30 noviembre 2021

Las dos esferas de la producción. Jacques Dubois

 



Las dos esferas de la producción


Jacques Dubois



Retomaremos a grandes rasgos el análisis realizado por Pierre Bourdieu en su texto intitulado “El mercado de bienes simbólicos” (1971). Dicho análisis se articula alrededor de tres temas esenciales:


1) La autonomización relativa de la esfera literaria.

2) La división de esta esfera en dos campos separados, opuestos y complementarios.

3) La constitución del campo de producción letrada en un sistema provisto de una estricta lógica interna.


Si nos apoyamos en este análisis es porque creemos que ofrece la base más sólida que existe hoy en día para la construcción de una teoría de la institución literaria. No obstante, también somos conscientes de que en la relación que dicha teoría establece entre una estructura determinada y la historia, es la primera la que recibe el acento y la que termina por ser sobredeterminada. Esto se puede notar en dos aspectos particulares: en primer lugar, la idea de un campo autónomo conduce a la teoría a plantear lo social y sus determinaciones como algo que proviene del exterior, como si la institución no dependiera del espacio social o no contribuyera a forjarlo. En estos términos, la sociedad es considerada como algo abstracto, origen de determinismos situados por debajo de toda forma instituida. Por otra parte, las interferencias, esas acciones recíprocas que relacionan los diferentes campos sociales, son, en la mayoría de los casos, relegadas o minimizadas. En segundo lugar, la confianza en la lógica del sistema lleva a un análisis que privilegia las formas más predominantes de organización, de intercambio y de competencia. Por eso debe tenerse en cuenta que la significación de lo que escribe un agente literario está lejos de absorberse en la manera como el organismo institucional distingue y califica su actividad. Así, para una metodología que hace del surgimiento cíclico de las escuelas literarias el elemento fundamental del proceso de producción-reproducción, Leconte de Lisie constituye un caso mucho más emblemático y significativo que Baudelaire, ya que su trayectoria en la institución se encuentra ligada al destino de un cenáculo. No obstante, el autor de Las flores del mal no se escapa del “sistema”, aunque, como puede adivinarse, su carrera asume mucho más intensamente las contradicciones de este y no podría reducirse a un esquema unívoco. En lo sucesivo, un análisis de la institución literaria no solo deberá tener en cuenta ese tipo de contradicciones y de desvíos propios de la historia, sino que deberá integrar aquello que se escapa a ciertas regularidades.


Aparte de su arbitrariedad, el sistema implica un orden que clasifica y jerarquiza y que, debido a cierta forma de transposición y de imposición, opera como un aparato discriminatorio. Es en este punto donde se puede designar la estrecha relación entre la institución literaria, con sus criterios de valor y sus estratificaciones, y la jerarquizada estructura social en la que esta institución aparece. Aunque este tema no lo desarrollaremos como quisiéramos a lo largo de nuestro estudio, constituye el horizonte permanente de este. Así pues, no hay que olvidar que para realizar de manera sistemática un estudio interno de la institución, es preciso tener en cuenta el rol constituyente que invariablemente asumen la historia y la formación social en su totalidad.


Como lo señalamos en el capítulo anterior, la aparición en Francia de la institución literaria moderna es el resultado de determinaciones históricas precisas. Lo mismo puede decirse de la división del trabajo, cuya consecuencia es la profesionalización del oficio de escritor, y del desarrollo de la educación, que conducirá, gracias al acceso de las nuevas clases sociales a la lectura, a la diversificación del público lector y de sus exigencias. Pero el aspecto central que nos interesa señalar aquí es que la institucionalización de la literatura corresponde a un nuevo modo de producción y de consumo propio del sistema capitalista y burgués. Es justamente esta constatación la que le permite a Bourdieu hablar de un “mercado de bienes simbólicos”. Dicho modo producción y de consumo se actualiza en dos planos: un plano económico, en el que priman la fabricación de productos, la búsqueda de la rentabilidad y el intercambio comercial, y un plano institucional, en el que prima ante todo el valor simbólico de los bienes puestos en circulación. Por tal razón, a principios del siglo xix en Francia, el modo de producción literario conduce a la constitución de dos campos separados y con finalidades propias: un campo centrado en la búsqueda del valor simbólico y de la legitimidad, y un campo centrado en la producción, las ventas y el éxito comercial. Esta dicotomía fundamental es señalada por Bourdieu al oponer y definir en su complementariedad el campo de la producción restringida, en el que prevalece el esquema institucional, y el campo de la gran producción, en él que prevalece el esquema económico. Observemos ante todo que, al reproducir la posición dominante que la burguesía ocupa en el seno mismo de las relaciones de clase, el campo de la producción restringida detenta, a su vez, la situación dominante al interior del sistema literario:


La importancia radica, por un lado, en que los dos campos de producción, por muy opuestos que estén debido a sus funciones y a su lógica de funcionamiento, coexisten en el mismo sistema; por el otro, en que sus productos (debido a su grado desigual de consagración, puesto que participan de un poder de distinción muy desigual), reciben, en el mercado de las producciones culturales, valores simbólicos y materiales muy desiguales. Este mercado, que se unifica según las formaciones sociales y se presenta como legítimo, está dominado por las normas del mercado dominante. A este se oponen las obras de arte cultas, accesibles únicamente mediante el sistema educativo, pues estas imponen sus propias normas de consagración (Bourdieu, 1971).


Esta división explica un fenómeno advertido antes. Con el siglo xix nace, por una parte, una literatura popular (folletín, melodrama), cuyo desarrollo estará esencialmente asegurado por dos momentos capitales de la historia de la gran prensa: la Restauración y el Segundo Imperio; por otra parte, en la esfera letrada surge, paralelamente, una literatura que se reproducirá a través de la sucesión de escuelas (y de sus programas) y se someterá a una crítica profesional y doctrinal. Esta polarización del mercado la advierten rápidamente los artistas mismos: tanto los escritores románticos como los parnasianos oponen, bajo un aura mítica, la calidad de su creación pura y desinteresada a la depauperación mercantil de los productores del campo opuesto.


