16 febrero 2021

El Yo disidente: El autoexilio en la locura.





El yo disidente: 
El autoexilio en la locura


Ana Martínez P. Canales, Silva Bon, Roberto Calella y Silvana Hvalič



De acuerdo a mi propuesta, hay personas que sin ser grandes escritores ni grandes artistas han optado, con mayor o menor libertad, en algún momento de sus vidas o para toda su vida, por autoexiliarse en la locura, digamos que han pasado a transitar por territorios que, a su vez, son espacios sin fronteras internas, tipificados por la psicopatología actual como melancolía, paranoia, esquizofrenia. Autoexiliarse en la locura sería lo que hace el escritor suizo Robert Walser cuando su familia toma la decisión de internarlo –en contra de su voluntad– en el manicomio de Herisau (Suiza) y, por esto mismo, cuando el director de la clínica psiquiátrica le ofrece papel y pluma para que pueda escribir, Walser le responde: “no vine aquí para escribir, vine aquí para estar loco”, y aun cuando, como apunta Franz Kafka, un escritor es escritor aunque no escriba, Walser pasa a pertenecer en ese momento a la clase muerta.


La opción de “dejar gobernar” al yo disidente, si bien puede ser nuestra única defensa frente a un entorno social, familiar, que se nos muestra hostil, o incluso frente a uno mismo, no deja de ser una opción que coloca al sujeto en una posición difícil, pues, sabe de antemano o pronto lo percibe, que “observado” desde fuera, es visto como una persona que parece padecer más que un sufrimiento psíquico, un “trastorno” mental, ya sea leve, muy leve, grave o muy grave. Estas personas con un yo disidente ya “hegemónico” suelen mostrar comportamientos extraños, extravagantes, intimidantes, inquietantes. Por tanto, podríamos plantearnos, siguiendo el ejemplo de la citada tesis doctoral, nombrar las diferentes y múltiples maneras en las que puede situarse ante el mundo uno de estos yoes disidentes: ir en la dirección opuesta, no en otra dirección ni en la mejor de todas, sino en la dirección opuesta. El resto no entra en consideración, como disidencia (El sótano, Los comebarato, de Thomas Bernhard); la desesperanza más absoluta como disidencia (El innombrable, de Samuel Beckett; 48 Psicosis, de Sarah Kane). Pero, realmente, esta sería una catalogación poética porque todos estarían, finalmente, incluidos dentro del autoexilio de la vida, que termina siendo un “viaje” –como sugiere Silvana Hvalič– [no una línea recta] a la locura (en diferente gradiente) como disidencia, que siempre podrá desembocar en una disidencia suicida, la disidencia extrema. Es decir, si bien, el yo disidente puede, en determinadas circunstancias, puede ser algo bueno para un cierto sujeto, en tanto única opción que encuentra para sobrevivir, en sí mismo, el que el yo disidente esté colocado en un lugar hegemónico, no es bueno, y desde luego, no es lo mejor. Salvo, quizá, y no siempre, en los casos en que esta persona redirige su disidencia hacia la creatividad, la producción artística. Por ejemplo, no es lo mismo, aunque en los dos casos haya un yo disidente potente, ser un tumbado como Marcel Proust que ser una tumbada ociosa como era su propia tía Léonie, según nos cuenta el narrador en Por el lado de Swann y a la que en La prisionera otorga todo su ascendiente sobre él, en cuanto a su actitud de no salir nunca de su habitación ni de su cama. Y digo no siempre porque hay casos en los que el yo disidente mantiene, a pesar de canalizarse creativamente, una actividad interior “enloquecedora” y desgarradora para el sujeto.


Pongamos un ejemplo ¿objetivo?, pero basado en un caso real, en el cual desconocemos el diagnóstico clínico, hasta cierto punto, porque la “paciente” no ha sido atendida por ningún psiquiatra o psicólogo, se niega, pero su madre, psicóloga clínica, ha acudido a un psiquiatra a consultar el caso y pedir asesoramiento para poder ayudar a su hija. Nos encontramos con una mujer joven de 43 años (la hija), con una profesión cualificada, que habiéndose ido a vivir hace seis años con su pareja a Lisboa, aunque al tiempo de llegar a Portugal se separaran, regresa a casa de su madre, en España, escuchando voces, como hipnotizada, emocionalmente plana, no queriendo hablar con nadie ni ver a su padre, ni a sus hermanas ni a sus sobrinos; y –lo más preocupante– afirmando estar mejor que nunca y no admitiendo ayuda o terapia de ningún tipo. Apenas intercambia cuatro frases y cierra cualquier conversación; no usa el ordenador ni el teléfono. Pero se asea, hace sus ejercicios de gimnasia, se alimenta, aunque poco, sólo con sopas, arroz y té. Pasa el día encerrada en su habitación o en el baño, donde durante horas y horas se peina delante del espejo. Algunos días, no siempre, sale a la calle, sola, se compra un par de cositas y regresa. Su madre la escucha hablar con las voces, a veces enfadada, a veces en inglés. Esta situación se alarga en el tiempo y ya lleva así un año, sin tratamiento alguno. A continuación, transcribo una escena narrada por su madre que, a su vez, está intentando escribir lo que ella llama “mi biografía de Clara”:

"Está en su habitación, son las 7 de la mañana, yo ya estoy despierta, la oigo hablar alto, pienso ¿es una pesadilla o habla con su ‘voz’?, me acerco a la pared para oír mejor: ¿por qué cabrón, por qué?, con rabia, reproche, hay una pausa y vuelve a decir más o menos lo mismo; no escucho muchas palabras. A eso de las 09 sale de su habitación al baño y luego me da los buenos días como si nada. Pienso que habla con un único interlocutor, posiblemente la representación psicótica de su amor idealizado y secuestrador de su cabeza".


Desde lo poco que sabemos de psiquiatría, nosotros, profanos, somos sólo personas que la conocemos desde hace años, podemos aventurar: parece una psicosis, parece una esquizofrenia, y preguntarnos ¿precisaría un “ingreso hospitalario” aunque fuera contra su voluntad para que no haya un mayor deterioro cognitivo? Desde la propuesta de un yo disidente (sin invalidar la clínica y más allá de la ayuda que pueda necesitar esta mujer tanto de fármacos y terapia y cómo no, de un entorno familiar afectivo) podríamos interpretar su situación actual de la siguiente manera: este sujeto que a lo largo de su vida siempre ha tenido ciertos comportamientos, digamos, un tanto particulares, ante una vivencia dramática que desconocemos pero que pudiera haber servido de detonante, es decir, ser objeto de un trauma, ha permitido que su yo disidente, que en su caso ha estado en otros momentos ya presente, se haga cargo a nivel nuclear de todo él y, para “salvarse”, se haya autoexiliado en la locura. Ha entrado reptando, como Alicia en el País de las Maravillas, por una puerta pequeña donde ha encontrado, en el subsuelo, un espacio más grande lleno de gente con la que hablar y correr pequeñas aventuras. Ahí, se encuentra bien. No deja de ser un mundo de ensueño hablar con las voces, discutir con la Reina para que no te corte la cabeza. En este caso, su yo disidente –perjudicial, si lo miramos desde la clínica y desde la pérdida de su autonomía (pues no es capaz de trabajar y necesita los cuidados de la casa materna) y también desde el daño emocional que causa en su familia– le ha ofrecido un mundo donde “estar” porque el real le ha hecho daño (porque aunque no sabemos qué le ha pasado, sí sabemos, por otros escuchadores de voces, que estas personas suelen haber vivido previamente un suceso traumático, en la infancia o en una etapa reciente).


El mismo psiquiatra que ya atiende y asesora a la madre hizo una visita médica a domicilio, pero la hija se negó rotundamente a conversar con él. A día de editar este texto permanece en la misma situación, no presenta ninguna conducta de riesgo, ha elaborado perfectamente su delirio, se lava a diario el pelo una y otra vez, espera marcharse cualquier día con “ellos”, y niega que exista un virus, el Covid-19, que esté paralizando el mundo. “Es mentira”, dice. (España, Estado de Alarma, marzo de 2020).


Quisiera proponer otro ejemplo: el cómo podríamos interpretar la fobia al compromiso sentimental, sabiendo que toda fobia es un temor, un miedo irracional, excesivo, ante algo que no representa apenas un peligro real y que va a generar una conducta evitativa, desde el concepto el yo disidente. Pongamos por caso un sujeto que muestra una ansiedad enorme ante la demanda, ya sea propia –pues muchas veces, en su fuero interno, sí lo desea– o por la otra parte, de forjar una relación amorosa. Sabemos que la fobia al compromiso, similar a cualquier otra, como pudiera ser el miedo a las arañas, oculta un miedo original que se ha desplazado a otro objeto o situación por lo que el desencadenante no es fácilmente identificable, y cursa con angustia e incluso con determinadas respuestas físicas: ataque de pánico, sensación de ahogo, temblor, taquicardia, sudores; finalmente, con un malestar enorme que coloca al sujeto frente a dos opciones: enfrentarse o huir, y, normalmente, huirá. De acuerdo con la literatura especializada este trastorno de la ansiedad pudiera tener su origen bien en un trauma o vivencia negativa en la infancia bien en un fracaso amoroso, doloroso y/o humillante; y generalmente va acompañado de una muy baja autoestima.


