26 diciembre 2020

¿Muerte o transfiguración del lector? Roger Chartier

 



¿Muerte o transfiguración del lector?


Roger Chartier


En 1968, en un ensayo que llegó a ser célebre, Roland Barthes asociaba la omnipotencia del lector y la muerte del autor. Destronado de su antigua soberanía por el lenguaje o, antes bien, por "las escrituras múltiples, surgidas de diversas culturas y que establecen entre sí una relación de diálogo, de parodia y de oposición", el autor cedía su preeminencia al lector, entendido como "aquel que reúne en un mismo campo todas las huellas que constituyen lo escrito". La posición de lectura se consideraba pues como el lugar en el cual se reordenaba el sentido plural, móvil e inestable, como el lugar donde el texto, sea cual fuere, adquiría su significación.


Una vez que se hubo reconocido el nacimiento del lector, se sucedieron los diagnósticos que redactaron su acta de defunción. Esos diagnósticos se presentan en tres formas principales. La primera remite a las transformaciones de las prácticas de lectura. Por una parte, la comparación de datos reunidos mediante las encuestas estadísticas referentes a las prácticas culturales de los franceses ha llevado a la convicción, si no ya de un retroceso del porcentaje global de los lectores, al menos de la disminución de la proporción de los "lectores intensivos" en cada grupo de edad y, muy particularmente, en la franja comprendida entre los 19 y los 25 años. Por otra parte, las investigaciones realizadas en relación con las lecturas de los estudiantes franceses han permitido hacer varias comprobaciones. Si bien la compra de libros continúa siendo para ellos el medio de acceso al libro más acostumbrado, la frecuentación de las bibliotecas universitarias aumentó considerablemente: más del 70% de crecimiento entre 1984 y 1990. Por lo demás, los estudiantes recurren con gran frecuencia a la fotocopia, tanto para reproducir los documentos utilizados en los cursos o en los trabajos dirigidos, como para obtener los apuntes de las materias y para hacer una lectura diferida (y parcial) de obras tomadas en préstamo en las bibliotecas o facilitadas por amigos. Y sólo los que han elegido una carrera "literaria" y aquellos cuyos padres tienen un título universitario poseen una cantidad importante de libros. Pero aun dentro de esta población de lectores más consecuentes, crear bibliotecas personales no es un interés compartido universalmente, como lo muestra el éxito del mercado de libros de estudio usados. Por último, las encuestas sociológicas dedicadas a la franja de edad anterior, la de los jóvenes comprendidos entre los 15 y los 19 años, registran una disminución de la lectura y, sobre todo, la baja jerarquía que ocupa el libro en la presentación que estos jóvenes hacen de sí mismos.


Frente a las dificultades de la coyuntura, particularmente agudas en el caso de la edición de obras de ciencias humanas y sociales, las respuestas de los editores reproducen, en un contexto nuevo, estrategias de discurso y de acción ya presentes en el siglo XVIII, cuando en Inglaterra, y luego en Francia, el poder político intentó limitar los privilegios tradicionales de los miembros de la Stationers Company o de la comunidad de los libreros e impresores de París. En ambos casos, hay tres rasgos que caracterizan las posiciones tomadas por los editores: en primer lugar, una actitud ambivalente en relación con el poder político, acusado de ser el principal responsable de las dificultades de una actividad comercial privada y, por ello, interpelado como el único capaz de poner fin a tales dificultades tomando las medidas apropiadas; por otra parte, la invocación de principios generales destinados a justificar reivindicaciones particulares (por ejemplo, actualmente, hacer reconocer que el acceso a la cultura escrita debe tener un precio, corno cualquier otra práctica cultural) y, finalmente, la afirmación de la figura y los derechos de los autores para fundamentar las reivindicaciones de los editores (corno es el caso de la campaña emprendida para que no sea gratuito el derecho de préstamo en las bibliotecas). Esta comprobación no pretende negar las dificultades reales de la edición en el sector de las humanidades y de las ciencias sociales, sino que apunta a situar en una perspectiva de más largo alcance las estrategias aplicadas por la profesión para hacer frente a tales dificultades: a saber, la invención o la movilización de los autores propietarios de sus obras, la afirmación de principios dotados de universalidad y la demanda de ayuda o reglamentación por parte del Estado.