Comencemos, pues, por caracterizar en forma breve el campo de la gran producción. Históricamente, sus productos van de las novelas y dramas populares de la época romántica a la “literatura de masas” de hoy en día. Escribe Bourdieu: “El sistema de gran producción simbólica, cuya sumisión a una demanda externa se marca, en la producción, por la posición subordinada de sus productores con respecto a los detentores de los instrumentos de producción, obedece primordialmente a los imperativos de la lucha por la conquista del mercado. Asimismo, la estructura de cualquiera de sus productos se deduce de las condiciones económicas y sociales de su producción”. En síntesis, dicho campo se rige ante todo por las leyes del mercado y por la búsqueda de la rentabilidad de sus inversiones. Por eso está consagrado a la fabricación en serie, la cual lleva la escritura a formas estereotipadas y a motivos reciamente ideológicos y fantasmagóricos. Por lo general se cree que el criterio decisivo en el mundo de la gran producción es la demanda, o por lo menos la expectativa del público. Sin embargo, hay que aclarar estas dos nociones: “demanda” y “público”. La demanda se inscribe en el sistema segundo del consumo. Sabemos también, gracias a Marx, que el sistema de producción origina el modo de consumo, el cual crea las expectativas del gran público influyendo en las tendencias profundas mediante un trabajo de inculcación que pasa por la moda, la reproducción en serie, la publicidad, etc. Esto explica la fama, limitada en el tiempo, de la novela médica o de cierta forma de novela policial. En cualquier caso, tal y como insiste Bourdieu, la gran producción tiende hacia la elaboración de una literatura mediocre, apta para satisfacer el interés del público en general, siempre por motivos de rentabilidad. Lo que define ese arte mediocre es su preocupación por corresponder al “gran denominador social” neutralizando todos los temas ideológicos propios de la controversia. Sin embargo, en términos de evolución histórica, las cosas no son tan simples. Así, en los inicios del sistema la oposición entre la novela popular y la novela burguesa jugaba un papel determinante. Gracias al desarrollo de los grandes medios de comunicación, se canaliza, a lo largo del siglo xx, la evolución hacia formas cada vez más masivas. Hay que señalar, sin embargo, que esta transformación se acompaña de un contrapeso entre ciertos géneros o formas y los públicos a los que van dirigidos (mujeres, jóvenes, autodidactas, etc.). En este punto las tendencias no mienten. Esta espedalización no pretende acomodarse a la división en clases o en fracciones de clases sociales homogéneas, sino coincidir con las “categorías estadísticas” capaces de reagrupar el mayor número de individuos acostumbrados a cierto tipo de lectura y de consumo. Pierre Bourdieu observa también que dichos productos del arte mediocre obedecen a otro tipo de determinación, que resulta de los compromisos que se establecen entre los diversos grupos de agentes comprometidos en la esfera de la producción: relaciones entre los productores y los dueños de los medios de producción (directores de grandes diarios, por ejemplo) y relaciones entre diversas categorías de productores. Esta práctica revela el carácter relativamente colectivo de la gran producción. Hoy en día sabemos que la factura y el éxito de una canción popular están determinados por las intervenciones conjuntas del letrista, del músico, del cantante, del empresario, de la compañía discográfica, de los locutores de radio, etc. Así, el consumidor regular —lector o escucha— se convierte en la preocupación principal de todo un equipo que se reúne tanto para colmar sus expectativas como para suscitarlas.


No obstante, la producción literaria para el gran público no constituye un bloque homogéneo, pues se distribuye a partir de diferentes niveles. Así, Pierre Bourdieu distingue, según la jerarquía del público deseado, entre la cultura de marca (por ejemplo, las obras coronadas por los grandes premios literarios), la cultura cliché, entendida como el conjunto de mensajes dirigidos especialmente a la clase media y, en particular, a las fracciones en ascenso de dichas clases (como las obras de divulgación literaria y científicas) y la cultura de masas, esto es, el conjunto de obras del montón o, por decirlo de otra manera, ómnibus. Como se puede observar, dicha tríada no toma en consideración la literatura popular, lo que lleva a preguntarse por su existencia o por su desaparición. En cualquier caso, lo que reúne los tipos de literatura mencionados es precisamente que estos no se benefician, en el campo cultural, de la legitimidad o del reconocimiento propio de la producción letrada. Esto se puede observar a partir de dos hechos en particular: en primer lugar, estos tipos de literatura no son comentados por el discurso crítico y, en segundo lugar, el único criterio de valor que los gobierna es la búsqueda del éxito y de la eficacia técnica de las recetas empleadas. Asimismo, estas recetas y técnicas son generalmente retomadas y adaptadas del viejo fondo de la producción letrada. Sin embargo, hay que señalar que estos desplazamientos pueden operarse de un campo al otro, es decir, en los dos sentidos. Así, sucede que, según las transformaciones sociales particulares (como el acceso de las nuevas clases a la educación y, con esto, al manejo de las categorías estéticas), ciertas formas o ciertos géneros de la literatura de gran producción pueden introducirse en la esfera de las producciones legítimas. Es lo que ocurre hoy en día con los cómics, sin olvidar que, paralelamente, este género, recién promovido, evoluciona hacia nuevas formas estéticas y hacia una renovación de sus contenidos. De ahí que la ideología empírica y ecléctica de la buena fabricación adopte, sin ninguna dificultad, los principios del arte por el arte, que se encuentran en la base misma de la literatura legítima.


Así, mientras que la literatura de gran producción está destinada a ese vasto público, conformado por las clases dominadas y por las fracciones poco cultivadas de la clase dominante, la producción letrada, al encerrarse en sí misma, deviene tendencialmente una literatura de productores que producen para sus pares. El criterio decisivo de la fundación del campo restringido de la producción literaria es la etapa que atraviesa la literatura francesa alrededor de 1830- 1840, cuando esta, como consecuencia del rechazo de ciertos escritores hacia el público burgués, se autonomiza y se encierra en sí misma, aislándose progresivamente de la floreciente literatura industrial. El romanticismo desencadena el movimiento, el parnasianismo y el simbolismo perfeccionan el modelo. Si quisiéramos esquematizar los principios que constituyen el nuevo sistema, podríamos reducirlos a cinco rasgos estrechamente ligados entre sí. Observemos, ante todo, que estos rasgos responden a un modelo de organización en el que la circularidad juega un papel decisivo:


1. El campo autónomo elabora por sí mismo su propia legitimidad, la cual comprende tanto la creación de leyes distintivas como la imposición de reglas de trabajo y de evaluación.