Interpretado desde el concepto el yo disidente, la propuesta sería la siguiente: el sujeto, siempre por causas –enunciadas con cautela, porque los pasadizos del laberinto por donde los diferentes yoes discurren son lugares angostos y oscuros– que debieran tener su origen en su pasado afectivo, en emociones guardadas en un lugar íntimo, para evitar un “posible” dolor emocional venidero, por temor a revivir una experiencia que valora como angustiosa o desasosegante, otorga a su yo disidente el poder de gestionar todo lo que tenga que ver con sus relaciones amorosas. Es decir, si bien no es hegemónico, convive y dialoga con sus otros yoes, su yo disidente le imposibilitará amar. De esta manera, este centinela, anticipándose a los hechos, le evitará que llegue a sentir miedo, lo protegerá no dejando fluir (en ninguna dirección) ni emociones, ni sentimientos, que le puedan angustiar. Ahora bien, habrá de negociar con el yo que se ocupa de satisfacer el deseo sexual. Este yo, en función de la personalidad y edad del sujeto, de cómo gestione su deseo y de su actividad sexual, tendrá mayor o menor rango. El yo disidente dejará a su rival, el yo sexual, acercarse a objetos del deseo el tiempo justo, no permitiendo que de ese encuentro pueda surgir algo más; las relaciones de una noche son las favoritas para este tipo de personas.


Distinto es cuando este sujeto comienza a mantener encuentros afectivos sexuales con una potencial pareja. Si bien al principio, cuando no hay sombras de compromiso, el sujeto en cuestión funciona con aparente o cierta normalidad, aunque siempre con reparos, incluso pudiera parecer que el yo disidente ha retrocedido cuando sin embargo sigue ahí agazapado, según avance la relación el yo disidente centinela intentará dinamitarla para salvar al sujeto, empezará ya a preparar su propia derrota, y pronto el sujeto huirá temporalmente o romperá el contacto con la otra persona pues, en ese momento, trayendo aquí una imagen de Kafka sobre sí mismo en una de sus cartas a Milena, él pasará a ser el ratón que corretea por la alfombra. Este ciclo se repetirá periódicamente, bien con la misma persona bien con personas diferentes. Finalmente, este yo disidente, con el paso del tiempo, acaba por invadir prácticamente todo el espacio de los otros yoes y convierte al sujeto en alguien difícil y solitario, reservado y huraño.


La Literatura nos ofrece una novela magnífica sobre esta imposibilidad de amar: Los restos del día, del escritor japonés y Premio Nobel de Literatura 2017 Kazuo Ishiguro, concretamente, en su protagonista: el mayordomo. Quienes no hayan leído esta novela quizá recordarán la adaptación cinematográfica de James Ivory con Anthony Hopkins y Emma Thompson. También podemos leer un maravilloso texto de Franz Kafka, en Escritos y fragmentos póstumos, en el que describe esta angustia:

“Amaba a una muchacha que a su vez me amaba, pero tuve que abandonarla.

¿Por qué?

No lo sé. Era como si estuviera rodeada por un círculo de hombres armados, con las lanzas en ristre apuntando hacia afuera. Cada vez que me acercaba, iba a parar a las puntas de las lanzas, acababa herido y me veía obligado a retroceder. He sufrido mucho.

¿Era la muchacha culpable de ello?

No lo creo, o más bien sé que no lo era. La comparación anterior no es del todo acertada, pues yo también estaba rodeado de hombres armados, con las lanzas en ristre apuntando hacia dentro, o sea, contra mi persona. Cuando procuraba llegar a la muchacha, primero quedaba atrapado por las lanzas de mis hombres armados y a partir de ese punto ya no avanzaba. Tal vez nunca llegué hasta los hombres armados de la muchacha, y si he llegado, lo habré hecho sangrando por heridas de mis lanzas y habiendo perdido ya el conocimiento.

¿Se quedó sola la muchacha?

No, otro avanzó hasta ella, ligero y sin encontrar obstáculos. Extenuado por mis esfuerzos, lo contemplaba con indiferencia, como si fuese yo el aire por el cual acercaban sus rostros para el primer beso”. 

La vida de Franz Kafka, a la que podemos acceder a través de sus Diarios y de su correspondencia con Felice y Milena, o en la biografía escrita por Reiner Stach (2016), constituye un ejemplo excepcional de la angustia tan enorme que puede generar en una persona el miedo a un compromiso sentimental; una experiencia de la que –en cualquier caso– no somos quiénes para aventurar, ni de Kafka ni de nadie, los posibles motivos.


El yo disidente, como anticipaba en el apartado ‘¿Qué es un yo disidente?’, participa de muchas de las cualidades del hombre musiliniano, el hombre sin atributos, y con ellas he elaborado una sola pregunta donde quedarían todas englobadas, partiendo, del modelo de pregunta sugerido por el estudio Marco de poder, amenaza y significado, antes citado. En mi caso, una sola pregunta, subdividida en cuatro, que permite al entrevistado no tener que ir respondiendo apartado por apartado, sino que simplemente pueda darle pie a hablar (ni siquiera necesariamente a contestar a la pregunta) pudiendo centrarse en lo que considere que le atañe. A esta pregunta contestan a continuación, con plena libertad y según su parecer, Silva Bon, Roberto Calella y Silvana Hvalič.


¿Usted considera que –cuando empieza a percibir que las cosas no van bien, en ese momento de inestabilidad, y todavía de lucidez al mismo tiempo– pudiera actuar en usted un yo interior que lo controlara y dominara, ya sea poco a poco o de manera fulminante, en su totalidad?


¿Considera que, una vez instalado en esa nueva “casa/lugar (emocional)” a la que se ha mudado después del derrumbe psíquico, usted pudiera haber quedado habitado por un yo poderoso –un yo que ha aprendido a renunciar a todo, y que incluso desvaloriza la vida– que no le permite gestionar otros aspectos de su vida hasta el extremo de pasar los días sin hacer nada. ¿Se ve encerrado en una habitación con las puertas abiertas donde nadie quiere entrar?


¿Considera, desde las ventanas de esa “casa” donde ahora circunstancialmente habita (o habitó en un tiempo atrás), que lo que es tiene la misma importancia que lo que no es, es decir, que el mundo de la posibilidad es igual que el mundo de la realidad; y que todo lo que cada día le sucede le lleva a usted a vivir en un estado fantasmagórico, etéreo, irreal, ilusorio, donde ya no le interesa la política, ni alcanzar fama, poder o dinero, siempre cediendo a su pasión (dormir, tomar café, fumar…) sin escuchar la opinión de los demás, es decir, descartando hacer cualquier cosa que no le guste, y sin tener mala conciencia por ello?

¿Considera que mientras habita en esa “casa emocional” vive en un impasse (una situación complicada de la cual uno no sabe cómo salir), es decir, si bien no dice “no” a la vida dice “todavía no”?


Nota  1– Dado que las tres personas que escriben a continuación están vinculadas a los Servicios de Salud Mental Trieste (Italia), siendo Trieste la ciudad donde el psiquiatra veneciano Franco Basaglia puso en marcha (año 1968) la revolución psiquiátrica al derribar, junto con todo el personal sanitario y los pacientes, los muros del manicomio de San Giovanni, facilito el link a un artículo titulado ‘Servicios comunitarios de salud mental con puertas abiertas y sin restricciones en Trieste, Italia, escrito por el doctor Roberto Mezzina, director de Salud Mental Trieste hasta noviembre de 2019, donde explica su organización y funcionamiento, por si alguien quisiera consultarlo.


Nota 2– Los Centros de Salud Mental de Trieste no son residencias hospitalarias sino casas grandes, pues la idea que subyace es la hospitalidad no la hospitalización, con habitaciones para “huéspedes”, es decir, disponen de seis u ocho camas donde pueden quedarse las personas hasta que se “disuelve” la crisis, o cuando se sienten muy desasosegadas, para que descansen, se recuperen, y luego regresen cuanto antes a su vida cotidiana y a su domicilio. El tiempo de estancia es de uno a diez días como máximo, siempre en un régimen de puertas abiertas y sin contención mecánica ni Terapia Electro Convulsiva. 


“Ninguno me daba una mano, una ayuda, ni mi marido, ni mi madre, ni mi padre”, por Silva Bon (Gruppo di Protagonismo Articolo 32. Trieste, Italia)


Tu propuesta sobre el yo disidente pienso que es una forma creativa de interpretación de un cierto modo de renuncia a la vida. Creo que hablar del yo disidente, como has hecho tú, es investigar para comprender cómo algunas personas renuncian a la vida o renuncian a expresiones de ellos mismos, de una forma o de otra, de diferente manera; el yo disidente entendido como un apartarse de la vida real, social, vivida comunitariamente, es decir, como una autoexclusión.


Proust, Walser, Pessoa, Joyce, los ejemplos que has puesto en tu investigación, aun siendo casos distintos, de algún modo todos renuncian a una forma de vida vivida. En relación con la enfermedad mental, de la misma manera que estos grandes intelectuales, escritores, que nos permiten conocer en otros la figura del yo disidente, muchas personas que he conocido, a lo largo de los años en mi larga experiencia en el Departamento de Salud Mental de Trieste –hablamos siempre en el ámbito del sufrimiento–, viven este yo disidente.