En una tercera perspectiva, la muerte del lector y la desaparición de la lectura se conciben como la consecuencia ineludible de la civilización de la pantalla, del triunfo de las imágenes y de la comunicación electrónica. Este último diagnóstico es el que quisiera analizar aquí. Las pantallas de nuestro siglo son, en efecto, de una nueva clase. A diferencia de las pantallas del cine o de la televisión, estas tienen textos, no solamente textos, ciertamente, pero también tienen textos. La antigua oposición entre, por un lado, el libro, lo escrito, la lectura y, por el otro, la pantalla y la imagen ha sido sustituida por una situación nueva que propone un nuevo soporte para la cultura escrita y una nueva forma para el libro. De allí surge el lazo muy paradójico establecido entre la tercera revolución del libro, que transforma las modalidades de inscripción y de transmisión de los textos, corno lo hicieron antes la invención del codex y luego la de la imprenta, y el terna obsesivo de la "muerte del lector". Comprender esta contradicción supone echar una mirada al pasado y medir los efectos de revoluciones anteriores que afectaron los soportes de la cultura escrita. 


En el siglo IV de la era cristiana, una forma nueva del libro se impuso definitivamente a expensas de aquella con la que estaban familiarizados los lectores griegos y romanos. El codex, es decir, un libro compuesto de hojas dobladas, reunidas y encuadernadas, suplantó de manera progresiva pero ineludible los rollos que hasta entonces habian sido los vehículos de la cultura escrita. Con la nueva materialidad del libro, gestos imposibles se hicieron comunes: tales corno escribir y leer al mismo tiempo, hojear una obra, identificar rápidamente un pasaje particular. Los dispositivos propios del codex transformaron profundamente los usos de los textos. La invención de la página, la aparición de la foliación que permitía constituir índices, la unidad establecida entre la obra y el objeto que constituye el soporte de su transmisión hicieron posible una relación inédita entre el lector y sus libros. ¿Debemos suponer que estarnos en vísperas de una mutación semejante y que el libro electrónico ha de reemplazar, o está ya reemplazando el codex impreso tal corno lo conocemos en sus diversas formas: libro, revista, periódico? Tal vez. Pero lo más probable es que durante las próximas décadas se dé la coexistencia, no necesariamente pacífica, entre las dos formas del libro y los tres modos de inscripción y de comunicación de los textos: la escritura manuscrita, la publicación impresa, la textualidad electrónica. Esta hipótesis es seguramente más razonable que los lamentos por la pérdida irreparable de la cultura escrita o que los entusiasmos imprudentes que anunciaban el ingreso inmediato en una nueva era de la comunicación.


Esta probable coexistencia nos invita a reflexionar sobre la nueva forma de construcción de los discursos del saber y sobre las modalidades específicas de lectura que permite el libro electrónico. Este no puede ser la simple sustitución de un soporte por otro para obras que continúen concibiéndose y escribiéndose en la antigua lógica del codex. Si es cierto que "las formas ejercen un efecto en el sentido", corno escribió D. F. Mcltenzie, "los libros electrónicos organizan de una manera nueva la relación entre la demostración y las fuentes, la presentación de la argumentación y los criterios de la prueba. Escribir y leer esta nueva especie de libros supone desprenderse de hábitos adquiridos y transformar las técnicas de acreditación del discurso erudito, cuya historia y cuyos efectos han tratado de trazar y evaluar los historiadores: por ejemplo, la cita, la nota al pie de página" o lo que Michel de Certeau llamaba, a imitación de Condillac, el "idioma de los cálculos". "Cada una de estas maneras de probar la validez de un análisis se ha modificado profundamente desde el momento en que el autor puede desarrollar su argumentación según una lógica que ya no es necesariamente lineal ni deductiva, sino que es principalmente abierta, fragmentada y relacional y desde el momento en que el lector puede consultar por sí mismo los documentos (archivos, imágenes, palabras, música) que son el objeto o los instrumentos de la investigación".