2. Para que dicha legitimidad sea instituida y respetada, la institución crea diferentes instancias de reproducción y de consagración.

3. El campo se organiza en torno a una ley de competencia que, en lugar de adoptar el carácter económico propio del campo de gran producción, se expresa en las luchas por la conquista y la conservación del reconocimiento cultural y del “capital simbólico”.

4. La lógica del campo impone como único criterio de distinción el criterio del valor estético. Por este motivo predominan las teorías del arte por el arte.

5. La búsqueda de la distinción y de la consagración conduce a un sistema de reproducción en el que los grupos literarios emergen gracias a la afirmación de una originalidad que, al fin de cuentas, termina siempre en un retorno a una ortodoxia, como la de la poesía pura o la del teatro auténtico.


La importancia radica, pues, en insistir en que el momento fundador de la institucionalización coincide con la aparición de una legitimidad que se establece al interior de la esfera literaria y califica su propia actividad como autónoma y distintiva. Más que constituir un corpus de reglas y de técnicas, la institución le confiere un sentido a la actividad literaria y permite distinguir entre aquello que es aceptado y aquello que no lo es. De hecho, la institución tiende a mitificar las prácticas que consagra. Así, para escaparse del círculo tautológico en el que podría encerrarse fla literatura es la literatura), la institución está obligada a apelar, religiosamente, a una gracia. No obstante, la institución se fundamenta en un aparato crítico capaz de enunciar sus leyes y sus sanciones. Veamos, pues, cómo “El mercado de bienes simbólicos” analiza esta función crítica con base en su legitimidad: 


El grado de autonomía del campo de producción restringida se determina en función de su capacidad de producir e imponer sus propias reglas de producción y los criterios de evaluación de sus productos, esto es, en función de su capacidad de retraducir y reinterpretar todas las determinaciones externas según sus propios principios. Dicho de otra forma, entre más está en capacidad de funcionar como un campo cerrado en el que se libra una lucha por la legitimidad cultural y por el poder propiamente cultural de otorgarla, mayor es la posibilidad de que los principios que operan las demarcaciones internas aparezcan como irreductibles a los principios externos de división, es decir, a principios de diferenciación económica, social o política como el nacimiento, la fortuna, el poder o, incluso, las diferentes posiciones políticas. Resulta significativo que la autonomización progresiva del campo de producción restringida esté determinada por la tendencia de la crítica (de la que una importante parte es reclutada en el cuerpo mismo de los productores) a suministrar una interpretación “creadora” dirigida exclusivamente a los “creadores”, en lugar de producir los instrumentos de apropiación exigidos imperativamente por la obra a medida que esta se aleja del público (Bourdieu, 1971).


Hemos visto hasta ahora que los escritores se encuentran comprometidos en una lógica de la distinción. Así, para obtener el reconocimiento de sus pares y rivales, los escritores dotan sus prácticas de escritura de marcas culturalmente pertinentes en un estado determinado del campo con el fin de que estas marcas, portadoras de valor, retransfieran ese valor al agente que las hace suyas. El campo reivindica entonces la originalidad, pero, al mismo tiempo, sospecha de las rupturas radicales y no tolera los comportamientos anémicos. La vía más segura en la búsqueda de la diferencia es la que afirma con mayor rigidez la especificidad de la práctica estético-literaria y el carácter autónomo de la creación. Insistamos por ahora en el carácter contradictorio de la institución. Conservadora, implica el mantenimiento y el ejercicio constante de una ortodoxia; innovadora, solo puede subsistir y reproducirse gracias a la perpetua búsqueda de la diferencia heterodoxa propia de las luchas entre los grupos y las generaciones. Para cada estado histórico de la institución, existe un capital simbólico que se distribuye de manera desigual entre los agentes y cuya conquista genera rivalidades que se renuevan permanentemente. De tal suerte, el campo se estructura a partir del sistema de posiciones que ocupan sus agentes y que se determinan según la posesión de dicho capital (que confiere también cierta legitimidad). Como lo señala Bourdieu, la obra literaria legítima refleja siempre, en cierto grado, la manera como el autor define su originalidad con respecto a los otros escritores, ya sean del pasado o del presente.


Si se considera que, en los límites de la institución, el criterio de emergencia es la originalidad controlada, se explica entonces que el campo de las letras sea la escena de luchas aguerridas entre escritores y grupos de escritores que desean afirmarse y convertirse en los representantes de la legitimidad literaria. Estas luchas se expresan en una forma histórica reconocida: la concurrencia entre escuelas (o movimientos). Observemos que tal concurrencia se ejerce generalmente en dos direcciones. En primer lugar, el nuevo grupo sólo emerge si se afirma contra otros grupos igualmente emergentes. En segundo lugar, esa emergencia solo encuentra su verdadero trampolín en la oposición a la legitimidad vigente, es decir, en la oposición a la escuela o movimiento que ha acumulado el capital simbólico suficiente para el ejercicio de una dominación temporal. Por eso la reproducción del sistema instituido está asegurada por la rivalidad entre las escuelas y por su sucesión. En la práctica, y por lo menos al interior de dominios específicos como la poesía y el teatro, podemos decir que el ascenso de una generación (o de media generación) se polariza en el advenimiento de un solo grupo, esto es, en la dinámica a partir de la cual parece concentrarse su propia fuerza. Esto significa también que otros grupos no se benefician del reconocimiento y, por lo tanto, no acceden, o lo hacen en menor grado, a la legitimidad.