También yo, personalmente, he sido un yo disidente, porque, al escuchar voces, he vivido un entramado de impedimentos, enrojezco, por ejemplo, soy muy tímida. He sido violentada psicológicamente, seguramente también físicamente, cuando era pequeña. Tengo mucho miedo a relacionarme con las personas. Durante muchos años acudí a mi trabajo de profesora en la escuela, porque debía trabajar para vivir, y cuidaba de mis dos hijos pequeños, pero tenía miedo a salir de casa; he renunciado a experiencias lúdicas, gratificantes, como ir al cine, al teatro, dar un paseo, hacer un viaje, por ese miedo. Entiendo, de acuerdo a tu propuesta sobre el yo disidente, que es mi yo disidente quien me impide, por ejemplo, andar por la calle en Trieste, dormir fuera de casa. Tengo miedo de, estando en la calle, sentir las voces y que me dominen; tengo miedo de que, en ese momento, se rían de mí otras personas, como ya me ha sucedido. He estado profundamente mal, con un sufrimiento increíble. Cuando tenía 30 años tenía mucha menos energía que la que tengo ahora porque cuando me sonrojaba me agotaba, me quedaba sin fuerzas físicas al intentar, sin que nadie se diera cuenta, remontar, en público, ya que había perdido el sentido de la realidad circundante. No sé cómo explicarlo: yo perdía el sentido de la realidad, el sentido de la certeza; mentalmente, por algunos segundos o minutos, estaba fuera; y si estaba con otra persona debía recuperar el diálogo donde la persona lo había dejado en el momento en el cual yo no la había escuchado, mi cabeza estaba fuera. Es algo que socava completamente todo. En esos momentos, yo tenía una alucinación continua, compulsiva, al escuchar las voces. Focalizaba toda mi energía en intentar autocontrolarme, y este esfuerzo me destruía físicamente, me dejaba exhausta, y al regresar a casa, al mediodía, debía acostarme a dormir.


Hoy soy prisionera de mí misma, vivo en una celda, pero mucho menos que antes, cuando era joven, digamos, si se puede hablar de una mujer joven cuando se tienen 35 años con dos niños (los tuve a mis veinte años). En aquella época yo estaba en un estado de tal sufrimiento, de tal abandono, de tal soledad, que me sentía, como tú dices, en “una habitación con las puertas abiertas donde nadie quiere entrar”, pues ninguno me daba una mano, una ayuda, ni mi marido, ni mi madre, ni mi padre; me dejaban sola en el sufrimiento más negro; no sabía tampoco expresar mi sufrimiento, no podía hacer siquiera una petición de mis necesidades. Seguro que además la gente pensaba: esta enseña en un colegio, tiene un trabajo seguro por la mañana, tiene un marido [¡inexistente!], tiene dos hijos con los que convive, y tal vez me envidiaban: ¡esta mujer qué bien está!


Logro acudir a mi trabajo en aquel tiempo haciendo uso de toda mi fuerza de voluntad, de mi sentido del deber. Sé que debo trabajar. Mi sueldo, en ese momento, era indispensable en la economía familiar –era feminista sin saberlo, pensaba que una mujer debe trabajar–, pero estaba, claramente, enloquecida con las voces, las escuchaba también en la escuela, delante de mis alumnos. El Departamento de Salud Mental de Trieste, cuando tenía las crisis, me daba, de acuerdo con la ley, un mes de baja médica para restablecerme; esto me ayudó a mantener mi trabajo y a poder tener hoy una pensión y ser autosuficiente. Después de la muerte de mi madre, hace dos años, he heredado, pero hasta ese momento he vivido con mi pensión. Incluso he sostenido económicamente a mi madre, con la que mantenía una relación difícil, pero nunca me he rebelado contra su dureza, nunca se lo he expresado verbalmente; éramos profundamente distintas, tanto en el carácter como en la manera de entender la vida. Hasta que ella murió, a los 95 años, he sido su cuidadora en mi tiempo libre. Actuaba en mí el sentido del deber. El yo disidente era interior, era la renuncia, era la imposibilidad de hacer algunas cosas como, por ejemplo, hacer un viaje, estar dos días fuera de Trieste; mi miedo a huir por el miedo a sonrojarme, mi miedo a afrontar una vida en público. Mi yo disidente dialoga con mi yo del sentido del deber. También dialoga con mi yo del sentido del placer porque me agrada encerrarme en mi nido, en mi habitación, e investigar y escribir libros o en el diario. En mi diario escribo, al modo de Joyce, con el flujo de conciencia libre, plasmo todo mi sufrimiento, me libero, escribo en momentos de delirio, escribo incluso lo que me dicen las voces, aunque estos textos resultan más confusos; escribo en momentos de depresión. Siempre sin volver a releerlo, porque me hace sufrir. Hace muchos años escribía con una caligrafía en diagonal, ahora escribo recto, uso un cuaderno con cuadrícula, voy sobre la línea.


Mi yo disidente es el miedo, es un yo que me hace sentir miedo. Me he impedido realizarme a mí misma por el miedo. Cuando era joven me ofrecieron un trabajo en el Instituto de Investigación de Historia y mi marido no me dejó, yo le obedecí. Si hoy no tengo una titulación universitaria, a pesar de que de joven me fue concedida una bolsa de estudios, fue por el miedo a ir a clase, por el miedo a encontrarme con otras personas; por el miedo a salir de casa. Este es mi yo disidente.


Las voces comenzaron hace mucho tiempo y me han llevado muchas, muchas veces, a terminar hospitalizada. La primera vez, mi marido y mi madre, me mandaron al manicomio; mi marido aprovechó mi ingreso para pedir la separación y la custodia de los niños. Estuve ingresada en la Clínica Psiquiátrica Universitaria, en San Giovanni. Esta clínica era un manicomio cerrado. Durante ese mes, por las medicinas, por los fármacos que me daban, no sé lo que hice; recuerdo algún vago flash; no recuerdo cuándo comencé a lavarme, por ejemplo. Me acuerdo de que estaba en la cama y que me rodeaba el equipo de médicos, todos con batas blancas; cosas que, después, cuando ya me trataron en el Centro de Salud Mental, no sucedieron nunca más. Después de mi primera hospitalización en aquella clínica-manicomio también probé con tratamientos privados, mi madre me pagaba visitas a médicos privados. Uno de estos médicos me dijo que mis problemas “se resolverían” si encontraba a un hombre. Y yo continuaba enloquecida. Después de mi matrimonio he tenido una relación libre, una relación larga, una sola; la cerré hace diez años. Ahora puedo decir que era una relación equivocada, un hombre equivocado. No vivíamos juntos, era una relación libre, él venía a mi casa, salíamos a la noche, hacíamos algún viaje juntos para investigar sobre algún tema. Después he comprendido, aunque en aquel momento no lo sabía, que estaba con él para poder decir que tenía un hombre, pero él me tenía sólo para el sexo y yo me hacía la ilusión del amor, me contaba esta fábula a mí misma, me engañaba a mí misma y no era una relación verdadera.


En el Centro de Salud Mental de Trieste he estado hospitalizada como máximo una semana, tres días, tantísimas veces sólo por una noche, cuando me venían las voces y tenía miedo, pero aún tenía la capacidad de afrontarlas. Sin embargo, este verano, por ejemplo, en junio, he acabado en Venecia, he caído durante una semana totalmente bajo el dominio de las voces. No he logrado detenerme a tiempo. Al final, primero he dado vueltas durante tres cuatro noches por Trieste, día y noche, sin dormir, sola, peligrosísimo, perdida completamente, vestida tal como estaba en casa, sin el teléfono móvil, aunque sí con algo de dinero. He estado una semana sin comer, sólo con un café sin azúcar, sin comer nada salado, sin hacer pipí, porque las voces no me dejaban hacer pipí. Terrible. La doctora Santoro, del CSM de Barcola, junto con un enfermero, vino a recogerme al puesto de policía del Aeropuerto Marco Polo (Venecia), y después me hizo dormir tres días seguidos, en el mismo Centro de Barcola, en una de las camas. Yo no sé en esos tres días qué ha pasado conmigo; una mañana me he levantado, he pedido a la enfermera mi inyección de Haldol, y he regresado a casa.


Directamente en relación con la enfermedad mental, pienso que el yo disidente invade a la persona en su totalidad cuando no comprende o no logra comprender que, aunque ahora está mal, tiene posibilidad de salir. Muchos no quieren estar mal, pero no hacen nada para salir de esa situación. He corrido el riesgo de morir tantas veces…, no sabes todo lo que he pasado en los momentos en que caía prisionera de las voces, esas noches por Trieste, sola, me podían haber estrangulado, violado, robado, agredido. Cuando estoy con las voces yo obedezco sólo a las voces, si me dicen tírate me tiro, si me dicen vete fuera de casa, me voy. Una vez me dijeron “tírate por la ventana” y estaba ya sobre el alféizar, sentada ahí, con la ventana abierta, ya con las piernas fuera para tirarme, no sé qué dios me ha parado. Estaba sola. Quizá otra voz me dijo que regresara dentro. Estaba sobre el alféizar, lista para saltar, habría podido morir. No sé qué me ha salvado.


Yo quiero decirte esto, lo que me ha salvado de estar absolutamente prisionera en una jaula, como estaba a los 35 años y a los 40 –en la celda del yo disidente–, es haberme dado cuenta de que estaba mal, de que así no podía vivir más. Las voces me han salvado, porque el camino de las voces, un camino larguísimo, hablo de cuarenta años, porque ya soy vieja, viví mucho, me ha llevado a siempre dar un paso adelante, un paso atrás, y de nuevo tres adelante; un paso adelante, paso atrás, siempre con el sufrimiento y siempre hospitalizada, un día o una semana, cuando caía. Ahora tengo menos miedo a salir de casa, todavía existe ese yo disidente que me detiene, pero hoy he venido tranquila a tu casa para grabar la entrevista, aunque he sentido un poco de ansiedad esta mañana al salir, pero ahora me encuentro muy bien mientras estoy hablando contigo. Yo he estado muy mal, pero he tenido la fuerza de voluntad de dejar de ser prisionera del yo disidente. Las voces me salvaron la vida porque me llevaron al Centro de Salud Mental de Trieste, cuando mi madre, harta de pagar a un psiquiatra una vez al mes, dijo ¡no pago más, vayamos a la sanidad pública! Y ahí me han salvado la vida. Porque para reconstruir a una persona no bastan los fármacos, necesitas hacer cosas por ti misma y conocer a otras personas, ir a conferencias, participar en workshops, porque todas estas cosas son oportunidades para estar bien.


