27 diciembre 2021

La experiencia interior. Georges Bataille

 



La experiencia interior


Georges Bataille



El erotismo es uno de los aspectos de la vida interior del hombre. No debe engañarnos el hecho de que busque incesantemente un objeto de deseo en el exterior. Pues si ese objeto existe como tal, es en la medida en que responde a la interioridad del deseo. Nuestra elección de un objeto nunca es objetiva; aun si eligiéramos una mujer de la mayoría, en nuestro lugar, hubiese elegido, la elección de la mayoría se funda en una similitud de la vida interior de unos y otros, y no en una cualidad objetiva de esa mujer que sin duda, si no tocara en nosotros lo más íntimo de ser interior, no tendría nada que forzara nuestras preferencias. En una palabra , aunque concuerde con la mayoría, nuestra elección sigue siendo diferente a la del animal: apela a esa movilidad interior, infinitamente oscura, que es lo propio del hombre. También el animal tiene una vida subjetiva, pero al parecer esa vida le es dada de una vez por todas, como los objetos que están en el mundo. El erotismo del hombre difiere de la sexualidad animal justamente en que pone en cuestión la vida interior. En la conciencia del hombre, el erotismo es lo que dentro de él pone en cuestión al ser. La sexualidad animal introduce también un desequilibrio y ese desequilibrio amenaza la vida, pero el animal no lo sabe.


Sea como fuere, si el erotismo es la actividad sexual del hombre es en la medida en que esta última no es animal. La actividad sexual de los hombres no es necesariamente erótica. Sólo lo es cuando no es rudimentaria, cuando no es simplemente animal.


En la medida en que considero al erotismo la actividad genética propia del hombre, defino al erotismo objetivamente. Pero he dejado en un segundo plano, por más interés que le otorgue, el estudio objetivo del erotismo. Por el contrario, mi intención es considerar en el erotismo un aspecto de la vida interior o, si se prefiere, de la vida religiosa del hombre. He dicho que el erotismo es para mí el desequilibrio dentro del cual el ser se cuestiona a sí mismo, conscientemente. El cierto sentido, el ser se pierde objetivamente, pero entonces el sujeto se identifica con el objeto que se pierde. E incluso puedo decir: en el erotismo, yo me pierdo. Y sin duda no sería una situación privilegiada. Pero la pérdida voluntaria implicada en el erotismo es flagrante: nadie puede dudar de ella. Al hablar ahora del erotismo, tengo la intención de expresarme sin ambages en nombre del sujeto, aun cuando para comenzar introduzca impresiones objetivas y que siempre la encontramos unida a cierto aspecto innegablemente objetivo.


Insisto: si a veces hablo el lenguaje de un hombre de ciencia, siempre es una apariencia. El científico habla desde afuera, como un anatomista habla del cerebro (Lo cual no es completamente cierto: el historiador de las religiones no puede suprimir la experiencia interior que tiene -o que tuvo- de la religión... Pero no importa si la olvida en la medida de lo posible) Yo hablo de la religión desde adentro, como el teólogo habla de la teología.

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Es cierto que el teólogo examina una teología cristiana. Mientras que la religión de la que hablo no es una religión, pero se define justamente en que desde un principio no es una religión particular. No hablo de tiros, ni de dogmas, ni de una comunidad dados, sino solamente del problema que se ha planteado toda religión: asumo ese problema como el teólogo asume la teología... Aunque sin la religión cristiana. Si no fuera porque a pesar de todo es una religión, me sentiría incluso en las antípodas del cristianismo. Tanto es así que el estudio frente al cual defino esta posición tiene como objeto el erotismo. Es obvio que el desarrollo del erotismo no es en absoluto exterior al dominio de la religión, pero justamente el cristianismo, al oponerse al erotismo, ha condenado a la mayoría de las religiones. En cierto sentido, tal vez la religión cristiana sea la menos religiosa.

Quisiera que se entendiese correctamente mi actitud.

En primer lugar, aspiraba a una ausencia de presuposiciones de modo tal que ya ninguna me parecía adecuada. No hay nada que me vincule a un tradición particular. Así, no puedo dejar de ver en el ocultismo una presuposición que me interesa en tanto que responde a la nostalgia religiosa, pero de la cual me alejo a pesar de todo ya que implica una creencia determinada. Añado que aparte de las cristianas, las preocupaciones ocultistas son para mí las más irritantes, dado que al afirmarse en un mundo donde se imponen los principios de la ciencia, les dan deliberadamente la espalda. Convierten así a quien las admite en un hombre entre otros que sabe de la existencia del cálculo pero que se niega a corregir sus errores de edición. La ciencia no me enceguece (deslumbreado, no podría responder a sus exigencias) y tampoco me perturba el cálculo. Me gusta pues que me digan "dos y dos son cinco", pero si alguien hace cuentas conmigo con un fin preciso, no me quedo con pretendida identidad entre cinco y dos más dos. para mi nadie podría plantear el problema de la religión a partir de soluciones gratuitas que el actual espíritu riguroso rechaza. No soy un hombre de ciencia en la medida en que hablo de experiencia interior, y no de objetos pero en la medida en que hablo de objetos, lo hago con el inevitable rigor de los hombres de ciencia.


Diría incluso que la mayoría de las veces, dentro de la actitud religiosa, entra una avidez tan grande de respuestas apresuradas que religión a adquirido el sentido de facilidad mental, y que mis primeras palabras hacen pensar a lectores desprevenidos que se trata de una aventura intelectual y no del incesante recorrido que pone al espíritu más allá, si es precido, pero por medio de la filosofía y de las ciencias, en busca de todo lo posible que puede abrirse.