De todas formas, según el principio de reproducción, se instaura una suerte de ciclo que puede ser comparado con el ciclo de la moda. Por esta razón es posible hablar de un efecto pendular: si una escuela excluye a otra al rechazar su programa, lo que hace es reencontrar o reactivar, siguiendo un modelo de oposición simplificada, el programa de la escuela anterior al equipo vigente. De ahí nace una pura alternancia, como aquella del formalismo y del realismo, según consta en la historia concreta de estos dos movimientos. Pero explicar las cosas a partir de esta pura circularidad conlleva desdeñar dos hechos: en primer lugar, que el realismo, fundado en principios estetizantes, participa de la postura formalista, la cual parece constituir la tendencia mayor del sistema. En segundo lugar, que cada credo estético nuevo, de un período al otro, retoma de su contexto social elementos ideológicos específicos que le dan una orientación particular.


Podemos deducir hasta el momento tres mecanismos de la dinámica institucional. En primer lugar, diremos que el autor que entra en el campo literario y en su juego de concurrencia está obligado a adaptar su estrategia de emergencia a la relación que se establece entre su capital sociocultural y el conjunto estructurado de posiciones en el campo, propias de los agentes, los géneros y las instancias de consagración. Estas posiciones definen una jerarquía de legitimidad.


No obstante, diferentes factores intervienen en este proceso: además de la distribución jerárquica, se debe tener en cuenta el grado de inversión en los diferentes sectores del campo o, incluso, la rentabilidad que confiere esta inversión, considerada desde un ángulo económico o simbólico. Para resumir este punto, diremos que toda estrategia está determinada tanto por las relaciones de poder como por la estructura objetivante que se define a partir de las posibilidades de carrera. Así, en el análisis que hace Remy Porton, resulta interesante observar que, después de 1880, diversos jóvenes escritores (Bourget, Barres, etc.), cuyas características socioculturales los conducen a la carrera literaria con mayor prestigio (la carrera poética), se desvían de esta, puesto que dicha carrera ya se encuentra saturada. Por lo tanto, podemos interpretar su elección del género novelesco como una estrategia de reconversión que consiste en invertir en un género que, hasta entonces, posee un débil grado de legitimidad, pero que, gracias a su dinámica expansiva, les permite entrever la posibilidad de dotar al rol del novelista y a la novela misma de un “aumento en su legitimidad cultural”. Y es justamente eso lo que va a ocurrir. Dotados de una fuerte distinción personal (estatuto social, cursas académicos), Bourget y Barres aportan al género sus cartas de nobleza, al renovarlo gracias a la introducción de la psicología, saber que para entonces cuenta ya con un discurso serio y reconocido, y así dan lugar al surgimiento de la novela psicológica, subgénero que eleva el género novelesco algunos grados en la escala de los valores literarios. De esta forma, aparece un segundo mecanismo, corolario del primero, según el cual se puede afirmar que si el escritor se define por el género que practica, este puede, a su vez, redefinirlo y modificar su estatuto relativo. El tercer mecanismo consiste, por regla general, en que el escritor (o la escuela literaria) traduce, en su programa y en sus realizaciones, tanto en lo temático como en lo estilístico, un aspecto de las posiciones estratégicas que lleva a cabo. La significación de una obra está determinada, hasta cierto punto, por la posición que el escritor ocupa y por la trayectoria que debió seguir para asegurar su surgimiento. Por esta razón, el origen social del escritor también se encuentra traducido en su programa y en sus obras, pero mediatizado por la compleja estructura del campo. La obra moderna reproduce, “en abismo”, el estatuto del escritor.


El modelo explicativo que acabamos de describir tiene un valor operatorio auténtico. Podemos incluso afirmar que este modelo se aplica perfectamente a los movimientos literarios del siglo xx, como, por ejemplo, a la escuela del nouveau román. Sin embargo, vale la pena preguntarse si ese análisis, que explica algunas trayectorias ejemplares definidas por el principio de distinción, puede explicar también el conjunto de la actividad creadora en una época determinada. Pongamos por caso aquellos movimientos que, en la competencia, fracasan o son por lo menos borrados por otros movimientos que acceden al poder simbólico. La historia de los actores (o de los grupos) no consagrados está por escribirse. Así, puesto que ya hemos citado el caso de la novela psicológica, tomemos como ejemplo el caso de un movimiento prácticamente contemporáneo y rival: la novela simbolista, simbolista, registrada, por la historia literaria, sin explicación alguna, como un fracaso relativo. A manera de explicación diremos que, a diferencia del movimiento psicológico, la escuela simbolista, que, por lo demás, triunfa en poesía, no está en condiciones de afrontar la dinámica ascendente del género novelesco. De inspiración subversiva o negativista, esta escuela aplica a la novela el mismo proyecto crítico y formalista de la poesía, en el mismo momento en que la ideología literaria dominante se encuentra lejos de advertir los recursos positivos de la novela. Su acción en la estructura novelesca produce formas —como el monólogo interior que inaugura Edouard Dujardin en Les Lauriers sont coupés— que son provisionalmente inadoptables, puesto que se perciben como anómalas. Habrá que esperar el siglo xx para que la lógica del campo, gracias a Proust, Joyce, Gide y los “nuevos novelistas”, acepte la aparición de tales anomalías. Así, resulta fácil comprender que, a finales del siglo xix, sea la novela psicológica la que ocupe el centro de la escena, mientras que la novela simbolista, “nacida prematuramente”, se vea eclipsada. Por supuesto, Lo anterior no explica que ciertos agentes, llámense Dujardin, Poictevin o Lorrain, hayan optado, debido a su estatuto sociocultural particular, por la “vía errónea”.


En el caso de Baudelaire, que no participa en el ascenso del pamasianismo, o incluso de Flaubert, que accede tardíamente a la emergencia del grupo naturalista, se observa un fenómeno diferente. Sus carreras de outsiders se mantienen alejadas de los grupos constituidos y de sus estrategias de posicionamiento. Así, sorprende que, en el momento en que la institución literaria francesa accede a una etapa decisiva de su constitución, la trayectoria de estos dos autores esté determinada por una obra juzgada y sancionada como escandalosa por el aparato judicial (condenación, en 1857, de Madame Bovary y de Las flores del mal). Dicha sanción les ayudó, sin duda alguna, a ser reconocidos al interior de la institución: los nuevos cenáculos consideraron a ambos autores como precursores y maestros. Pero la importancia radica, para nosotros, en señalar que el escritor que permanece fuera de la dialéctica distintiva fundada en la diferencia formal experimenta la necesidad particular de redoblar esta diferencia, cualquiera que sea su voluntad de escándalo, con una transgresión de orden moral e ideológico. Para el outsider la ruptura apela a otro código distinto del estrictamente literario.