Hay un yo disidente que me tiene prisionera, pero también hay otro yo que le hace la guerra, que me ayuda a salir, a decir “no, voy fuera”; afronto las situaciones con coraje. Hay otros yoes también, el yo del deber, el yo del placer. Cuando hago un esfuerzo para salir me da miedo, me sobreviene la ansiedad, me planteó qué sucederá, pero también pienso: después será agradable, estarás contenta, irá todo bien. Cualquiera que me conozca en los momentos en que estoy bien sabe que he escrito muchos libros, hago un trabajo intelectual, escribir, pensar, leer. Pero, además, tengo mi casa ordenada, hago todos los trámites burocráticos, pago los impuestos, pago la comunidad, no estoy abandonada en la cama sin hacer nada, sé hacer todo. Llevo un tipo de vida normal.


Cuando he visto tus vídeos, el workshop que hemos hecho juntos, con Articolo 32, en el Departamento de Salud Mental, se me han abierto ventanas, he comprendido algo más sobre lo que me estaba sucediendo. No he ganado ninguna lotería, camino y busco desesperadamente estar siempre bien, mejor, yo no quiero estar mal, no quiero sufrir, no es que me guste el sufrimiento, pero cuando sufro trato de dar un sentido a mi sufrimiento ¿comprendes?, que no sea inútil. Ahora enrojezco un poco menos, tengo menos miedo a salir de casa, siento menos esa celda, la prisión en la que me he encerrado yo sola, “una habitación con las puertas abiertas, pero donde nadie quiere entrar”. Hoy, la prisión está parcialmente demolida, un poco, al menos, y esto para mí es una victoria. Es una gran victoria. Da un sentido a mi sufrimiento. Digo sí, estoy en el camino desde hace años o he sufrido y continúo sufriendo muchísimo, pero todo esto tiene un sentido porque un día un paso adelante, al día siguiente dos pasos atrás, luego de nuevo adelante. Al menos camino un poco mejor, veo la luz fuera del túnel.

Silva Bon. 11 de junio 2019. Trieste.

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Aquí, un buen ejemplo literario a nombrar sería Alda Merini (Milán, Italia, 1931-2009). Esta escritora estuvo internada, intermitentemente, durante diez años, en distintos manicomios de Milán, por primera vez cuando era casi una niña, aunque ya era también esposa y madre; un periplo que finaliza cuando tiene lugar la revolución psiquiátrica de Franco Basaglia y se promulga en Italia la Ley 180 (1978). Su diario La otra verdad, donde cuenta los malos tratos que recibían todas las internas del manicomio; la tortura del electroshock, como castigo, además; la pobreza, pasaban “horas y horas dibujando sobre el polvo de la única mesa que había en la institución”; y, también, su relación amorosa con Pierre, un hombre bueno, un enfermo silencioso, al que ve por última vez a través de las rejas de un carromato cuando a él lo trasladan a un hospital de crónicos, pone de manifiesto su alegría por vivir, a pesar de.


Evidentemente, el daño estaba hecho: “Vivo todavía en la casa de donde salí para ir al manicomio. Todavía no consigo dejarla. Aún después de años de soledad, cada noche, pongo una barricada contra la puerta porque tengo miedo de que vengan a buscarme y me lleven allí”, escribe Alda Merini para la edición de 1997.


Dado el impacto, en Silva Bon, de la imagen kafkiana “una habitación con las puertas abiertas donde nadie quiere entrar", quisiera dedicar unas líneas a una imagen creada por Franz Kafka y que el escritor usó de manera intensiva: la puerta y por extensión, el portal, como constata su biógrafo Reinar Stach: “En sus obras se encuentran puertas que no están cerradas y aun así es imposible atravesar (la puerta de Ante la Ley, y la puerta por cuya mirilla se ve al funcionario de El castillo, Klamm); puertas abiertas detrás de las cuales reina una oscuridad impenetrable; puertas miserables que se abren solas (Un médico rural) o amenazan con desvanecerse (el acceso a la cámara del pintor Titorelli en El proceso); puertas cuyo mero contacto trae consigo la tortura y la muerte (El golpe a la puerta de la granja). En el relato "Un mensaje imperial", “la puerta está cerrada no sólo porque el guardián se niega a abrirla; se mantiene cerrada porque –lo que es peor– tampoco hay llave por el otro lado”. Cito de nuevo a Franz Kafka en ‘He provisto a la obra’:


Raudo me alejo de la entrada, pero no tardo en volver. Busco un buen escondite y acecho la entrada de mi casa –esta vez desde fuera– durante días y noches. […] Tengo la sensación de no estar delante de mi casa, sino frente a mí mismo mientras duermo, con la suerte de poder vigilarme atentamente a la par que duermo con profundidad”.


Creo que Franz Kafka ofrece a las personas con sufrimiento psíquico un baúl de imágenes extraordinario con las que poder comunicar a otros sus propios miedos, sus propias angustias. También pueden resultar muy sugerentes los poemas de Álvaro de Campos/Pessoa, como, por ejemplo, estos versos de Tabaquería: “Hice de mí lo que no supe,/ y lo que podía hacer de mí no lo hice./ Vestí un disfraz equivocado./ Me conocieron enseguida como quien no era, y no lo desmentí, y me perdí./ Cuando quise quitarme la máscara/ la tenía pegada a la cara”.

 




“Mata a la madre, dijo Basaglia utilizando una metáfora, y me dispongo a hacerlo”, por Roberto Calella (Gruppo di Protagonismo Articolo 32. Trieste, Italia)


El yo disidente para mí no es la enfermedad, parece una abstracción, en realidad es lo ineludible para bien o para mal.

Otoño de 1975, ¡oh dios! estoy enfermo, estoy convencido de que no es un mal físico porque la aflicción se presenta bajo la forma de ataques de pánico.

Me siento realmente indefenso por primera vez en mi vida.

Sólo conozco un arma: hay que enfrentarse a los problemas y, por tanto, empiezo a luchar.

Sorprendentemente, ya no me siento solo, no porque tenga un psiquiatra sino porque advierto que el soldado que empieza la batalla es un otro Roberto, él está conmigo, pero lo siento fuera, al lado, más agresivo de lo que soy yo normalmente.

Dar con el primer problema no es tan difícil: mata a la madre, dijo Basaglia utilizando una metáfora, y me dispongo a hacerlo. Todo comienza con la familia, así es.

Mi madre, que tenía un problema de sumisión en su relación con mi padre, se pega a mí morbosamente, condicionando mi desarrollo personal. Ella no es una mujer mentalmente complicada y esto me permite, en poco tiempo, aunque dolorosamente, resolver esta primera fase.

Las heridas persisten en el sufrimiento psíquico y se manifiestan a través de alteraciones en el comportamiento que debo imprescindiblemente esconder porque estoy trabajando e intento ascender en la empresa.

¿La solución? Sí, ¿cuál es la solución práctica? Sí, sólo la “máscara” que tengo que colocarme de ahora en adelante. Más allá de la metáfora, me explico mejor: mientras las alteraciones persisten debo comportarme apropiadamente frente a jefes y compañeros que no deben percatarse de cuál es mi estado de salud actual. No quiero el estigma. Con la muerte en el corazón empiezo y sorprendentemente lo logro. Concentrarme en cosas prácticas me ayuda y en las inevitables crisis me eclipso rápidamente de mi lugar de trabajo.

No poder ser ya yo mismo me pesa, sin embargo, la cosa funciona: ¿máscara, fuerza interior, ángel o yo disidente?

Esta reflexión sólo la puedo hacer después de haber asistido a la proyección de los videos de Ana Martínez, que tal vez puedan ofrecerme una llave para interpretar mi guerra contra el “perro negro”.

Volviendo a 1975 debo decir que también hay una joven con la que pretendo casarme y con la que no encuentro justo esconderme, aunque también, inesperadamente, me dice que me encuentra mejor, pero que en algunos momentos no logra reconocerme…

Me caso y todo va bien en las relaciones interpersonales y en el trabajo. Todo esto hasta el otoño desde 1994.

En noviembre de 1994 tomo la decisión de traicionar a mi esposa con una mujer que era “intocable”, algo que no favorece a quien que ha experimentado el sufrimiento mental.

De hecho, la “bestia comienza a gruñir de nuevo”, lo que demuestra que las causas de nuestro malestar, queramos o no queramos, dependen de cómo nos sentimos con el resto de nuestra vida.

Febrero 2012: mi pareja muere (mientras tanto había reconstruido la relación con ella).

Esta vez no me derrumbo: tal vez la experiencia sea realmente útil para algo.

O tal vez, y repito, tal vez sea el yo disidente que opera de manera no siempre fácilmente comprensible e interfiere en el curso de los acontecimientos.

Para mí, el equilibrio, aunque sea a través del sufrimiento, sólo puede ser positivo. Sí, ahora vivo de manera aceptable e indudablemente no hay mal que por bien no venga: tengo más curiosidad, deseo estar informado, y he aprendido a aceptar mejor las dificultades.

Espero que esto dure.

Sólo un punto: “la máscara”. ¿Aún existe en mí?