En este sentido, la revolución de las modalidades de producción y de transmisión de los textos también constituye una mutación epistemológica fundamental. Una vez establecido el dominio del codex, los autores integraron la lógica de su materialidad en la construcción misma de sus obras, por ejemplo, dividiendo lo que anteriormente era la materia textual de varios rollos, en libros, partes o capítulos de un discurso único, contenido en un solo libro. De manera semejante, las posibilidades (o limitaciones) del libro electrónico invitan a organizar de un modo diferente lo que el libro, tal como lo consideramos hoy, distribuye de forma necesariamente lineal y secuencial. El hipertexto y la hiperlectura que permite y produce el nuevo soporte transforman las relaciones posibles entre las imágenes, los sonidos y los textos asociados de manera no lineal, en virtud de las conexiones electrónicas, así como transforman las posibles vinculaciones entre textos fluidos en sus contornos y en cantidad virtualmente ilimitada. En este mundo textual sin fronteras, la noción esencial llega a ser la del vínculo, concebido como la operación que relaciona las unidades textuaıes divididas por la lectura.


Por ello, es fundamentalmente la noción misma de "libro" lo que pone en tela de juicio la textualidad electrónica. En la cultura impresa, una percepción inmediata asocia un tipo de objeto, una clase de textos y ciertos usos particulares. El orden de los discursos se establece así partiendo de la materialidad propia de sus soportes: la carta, el periódico, la revista, el libro, el archivo, etc. Esto no ocurre en el mundo númerico, donde todos los textos, sean del tipo que fueren, se presentan para ser leídos en un mismo soporte (la pantalla del ordenador) y en las mismas formas (generalmente aquellas decididas por el lector). Se crea así un continuum que ya no diferencia los distintos géneros o repertorios textuales, que se han hecho semejantes en su apariencia y equivalentes en su autoridad. De allí surge la inquietud de nuestro tiempo, que debe afrontar la desaparición de los antiguos criterios que permitían distinguir, clasificar y jerarquizar los discursos. El efecto no es desdeñable en la definición misma del "libro" tal como lo entendemos hoy, a la vez como un objeto específico, diferente de otros soportes de lo escrito, y como una obra cuya coherencia y totalidad resultan de una intención intelectual o estética. La técnica numérica trastorna este modo de identificación del libro por cuanto hace que los textos se vuelvan móviles, maleables, abiertos, y da formas casi idénticas a todas las producciones escritas: correo electrónico, bases de datos, sitios de Internet, libros, etcétera. Esto da lugar a una reflexión abierta sobre las categorías intelectuales y los dispositivos técnicos que permitirán percibir y designar ciertos textos electrónicos como "libros", es decir, como unidades textuales dotadas de una identidad propia. Esta reorganización del mundo de lo escrito en su forma numérica es una condición previa para que se pueda organizar el acceso a través de pago en línea y proteger el derecho moral y económico del autor. Tal reconocimiento fundado en la alianza siempre necesaria y siempre conflictiva entre editores y autores, conducirá sin duda a una transformación profunda del mundo electrónico tal como lo conocemos ahora. Las securities destinadas a proteger ciertas obras (libros individuales o bases de datos) y que adquirieron mayor eficacia con el "e-book", seguramente habrán de multiplicarse y, así, habrán de fijar, congelar y cerrar los textos publicados electrónicamente. En esto hay una evolución previsible que definirá el "libro" y otros textos numéricos por oposición a la comunicación electrónica libre y espontánea que autoriza a cualquiera a poner en circulación en la red sus reflexiones o sus creaciones. La división así establecida conlleva el riesgo de una hegemonía económica y cultural impuesta por las empresas multimedia más poderosas y los amos del mercado de los ordenadores. Pero esta división también puede conducir, si se la dirige adecuadamente, a la reconstitución, en la textualidad electrónica, de un orden de los discursos que permita distinguirlos según la modalidad de su "publicación", la identidad perceptible de su género y su grado de autoridad.


Otro hecho puede, a la larga, trastornar el mundo de lo numérico. Me refiero a la posibilidad -concebible a partir de la creación de una tinta y un "papel" electrónicos- de separar la transmisión de los textos electrónicos del ordenador (pc, notebook o e-book). Gracias a un procedimiento puesto a punto por los investigadores del M.I.T., cualquier objeto (entre ellos el libro tal como lo conocemos todavía, con sus hojas y páginas) podría convertirse en el soporte de un libro o de una biblioteca electrónica, siempre que estuviera provisto de un microprocesador (o que pudiera "telecargarse" en Internet) y que sus páginas recibieran la tinta electrónica que permite hacer aparecer sucesivamente sobre una misma superficie textos diferentes. Por primera vez, el texto electrónico podría emanciparse así de las restricciones propias de las pantallas que conocemos, lo cual rompería el vínculo establecido (para gran provecho de algunos) entre el comercio de máquinas electrónicas y la edición en línea. Aun sin proyectarnos a ese futuro todavía hipotético y concibiendo el "libro" electrónico en sus formas y sus soportes actuales, nos queda pendiente una cuestión: la de la capacidad de ese nuevo libro de encontrar o producir a sus lectores.