Todo el mundo reconocerá que ni la filosofía ni las ciencias pueden considerar el problema que ha planteado la aspiración religiosa. Pero igualmente todo el mundo reconocerá que en las condiciones que se dieron, hasta ahora esa aspiración sólo pudo traducirse en formas alteradas. el espíritu humano nunca puede buscar lo que la religión busca desde siempre, salvo en un mundo donde su búsqueda dependiera de causas dudosas, sumisas, cuando no por el impulso de deseos materiales, de pasiones circunstanciales: la religión podía combatir esos deseos y esas pasiones, también podía combatir esos deseos y esa pasiones, también podía servirles, no podía ser indiferente a ellos. La búsqueda que emprendió la religión debe ser liberada de las vicisitudes históricas al igual que la búsqueda de la ciencia. No porque el hombre no haya dependido por completo de esas vicisitudes, pero esto sólo es cierto con respecto al pasado. Ha llegado el momento, sin duda precario, en que por suerte ya no debemos esperar la decisión de otros antes de tener la experiencia que deseamos. Y además podemos comunicar libremente el resultado de esa experiencia.


En ese sentido, puedo preocuparme por la religión no como profesor que escribe su historia, que habla, entre otras cosas, del brahmán, sino como el mismo brahmán. Sin embargo, no soy un brahmán, ni nada; quiero comunicar una experiencia solitaria, sin tradición, sin rito, sin nada que me guíe e igualmente sin nada que me moleste. Expreso una experiencia sin apelar a cualquier cosa particular prestándole esencialmente atención a comunicar la experiencia interior -es decir, para mí, la experiencia religiosa- más allá delas religiones determinadas.


Mi experiencia siempre supone el conocimiento de los objetos que ésta pone en juego (en el erotismo, por lo menos están los cuerpos; en la religión, las formas estabilizadas sin las cuales la práctica religiosa común no podría existir). Esos cuerpos, o más bien sus aspectos, o esas formas no se nos muestran sino en la perspectiva donde el aspecto o la forma adquirieron históricamente sus respectivos sentidos. No podemos separar totalmente la experiencia que tenemos de esas formas objetivas y de esos aspectos, ni de sus apariciones históricas. En el plano del erotismo, las modificaciones del propio cuerpo que responden a los movimientos intensos que nos excitan interiormente están en sí mismas ligadas a los aspectos seductores y sorprendentes de los cuerpos sexuados.


Y no sólo esos datos precisos, que se nos ofrecen por todas partes, no podrían oponerse a la experiencia interior que les corresponde, sino que también la ayudan a salir de lo fortuito, que es lo propio del individuo. Aunque está asociada a la objetividad del mundo real, la experiencia introduce fatalmente lo arbitrario y no podríamos hablar de ella si no tuvieran el carácter universal del objeto al que se une su recurrencia. Del mismo modo, sin experiencia no podríamos hablar ni de erotismo ni de religión.   


Cuando se trataba de erotismo (o de religión en general), una experiencia interior lúcida era imposible en una época en que no se destacaba con claridad el juego de oscilación entre la prohibición y la transgresión, que predice la posibilidad de una y otra. Pero aún resultaría insuficiente saber que ese juego existe. El conocimiento del erotismo o de la religión requiere una experiencia personal, idéntica y contradictoria, de la prohibición y de la transgresión.


Esa doble experiencia no es frecuente. Las imágenes eróticas o religiosas introducen esencialmente en algunos las conductas de la prohibición, en otro, unas conductas contrarias. Las primeras son tradicionales. Las segundas también son comunes, al menos bajo la forma de un retorno a la naturaleza al que se opondría la prohibición. Pero la transgresión difiere del "retorno a la naturaleza": la transgresión levanta la prohibición sin suprimirla. Allí se esconde el secreto de las religiones. Me adelantaría al desarrollo de mi estudio si me explayara ahora sobre la profunda complicidad entre el bien y el mal, pero si es cierto que la desconfianza (el incesante movimiento de la duda) es necesaria para quien intenta referir la experiencia de la que hablo, debe satisfacer en particular la exigencias que desde ese momento puedo formular.


Primero debemos decir que nuestros sentimiento tienden a darle un giro personal a nuestros puntos de vista. Pero es un dificultad general, y creo que es relativamente simple examinar en qué coincide mi experiencia interior con la de los demás y a través de qué me hace comunicarme con ellos. Usualmente esto no se admite, pero el carácter vago y general de mi proposición me impide insistir sobre ella. La paso por alto: los obstáculos considerables que se oponen a la comunicación de la experiencia me parecen de otra naturaleza; atañen a la prohibición a la que fundan y a la duplicidad de la que hablo: concilian aquello cuyo principio es inconciliable, el bien y el mal, la prohibición y la transgresión.


Una de dos: o bien actúa la prohibición y desde ese momento la experiencia no tiene lugar o sólo se da furtivamente y permanece fuera del campo de la conciencia, o bien no actúa: es el peor de los casos. Para la ciencia, en efecto, la prohibición no se justifica, es patológica, es obra de la neurosis. Por lo tanto, se la conoce desde afuera: aun cuando tengamos una experiencia personal, en la medida en que la consideramos enfermiza, la reducimos al mecanismo exterior que es el intruso en nuestra conciencia. Esa manera de ver no suprime exactamente la experiencia, pero le da un sentido menor. Debido a esto, la prohibición y la transgresión, cuando se describen, son tratadas como objetos por el historiador y por el psiquiatra.