El caso de Zola es aún más complejo. El autor de Les Rougon-Macquart, que practica plenamente, y algunas veces con cierto cinismo, el juego de la carrera y de las estrategias de emergencia, suscitará el escándalo alrededor de su persona y de su obra por lo menos en dos ocasiones: un escándalo moral, provocado por la publicación de L’Assommoir, y un escándalo político, provocado por la publicación, durante el caso Dreyfus, de su Yo acuso. No obstante, su posición no puede ser confundida con la de Flaubert. Émile Zola siempre jugó en diferentes tableros. Independientemente de su preocupación por ocupar la posición de guia en el cerrado campo de la lucha por el poder simbólico, Zola le dio a sus obras novelescas un carácter comercial que les permitió conocer los primeros tirajes masivos de la historia de la novela. Al inventar la novela de art moyen, el escritor naturalista se adjudicó un papel tanto en la esfera restringida como en la esfera de gran producción. 


Sumado a esto, el escándalo provocado por su Yo acuso adquiere otra significación, que prolonga el efecto deseado por un proyecto novelesco como el de Germinal. Como en el caso de Baudelaire y de Flaubert, la estrategia de Zola va más allá del campo específicamente literario, con la diferencia de que, en su caso, el objetivo es renovar los lazos con el terreno político. Aun cuando esa estrategia representa un beneficio simbólico que se traduce en su carrera literaria, semejante intervención ideológica no solo pone en evidencia el hermetismo de la institución, sino que manifiesta el proyecto de romper con el círculo cerrado de sus “pares” para reencontrar el terreno de todos, aunque sea de manera simbólica. De tal suerte, Zola impone la imagen del escritor comprometido. Pero no es el análisis de esta imagen, y de los fracasos relativos que la conducirán a lo largo de su práctica hasta Sartre, lo que nos interesa resaltar aquí, aunque esos fracasos probaron que el hermetismo de la institución es eficaz y, por lo tanto, reacio a todo proyecto de acción (y de escritura) que sobrepase sus propias normas. Lo que nos interesa señalar aquí es el caso de los autores que, a pesar de poseer un estatuto de autonomía incontestable, asumen de manera consciente y manifiesta la mala conciencia del escritor separado de las clases sociales y de sus luchas.


Así pues, la lógica del sistema de reproducción no es favorable, y lo es cada vez menos, al tipo de rupturas de la institución como las que intentó inaugurar Zola. En efecto, la dialéctica de la distinción supone una búsqueda de la diferencia que conduce a un formalismo cada vez más marcado (cada escuela o movimiento poético refina las diferencias anteriores). Esta tendencia conlleva una suerte de esoterismo y corre el riesgo de caer en la anomia (por ejemplo, el movimiento letrado del siglo xx). Así, según Bourdieu, “al agotar todas las posibilidades inherentes al sistema convencional de procedimientos, los diferentes tipos de producción restringida (pintura, música, novela, teatro, poesía, etc.) están destinados a realizarse en aquello que los hace más específicos y más irreductibles a cualquier otra forma de expresión”. En el siglo xx, las nuevas escuelas le dan un giro radical a esa vocación y se presentan como las vanguardias. Al perseguir deliberadamente la diferencia en sí misma, las vanguardias hicieron del rechazo y de la provocación un valor o, dicho de otro modo, un contravalor que inscribe el proyecto literario bajo el signo de la negatividad. Para Julia Kristeva, el origen de esta evolución se encuentra en la obra de Lautréamont y de Mallarmé. Sin embargo, es preciso señalar también que con el surrealismo y con otras escuelas, los mismos movimientos vanguardistas pretenden transformar la práctica literaria en acción política: las vanguardias aspiran a ser revolucionarias en ambos terrenos. Considerar esta forma de intervención como nostálgica y sostener que esta busca, ante todo, ocultar los artificios del culto instituido de la diferencia bajo la máscara de un pretendido retomo a la praxis sodal, sería esquematizar con ligereza una relación más compleja. No hay que minimizar el efecto que esa contestación de la literatura instituida ha tenido durante los últimos cien años. René Lourau analizó el movimiento surrealista como modelo de acción antiinstitucional y contrainstitucional que ataca tanto el estilo de vida burgués y las grandes instituciones como el sistema literario. Así pues, las vanguardias introducen, con una instancia que se reafirma cada vez más, la idea de una crisis de la literatura que se revela en su incapacidad creciente de adaptarse al sistema cerrado de la institución. 


La vanguardia se presta, en un momento dado de su trayectoria, al juego del “poder literario” y, al aceptar las ventajas que le ofrece la consagración institucional, es recuperada por el sistema. Lo anterior no significa que en cada ocasión las cosas vuelvan a su estado anterior. De Dada y el surrealismo al nouveau román y a Tel Quel, se puede observar un tipo de disfuncionamiento global, diferente de las rupturas momentáneas y fácilmente recuperables, que se introduce poco a poco en el sistema amenazando su legitimidad, su modo de organización y su poder ideológico. Las prácticas de escritura propias de este tipo de ruptura minan las bases del modelo dominante de la representación, del discurso y de las ideologías. 












Tomado de: 

DUBOIS, Jacques (2014): La institución literaria. Medellín, Universidad de Antioquía, pp. 39-52.


02 noviembre 2021

Habitante de hendiduras. Entrevista a Chantal Maillard

 



Habitante de hendiduras 


Entrevista a Chantal Maillard



No hay palabra que no vele, 
que no enturbie, 
que no oculte.



