió en The Common Reader: Tenemos muchos hombres que escriben reseñas, pero no críticos literarios; un millón de competentes e incorruptibles policías, pero ningún juez. 


La competencia de un crítico es un tema difícil. Las universidades otorgan títulos de estudios sobre literatura, y uno podría asumir, si la experiencia tanto del sistema como de la variedad de sus productos no estuviera tan mezclada, que dichos graduados serían críticos calificados. Pero todos los críticos se autoproclaman como tales, al igual que los escritores. Sería ridículo inventar un esquema de calificación profesional en el sentido ordinario; la literatura cubre demasiados intereses humanos como para que eso sea posible.


La crítica, sin embargo, se somete ella misma a la evaluación. Si es posible desarrollar una valoración de primera mano sobre la literatura, también es posible hacerlo sobre la crítica. La capacidad de lectura le asegura a uno la capacidad de reconocer las más groseras irrelevancias y las falsedades más obvias. La pregunta: ¿Es Fulano un crítico confiable? No va a ofrecer demasiada ayuda tampoco. Podemos examinar ejemplos de su crítica y juzgarlos desde nuestros propios estándares. Hemos regresado al punto de partida y debemos preguntarnos una vez más: ¿Cuáles son los estándares? Podríamos recurrir a la teoría para responder esta pregunta, pero la preocupación por las teorías sobre el juicio y la valoración de la literatura son poco relevantes en relación con la forma en la que realmente se realizan estos juicios, aunque puedan resultar útiles para otras áreas de conocimiento. De hecho, es común que intereses teóricos de este tipo lograron distraer la atención de la literatura. No quiero decir con esto que toda la teoría literaria es una distracción. Sin embargo, en mi experiencia, no es este tipo de teoría de la que carece el lector general, sino de una clara y concisa capacidad práctica de lectura. Creo que las funciones negativas de la teoría —el desplazamiento de las consignas literarias— son las más importantes aquí y ahora.


Uno desea leer adecuadamente, y poner en relación la lectura del texto con la experiencia personal y la experiencia de la cultura a la que uno pertenece. Los principios básicos que uno busca son aquellos valores tradicionales que han sido recreados en la experiencia directa de cada uno. 


Una exposición científica sobre los fundamentos del gusto traería consigo muchas dificultades, al igual que una sobre sensibilidad o inteligencia. Aun en un equilibrio constantemente recreado entre la experiencia tradicional y personal, uno siempre es consciente de la existencia de estas fuerzas. Todos esos cuestionamientos que surgen cuando se discute seriamente sobre literatura involucran serias y permanentes dificultades. Las diferencias de perspectivas representan a su vez, diferentes actitudes para con el ser humano y la sociedad. Sin embargo, en contraste con estas divisiones de opinión, podemos encontrar un alto nivel de concordancia. Esto sucede porque es posible llegar a conclusiones provisorias sobre la experiencia y evaluar nuevas experiencias desde ese lugar. 


A las preguntas ¿Cuáles son los valores de la literatura? y ¿Cuáles son los principios de la literatura? solo podemos responder: son la literatura en sí misma. Utilizando la inteligencia y la sensibilidad (en función de las cuales, aunque no hay normas estrictas, existe al menos un estándar tradicional efectivo) uno realiza evaluaciones específicas, para luego transformarlas en valoraciones más generales que siempre se tratarán de pulir. Buscamos describir nuestra propia experiencia con la literatura e inspirarnos en los métodos y términos de quienes han intentado desarrollar descripciones similares en el pasado. Cuando dichos términos y métodos no parezcan adecuados —porque debemos recordar que la literatura está siendo constantemente recreada y por lo tanto, como un organismo, va cambiando— debemos intentar modificarlos hacia las formas que nuestra propia experiencia nos indique.


El Sr. George Orwell es demasiado honesto para ser engañado por los actuales procesos de la política literaria, y por eso escribió hace poco: A menudo tengo la sensación de que en el mejor de su casos la crítica literaria es fraudulenta, ya que al no existir ningún tipo aceptado de estándares —cualquier referencia externa que le pueda dar sentido a la afirmación de que un libro sea malo o bueno— todos los juicios literarios consisten en inventar un conjunto de normas para justificar una preferencia instintiva. La reacción de una persona frente a un libro, si es que se tiene alguna, es «Me gusta este libro» o «No me gusta» y todo lo que le sigue es racionalización. 


Pero una referencia significativa de valor literario no puede ser externa. Los estándares no son reglas traídas desde afuera e impuestas sobre cada obra. Ellas surgen, en cambio, de un grupo de observaciones y decisiones particulares; son formuladas por el desarrollo mismo de la literatura. Dichos estándares serán, por supuesto, inseparables de los valores generales de la cultura, que podrán no ser necesariamente absolutos. Pero, como un juicio no es absoluto en términos extremos, esto no significa que carezca de sentido. Y el hecho de que los juicios de valor sean difíciles de realizar o no sean científicos no es excusa para llamarlos fraudulentos. Considero que la preferencia instintiva del Sr. Orwell es de una magnitud cuestionable. Difícilmente será instintiva. La preferencia instintiva del Sr. Orwell es diferente de la que puede tener una lectora satisfecha de Ethel M. Dell, porque Orwell, cuales sean los cambios que su experiencia lo ha forzado a hacer, ha heredado un sistema de valores y juicios críticos de la literatura que no sería fácil de formular, pero que definitivamente no debería ser considerado como el invento de un conjunto de normas.