El erotismo considerado por nosotros como una cosa es, en el mismo grado que la religión, una cosa, un objeto monstruoso. El erotismo y la religión nos están vedados en la medida en que no los situemos decididamente en el plano de la experiencia interior. Si obedecemos llanamente la prohibición, los situamos en el plano de las cosas que conocemos desde afuera. La prohibición que no es observada con horror ya no tiene la contrapartida del deseo que es su sentido profundo. Lo peor es que la ciencia, cuyo movimiento aspira a tratarla objetivamente, procede de la prohibición sin la cual el erotismo no puede volverse a la largar una cosa, pero al mismo tiempo la rechaza en tanto que es irracional y porque sólo la experiencia desde adentro le da su aspecto inevitable, su aspecto justificado en profundidad. Si hacemos una obra científica, en efecto, examinamos nuestros objetos en cuanto exteriores al sujeto que somos: dentro de la ciencia, el mismo científico se vuelve un objeto exterior al sujeto que por sí solo realiza la labor científica, pero no podría realizarla si antes no se hubiera negado como sujeto. Esto es válido si el erotismo es condenado, si lo hemos rechazado desde un comienzo, si nos hemos librado de él, pero si la ciencia (como a menudo sucede) condena a la religión, que es ese punto revela que es el fundamento de la ciencia, dejamos de oponernos legítimamente al erotismo. Al no oponernos más a él, dejamos de convertirlo en una cosa, un objeto exterior a nosotros. Lo consideramos como el movimiento del ser en nosotros mismos. Si actúa la prohibición, se torna difícil. La prohibición efectuó de antemano las operaciones de la ciencia: al alejarnos de su objeto, no podría hacerlo sin alejarnos al mismo tiempo del movimiento que nos distanciaba: todo se perdió a la vez en la noche de la objetividad. No podemos en efecto retomar el conocimiento de esos dominios sin retomar primero el de las prohibiciones que nos los vedaron, no como el error que nos engaña, sino como el sentimiento profundo que no deja de impulsarnos. La clave es la verdad de la prohibición, la certeza de que no está en nosotros como algo proveniente del exterior lo que se nos revela con la angustia en el momento en que transgredimos la prohibición. Si acatamos la prohibición, no es en nosotros sino un resultado del que ya no tenemos conciencia. Al transgredirla experimentarnos la angustia sin la cual la prohibición no existiría; es la experiencia del pecado.  Pero la experiencia no es plena sino en la transgresión consumada, en la transgresión lograda, que mantiene la prohibición, pero la mantiene para gozar de ella. La experiencia interior del erotismo le exige a quien la realiza una sensibilidad equivalente tanto ante la angustia que funda la prohibición como ante el deseo que lleva a infringirla. Es la sensibilidad religiosa, que asocia siempre estrechamente el deseo y el horror, el placer intenso y la angustia. 


Aquel que no experimenta, o sólo experimenta furtivamente los sentimientos de angustia, naúsea, horror, comunes por ejemplo entre las muchachas del siglo pasado, no es capaz de esa experiencia, pero tampoco lo es aquel que experimenta esos sentimientos sin sobrepasarlos. Esos sentimientos no tienen nada de enfermizo, sino que son en la vida del hombre lo que la crisálida para el animal completo. La experiencia interior del hombre se da en el instante en que al romper la crisálida tiene conciencia de desgarrarse a sí mismo y no la resistencia que se le opone desde afuera. La superación del conocimiento objetivo, que las paredes de la crisálida limitaban, está ligada a esa transformación.


Si consideramos la experiencia interior de la actividad sexual, es decir, en nosotros, el erotismo, debemos tener en cuenta en primer lugar el aspecto objetivo que en apariencia reviste para nosotros: objetivamente, cuando hacemos el años, lo que está en juego es la reproducción. Por lo tanto, siguiendo mi argumentación, es el crecimiento. Pero ese crecimiento no es el nuestro. Ni la actividad sexual no la escisiparidad aseguran el crecimiento del mismo ser que se reproduce, sea que se acople o más sencillamente que divida. Lo que se pone en juego en la reproducción es el crecimiento impersonal.


La oposición fundamental que postulé antes entre la pérdida y el crecimiento es por lo tanto reducible en este caso a otra oposición diferente, donde el crecimiento impersonal, y no la pérdida pura y simple, se opone al crecimiento personal. El aspecto fundamental, egoísta. del crecimiento no se da sino cuando la unidad que se incrementa sigue siendo la misma. Si el crecimiento tiene lugar en beneficio de un ser o de un conjunto que nos sobrepasa, ya no es un crecimiento sino un don. Para quien lo realiza, el don es la pérdida de su haber. Es posible que quien da algo recupere algo, pero en principio debe dar, y en principio, más o menos íntegramente, tiene que renunciar a aquello mismo que tiene sentido del crecimiento para un conjunto que lo incorpora.


Nunca debemos olvidar esa diversidad de aspectos reales cuando pensamos en la emoción sentida íntegramente. ¿No tenemos acaso en el momento sexual, con la desnudez por ejemplo (no importa si se trata de una reacción muy compleja y tardía), la sensación de regresar a la profusión del crecimiento? Como si pasáramos de un estado fijo, limitado, a otro más móvil donde nos sintiéramos más próximos a la savia que asciende, al árbol que florece. De entrada estas comparaciones parecerán audaces, pero el ser al que sus ropas clasifican y definen, que de la misma manera que una herramienta apropiada para sus fines es para sí mismo una cosa separada, se opone a aquel que se desborda en la exuberancia, que sintiéndose desnudo cerca de otro desnudo es invadido por una impresión de lo ilimitado.


Cuando el sentimiento de crecer tiene lugar en la soledad, cuando la individualidad del crecimiento está claramente aislada, nada viene a contradecir en nosotros la separación, que es lo propio de las cosas. En el dominio de las cosas, podemos acumular sin ser desbordados en seguida por la exuberancia.


El mismo dominio orgánico se mantiene a menudo en la calma de la abundancia. Pero la abundancia, sea cual fuere el dominio en que la encontremos, posee un punto crítico donde se pone en juego la unidad del ser que se beneficia con ella. En ese punto crítico, el crecimiento, que en cierto modo no deja de ser tal, se vuelve pérdida para el beneficiario al que una riqueza excesiva ha disociado. Ese punto puede ser conocido objetivamente, pero la experiencia de él que tenemos interiormente posee una importancia privilegiada: se define por el hecho de que allì se pone en juego el propio ser, ya que está en juego su unidad.


La sexualidad y el erotismo se unen en un mismo movimiento con esa crisis de la unidad. Pero sobre todo adquiere entonces un valor decisivo la conexión entre los datos externos e internos. La consideración objetiva de los momentos de crecimiento y de pérdida toma un sentido inesperado, puesto que el crecimiento material pone en juego al propio ser, al sujeto que se incrementa.