Hace veinte años, la poeta Chantal Maillard (Bruselas, 1951) tomó distancia de la filósofa María Zambrano, a quien había habitado de una manera que la situó como una de las mejores conocedoras de la obra de la malacitana. Tomó distancia porque no bastaba la razón poética: ésta no podía decir, no puede participar del acontecimiento, queda fuera de él. Extramuros. Maillard cinceló ‘La razón estética’ (reeditado ahora por Galaxia Gutenberg), una propuesta para construir la realidad. Con el ritmo armonioso y frágil pero preciso como  baba de caracol, Maillard convoca las palabras exactas para componer su narración, al tiempo que lo conjuga con ese pulso instintivo, siembre lábil y poético, que en este texto se resume en un concepto: el gesto.  Revisado y con alguna adenda intercalada, ‘La razón estética’ nos habla de lo sublime, del héroe, de la libertad interior, del silencio, de la creación de mundo, del no pensarnos como ser sino como ser que sucede, del vértigo del hastío y de la propuesta de abestiarse. Nos habla de ella. Pero nos interpela.


-Hace veinte años su propuesta resultaba, dentro de un cierto orden, más optimista que la que se advierte en esta revisión. Salvo para los aurigas del capitalismo, ¿estamos peor que en entonces?  


-Han cambiado muchas cosas en veinte años. Para empezar, al inicio de los noventa no se había generalizado aún el uso de los ordenadores, tampoco existían los móviles. Estas tecnologías podrían haber mejorado la vida del planeta, pero ha pasado lo contrario. La especie humana ha proliferado y se ha extendido al modo en que lo hacen las plagas: destruyendo las formas de vida en las que se alojan hasta dejarlas exhaustas. Por supuesto, toda plaga perece con su huésped. La propuesta de una razón estética, perceptiva, sensorial (que no senti-mental) apuntaba a la recuperación de una anterioridad en la que poder situarse previamente al discurso. Pero ha primado lo discursivo, el dia-logos, y no hay diálogo sin diferencias, sin enfrentamiento.


-¿Es pertinente hablar de progreso, en tanto que mejora colectiva de la calidad de vida, o más bien sería mejor hablar de desarrollo, en tanto que ‘mejora’ para unos pocos?


-Ni una cosa ni otra. Progreso y desarrollo son conceptos que pertenecen a la historia de la industrialización y los inicios de la banca y del capitalismo. Hemos progresado desde entonces sobre millones de cadáveres. La idea del progreso está ligada a la idea del beneficio de unos pocos en detrimento de otros muchos. También la de desarrollo, por supuesto, pensada exclusivamente para la especie humana  en detrimento de las demás. Es este un punto de vista un tanto obtuso si nos paramos a considerar que nada en este mundo es independiente. Creo que este planeta ha sido demasiado generoso con el ser humano.    


-“Los límites de lo observado están dibujados en la mente del observador antes de ver”. Si “ver es pensar”, como dice, ¿contemplar, templarse con lo mirado, sería dejarse afectar por lo mirado?


-Cuando miramos, generalmente, recortamos un trozo de la realidad. Ver es delimitar, trazar un marco. De esta manera podemos nombrar, hacer diferencias, y hablar de ellas. No se puede hablar sin diferencias. Pero ocurre que generalmente, también, terminamos hablando de lo que otros recortaron anteriormente, y dejamos de ver la totalidad. Una vez establecidos los límites, la realidad toda entera queda fragmentada en sus recortes. A partir de ellos construimos un mundo. Los mundos, los construimos entre todos. Todo mundo construido obstruye la visión de aquello a partir de lo cual se ha construido. Como resultado, terminamos viendo lo que estaba pre-visto. No obstante, si nos situamos entre las cosas con una atención abierta, puede que eso que llamamos “realidad” nos dé sorpresas. Contemplar es es situarse entre y con todo lo demás. Situarse en el lugar donde la comprensión de la anterioridad que define todo lo viviente. Somos un punto más de entre todo aquello que va sucediendo, sucedemos al tiempo que observamos, y nos vamos transformando al tiempo que lo observado. Si uno se aquieta y deja que la realidad suceda dentro de sí al igual que sucede fuera, se averigua partícipe de esa realidad, de ese hacerse, de ese transformarse. No somos observadores independientes de lo observado, no hay un sujeto como punto fijo desvinculado de lo demás ni un yo que no esté en proceso.


-Y para adentrarse en el lugar en el que suceden las cosas hay que aquietarse…


-El aquietamiento es imprescindible para comprender la naturaleza de la mente, esa sucesión de imágenes que se traduce en sensaciones, emociones, ideas, etcétera. Pienso que el malestar de nuestras sociedades podría resolverse, al menos en parte, si fuésemos capaces de aquietarnos y tomar distancia de ese proceso – que incluye, por supuesto, nuestras opiniones y nuestras creencias, empezando por la de nuestro “yo”.  No se trata en realidad de una educación, sino de una des-educación. Un aprendizaje del silencio y de la observación de los procesos de conciencia. Esto es algo que la razón lógica ha desdeñado desde que –lo diré en términos zambranianos– “la razón se enseñoreó”.


-La ignorancia, en tanto que posibilidad de descanso en lo que somos-siendo, ¿tiene que ver con ese vacío necesario que se requiere para poder recibir, con el despojarse?


-La ignorancia o mejor, la conciencia de la ignorancia, en cuanto a la realidad se refiere, no es un punto de partida, más bien es un resultado. La conciencia de la ignorancia nos permite descansar de la responsabilidad de crearnos el mundo continuamente y de creérnoslo, la ignorancia es un descanso, sobre todo, de la creencia. Porque los mundos no son, los vamos construyendo, pero luego perdemos de vista el trayecto y empezamos a creer en el resultado como si hubiese existido siempre. Desvincularse de esa creencia es un alivio.


-Es que tiene tan mala prensa la ignorancia…


-Uno de los últimos poemarios de Antonio Gamoneda se llama ‘No sé’. Cuando al final de su vida una persona es capaz de decir ‘no sé’ y repetirlo con tanta insistencia, me merece mucho respeto. Yo cada vez sé menos, y esto resulta incómodo cuando estás en el mundo de la palabra, donde te instan siempre a responder.


-…lo siento…


-Es difícil negar la palabra y mantenerse del lado del no sé. Sin embargo, me encuentro cada vez más ahí. No porque sea mejor o peor, sino porque uno va bajándose de todos los caballos sobre los que cabalgaba tan ufano, tan “creído”… en ambos sentidos.