Con máxima honestidad y después de una reflexión cuidadosa diría que lo que la gente ve en mí ahora es cierto y no existe el enmascaramiento. Soy una persona que ha sabido extraer lo positivo de sus propias experiencias, especialmente de las negativas, y estoy orgulloso de ello. Quién sabe, tal vez soy finalmente libre.

Roberto Calella, 11 de septiembre 2019. Trieste.

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A muchos autores la escritura les salvó la vida –al menos durante un tiempo–, les permitió jugar con la complicidad entre vida y sufrimiento. “O se encuentra una lógica al sufrimiento o se enloquece”, decía Anne Sexton –autora de Vive o muere, (1966)– a sus estudiantes durante un curso de poesía en Colgate University. La historia de esta poeta, que padecía un grave sufrimiento psíquico, está plagada de momentos de dolor que van desde haber sufrido abusos incestuosos a intentos suicidas, alto consumo de alcohol, o periodos de pasividad en los que soportaba ser “curada” por psiquiatras cuando realmente lo único que posiblemente la liberaba de la angustia y la sacaba de la depresión era la escritura. Y Anne Sexton lo sabía, aunque finalmente se encierra en su garaje, pone el motor en marcha de su coche y se suicida inhalando monóxido de carbono como su amiga Sylvia Plath había inhalado el gas de la cocina. El suicidio es el silencio, pero no deja de ser una manera creativa de escribir el final de tu vida. 

 
“El autoexilio es un entregarse, es un dejarse marchitar por dentro y por fuera, es un retirarse, es una lenta extinción”, por Silvana Hvalič (Gruppo di Protagonismo Articolo 32. Trieste, Italia)


Conocí a la investigadora Ana Martínez en el 2018, primero a distancia, cuando se presentó enviando un email desde Madrid a Articolo 32, proponiéndonos abrir un debate sobre el yo disidente. Articolo 32 es un grupo de protagonismo –donde yo, naturalmente, participo– nacido para el sostén y la defensa de la ley nacional 180, donde no se habla del propio sufrimiento sino sobre distintos temas de interés cultural y de actualidad, con el fin de favorecer una identidad social y política, en interés de la comunidad. Constituye un espacio de libertad, donde la persona consciente de su propio potencial y de sus propias habilidades es igualmente consciente de que puede desempeñarlas y, al tiempo, es capaz de reforzar la percepción que tiene de sí misma y de su autoeficacia, premisas necesarias para fomentar la recuperación personal hacia un estado de bienestar mental cada vez mayor.


En este ambiente de profunda reflexión y discusión en la que todos estábamos involucrados, desembarcó Ana en septiembre, con toda su vitalidad y entusiasmo, y fue muy bien acogida por todo Articolo 32. Para nosotros el yo disidente era un tema complejo y fascinante, realmente una novedad y despertó no poca curiosidad.


Visionamos juntos cuatro de sus documentales (dedicados a Walser, Joyce, Canetti, Pessoa) para comprender mejor y facilitar la transición del mundo de la literatura al mundo de la salud mental, con personas que viven la experiencia. Nos adentramos en la vida de algunos de los grandes personajes del mundo literario del siglo XX, al objeto de indagar en el mundo de las diferencias y las extravagancias para después irnos acercando al sufrimiento mental.


El yo disidente, inmediatamente, me pareció una idea interesante sobre todo porque invita a afrontar la salud mental desde una posición nueva, aunque te exija, realmente, mucho esfuerzo asimilarlo.


Antes de conocer el trabajo de Ana, nunca había pensado que esa perturbación, ese extraño movimiento interno que se manifiesta sin previo aviso, tuviera que ver con el yo disidente. Desde que lo he descubierto trato de aproximarme a él, quisiera saber más sobre qué hace, cómo actúa, cómo se comporta, quién es. A veces, también resulta divertido, por ejemplo, cuando se convierte en un amigo. Naturalmente, no un amigo con el que vas al cine o con el que hablas de tus asuntos más íntimos en profundidad, no es ese amigo.


Es “uno” que llega, sin previo aviso y, al mismo tiempo, sin preaviso se va. Y aquí comienzan las dificultades, porque quisieras acercarte más, tocar con la mano eso que vives con tanta angustia y tanto miedo. El yo disidente tiene la capacidad de capturarte de tal modo que no puedas ya saber quién eres, dónde te encuentras, qué estás haciendo. Cuando no sabes lo que estás haciendo la situación puede llegar a ser muy difícil de gestionar, puedes hacer y decir cosas sin darte cuenta, dando lugar a no pocas “dificultades”. Este yo disidente te obliga a “estar alerta”, a mantener alto tu umbral de “atención”, en tanto puede ser más poderoso que tú, y cuando es más fuerte que tú te captura y te secuestra, limita tus posibilidades.


Sin embargo, existe la posibilidad de aceptar a este yo disidente como una parte de ti y pasar a “jugar con él”, a involucrarte con él. Participar en el juego significa aprender tanto como sea posible para sentirlo venir. A veces, puede llegar para ayudarte, y en esos momentos puedes jugar con la cercanía la distancia. Debemos “observarlo”, “monitorearlo”, “arrinconarlo” para no darle demasiado espacio, pues de lo contrario nos arriesgamos a ser “encarcelados” en una maraña, sin posibilidad de salida.


Resulta muy útil verlo en otros, ayuda a comprender cómo funciona, cómo dirige la escena. Para mí fueron de gran ayuda los vídeos que vimos juntos, con el Gruppo, cada uno de nosotros encontró entre las imágenes algo que formaba parte de él, a la par que otras cosas que no le concernían, pero permite una aproximación a esa parte de nosotros más perturbadora y angustiosa, llena de riesgos y de no retorno. Me viene a la memoria Nietzsche al borde del abismo, a punto de caer, como una roca.


Un yo disidente verdaderamente fuerte puede mantener cautiva a una persona durante largos periodos de tiempo o para el resto de su vida. Si no se alcanza un acuerdo, si no existe la posibilidad de hacer reaccionar a un otro yo que tenga la fuerza suficiente para dialogar o llegar a un pacto con el yo disidente, la persona se arriesga a quedarse inmovilizada. Se necesita toda la fuerza de la que se sea capaz para neutralizar., limitar todo aquello que favorezca al yo disidente, al objeto de impedir que se haga con el control.


En el caso de escuchar voces, cuando estas son un continuo tormento, la capacidad de mantener una agotadora posición de alerta, o una negociación interminable, a largo plazo, se acaba. Así que llega el día en que uno se rinde, uno sucumbe, porque todo falla.


Se inicia en ese momento un autoexilio definitivo en el cual no se pide ayuda, no se quiere ayuda, no se puede recibir ayuda; las voces se han hecho con el control. Los otros yoes se esfuerzan por ayudar, pero son impotentes.


Somos prisioneros del mundo en el que vivimos, no podemos vivir libremente, debemos respetar las reglas, aceptar restricciones. Uno puede refugiarse exiliándose en la locura, como es el caso de Robert Walser, precisamente porque no alcanza a ser ese que podría haber sido, o porque uno se encuentra en un mundo que no te comprende o no te permite vivir. El yo disidente es más poderoso y no deja espacio a los otros yoes, que quisieran o pudieran llegar a acuerdos con él. Walser, imagino, dialogó con la sociedad hasta que dijo “basta, me retiro” y en ese momento dejó que su yo disidente operase por él. A partir de ese momento, el yo disidente tomó las riendas de su vida, relegando a los otros yoes a la petrificación.


¿Cómo definir a este huésped tan incómodo, tan complicado? Resulta difícil dar una definición unívoca, se presta a muchas posibilidades. Se podría definir, por ejemplo, como “un puñetazo en el estómago”. Un puñetazo en el estómago que se da, un puñetazo en el estómago que se recibe. No es algo que vaya en una única dirección, no te permite ser como quisieras o hacer lo que quisieras, ni siquiera puedes regularlo con tu lado racional, es algo que sale de ti, emerge de tu interior y lo hace todo. No estoy de acuerdo con hablar de un autoexilio “en la” locura porque diciendo “en la”, se da a entender que ya se está allí. La vida no es una línea recta, es un viaje y el yo disidente viaja contigo.


El autoexilio es un entregarse, es un dejarse marchitar por dentro y por fuera, es un retirarse, es una lenta extinción, es un viaje donde todo sucede a cámara lenta, todo es rechazado, pero no completamente, todavía queda algo de espacio, alguna posibilidad de poder observar. Una dimensión, quién sabe, que más o menos podríamos definirla como un “refugio” donde calmar, “acurrucar” las heridas, no siempre y no sólo.


El yo disidente, a su manera, trata de ser una ayuda, te ofrece una “habitación”. Puede ser una “habitación” abierta donde nadie quiere entrar; puede ser una “habitación” en la cual tú eres el que no quiere dejar entrar a nadie; también puede suceder que seas tú quién no quiere salir de la “habitación”: es una posibilidad de vida, cuando no se ha dicho todavía no a la vida.


El yo disidente no nace de la nada, nace de los traumas, de la dificultad, del sufrimiento, de la rabia, de la angustia… Se nutre de todo esto. Si estás en una habitación con las puertas abiertas, pero ninguno puede entrar y no puedes/quieres salir, debes empezar a indagar…


Una lección interesante y positiva que podemos aprender de los videos sobre la disidencia de estos grandes escritores es la necesidad de trabajar sobre nuestro yo disidente, como cada uno de ellos hizo durante años y años. El yo disidente es uno más entre los yoes, pero tal vez uno de los más peligrosos, aunque, ciertamente, no es el único. Es un grito silencioso con una desesperada petición de ayuda y una gran necesidad de ser acogido. Ingeborg Bachmann, célebre escritora, poeta y ensayista austriaca, identifica las posibilidades de expresión con el lenguaje. Un lenguaje auténtico que se manifiesta en la tensión con la que el lenguaje muestra lo que no puede ser dicho y explicitado, y que constituye el lado oscuro de la existencia, donde la palabra recupera un significado de esperanza, pero también un compromiso ético por un mundo nuevo.