Vuelvo a la noción científica de escisiparidad. Cuando el ser unicelular se divide, no deja de ser, pierde su continuidad interior. Si la pierde, es porque aparentemente la tenía. Pero supongamos (admito que es una suposición rápida y que lleva las cosas muy lejos) que la continuidad apareciera en el instante en que se pierde. La discontinuidad es esencial para el ser del que hablo: es éste, absolutamente distinto de aquél. Una continuidad une al ser en su interior: afuera, una discontinuidad lo limita. Pero en el momento dela división, en el umbral de dos individuos nuevos, todavía no había discontinuidad. La continuidad se perdía, la discontinuidad se formaba. En el lapso de un chispazo, había continuidad de aquello cuya esencia era ya la discontinuidad (de dos individuos nacientes) Prosiguiendo mi suposición, diría que ese estado suspendido, que es la crisis del ser, es en el fondo la crisis de la discontinuidad. El ser nos es dado en la discontinuidad. No concebimos nada sin la discontinuidad: en el momento en que ésta se sustrae, debemos pues decirnos que en el lugar del ser, no hay nada. Al menos no hay nada que pudiéramos captar y concebir. He supuesto que la continuidad aparecía en el instante en que se perdía: lo cual quiere decir que no aparecía nada. O más bien, se desaparición sucedía a la aparición de algo.


Dicho de otro modo, el ser nunca es objetivamente captado, si no como una cosa. Me disculpo por decirlo con frases que no sólo son tanto cerradas, sino también inútilmente sorprendentes. En sí mismas son de una banalidad tan profunda que se las podría ver esencialmente como una tautología. El interés que tienen para mí es que expresan acerca de la escisiparidad lo que otras dirían del ser en sí mismo, independientemente de un dato fortuito. Esto me importa por una razón. La escisiparidad, en el punto crítico del crecimiento, es la base objetiva de la reproducción sexual y es al mismo tiempo la base del erotismo; pero en la experiencia interior a la que aludo, hay un elemento que me parece siempre perceptible: en ella alguna "cosa" es destruida, "algo" se convierte  en nada, aun cuando en definitiva en el erotismo el objeto coincida con el sujeto. Con la reflexión del sujeto sobre sí mismo, y tenemos la experiencia de la desaparición. El elemento aprehensible de la experiencia es captado negativamente; lo que captamos, si puedo decirlo nos esforzábamos por captar y de repente, ya no captamos nada. Incluso de algún modo captamos la nada. Es curioso que la lengua francesa parta de la palabra rem, que quería decir "cosa", y le diera el sentido de nada (rien).

 

Me parece además que la acción y el pensamiento se unen necesariamente, y que en el extremo de lo posible que logran, no dejan de estar unidos. Frecuentemente, el pensamiento se separa de la acción, y la acción se separa del pensamiento llevado hasta el final por ella misma: se reencuentran un poco más lejos. Aun sin el pensamiento más remoto, que es la disolución del pensamiento, la acción se emprendería con desconocimiento de las amenazas de disolución que pesan sobre ella. El dilema de la destrucción y del crecimiento es sin duda el problema decisivo de la acción: la destrucción es el límite del crecimiento, el crecimiento desconsiderado conduce a la destrucción desconsiderada. Pero la destrucción, por la cual pasamos de algo a nada, es también nuestro fin soberano. Esto se deduce de la experiencia que obtenemos dentro del erotismo. Se deduce también de los datos objetivos de la actividad sexual, cuyo punto de referencia exacto me esfuerzo en brindar de antemano.


Regreso ahora al dato fundamental extraído de la escisiparidad. en cierto sentido, no es una destrucción. Pero en el mundo no hay destrucción ni crecimiento de manera absoluta. Siempre lo que se incrementa y lo que se destruye es un ser particular, relativo ante el conjunto de lo dado. Si dentro del conjunto nunca percibimos objetivamente una pérdida, ni una creación, los seres relativos que distinguimos aparecen y desaparecen, se desarrollan a expensas de los otros o se pierden en su beneficio. Así deberíamos decir que el individuo escisíparo se pierde en el momento en que se divide. Sé que es habitual llamarlo inmortal: pero sería verdad sólo si olvido al individuo que, en la división, ya no es. He mostrado que la discontinuidad es frente a a mí el principio del ser del cual hablo, que yo concibo, y que una nueva discontinuidad me hace concebir por un instante la continuidad previa de nuevos seres discontinuos: de tal manera, me ha hecho vislumbrar la nada de algo que es el nuevo ser discontinuo.


Nunca está ausente del juego de la reproducción sexuada esta base dada objetivamente por la sensación de nada. Esa modalidad es como un velo arrojado sobre la horrible simplicidad de la división: en las especies sexualmente diferenciadas, la mayoría de las veces los individuos que engendran sobreviven individualmente, pero la gónada de la que procede el nuevo ser es el efecto de la división. Sigue siendo el crecimiento en el punto crítico que mediante la división se vuelve lo contrario del crecimiento, y sigue siendo la pérdida, no en el sentido absoluto de la palabra, sino la pérdida de lo que fue relativamente, que en parte se pierde o deja de existir. El individuo que engendra sobrevive, pero de alguna manera se muerte está comprometida en el nacimiento de los descendientes.