D. H. Lawrence estaba tan irritado con la crítica fraudulenta como el Sr. Orwell, con la diferencia de que él no lo redujo todo a una racionalización: La crítica literaria puede ser no más que una explicación razonada del sentimiento que le produce al crítico el libro que está criticando. La crítica jamás puede ser una ciencia: en primer lugar porque es demasiado personal, y en segundo lugar, porque se desarrolla con valores que la ciencia desconoce. El punto de referencia es la emoción, no la razón. Juzgamos una obra de arte por el efecto que produce en nuestra más sincera y vital emoción, y por nada más. Todas las estupideces de la crítica sobre el estilo y la forma, toda esa clasificación y análisis pseudocientíficos de los libros, imitando a la botánica, es pura insolencia y sobre todo, aburrido argot profesional.


Un crítico debería sentir el impacto de una obra de arte en toda su fuerza y complejidad. Para hacerlo, él mismo debe ser un hombre de fuerza y complejidad, lo que no es muy común entre los hombres de la crítica. Un hombre de una mezquina e insolente naturaleza no escribirá otra cosa que mezquinas e insolentes críticas. Y un hombre que es educado emocionalmente es tan extraño como un fénix… Generalmente, cuanto más formado académicamente esté un hombre, más se convertirá en un ignorante emocional. Es más, aun un hombre educado artística y emocionalmente debe ser un hombre de buena fe. Debe tener el coraje de admitir lo que siente, y la flexibilidad de saber qué es lo que siente. Un  crítico debe estar emocionalmente vivo en cada una de sus fibras, hábil para la lógica y moralmente honesto.


Creo que un buen crítico también debería darle a su lector algunos parámetros para seguir. Puede cambiarlos en cada uno de sus intentos críticos, mientras mantenga su buena fe. Pero está igual de bien decir: «Estos y estos son los criterios según los cuales emitimos nuestros juicios». Hay mucho aquí que no me es fácil aceptar de manera categórica, pero hay también una bien recibida insistencia en la naturaleza esencial de la actividad crítica. Porque el establecimiento de criterios no es un proceso ni casual ni fraudulento, pero sí un intento de definir un centro al que nuestra propia experiencia le ha dado significado. Pero qué tendrá que ver esto con los lectores, podrá preguntarse. No se espera que se conviertan en críticos, ni siquiera es eso lo que ellos quieren en la mayoría de los casos. Aquí vuelvo a una de las creencias desde las cuales se escribe este libro: la actividad de la crítica es en gran medida la actividad de la buena lectura. El crítico debe definir su evaluación mediante la escritura y eso requiere de otros talentos. Completa consciencia intelectual y emocional, flexibilidad de saber qué es lo que siente, buena fe: estas son las cualidades que necesita tanto el crítico como el lector. Si estás interesado en la literatura puede que no te interese la crítica, pero es necesario trazar una línea clara, y rehusarse a desviarse hacia esas actividades marginales de la chusma literaria que durante mucho tiempo se ha incluido dentro de la crítica.


La crítica, podemos concluir, es esencialmente una actividad social. Comienza con una respuesta individual y un juicio de valor, que necesitan del sentimiento, de las cualidades de flexibilidad y buena fe que D. H Lawrence describió. Pero los criterios de valor, para que adquieran significado, deben ser sometidos a un acuerdo con más personas: valores que sean intuiciones en la cultura de una sociedad. La doctrina de la autosuficiencia en el gusto personal es hostil para la crítica por la misma razón que es hostil la autosuficiencia de un individuo para la sociedad. Es significativo que la doctrina del gusto personal como el último recurso de la crítica ha tenido tanta adherencia en nuestro siglo, en el que muchas instituciones y principios se han perdidos o destruidos. La anarquía en la crítica vino detrás de una expansión del público lector, que no surgió acompañado por el crecimiento de agrupaciones sociales adecuada para redefinir los principios en una era diferente, mientras se intentaban conservar las experiencias valiosas del pasado. En este estado de desequilibrio, el remedio no es la indulgencia de la nostalgia. El desarrollo que deseamos es el crecimiento de estas agrupaciones, que puedan preservar la continuidad de los principios de la crítica a la vez que, en contacto con la vida contemporánea, conviertan lo que en otra situación podrían haber sido solo un conjunto de reglas en un sistema de evaluación orgánico y contemporáneo. Hay señales de que estos grupos ya se encuentran en formación, pero en concordancia con los métodos de nuestra sociedad, parecen carecer de todo sentido de personalidad; tienden a ser impersonales, construidos en base a mínimo contacto, lo que se encuentra por fuera de las formas convencionales de interacción social. 







Tomado de:

WILLIAMS, Raymond (2013 [1958]): "Los críticos y la crítica" En: Lectura y crítica. Buenos Aires, Godot, pp.. 29-38.