Silvana Hvalič. Medeazza, 2 febrero 2020

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La literatura nos ofrece algunos textos, en bastante medida autobiográficos, donde poder observar en otros, como sugiere Silvana Hvalič, cómo se comporta el yo disidente, y a reconocer los mecanismos con los que opera, las herramientas de las que hace uso mientras “encamina” al sujeto a autoexiliarse en la locura o se encuentra en la recta final, a punto de hacerse con todo el poder o ya lo ha conseguido, para poder extrapolar esta información a nuestro propio caso, si se diera, e intentar no ser encarcelados.


Podría citar igualmente Inferno, de August Strindberg (Estocolmo, Suecia, 1849-1912); El búho ciego, de Sadeq Hedayat (Teherán, Irán, 1903 – París, Francia, 1951); El hombre jazmín. Impresiones de una enfermedad mental, de Unica Zürn (Berlín, 1916 – París,1970); 4.48 Psicosis, de Sarah Kane (Brentwood, Reino Unido, 1971-Londres, 1999), pero dado que las siguientes páginas estarán dedicadas al hikikomori japonés, a su modelo de disidencia, quisiera referirme especialmente a Los engranajes del escritor japonés Rynosuke Akutagawa (Tokio, 1892-1927), un autor cuya biografía y obra encajarían perfectamente en mi propuesta sobre el autoexilio en la locura. La madre de Akutagawa padecía un grave sufrimiento psíquico y murió cuando él era muy niño, y el escritor vivió siempre con el miedo a enloquecer. Akutagawa y toda su generación y la de posguerra [Yukio Mishima presentó al mundo su seppuku como un sacrificio humano y tuvo un gran impacto mediático] vivieron la trágica “imposición” de los valores occidentales y la rápida industrialización del país que tuvo lugar en Japón a partir de la Restauración Meiji de 1868, que se llevaría por delante la estabilidad psíquica de muchos de sus ciudadanos. A los días de terminar de escribir Los engranajes, donde relata las experiencias de un delirante alucinatorio, se suicida con veronal. Cito aquí las tres líneas finales del relato de Rynosuke Akutagawa:


“Fue la experiencia más aterradora de mi vida… ya no tengo fuerzas para seguir escribiendo. Es inexpresablemente doloroso vivir en este estado mental. ¿No hay nadie que venga y me estrangule en silencio mientras duermo?”.




 Tomado de: 

www.fronterad.com

07 febrero 2021

Una teoría de la lectura. José Luis De Diego

 



Una teoría de la lectura


José Luis De Diego


Es posible realizar una lectura de los textos de Barthes a partir de la noción de “escritura”. El desplazamiento de los intereses de Barthes que se opera en El placer del texto produce una ruptura que —si bien ya perfilada en S/Z— se hace explícita en el '73 y deriva en una línea que se cierra en el '77 con Fragmentos de un discurso amoroso. Veamos uno de los fragmentos de El placer...: “El texto que usted escribe debe probarme que me desea. Esa prueba existe: es la escritura. La escritura es esto: la ciencia de los goces del lenguaje, su kamasutra (de esta ciencia no hay más que un tratado: la escritura misma” (p. 14). Afirmar que la escritura es ahora nada menos que una “ciencia de los goces del lenguaje” implica una ruptura que, en relación con los textos anteriores, resulta insostenible. Esta afirmación permite dos reflexiones: a) Barthes ha abandonado el rigor de una teoría que ha construido progresivamente desde sus primeros textos: la ciencia ya no tiene un “aura” negativa; la escritura no se asocia ni a un ethos social, ni a una estructura, sino a un goce, b) Este abandono tiene evidentes desplazamientos hacia los modos en que Barthes organiza su exposición: el fragmento, la digresión, la prosa aforística; su estilo se “literaturiza”.


Si intentamos una grafica del desplazamiento, vemos: 

a) 1955 (El grado cero...)-. Escritura: Lengua y Estilo

b) 1966 (“Introducción...”). Escritura: Lengua (Estilo)

c) 1973 (El placer...). Escritura: (Lengua) Estilo


a) Entre el horizonte de la lengua (límite social) y la verticalidad del estilo (nace del cuerpo y del pasado del escritor), la escritura instaura otra realidad formal.

b) El interés deriva hacia la lengua (el modelo); son los años del estructuralismo ortodoxo.

c) El modelo de la lengua es “científico”: a partir de los textos de Nietzsche se “deconstruye” el modelo. Otras categorías aparecen en escena: “cuerpo”, “yo”, “imaginario”, etc., todas ellas ligadas a la definición originaria de “estilo”.


El esquema precedente —revelador del desplazamiento que mencionábamos— requiere una advertencia. En rigor, las categorías que resultan centrales en los 70 no se asocian a la noción de “estilo”, ya que esta noción apareció ligada años atrás a la figura del escritor y el interés de Barthes se detiene ahora en el lector. Hemos hecho referencia a categorías fundantes de los 70 como “connotación” y la oposición “texto legible/texto escribible”, categorías que habían alejado a la escritura de Barthes de su preocupación por el texto en tanto objeto estructurado.


El interés creciente por la lectura y por el lector ocupa la primera mitad de la década del 70. No se trata, empero, de un interés aislado. La crisis en la teoría literaria contemporánea de los llamados sistemas “totalizantes”, omnicomprensivos, como lo fueron el estructuralismo y el marxismo, posibilitaron la apertura hacia nuevos rumbos, relativistas y contextualistas. Barthes es, sin duda alguna, un protagonista central de esa crisis y de esta apertura. No obstante, si bien las figuras del lector y de la lectura crecen, no siempre los enfoques son coincidentes. Se podría decir que hay, por lo menos, tres perspectivas diferentes.


1— Una perspectiva sociológica, una sociología de la comunicación y distribución de la literatura. Se enmarcan en esta tendencia los trabajos de Robert Escarpit, en los cuales las herramientas de la sociología —estadísticas, cuestionarios, análisis de variables— permiten establecer pautas para la discusión de categorías como literatura popular o de niveles de lectura de acuerdo con la condición social del público lector, “recorridos” de textos, etc.


2— Una perspectiva anclada en la tradición hermenéutica, particularmente en la revaloración de la obra de Hans Gadamer a partir de los trabajos de Hans Jauss y Wolfgang Iser. Allí se condiciona la interpretación de los textos literarios desde la actualización del horizonte del lector. La construcción del horizonte —o, mejor dicho, los horizontes de expectativa y de experiencia— permiten establecer las diferentes lecturas que distintas sociedades en distintas épocas hacen de un mismo texto. El sentido de un texto, por lo tanto, no se agota en sí mismo, sino que circula y se transforma. La lectura que hicieran los románticos de Shakespeare, por ejemplo, desde el célebre prólogo a sus obras de Víctor Hugo, difiere notablemente de las puestas de Shakespeare en el siglo XX, muchas de ellas “atravesadas” por la lectura de Freud.


3— El desarrollo de los estudios semióticos también deriva hacia una preocupación que apunta al lector, la lectura y el sentido. Luego de escribir sus conocidos La estructura ausente y Tratado de semiótica general, Umberto Eco publica Lector in fatula. Allí se formulan categorías centrales en la semiótica de la narración como “lector modelo”, “estrategia/s”, “interpretación/uso”, etc. Existe una articulación de sentido entre el “lector modelo” o lector que el texto prevé y el lector real. De esa articulación depende la resolución del acto de lectura. Eco explica los diferentes niveles de articulación a partir de la participación del lector real en el mecanismo de sentido. De este modo, habrá lectura, interpretación o uso del texto.


Si bien estas perspectivas no se desarrollan exactamente en los mismos años (los textos de Escarpit son anteriores a la década del 70) resultan reveladores del desplazamiento a que hacíamos referencia. Es significativo el hecho de que los autores mencionados en diferentes momentos de sus obras se distancian y polemizan con Barthes. Uno de los reproches más insistentes tiene que ver con la asistematicidad de las posiciones de Barthes. Adoptar técnicas de la sociología, incorporarse a la tradición hermenéutica, o desarrollar categorías de la semiótica en una teoría de la lectura, implica situarse —aunque a veces críticamente— en la seguridad de saberes consagrados. Barthes opta por la actitud inversa: elabora sus posiciones teóricas a partir de categorías que “roba” de otros saberes y que, en su escritura, se “deforman” y potencian con nuevos sentidos. Quizás el ejemplo más visible sea el uso libre que Barthes hace de categorías derivadas del psicoanálisis.


Ya en S/Z existía una teoría de la lectura. Allí, la evaluación de un texto debe estar ligada a la práctica de la escritura. A partir del valor que esa evaluación encuentra —lo “escribible”— es posible postular su contra-valor reactivo: lo legible. Esto es así dado que “nuestra literatura está marcada por el despiadado divorcio que la institución literaria mantiene entre el fabricante y el usuario de un texto, su propietario y su cliente, su autor y su lector” (S/Z, p. 2). 