He dicho que el juego sexual velaba ese carácter de pérdida: pero lo acentúa al mismo tiempo que lo vela. Objetivamente la sexualidad compensa lo que en apariencia  le concede al deseo de los seres, que quieren estar a salvo de la desaparición. en la reproducción sexual, el macho y la hembra efectúan sin desaparecer esa división reproductiva que no dejaba que subsistiera nada de la función primera, puesto que dos nuevas células sucedían a la primera célula. El macho y la hembra sobreviven, aunque por cierto divididos por una división definitiva que ya no opone, como en la reproducción primitiva, a dos semejantes sino, en la medida de lo posible, a dos contrarios. Los sobrevivientes de ese naufragio que es la reproducción no escaparán sino con una condición: no permanecer simplemente al resguardo en el momento que los salvaba, que los rescataba del naufragio, donde la reproducción se vuelve una función aparte, distinta. Los seres separados de su función mortal estaban en principio a salvo, preservados de la división escisípara, pero frente a la división que anteriormente constituía seres múltiples, cada uno reflejo del otro, la reproducción en lo sucesivo constituiría seres diferentes. Al menos en la escisiparidad, el ser al perderse nunca se convertía en otro: en la sexualidad, reproducirse era desde un comienzo convertirse en otro. La función de reproducción diferenciada del ser se ligaba desde un comienzo a la diferencia entre el macho y la hembra. Igualmente en la sexualidad la reproducción sigue siendo la crisis donde el propio ser está en juego, la crisis provocada por el movimiento del ser que desea perdurar, fiel a sí mismo, en crecimiento, y que no quería ser puesto en juego. Aunque objetivamente el ser escisíparo recobraba al padre que había perdido, que no era él mismo, pero tampoco era diferente a él. La crisis no superaba la separación de aquel que de ningún modo podía plantearse como otro. Por el contrario, desde el primer paso el ser sexuado se encontraba con el otro, se semejante sin duda, y no obstante diferente a él. La división de la sexualidad que opuso el macho a la hembra pudo adquirir el sentido que le dio el mito de Platón. Más adelante, la diferenciación se reveló en la descendencia, aun cuando sobreviviera, el ser diferenciado al reproducirse se aniquilaba de antemano en la multiplicidad de los semejantes diferentes. ¡Consideremos a la humanidad, al extremo en busca de su unidad perdida, furtiva, rencorosa, dispuesta a tomar las armas! El amor es sin embargo el acontecimiento inesperado, el milagro donde recobramos la unidad en la diferencia, donde la división escisípara es compensada, repetida de alguna manera en sentido inverso.


Es también la ciencia la que evalúa la suma de dilapidación mediante la cual la sexualidad todavía asociaba a la función reproductiva el carácter de pérdida, que confirma de una manera nueva el punto de crisis al que arriba el crecimiento. La desproporción de los recursos puestos en juego en la actividad generadora de seres el bien conocida. Me parece inútil alegar para darle mayor precisión el carácter infinitesimal del resultado con respecto a las cantidades comprometidas sin provecho alguno. Nacemos como un sobreviviente en un campo cubierto de muertos. Un desastre está en el origen del crecimiento al cual abastece, a pesar de todo, la actividad sexual considerada en su conjunto. Sin embargo, la oposición de los sexos y las masacres de gónadas no le agregan más que testimonios menores a lo esencial.


Lo mismo sucede con esos acoplamientos mortales que perturban la imaginación del hombre y en los cuales, por excepción, el juego ya no está velado en absoluto, en los cuales por lo menos el macho sucumbe en la crisis, El zángano que en la ceguera del vuelo nupcial muere por haberse acercado a la reina no ha dejado de suministrarle a la fantasía del erotismo una forma donde la anulación del ser como objeto es el símbolo de todo el juego. No obstante, es en la división escisípara donde la figura objetiva de las funciones genéticas coincide más con ese erotismo secreto que nos extravía en sus desplazamientos.


El cuestionamiento propio del ser se vuelve a hallar por lo tanto en todos los aspectos de la actividad reproductiva. Pero la sutileza de la desaparición del individuo en la división sólo responde a la profundidad horrible y dulce de la disolución erótica. No porque nuestras sensaciones reproduzcan con una exactitud aprehensible lo que en nosotros correspondería a los pasajes de lo continuo a lo discontinuo, de los discontinuo a lo continuo. Eso es imposible por definición: esos desplazamientos son indistintos. No obstante, es el sentido que adquieren los pasajes de la hembra al macho, del macho a la hembra. Es también el sentido de una alternancia entre la violencia y la función.


La muerte por el contrario –a pesar del leguaje que nos hace llamar al momento de la convulsión la “pequeña muerte”, a pesar de las impactantes afinidades- la muerte, en razón de su carácter definido, definitivo, no corresponde a la sensación de eternidad del instante que se da en la fulguración del amor. Hablamos de la muerte de manera tajante: es sí o no. El erotismo es equívoco: la fusión nunca es conseguida y la mayoría de las veces la violencia se desencadena sin renunciar a la función. El abrazo amoroso es ambiguo, como lo son las relaciones de los escisíparos en el momento de la división: tiende a mantenerse en esa ambigüedad, tiende a volver interminable un instante suspendido donde nada está zanjado, donde a pesar de la lógica formal a es lo mismo que no a, aun cuando a siga siendo distinto de no a.


En efecto, no se trata de suprimir, sino solamente de negar la diferencia. Se trata de crear un punto de vista o, si se prefiere, un conjunto confuso de sensaciones, donde se pierde la diferencia, donde aparece la inanidad de la diferencia. Lo que nos constituye como seres diferentes no es más cierto que la diferencia entre a’ y a’’ antes del momento de la división. Debemos entonces, para acceder a la fusión, negar lo que distingue a las cosas unas de otras, destruirlas en tanto que son cosas distintas. En lugar de las cosas, debemos discernir la nada, en lugar de del ser vestido, el ser desnudo, cuyo sentimiento desencadena la fusión erótica.






Tomado de: 

BATAILLE, Georges (2001): "El erotismo o el custionamiento del ser" En: La felicidad, el erotismo y la literatura. Ensayos 1944-1961. Bs. As. Adriana Hidalgo, pp. 338-363.  


06 diciembre 2021

Crueldad y sumisión. Ariel Arango

 



Crueldad y sumisión

Ariel Arango


El culo posee un atractivo misterioso. “¡Qué culo más precioso tenés!”, solía decir Lady Chatterley a su amante mientras se sentía acariciada larga y tiernamente. Y agregaba el guardabosque luego del sentido homenaje:


¡Vos no sos de esas chicas de culo de botón, que parecen jovenzuelos! ¡Vos tenés un trasero auténticamente suave y redondo, como les gusta de veras a los hombres! ¡Un trasero que podría sostener al mundo!