Por una parte, la larga historia de la lectura muestra vigorosamente que las mutaciones en el orden de las prácticas a menudo son más lentas que las revoluciones de las técnicas y siempre están desfasadas en relación con estas. Nuevas maneras de leer no se impusieron inmediatamente después de la invención de la imprenta. Del mismo modo, las categorías intelectuales que asociamos al mundo de los textos perdurarán ante las nuevas formas del libro. Recordemos que después de la invención del codex y de la desaparición del rollo, el "libro", entendido como una simple división del discurso, correspondió con frecuencia a la materia textual que contenía un antiguo rollo. Por otra parte, la revolución electrónica, que a primera vista parece universal, también puede profundizar, en lugar de reducir, las desigualdades. Existe el riesgo cierto de un nuevo "analfabetismo" definido ya no por la incapacidad de leer y escribir, sino por la imposibilidad de tener acceso a las nuevas formas de transmisión de lo escrito, que no son gratuitas ni mucho menos. La correspondencia electrónica entre el. autor y sus lectores, transformados en coautores de un libro jamás cerrado sino prolongado por sus comentarios e intervenciones, da una nueva forma a una relación, deseada por ciertos autores antiguos, pero que las limitaciones propias de la edición impresa hacían difícil. Esta promesa de una relación más fluida y más inmediata entre la obra y su lectura es seductora, pero no debe hacernos olvidar  que los lectores (y coautores) potenciales de los libros electrónicos son aún una  minoría. Siguen existiendo grandes diferencias entre la obsesiva presencia de la revolución electrónica en los discursos (entre los que incluyo este) y la realidad de las prácticas de lectura que continúan estando apegadas en general a los objetos impresos y que sólo explotan de manera muy parcial las posibilidades ofrecidas por lo numérico. Hace falta ser bastante lúcido para no tomar lo virtual por algo real ya existente.


La originalidad -y quizá lo más inquietante- de nuestro presente estriba en que las diferentes revoluciones de la cultura escrita, que en el pasado habían estado separadas, se presentan simultáneamente. En efecto, la revolución del texto electrónico es al mismo tiempo una revolución de la técnica de producción y de reproducción de textos, una revolución del soporte de lo escrito y una revolución de las prácticas de lectura. Tres rasgos característicos de esta revolución múltiple transforman profundamente nuestra relación con la cultura escrita. En primer lugar, la representación electrónica de lo escrito modifica radicalmente la noción de contexto y, como consecuencia, el proceso mismo de la construcción del sentido. Sustituye la contigüidad física que vincula los diferentes textos copiados o impresos en un mismo libro por una distribución móvil en las arquitecturas lógicas que gobiernan las bases de datos y las colecciones numéricas.


Por otra parte, redefine la materialidad de las obras porque desata el lazo inmediatamente visible que une el texto y el objeto que lo contiene y porque le da al lector, y no ya al autor o al editor, el dominio de la composición, los límites y la apariencia misma de las unidades textuales que quiere leer. Así queda trastornado todo el sistema de percepción y de uso de los textos. Por último, al leer en la pantalla, el lector contemporáneo vuelve a encontrar algún aspecto de la postura del lector de la Antigüedad, pero -y la diferencia no es menor- este lector actual lee un rollo que se despliega en general verticalmente y que está dotado de todos los puntos de referencia propios de una forma que es la del libro desde los primeros siglos de la era cristiana: paginación, índice, cuadros, tablas, etc. El cruce de las dos lógicas que establecieron los usos de los soportes anteriores de lo escrito (el volumen y luego el codex) define pues, en realidad, una relación con el texto por completo original. 