-El héroe moderno es capaz de dar la vida por una idea o un amor ideal, el postmoderno, que relativiza las ideas, se vive o se mata por una sensación. ¿En alguno de los dos casos merece la pena?


-“Morir por una idea, de acuerdo, pero de muerte lenta”, cantaba Brassens... La del héroe es una figura trágica. En el libro analizo esa categoría y su periplo. Porque si bien las categorías estéticas (y sentimentales) son básicamente las mismas en todas las culturas y épocas, sus modalidades varían de una época a otra, que se transforman o retroceden de acuerdo con las fluctuaciones culturales. Es el caso de lo trágico que da lugar a lo sublime en el romanticismo, que a su vez da lugar al sentimentalismo a finales del XIX, para derivar finalmente en el kitsch de principios del XX. El héroe de los westerns, que tiene siempre un cigarrillo en el bolsillo para sacarlo en el último momento, cuando espera la bala que ha de darle muerte, era aún una figura trágica. Pero el sentimiento que el espectador experimenta ante esa escena se modifica en la posmodernidad cuando, por ejemplo, en la película de Lynch “Corazón salvaje”, la chica accidentada, con un agujero en la cabeza, se desploma y pide que le den su lápiz de labios. Ese sentimiento es el de una extraña ternura, algo que podía haber dado lugar a la compasión. Pero en general fuimos más bien por otro lado. No se muere ahora por ideas, tampoco ya por sensaciones. En las sociedades acomodadas se cambia ahora de ideas y de sensaciones como de ropa. Hay un mercado amplísimo de ideas y de sensaciones.     

    

-Se muere por hastío…


-A causa del hastío más bien. El hastío provocado por la insatisfacción. Lo que los mercados nos ofrecen no satisface y ésa es la idea. El mercado ha de mantener la tasa adecuada de insatisfacción necesaria para que se quiera seguir consumiendo, no le interesa la satisfacción del consumidor, lo que le interesa es perpetuar su insatisfacción, su ansia. A la larga, esto puede provocar hastío. Porque se termina intuyendo que lo que realmente se necesita es otra cosa, algo que no está al alcance de la mano, que ni te van a vender ni te van a proporcionar los medios para alcanzarlo. Lo que se necesita tiene más que ver con la recuperación de una interioridad que está dañada por todos lados.


-No es posible, sin silencio, saber qué necesita, qué quiere uno. ¿Sólo el silencio romper la inercia de uno mismo y acalla los estímulos externos que nos dicen qué somos y qué queremos?


-No creo que sea posible de otro modo, creo que es necesario aquietarse. Es imprescindible alejarse de los ruidos, del ruido, y hemos aumentado los decibelios en todos los aspectos hasta cotas insoportables. El animal humano es ante todo un “aumentador”, un “au(c)tor”.  Necesita aumentar la realidad. El animal no humano no la aumenta. La realidad, si entendemos que esta palabra designa lo anterior a las representaciones, es aquello en lo que cualquier animal se mueve. El humano la aumenta a través del lenguaje, del arte… la interpreta, la re-presenta. El cúmulo de aumentos en el que hemos convertido nuestra realidad ha creado un ruido absolutamente innecesario y ensordecedor, padecemos una sordera múltiple y común, comunitaria. Por eso, entre otras cosas, nos resulta tan difícil aquietarnos, aquietar la mente.


-Uno de los modos de ser, explica, es la capacidad de acción.  Acaso, ¿la escucha no es el colmo de la acción? ¿No se reduce, de alguna manera, toda la vida en la capacidad de escucha?


-No escuchamos tan fácilmente como oímos. Cuando oímos ruidos, estos nos atraviesan, y lo hacen formando imágenes; esas imágenes se encadenan apelando a emociones que luego se convierten en sentimientos que a su vez dan lugar a ideas, que darán lugar a acciones, las cuales darán lugar a nuevas emociones y así sucesivamente, un proceso continuo. Ese es el hilo mental. Los ruidos forman parte de ese proceso por cuanto que forman imágenes. La escucha es otra cosa. La escucha es situarse frente a ese proceso como si fuese algo que no te pertenece y verlo y observarlo, o escucharlo. Ahí sería lo mismo el ver que el escuchar. La escucha es parte de la observación del mismo modo que el contemplar que mencionaba al inicio: estar delante de, un poco como al acecho.


-Como los animales…


-Sí, al acecho, la mente como presa. Las imágenes como presas.



La razón estética (1998)



-Propone recuperar la conciencia pre-reflexiva, acaso la animal. Habla de la necesidad de abestiarse, utilizando el término de Montaigne. Me pregunto si aquel que sea capaz de abestiarseno será finalmente integrado en el sistema y, por tanto, modificado en su naturaleza abestiada para ser lo que era antes. 

  

-La palabra bête, de la que Montaigne hace uso con el verbo s’abêtir (“abestiarse”), tiene en francés dos acepciones, una, la que se traduce comúnmente como “bestia”, aunque no tenga el sentido de ferocidad y salvajismo que el castellano le atribuye, la otra, la de tonto, estúpido. De manera que cuando habla de la necesidad de “abestiarse” (s’abêtir) Montaigne alude a la necesidad de acercarse a la inocencia y al saber del animal, recuperar aquel estado anterior al uso desmedido de la razón lógica que nubla nuestra capacidad de empatía y de respuesta al medio. Abestiarse significa abandonar nuestra prepotencia, ser un poco más humildes. Desocupar la mente de sus saberes. Desaprender lo con-sabido. Y de esta manera, acceder al principio de indefinición de todo individuo (su anterioridad) sin cuyo conocimiento cualquier tratado de convivencia resulta insostenible.


-Una de las pocas alternativas que tenemos para ‘ser’ de un modo pleno es conocernos a nosotros mismos. ¿Cómo es posible que parezca que nada nos concierne (los inmigrantes hacinados en Turquía, el tráfico de armas del que participan nuestros gobiernos ‘democráticos’, etc.?