A veces, es cierto, estas voluminosas esferas posteriores del cuerpo femenino suscitan amorosos deseos de besarlas y morderlas suavemente, mostrando que evocan a las otras dos dulces prominencias que preceden orgullosamente a la mujer: sus tetas. Pero, no obstante, es indiscutible que frente a una mujer arrodillada que ofrece franca y provocativamente un soberbio culo, como en los famosos frescos pompeyanos de la Casa de los Vettii, se despierta en el hombre un definido y seguro anhelo de penetrar violentamente. La plenitud rozagante de un culo femenino es siempre irresistible. Por ello la opulencia femenina ha sido siempre un motivo exaltado por la literatura. Como en este epigrama de Marcial (Epigramas, XI, 100):


No quiero, ¡oh Flacco!, una amante que sea como un hilo en cuyos brazos se pueda introducir un anillo con culo afilado y rodillas agudas... 


El impetuoso deseo de poseer analmente a una mujer, a “la manera italiana”, como decía Benvenuto Cellini (1500-1571), el turbulento orfebre renacentista, está siempre presto a surgir en el hombre enardecido. Y es que cada órgano sexual tiene un poder singular para convocar a los instintos. Un poder diferenciado y específico. Las tetas, la ternura; el culo, el sadismo. El fuerte encanto del trasero femenino es una nota constante a través del tiempo y el espacio. Y a veces, para nuestro gusto asume proporciones insólitas. Los negros hotentotes, por ejemplo, que viven cerca del cabo de Buena Esperanza, admiran especialmente a muchas de sus mujeres que tienen la parte posterior del cuerpo proyectada de una manera extraordinaria. Se vio así una vez que una de ellas, considerada una beldad, estaba tan desarrollada por atrás que cuando se sentaba no podía levantarse. 


La Venus “posterior” tenía muchos admiradores, también, en la antigua Grecia. Ahí las chicas, como las de ahora, concursaban públicamente para ver quién tenía muslos más perfectos. Incluso a la Venus Callipyge, que significa “la diosa de las nalgas”, le fue dedicado un templo en Siracusa. No obstante, hubo períodos en que el placer de “gozar detrás de Venus” fue duramente condenado. El cristianismo contribuyó decididamente a ello. En una época tan temprana como el s. VI, en Francia, el monje San Benito de Aniana (750-821) advertía seriamente a los creyentes en su Summa Benedicti, que era pecado mortal “conocer analmente a la esposa”. Y la interdicción con el correr del tiempo alcanzó intimidante magnitud. 


El castigo de los homosexuales masculinos no era por supuesto el más ligero. Desde la Edad Media el cadalso constituía para ellos un destino manifiesto. El severo Dante (1265-1321), en su Divina Comeddia (1304-1318), los condenó sin misericordia al suplicio eterno de su Inferno. Y todavía en pleno s. XVIII estos desdichados calmaban su pasión en el fuego de las hogueras. 


Pero la condena moral, si bien implacable en sus penas, ha sido siempre muy parca en sus razones. Con el santo francés se ha limitado a sostener que la sodomía es vituperable porque “atenta el orden natural”. Y para sus preceptos sólo es natural, en el arte de amar, lo que conduce a la concepción. La tesis es evidentemente muy estricta y ¡difícilmente la acepte algún amante! Además es muy discutible. Porque, ¿qué niño puede nacer de los apasionados besos en que se cruzan incansablemente las lenguas? ¿Qué embarazo puede aguardarse, razonablemente, como fruto de chupar una teta, introducir dulcemente la lengua en la oreja o morder suavemente un grácil cuello? No hay duda de que la naturaleza, que es quien nos sugiere estos cálidos placeres, tiene propósitos eróticos mucho más amplios y variados que los que pueda prescribir cualquier prolijo catecismo.


No menos estrecho e inconsistente es el argumento higiénico de la repugnancia: introducir la pija donde está la mierda. Es obviamente superficial. Como señalaba Freud, no es un razonamiento mucho más sólido que el que dan “las chicas histéricas para explicar su repugnancia ante los genitales masculinos: esto es, que sirven para la expulsión de la orina”. No obstante, lo que es indiscutible es que esta antigua pasión se apoya en un conspicuo rasgo de la conducta humana, a veces angélicamente negado: la crueldad. El goce en infligir y padecer dolor físico y moral. Ella es su verdadera esencia.


El creador del psicoanálisis nos brindó, además, otra interesante precisión. Creía que la poedicatio, la sodomía entre los hombres, como en el caso de Dolmancé, se inspiraba en la penetración anal de la mujer. Para él la homosexualidad masculina tenía su modelo en las hembras lujuriosas. Ahora bien, en este aspecto, Donatien Alphonse François, marqués de Sade, pensaba al revés:


Confieso mi debilidad. Convengo en que no hay goce preferible a ése; lo adoro en uno y otro sexo, pero aceptemos que el culo de un chico me da más voluptuosidad que el de una chica. Llaman bufarrón a quien se libra a esta pasión; ahora bien, cuando se es bufarrón hay que serlo completamente. Fornicar mujeres por el culo no es serlo sino a medias: en el hombre es donde la naturaleza quiere que el hombre cumpla esta fantasía, y para el hombre nos ha dado esta afición.


La opinión de Freud es seductora, pero la vida no le ha escamoteado razones, tampoco, al escritor “maldito”. Por el contrario. La frase obscena romper el culo es, en verdad, una típica imagen masculina. Un lugar común en las conversaciones de varones. Constituye una clara manifestación de triunfo y de violencia: “A ése le voy a romper el culo”. O de irritada expectativa: “Aquél nos quiere romper el culo a todos”. Y por lo demás, ¿qué otra cosa que un simbólico romper el culo es el difundido “corte de mangas” donde el elevado antebrazo representa la dura pija agresivamente ofrecida al adversario? ¿O el mostrar y ofrecer provocativamente a otro hombre, rodeándolos con la mano la bragueta, los propios genitales? Tal vez no exista otro modo de expresión que muestre tan drásticamente el propósito profundo y oculto de la victoria y dominio de un hombre sobre el otro.