Apoyado en estas mutaciones, el texto electrónico puede dar realidad a los sueños, nunca alcanzados, de suma total del saber que lo precedieron. Lo mismo que la biblioteca de Alejandría, promete la disponibilidad universal de todos los textos que alguna vez se escribieron, de todos los libros que alguna vez se publicaron. Lo mismo que la práctica de los lugares comunes en el Renacimiento,  el texto electrónico pide la colaboración del lector que puede, en lo sucesivo, escribir él mismo en el libro y en la biblioteca sin muros de los escritos electrónicos. Lo mismo que el proyecto de la Ilustración, el texto electrónico designa un espacio público ideal en el que, como imaginó Kant, puede y debe desplegarse libremente, sin restricciones ni exclusiones, el uso público de la razón, "[el uso] que hacemos en nuestra condición de estudiosos para el conjunto del público que lee", el que autoriza a cada ciudadano "en su condición de estudioso, a hacer públicamente, es decir por escrito, sus observaciones sobre los defectos de la antigua institución". 


Como la época de la imprenta, pero de manera aun más intensa, el tiempo del texto electrónico está atravesado por importantes tensiones entre diferentes futuros: la multiplicación y yuxtaposición de comunidades separadas, opuestas, cimentadas por los usos específicos que hacen de las nuevas técnicas; la apropiación, por parte de las empresas multimedia más poderosas, del control sobre la constitución de las bases de datos numéricos y la producción o la circulación de la información, o bien la constitución de un público universal, definido por la posible participación de cada uno de sus miembros en el examen crítico de los discursos intercambiados. La comunicación a distancia, libre e inmediata que la red permite establecer puede dar por resultado cualquiera de estas virtualidades. Puede llevar a la pérdida de toda referencia común, a la separación radical de las identidades, a la exacerbación de los particularismos. O, por el contrario, puede imponer la hegemonía de un modelo cultural único y la destrucción, siempre mutiladora, de las diversidades. Pero también puede producir una nueva modalidad de constitución y de comunicación de los conocimientos que no sería ya solamente el registro de ciencias ya establecidas, sino además, a la manera de las correspondencias o periódicos de la antigua República de las Letras.é! una construcción colectiva del saber en virtud del intercambio de conocimientos, de habilidades y de sabidurías. La nueva navegación enciclopédica, si permite que cada uno se embarque en su nave, podría hacer plenamente realidad la esperanza de universalidad que siempre acompañó los esfuerzos hechos para abarcar la multitud de las cosas y de las palabras en el orden del discurso.


Pero el libro electrónico debe definirse en reacción contra las prácticas actuales que a menudo se contentan con poner en la red textos en bruto que ni fueron concebidos en relación con su nueva forma de transmisión, ni fueron sometidos a un trabajo de corrección o de edición. Abogar por la utilización de las nuevas técnicas puestas al servicio de la publicación de saberes es, pues, poner en guardia contra las facilidades perezosas de lo electrónico e incitar a que se controlen más rigurosamente las formas que se les den, tanto a los discursos de conocimiento como a los intercambios entre los individuos. Las incertidumbres y conflictos referentes a la urbanidad (o mejor dicho, a la falta de urbanidad) epistolar, a las convenciones lingüísticas y a las relaciones entre lo público y lo privado como las redefinen los usos del correo electrónico ilustran la necesidad de esta exigencia.


Estas mismas cuestiones en juego son las que imponen la apremiante necesidad de desarrollar una reflexión que sea al mismo tiempo histórica y filosófica, sociológica y jurídica, capaz de dar cuenta de las diferencias hoy manifiestas y crecientes entre el repertorio de las nociones utilizadas para describir u organizar la cultura escrita en las formas que ha tenido desde la aparición del codex y las nuevas maneras de escribir, de publicar y de leer que implica la modalidad electrónica de producción, diseminación y apropiación de los textos. Ha llegado pues el momento de redefinir las categorías jurídicas (propiedad literaria, copyright, derechos de autor), estéticas (originalidad, singularidad, creación), administrativas (depósito legal, biblioteca nacional) o biblioteconómicas (catalogación, clasificación o descripción bibliográfica que fueron concebidas y construidas en todos los casos en relación con una cultura escrita cuyos objetos eran por completo diferentes de los textos electrónicos. El nuevo soporte de lo escrito no significa el fin del libro ni la muerte del lector. Quizá sea todo lo contrario. Pero impone una redistribución de los roles dentro de la "economía de la escritura", la competencia (o la complementariedad) entre los diversos soportes de los discursos y una nueva relación, tanto física como intelectual y estética, con el mundo de los textos. 