-Este es un tema que me preocupa, y mucho. Parece que solamente nos concierne lo próximo. Sin embargo, en la sociedad global que hemos montado, resulta que todo lo que ocurre en “otro lado” sí que nos concierne. Si familias de yemeníes mueren por las armas que les enviamos a Arabia Saudí, evidentemente nos concierne. Si el móvil o el ordenador que hemos utilizado termina en las playas de Ghana contaminando los peces de los que se alimentaba la población, nos concierne. ¿Y de verdad creemos que no tenemos nada que ver con la guerra en Siria? Pero no salimos a manifestarnos por tales cosas. Parecen menos importante que nuestras banderas.  


-Si he creído que era pertinente que La razón estética se volviese a editar es porque sigo pensando que una educación de la sensibilidad es, ahora más que nunca, necesaria. Cuando el mundo se ha vuelto todo entero representación, es urgente que sepamos distinguir qué tipo de emociones son las que guían nuestro entendimiento. En la representación cualquier acontecimiento, sea éste de la naturaleza que sea, se recibe con una tasa de placer que viene a sumarse a la variante emocional que entra en juego. Ese es el poder de la ficción. Cuando asistimos a los acontecimientos “como si” fuesen un espectáculo porque se nos re-transmiten por los mismos canales y en el mismo formato que la ficción, nos llegan con ese plus de placer que caracteriza todo espectáculo. Los noticiarios se convierten entonces en capítulos de series televisivas y las historias de corrupción o el seguimiento del éxodo de las poblaciones, en sendos culebrones que se reanudan a diario a la hora prevista y que reconocemos por el titular: “Crisis de refugiados”, “Ataques terroristas”, “Proceso catalán”, etcétera.  


-Es importante aprender a tomar conciencia de cómo los movimientos reactivos (o emociones) se ensamblan con los valores inculcados, dando lugar a lo que llamamos sentimientos y de cómo les añadimos automáticamente la creencia de que son “nuestros”. “Yo siento”, decimos, sin darnos cuenta de que ese “yo” se ha ido fabricando exclusivamente en el proceso, de que “se”  siente lo que “se” piensa, y que el “se” es siempre cualquier cosa salvo la decisión de una mente libre. Y así salimos a la calle cargados con una bomba de relojería que puede estallar en cuanto sean activados los estímulos pertinentes.         


-En sus ensayos siempre zurce aquello que quiere contar con la palabra precisa, al borde de lo real, y al tiempo emplea para ello una imagen poética que hilvana el texto, mucho más lábil, en este caso ‘gesto’, esa  inflexión cósmica. ¿Podría ahondar en este concepto?


-El “gesto” no es el signo, es una trayectoria. Un “gesto” es por ejemplo aquello que hacemos cuando movemos simplemente el brazo desde un lugar en el que estaba parado al lugar en el que irá a pararse de nuevo. Aquel simple gesto es una trayectoria que deja una estela a su paso. Cada detención un punto. Así todo. Un individuo es una trayectoria. Todo en la naturaleza está en movimiento. Infinitas trayectorias que convergen y salen disparadas. El universo es el complejo entramado de todas las estelas.  


-Esto tiene que ver con que no somos, sucedemos, tan importante en ‘La razón estética’…


-No somos, sucedemos. En efecto. Desde hace unos pocos siglos, el pensamiento occidental ha entendido la realidad en términos de “ser”. El “ser” es uno de esos conceptos que pertenecen al léxico último: de ellos no podemos dar razón, por lo que sus definiciones no pueden ser más que puras redundancias.  No es indispensable pensar en esos términos. Otras culturas no han pensado así. Si pensamos el mundo y los individuos como sucesos en vez de como entes, obtendremos un espacio de transformación en vez de un territorio de discordia. En ese espacio, todo viene a serlo todo, incluido el observador, claro está. La realidad, entonces, no es un algo que está hecho sino un hacerse. La cuestión es comprender que formamos parte de ese hacerse.  


-No somos, sucedemos, Nada sucede, todo acontece, es decir, todo tiene que ser contado. Pero quizás lo más importante de esta conversación que estamos teniendo no pueda contarse nunca. ¿Por qué esa necesidad de capturar, de aprehender, de enjaular todo con palabras, como si de otro modo no existiera?


-Por necesidad de representación: lo propio de lo humano es aumentar aquello en lo que está. Contar forma parte del aumento. El animal no humano no necesita contarse, tiene otro tipo de saber que es el que precisamente hemos olvidado. Si la propuesta de una razón estética es pertinente aún hoy en día es, entre otras cosas, por su intento de recuperar ese conocimiento perceptivo que une, que no diferencia, que nos enseña que no somos sino que sucedemos entre. Y con. Es curioso ver cómo terminamos creyendo en los cuentos que nos contamos. La Historia es el cuento sesgado sobre el que volvemos una y otra vez. Una serie de guerras, de victorias, todo los demás pasando inadvertido. Escogemos una sola trayectoria de entre las trayectorias posibles, que son incontables, infinitas.


-Me gustaría que explicase un poco el hecho de que proponga, a propósito de su reflexión sobre Zambrano, aquietarse en el claro del bosque “no para obtener una revelación, sino para producirla”.


-Se trata de la diferencia entre el modelo de revelación y el de construcción, la diferencia entre un realismo mistérico (la realidad ha de desvelarse en el claro, ha de hacerse la luz en la oscuridad, etc.) y un constructivismo (la realidad no se descubre, se hace)… Si todo sucede y nada es sino que está-siendo, no podemos hablar de la realidad como de algo que está oculto y que haya de descubrirse o revelarse sino de que lo que hay para nosotros son mundos y que los mundos se construyen. Va por ahí la cosa. Por otra parte, la palabra “revelación” habla por sí misma: toda revelación es una re-velación, una vuelta a velar, es decir, que el lenguaje siempre vuelve a ocultar aquello que señala. El decir es un movimiento de velación, no hay palabra que no vele, que no enturbie, que no oculte. Aquello que está-siendo, esa trayectoria anterior a la palabra que la fragmenta y la de-termina, jamás podrá ser atrapada en la palabra que la nombra, sólo podrá ser re-velada. De ahí que de ello lo único que podamos tener son representaciones. Entre representaciones y escenarios anda el juego.




Tomado de:

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