Y es que en la raíz profunda de todo conflicto viril, la lucha es siempre por conquistar la mujer. Ser el más macho, disfrutar de la hembra y someter, femeninamente, al rival. Y este motivo latente está pronto para alimentar, inconscientemente, con su fuerza inagotable, cualquier discordia. Y si no fuese así, ¿cómo explicar que sea cual fuese el motivo declarado de disputa: pretensiones económicas, pasiones políticas, rencillas familiares o enconos deportivos, la misma imagen obscena la caracterice hasta el cansancio? Es indudable que todo conflicto entre hombres despierta en la raíz del alma, detrás de las querellas manifiestas, la cuestión sexual. De allí la popularidad y ubicuidad de esta proverbial “mala” palabra. 


En verdad, el origen del sólido vínculo entre la analidad y el sadismo constituye todavía un enigma para los psicoanalistas. ¿Cuál es la causa por la que el culo aparece tan unido con la crueldad? No ha habido hasta ahora una respuesta segura. Y sin embargo esta afinidad erótica es un hecho de observación cotidiana. Acaso, ¿no oímos con frecuencia decir a los amenazantes padres a sus hijos: “¡Mirá que te voy a dar un chirlo en la cola!”. Y por otro lado, ¿quién no ha tenido más de una vez un impulso irresistible de dar una patada a la persona agachada que exhibe temerariamente su culo? La experiencia diaria es, sin duda, elocuente. Y desde la Antigüedad podemos rastrear con seguridad esta casi inextricable liaison a través de las épocas y las costumbres. 





Tal es el caso de la flagelación. El azote ha sido uno de los más antiguos métodos de castigo. El antiguo Egipto, que como ningún otro pueblo grabó incansablemente sus historias y leyendas en los muros de sus edificios, nos muestra ya en sus bajorrelieves casi en los umbrales de la historia, a severos celadores que azotan profesionalmente a prisioneros y esclavos. Moisés, el héroe judío, tuvo que huir precisamente del país del faraón por haber dado muerte a uno de estos cabos de vara. Este castigo era también conocido por el derecho sagrado judío. El delincuente tenía que echarse en tierra y en presencia del juez recibía los golpes con una vara; pero no debían rebasarse los cuarenta. Entre los romanos el hombre desnudo era sujeto al cuello con una horqueta y luego azotado, y en el cristianismo las prácticas flagelatorias, indicadas como penitencia, se remontan casi a sus mismos orígenes.


Su primer florecimiento, no obstante, tuvo lugar hacia fin del s. XI, donde era común que los fieles fueran azotados en los locales contiguos a la iglesia. Santo Domingo (1170-1227), en el s. XII, consideraba que mil latigazos eran equivalentes, como castigo, a la recitación de diez salmos penitenciales. Y hacia la mitad del s. XIII la flagelación estalló en medio de interminables procesiones que, guiadas por sacerdotes, estaban pobladas por convencidos devotos de estas sangrientas muestras de piedad. A veces, incluso, participaron poblaciones enteras.


Por supuesto que esas feroces efusiones no se agotaron en esa edad oscura. De ninguna manera. La pena de azotes continuó inmutable a través de la historia su lacerante faena hasta llegar a nuestros días. Así, por ejemplo, en las viejas penitenciarías alemanas, con diabólica rutina, se flagelaba a los reclusos al entrar y al salir de la prisión, y con frecuencia, todos los viernes. En Inglaterra este castigo recién fue abolido en 1948. En este país los azotes fueron muy populares en el s. XIX, donde llegaron a convertirse en un verdadero furor en el hogar, la escuela, el burdel, y en sanción por delitos criminales. Como siempre, los castigos eran mucho más crueles en los códigos militares. El sadismo alcanzaba allí grados de infame premeditación. La historia de las vicisitudes de este cruel castigo nos brinda ricas sugerencias en nuestro viaje por el mundo de las “malas” palabras. A su influjo podemos intuir un fenómeno sorprendente. Y de gran utilidad en nuestro estudio. En breves palabras, es dable sospechar que el azote no es sino una forma enmascarada de romper el culo. 


Estamos acostumbrados a pensar que los azotes se reciben en la espalda, sobre el torso desnudo, y que el instrumento de castigo lo constituye el látigo que blande implacable el verdugo. La idea no es incorrecta, pero tampoco es totalmente exacta. Más bien es el resultado de una larga evolución. Su último producto. Primitivamente no era así. Ni la espalda era objeto del sádico ataque, ni el látigo su herramienta. En verdad siempre fue el culo el destinatario original de estos crueles fervores. Y no fue tampoco al principio un objeto flexible sino rígido el instrumento de castigo.


El hombre del látigo puso siempre sus ojos, privilegiadamente, en las carnosas asentaderas humanas. En Inglaterra durante la euforia victoriana por la flagelación, ése era el lugar preferido. Se desarrolló así una extensa y minuciosa literatura sobre esta excitante zona anatómica. Y merece especial mención, en este sentido, el libro que sobre el tema se atribuye a un joven escritor bretón llamado Hughes Rebell, titulado generosamente:


Las Memorias de Dolly Morton, historia de la participación de una Mujer en la Lucha para Liberar a los Esclavos. Relato de las Flagelaciones, Violaciones y Violencias que precedieron a la Guerra Civil en Estados Unidos, con Curiosas Observaciones Antropológicas sobre las radicales diversidades en la conformación del Culo Femenino y la manera en que Distintas Mujeres soportan el castigo. 


Dolly, que es huérfana, viaja a un lugar en el estado de Virginia, exactamente en medio de los estados esclavistas. Luego de diversas contingencias se convierte en amante del propietario de una gran plantación llamado Randolph. Y es sometida por éste a castigos con látigos y varas de abedul. Tras la flagelación, Randolph, excitado, hacía el amor con Dolly. Pero la predilección por el trasero humano en los castigos no fue, por supuesto, un privilegio inglés. En absoluto. En el continente europeo, en los colegios jesuitas, por ejemplo, florecía aún a fines del s. XVIII. Todos los días los niños indisciplinados eran entregados al “padre” corrector para la pública vindicta. 