El texto electrónico, en todas sus formas, ¿podrá construir aquello que no lograron ni el alfabeto, a pesar de la virtud democrática que le atribuía Vico, ni la imprenta, pese a la universalidad que le reconocía Condorcetz. Es decir, ¿podrá construir, partiendo del intercambio de lo escrito, un espacio público del que participen todos? ¿Cómo situar entonces el papel de las bibliotecas en estas profundas mutaciones de la cultura escrita? Basándose en las posibilidades ofrecidas por las nuevas técnicas, el siglo que va a comenzar puede alentar la esperanza de superar la contradicción que ha obsesionado de manera perdurable la relación de Occidente con el libro. El sueño de la biblioteca universal expresó durante mucho tiempo el deseo exasperado de capturar, mediante una acumulación sin carencias, sin lagunas, todos los textos escritos alguna vez, todos los saberes constituidos. Pero esta espera de universalidad siempre estuvo acompañada de decepción porque ninguna colección, por rica que fuera, podía dar más que una imagen parcial, mutilada, de la totalidad necesaria.


Esta tensión debe inscribirse en la larga historia de las actitudes respecto de la palabra escrita. La primera se sustenta en el temor de la pérdida o la falta. Es esta actitud la que ha gobernado todos los actos tendientes a salvaguardar el patrimonio escrito de la humanidad: la busca de textos antiguos, la copia de los libros más preciados, la impresión de los manuscritos, la construcción de las grandes bibliotecas, la compilación de esas "bibliotecas sin muros" que son las colecciones de textos, los catálogos o las enciclopedias. Contra las desapariciones siempre posibles, se trata de reunir, fijar y preservar. Pero la tarea, nunca lograda, está amenazada por otro peligro: el exceso. La multiplicación de la producción manuscrita y luego impresa fue percibida muy pronto como un terrible peligro. La proliferación puede convertirse en caos y la abundancia, en un obstáculo para el conocimiento. Para poder dominarlos, es menester disponer de los instrumentos capaces de seleccionar, clasificar y jerarquizar. Muchos actores han participado de esta tarea de ordenamiento: los autores mismos que juzgan a sus pares ya sus predecesores, los poderes que censuran y subvencionan, los editores que publican (o se niegan a publicar), las instituciones que consagran o excluyen y las bibliotecas que conservan o ignoran.


Ante esta angustia doble, entre pérdida y exceso, la biblioteca del mañana -o de hoy- puede desempeñar un papel decisivo. Ciertamente, la revolución electrónica pareció augurar el fin de las bibliotecas. La comunicación a distancia de textos electrónicos hace concebible, si no inmediatamente posible, la disponibilidad universal del patrimonio escrito, al tiempo que hace que la biblioteca ya no sea el único lugar de conservación y de comunicación de ese patrimonio. Todo lector, sea cual fuere su lugar de lectura, podría recibir cualquiera de los textos que constituyan esta biblioteca sin muros y hasta sin localización, biblioteca en la que estarían idealmente presentes, en una forma numérica, todos los  libros de la humanidad. El sueño no carece de seducción. Pero no debe extraviarnos. Ante todo, es necesario recordar firmemente que la conversión electrónica de todos los textos cuya existencia no comienza con la informática, no debe significar en modo alguno relegar, olvidar o, lo que es peor aún, destruir los manuscritos o libros impresos que antes eran sus vehículos. Tal vez hoy más que nunca, una de las tareas esenciales de las bibliotecas sea reunir, proteger, clasificar y hacer accesibles Los objetos escritos del pasado. Si las obras que difundieron estos objetos se comunicaran y hasta sí se conservaran únicamente en una forma electrónica, existiría el gran riesgo de que se perdiera la inteligibilidad de una cultura textual identificada con los objetos que la han transmitido. La biblioteca del futuro debe ser, pues, ese lugar donde se mantengan el conocimiento y la frecuentación de la cultura escrita en las formas que le fueron propias y que hoy continúan siéndole mayoritariamente propias.