Según Barthes, hoy la lectura no es más que un referéndum. ¿Cómo evaluar, por lo tanto, los textos legibles? Se recurre, entonces, a una palabra “prohibida” cinco años atrás: la interpretación. No obstante, Barthes rápidamente se distancia de la tradición hermenéutica: “Interpretar un texto no es darle un sentido (más o menos fundado, más o menos libre), sino por el contrario apreciar el plural del que está hecho” (S/Z, p. 3). La noción de “plural” —que ya aparecía en Crítica y verdad— asociada a la teoría de la intertextualidad, que Kristeva había postulado pocos años antes, permite una nueva aproximación a la operación de lectura: “Cuanto más plural es el texto, menos está escrito antes de que yo lo lea: no le someto a una operación predicativa, consecuente con su ser, llamada lectura, y yo no es un sujeto inocente, anterior al texto, que lo use luego como un objeto por desmontar o un lugar por investir. Ese ‘yo’ que se aproxima al texto es ya una pluralidad de otros textos, de códigos infinitos” (S/Z, p. 6). Así como frente a la obra- mercancía se oponía el valor productivo de la escritura, a la lectura como gesto parásito se opone la lectura como trabajo. Leer es un trabajo de lenguaje y el método de este trabajo es topológico. “Leer es encontrar sentidos, y encontrar sentidos es designarlos, pero esos sentidos designados son llevados hacia otros nombres; los nombres se llaman, se reúnen y su agrupación exige ser designada de nuevo: designo, nombro, renombro: así pasa el texto: es una nominación en devenir, una aproximación incansable, un trabajo metonímico” (S/Z, p. 7). Desde esta perspectiva, son posibles dos reivindicaciones: a) la del olvido, planteado no como un error de ejecución —olvidar un sentido— sino como un valor afirmativo, como un modo de confirmar la pluralidad del texto: “leo porque olvido”; b) la de la relectura, operación opuesta a los hábitos comerciales e ideológicos: leer el texto como si ya hubiese sido leído; poder salirse de la lógica y de la cronología de la historia para sumergirse en un tiempo mítico sin antes ni después.


Las consecuencias de la ruptura que provoca S/Z con la obra anterior de Barthes ya han sido parcialmente explicitadas: a) desde el punto de vista teórico, el acento puesto en la lectura deriva en la incorporación al discurso crítico de Barthes de nuevas categorías que aparecerán de un modo central, según veremos, en sus textos posteriores; b) desde el punto de vista metodológico, la lectura marca definitivamente los modos de análisis textual: el “paso a paso”, la “lexia” o unidad de lectura, el texto esparcido/quebrado, etc. Si revisamos las entrevistas de aquellos años recopiladas en El grano de la voz, vemos hasta qué punto Barthes era consciente de esa ruptura. En 1971, afirma que, “de hecho, lo que traté de comenzar en S/Z, es una identificación de las nociones de escritura y lectura: quise ‘aplastarlas’ una contra la otra. No soy el único, es un tema que circula en toda la vanguardia actual. Una vez más, el problema no es pasar de la escritura a la lectura, o de la literatura a la lectura, o del autor al lector: el problema, como se ha dicho, es un problema de cambio de objeto, de cambio de nivel de percepción: la escritura y la lectura deben concebirse, trabajarse, definirse, redefinirse ambas juntas. Porque si se continúa separándolas, ¿qué ocurre? En ese momento se produce una teoría de la literatura que si aísla la lectura de la escritura jamás podrá ser más que una teoría de orden sociológico o fenomenológico, según la cual la lectura será siempre definida como una proyección de la escritura y el lector como un ‘hermano’ mudo y pobre del escritor” (p. 147).


En 1973, el método provisional y sujeto a correcciones que se había planteado en S/Z ya ha desaparecido. La asistematicidad teórica se manifiesta en la digresión y el fragmento. Nos referimos a El placer del texto. Se ha escuchado con frecuencia que, en la medida en que Barthes abandona un discurso sistemático y “científico”, sus posturas tienden hacia el individualismo y el hedonismo. La recurrencia en el texto del 73 a lo asocial, lo atópico y la ficcionalidad del lector pareciera colocar a su discurso fuera de toda referencia histórica, social o política: Barthes deja de ser un pensador “crítico” y deriva hacia la exaltación de un placer individual y aristocrático. Contra esta versión “hedonista” de El placer... es necesario afirmar la profunda radicalidad de algunos de sus fragmentos en los que se cuestionan axiomas ideológicos fuertemente arraigados en hábitos culturales y sociales. La reconstrucción de estos axiomas nos permitirá explorar los fragmentos críticos de Barthes e intentar una sistematización de los postulados de un texto en apariencia caótico.


a) Leer correctamente es respetar el sentido que el autor dio al texto (lo-que-el-autor-quiso-decir)


Cuestionar este axioma no es, en rigor, tarea de El placer.... Ya en los ’60, Barthes se había ocupado de demoler la figura del autor como depositario del sentido de un texto. El autor era una figura que excedía los límites que se imponía el análisis estructural. Existía sí un interés por el narrador en tanto figura inmanente al relato (“ser de papel”). Ahora bien, resulta innegable que un texto pone en circulación sentidos: si el autor no es el depositario de los mismos, entonces quién se hace cargo de ellos.


b) Leer correctamente es respetar el sentido del texto.


Axioma fundamental de la tradición hermenéutica, interpretar un texto es develar su sentido último, el sentido oculto detrás de la apariencia que impone la retórica y el estilo. A partir de S/Z, Barthes ataca constantemente este segundo axioma desde la teoría del plural del texto y de la materialidad del significante: todo texto significa sin cesar y muchas veces. Sin embargo, en el 70 el método de las lexias o unidades de lectura era posible ya que se encontraban atravesadas, cruzadas, por el sentido que otorgaban los cinco códigos. Ahora, no sólo los códigos han desaparecido, sino que irrumpen en escena categorías nuevas: la más importante asociada a la lectura es la de perversión. “La perversión es la búsqueda de un placer que no está neutralizado por una finalidad social o de la especie. Es, por ejemplo, el placer amoroso que no está contabilizado con vistas a una procreación. Es el orden de los goces que se ejercen sin ningún fin. El tema del derroche (...) Y en la medida en que, psicoanalíticamente, la perversión es desprendida de la neurosis, el pensamiento freudiano pone el acento sobre el hecho de que el perverso es, en suma, alguien feliz” (p. 240). Si retomamos entonces el tema del axioma 2, diremos que la lectura, en tanto práctica perversa, acrecienta el placer —la “felicidad”— en la medida en que distorsiona y altera la función —el sentido— del órgano —el texto—. Es conveniente volver a citar un fragmento de El placer... que es explícito al respecto: “Cuanto más una historia está contada de una manera decorosa, sin dobles sentidos, sin malicia, edulcorada, es mucho más fácil revertiría, ennegrecerla, leerla invertida (...) Esta reversión, siendo una pura producción, desarrolla soberbiamente el placer del texto” (p. 44). Finalmente, podemos afirmar: a) No existe “el sentido del texto”; b) Si existe un sentido (plural, precario, provisional), la lectura más “feliz” —perversa— consiste no en respetarlo sino en deformarlo, revertirlo. 


c) Leer correctamente es concentrarse en el texto: no distraerse.


A este axioma escolar (repetido con frecuencia por los profesores de literatura) Barthes opone otra forma de la perversión en un magnífico fragmento: “Estar con quien se ama y pensar en otra cosa: es de esta manera que tengo los mejores pensamientos, que invento lo mejor y más adecuado para mi trabajo. Ocurre lo mismo con el texto: produce en mí el mejor placer si llega a hacerse escuchar indirectamente, si leyéndolo me siento llevado a levantar la cabeza a menudo, a escuchar otra cosa. No estoy necesariamente cautivado por el texto de placer; puede ser un acto sutil, complejo, sostenido, casi imprevisto: movimiento brusco de la cabeza como el de un pájaro que no oye nada de lo que escuchamos, que escucha lo que nosotros no oímos” (p. 41). De esta manera, la “distracción” es otro modo de “faltar el respeto” al texto que Barthes reivindica desde una concepción de la lectura como un acto complejo. Esta complejidad merece —gesto típico en Barthes— una clasificación, una tipología de los lectores: las categorías utilizadas derivan del psicoanálisis por las razones que el mismo Barthes expone en uno de los fragmentos más comentados de El placer...:. “Se podría imaginar una tipología de los placeres de lectura —o de los lectores de placer—; esta tipología no podría ser sociológica pues el placer no es un atributo del producto ni de la producción, sólo podría ser psicoanalítica comprometiendo la relación de la neurosis lectora con la forma alucinada del texto. El fetichista acordaría con el texto cortado, con la parcelación de las citas, de las fórmulas, de los estereotipos, con el placer de las palabras. El obsesivo obtendría la voluptuosidad de la letra, de los lenguajes segundos, excéntricos, de los meta-lenguajes (esta clase reuniría todos los logófilos, lingüistas, semióticos, filólogos, todos aquellos para quienes el lenguaje vuelve). El paranoico consumiría o desarrollaría textos sofisticados, historias desarrolladas como razonamientos, construcciones propuestas como juegos, como exigencias secretas. En cuanto al histérico (tan contrario al obsesivo) sería aquel que toma al texto como moneda contante y sonante, que entra en la comedia sin fondo, sin verdad, del lenguaje, aquel que no es el sujeto de ninguna mirada crítica y se arroja a través del texto” (p. 103). Parece obvio hacer notar que no existe una jerarquía implícita en esta tipología. Se trata de diferentes placeres de lectura: no hay uno mejor que otro. Se podría afirmar que en la concepción barthesiana aquí expuesta a la noción general de la lectura como perversión correspondería una posible clasificación en “tipos” de perversión (aunque, desde el punto de vista psicoanalítico, este cuadro podría parecer disparatado, ya que la histeria, por ejemplo, no es, por supuesto, una perversión).


d) Leer correctamente es respetar palabra por palabra el orden del texto.


Intentemos una formulación más precisa: el texto clásico posee una cronología de las acciones y una lógica de la historia que lo hace irreversible; el texto moderno rompe con este modelo de relato e impone un texto reversible, dislocado, que no acepta una ubicuidad fácil. Correlativamente, cabría concebir que el texto clásico reclama una lectura “paso a paso”, mientras que el texto moderno admite una lectura más libre y abierta, fragmentaria y dispersa. Barthes opone una vez más a lo que indica el sentido común una concepción inversa. “¿Se ha leído alguna vez a Proust, Balzac o La guerra y la paz palabra por palabra?”, se pregunta, y responde: “es el ritmo de lo que se lee y de lo que no se lee aquello que construye el placer de los grandes relatos” (El placer..., p. 21). Por el contrario, la lectura aplicada, aquella que no deja nada y que no saltea, es la que conviene al texto moderno, al “texto-límite”, en palabras de Barthes. “Leed lentamente, leed todo de una novela de Zola y el libro se caerá de vuestras manos; leed rápido, por citas, un texto moderno y ese texto se vuelve opaco, precluido a vuestro placer” (p. 23). No obstante, esta otra “falta de respeto” al texto no sólo tiene que ver con el placer; en El grano de la voz, Barthes da al problema de la lectura una dimensión mucho más amplia: “Eso no quiere decir que transitoriamente no hay problemas de lectura que sean de orden, si puedo decirlo, reformista: es decir, que efectivamente hay un problema real, práctico, humano, social, que es el de preguntarse si se puede aprender a leer textos o si se puede modificar la lectura real práctica, en relación con grupos sociales, si se puede enseñar a leer, o a no leer, o a releer textos fuera del condicionamiento social y cultural. Estoy persuadido de que todo eso no ha sido estudiado, ni siquiera planteado. Por ejemplo, estamos condicionados para leer la literatura según un cierto ritmo de la lectura: habría que saber si cambiando el ritmo de la lectura no obtendríamos mutaciones de comprensión; leyendo más rápido o más lentamente, ciertas cosas que parecen completamente opacas podrían convertirse en deslumbrantes” (p. 147). Más adelante, insistirá en que el texto moderno reclama necesariamente un diferente régimen de lectura.


e) Leer es una práctica fundamental para acrecentar los valores del espíritu.


Este axioma atraviesa toda una mitología escolar e institucional. Detrás de esta mitología se esconde una amenaza constante: la repetición, la flagrancia de un estereotipo que se transforma en norma. La teoría del placer del texto —si así puede llamarse— tiende a desmontar esa mitología fuertemente arraigada en la trama social. Consecuente con la idea de “no quedar atrapado” que —según vimos— moviliza la escritura barthesiana, aquí se funda una teoría sobre la condición de su imposibilidad. “Sobre el placer del texto no es posible ninguna ‘tesis’; apenas una inspección (una introspección) abreviada. Eppure si gaude! Y sin embargo y a despecho de todo gozo del texto” (p. 55). La paráfrasis de Galileo en ese contexto resulta ampliamente significativa porque alude —“eppure”— a los “enemigos” del placer: “inoportunos de toda especie que decretan la preclusión del texto y de su placer, sea por conformismo cultura], por racionalismo intransigente (sospechando una ‘mística’ de la literatura), sea por moralismo político, sea por crítica del significante, sea por pragmatismo imbécil, sea por frivolidad burlona, sea por destrucción del discurso, pérdida del deseo verbal” (p. 26). Quienes sostienen el axioma e, entonces, fundan una mística del texto; contra esa mística, “todo el esfuerzo consiste en materializar el placer del texto, en hacer del texto un objeto de placer como cualquier otro” (p. 94). La lingüística y el psicoanálisis aportan las categorías necesarias para el trabajo de desmistificación: la materialidad del significante contra las místicas del significado. Si la sociedad tiende a asociar el placer con los textos —y con las prácticas— eróticos, Barthes procura distanciarlo. Si el placer tiene cierto grado de ubicuidad social (el que establecen críticos y especialistas) Barthes se ocupa de separar al placer del texto de lo que denomina “las instituciones del texto”, ya que el placer no es “escribible”. Contra los saberes estatuidos por la ciencia, la investigación y el método, el placer se muestra como un no-lugar esquivo y transgresor; por ende, “somos científicos por falta de sutileza”.


Hemos reseñado una teoría de la lectura que creemos implícita en el libro del 73. Esta reseña nos mueve —como conclusión— a consideraciones más generales. Resulta evidente que a Barthes no le satisfacía la asociación entre la idea de texto moderno con la de violencia y destrucción. Esta actitud se asocia, a su vez, con la desconfianza que sentía hacia la vanguardia. En efecto, la vanguardia es una ruptura “triunfante”, “gloriosa” —adjetivos fuertemente negativos en Barthes—, que camina inexorablemente hacia la repetición y el estereotipo. Existe, en cambio, un profundo interés por el texto moderno, que no es, entonces, para Barthes, texto vanguardista. Cabe preguntarse qué es, por lo tanto, un texto moderno. Barthes recurre a las categorías de placer y goce, cuyos límites semánticos nunca precisa del todo. Afirma: “Tal vez haya aquí un medio para evaluar las obras de la modernidad: su valor provendría de su duplicidad, entendiendo por esto que tales obras poseen siempre dos límites. El límite subversivo puede parecer privilegiado porque es el de la violencia, pero no es la violencia la que impresiona al placer, la destrucción no le interesa, lo que quiere es el lugar de una pérdida, es la fisura, la ruptura, la deflación, el fading que se apodera del sujeto en el centro del goce” (p. 16). El texto citado es explícito en relación con lo que veníamos diciendo. Así, la modernidad de un texto no tiene que ver tanto con una estética (destrucción, ruptura), sino con un efecto, y ese efecto se juega entre los límites que separan al placer del goce. En numerosas ocasiones, Barthes relaciona al texto de placer con el clásico y al texto de goce con el moderno, aunque esta separación no resulte exhaustiva. El texto moderno es un texto de goce en tanto “desacomoda”, “pone en estado de pérdida”, etc. Si este texto resulta ilegible es porque es “escribible”, es decir que se debe leer con un nuevo régimen de lectura. Así,


Textos de placer......clásicos......lectura

Textos de goce......modernos.....“otra” lectura


de modo que entre uno y otro no existe una evolución sino un hiato, una separación. Barthes lo dice explícitamente en un fragmento que es necesario citarlo completo: “¿Será el placer un goce reducido? ¿Será el goce un placer intenso? ¿Será el placer nada más que un goce debilitado, aceptado y desviado a través de un escalonamiento de conciliaciones? ¿Será el goce un placer brutal, inmediato (sin mediación)? De la respuesta (sí o no) depende la manera en que narraremos la historia de nuestra modernidad. Pues si digo que entre el placer y el goce no hay más que una diferencia de grado digo también que la historia ha sido pacificada: el texto de goce no será más que el desarrollo lógico, orgánico, histórico, del texto de placer, la vanguardia es la forma progresiva, emancipada, de la cultura pasada: el hoy sale del ayer, Robbe-Grillet está ya en Flaubert, Sollers en Rabelais, todo Nicolás de Stael en dos centímetros cuadrados de Cézanne. Pero si por el contrario creo que el placer y el goce son fuerzas paralelas que no pueden encontrarse y que entre ellas hay algo más que un combate, una incomunicación, entonces tengo que pensar que la historia, nuestra historia, no es pacífica, ni siquiera tal vez inteligente, y que el texto del goce surge en ella siempre bajo la forma de un escándalo (de una falta de equilibrio), que es siempre la traza de un corte, de una afirmación (y no de un desarrollo) y que el sujeto de esta historia (ese sujeto que soy entre otros) lejos de poder apaciguarse llevando frontalmente el gusto de obras antiguas y el sostén de obras modernas en un bello movimiento dialéctico de síntesis, es una ‘contradicción viviente’: un sujeto dividido que goza simultáneamente a través del texto de la consistencia de su yo y de su caída” (p. 34). Ahora bien, si la modernidad en literatura suele asociarse con la ruptura que las vanguardias operaron en relación con las estéticas decimonónicas, Barthes da una nueva versión de la misma que tiene que ver con la concepción de la literatura como “cacografía” (v. S/Z) o contracomunicación. Así como entre texto de placer y texto de goce existe una diferencia de naturaleza y no de grado; del mismo modo, entre la literatura y el lenguaje informativo/referen- cial/científico existe una diferencia de naturaleza y no — como lo habían teorizado los formalistas— de grado. A partir de estas precisiones se ha asociado a la figura del “último Barthes” con el posmodernismo. Nuestro trabajo ha evitado, en todo momento, los encasillamientos poco fundados y no es este el lugar para tipificar y caracterizar un movimiento —¿una estética?— sometido a arduas discusiones. No obstante, se podría afirmar que El placer... es el último texto de Barthes asociado a una actitud profundamente crítica y transgresora a la que podemos llamar, al menos tentativamente, “moderna”. En uno de los fragmentos, Barthes propone: “Idea de un libro (de un texto) donde sería trazada, tejida, de la manera más personal, la relación de todos los goces: los de la ‘vida’ y los del texto donde una misma anamnesis recogería la lectura y la aventura” (p. 95). Este hipotético texto es, indudablemente, Fragmentos de un discurso amoroso. 







Tomado de:

DE DIEGO, José Luis (1993): Roland Barthes, una babel feliz. Buenos Aires, Almagesto, pp. 53-67