Las bibliotecas deberán ser asimismo un instrumento que permita a los nuevos lectores encontrar su camino en el mundo numérico que borra las diferencias entre los géneros y los usos de los textos y que establece una equivalencia generalizada de su autoridad. Dispuesta a escuchar las necesidades y el desconcierto de los lectores, la biblioteca debe cumplir además una función esencial en el aprendizaje de los instrumentos y de las técnicas capaces de asegurar al menos experto de los lectores el manejo de las nuevas formas de lo escrito. Así como la presencia de Internet en cada escuela no hace desaparecer por sí sola las dificultades cognitivas del aprendizaje de la lectura y de la escritura, tampoco la comunicación electrónica de los textos transmite por sí sola el saber necesario para comprenderla y utilizarla. Muy por el contrario, el lector-navegante de lo numérico corre el serio peligro de perderse en los archipiélagos textuales sin  faro ni puerto. La biblioteca puede ser ese faro y ese puerto.' Por último, un tercer propósito de las bibliotecas del mañana podría ser reconstituir alrededor del libro las sociabilidades que hemos perdido. La larga historia de la lectura enseña que esta se ha hecho, con el correr de los siglos, una practica silenciosa y solitaria, que cada vez se aparta más de aquellos momentos compartidos alrededor de lo escrito que cimentaron durante mucho tiempo las existencias familiares, las sociabilidades amistosas, las asambleas eruditas o los compromisos militantes. En un mundo en el que la lectura se identifica con una relación personal, íntima, privada, con el libro, las bibliotecas (paradójicamente, puede ser, porque fueron las primeras, en la época medieval, en exigir el silencio de los lectores) deben multiplicar las ocasiones y las formas para que los lectores tomen la palabra alrededor del patrimonio escrito y de la creación intelectual y estética. De ese modo, pueden contribuir a construir un espacio público fundado sobre la apropiación crítica de lo escrito. Como lo señaló Walter Benjamin, las técnicas de reproducción de los textos o de las imágenes no son en sí mismas ni buenas ni perversas.v! De ello surge el diagnóstico ambivalente relativo a los efectos de su "reproducción mecánica". Por un lado, esta reproducción permitió alcanzar, en una escala antes desconocida, la "estetización de la política práctica": "Con el progreso de los aparatos que permiten hacer escuchar a un número indefinido de oyentes el discurso de un orador en el momento mismo en que este habla y que permiten difundir poco después su imagen ante un número indefinido de espectadores, lo esencial llegó a ser la presentación del político delante del aparato mismo. Esta nueva técnica vacía los parlamentos como vacía los teatros". Por otro lado, la supresión de la distinción entre el creador y el público ("La capacidad literaria ya no se basa en una formación especializada, sino en una multiplicidad de técnicas, de modo tal que se convierte en un bien común"), la invalidación de los conceptos tradicionales movilizados para designar las obras y finalmente, la compatibilidad entre el ejercicio crítico y el placer de la distracción ("El público de las salas oscuras es ciertamente un examinador, pero un examinador que se distrae") son elementos que también abren una alternativa posible. Como reacción a la "estetización de la política", que está al servicio de los poderes opresivos, puede oponerse en efecto una "politización de lo estético" que promete la emancipación de los pueblos.


Sea cual fuere su pertinencia histórica -sin duda discutible-, este diagnóstico destaca con precisión la pluralidad de los usos que pueden adueñarse de una misma técnica. No existe ningún determinismo técnico que les atribuya a los aparatos mismos una significación obligada y única: "A la violencia que se ejerce sobre las masas al imponerles el culto de un jefe, corresponde la violencia que sufre un aparato técnico cuando se lo pone al servicio de esta religión". Esta observación tiene gran importancia en los debates que suscitó el tema de los efectos que ha ejercido, y continuará ejerciendo en mayor medida en el futuro, la diseminación electrónica de los discursos en la definición conceptual y en la realidad social del espacio público en el que se intercambian las informaciones y se construyen los saberes. En un futuro que es ya nuestro presente, estos efectos serán los que, colectivamente, sepamos construir. Para bien o para mal. Esa es hoy nuestra responsabilidad común. 






Tomado de:

CHARTIER, Roger (2000): Las revoluciones de la cultura escrita, Diálogos e intervenciones. Barcelona, Gedisa, pp. 101-117.