Eran aferrados entonces, cada uno a su turno, por dos frailes que los inmovilizaban, mientras el “padre” les bajaba los pantalones dejando al descubierto el culo; los golpes oscilaban entre diez y doscientos. Ésta era, por otro lado, una rancia costumbre de las congregaciones religiosas. Así, los benedictinos, en el s. VI, debían arrodillarse o levantar su túnica hasta descubrir los glúteos para recibir allí los azotes del superior. Y hasta el s. XVIII la fustigación fue la pena generalmente reservada en toda Europa para las putas, adúlteras o brujas redimidas de la hoguera. A todas, previamente, se las desnudaba en público. Y en Roma durante mil años fue para la plebe un lugar obligado de cita, el feroz espectáculo en el que el verdugo pontificio ensangrentaba el culo de las condenadas.


Todavía en nuestro siglo, en 1915, en las prisiones de Alemania la pena de azotes se aplicaba sujetando al delincuente de pies y manos a un potro de tormento, de manera que las nalgas queden muy tensas; luego con un bastón, un vergajo, un látigo de cuero o una vara, se administran de veinticinco a sesenta golpes en las nalgas desnudas, pudiendo variar la cifra máxima. No existía, no obstante, unanimidad de criterios en todo el país sobre si debía azotarse sobre el trasero desnudo o sin quitar la ropa. En Sajonia, por ejemplo, el culo debía estar desnudo, pero en Prusia y Oldenburg la cuestión seguía sin resolverse. En los Estados Unidos, para la misma época, en las flagelaciones ejecutadas durante el verano en Canon City, estado de Colorado, los presos eran desnudados, también, con anterioridad al castigo. Y en general los azotes sobre las asentaderas descubiertas, tanto en hombres como en mujeres, siempre han sido considerados como una forma agravada de castigo. 


Pero nuestros descubrimientos no terminan aquí. El carácter simbólico de romper el culo, propio de la flagelación, resalta aun más cuando advertimos que, además, prístinamente, el látigo no consistía, como ahora, en un elemento flexible de cuero o soga, o aun de pesadas cadenas como prefería el crudelísimo emperador romano Calígula (12-41), sino  que era de material rígido y forma alargada. Es decir, un típico símbolo del falo. El conocimiento del simbolismo genital nos es en este punto de gran ayuda. Constituyó uno de los hallazgos más interesantes de Freud, aunque muchos humanistas y antropólogos lo habían señalado ya, ocasionalmente, en el estudio de culturas antiguas y primitivas. “Todos los objetos alargados -decía-, bastones, troncos de árboles, sombrillas y paraguas (estos últimos por la semejanza que al abrirlos presentan con la erección) y todas las armas largas y agudas, cuchillos, puñales, picas, son representaciones del órgano genital masculino.” Así deben interpretarse, pues, las ramas o retoños de higueras que se usaban para fustigar en las fiestas Targelias de Atenas en honor de Apolo y Diana, como igualmente el mazo de paja, las varas de abedul, los palos de avellano o los bastones que ilustran con sus sangrientas huellas esta sádica historia de dolor.


Por lo demás no fue necesario el advenimiento del psicoanálisis para reconocer que en torno a la pena de azotes brota siempre un hálito de sensualidad. En Delaware del Sur, Estados Unidos, la picota a la que se ataba a los condenados, que habitualmente era una columna de piedra o de ladrillo y argamasa (una característica representación fálica), estaba pintada de rojo. Cuando el infeliz era atado a ella, de manera que parecía abrazarla, los negros solían decir, en alusión a la velada sumisión sexual, que abrazaba a Juanita la Roja. Y entre los marineros británicos, tan expuestos siempre a la flagelación, era muy familiar una parecida fantasía masoquista. Se decía del que era atado a un cañón (otro conocido símbolo del miembro viril) para ser azotado, que lo hacía para “casarse, abrazar o besar a la hija del artillero”.


Podemos sintetizar ahora nuestros nuevos conocimientos. Es evidente que en este atroz castigo ha tenido lugar un fenómeno que Freud descubrió tempranamente en su aventura por el ignoto mundo del inconsciente: el desplazamiento. Los deseos y sentimientos no permanecen adheridos para siempre a los seres u objetos a los que un día invistieron. Sufren distintas vicisitudes y a menudo buscan nuevos destinos. Por supuesto, éste es un proceso inconsciente. No podemos advertirlo. Pero tiente lugar una verdadera transposición de afectos. Es un suceso normal en la economía psíquica de ese mundo abisal. Una característica singular de ese mundo maravilloso: 


Tal idea es la de que en las funciones psíquicas debe distinguirse algo (montante de afecto, magnitud de la excitación), que tiene todas las propiedades de una cantidad -aunque no poseamos medio alguno de medirlo-; algo susceptible de aumento, disminución, desplazamiento y descarga, que se extiende por las huellas mnémicas de las representaciones como una carga eléctrica por las superficies de los cuerpos.


Y ello es lo que ha acaecido aquí con romper el culo y la flagelación. A través del tiempo un proceso de desplazamiento de afectos ha tenido lugar. Los impulsos crueles, inconscientemente, cambiaron su rumbo: se dirigieron desde el culo a la espalda, y desde la pija a la vara o bastón, y de allí al látigo. En muchos casos, incluso, como en el de nuestra conocida heroína literaria Dolly Morton, los azotes y el coito se suceden sin interrupción descubriendo su afinidad primordial. Y el mismo hecho era muy común en Brasil durante la época de la colonia. Este extravío emocional se producía mayormente en los tumultuosos años de la pubertad, por la sumisión del joven esclavo a los caprichos de su también juvenil señor. Era la llamada “bastonada” en que la fustigación con el bastón en el trasero del desamparado negro culminaba con la penetración de otro “bastón”, también duro pero carnoso, en el culo del pobre infeliz.


No obstante, el sometimiento anal, en los castigos inventados por el hombre, no se manifiesta sólo tras la máscara de la flagelación. También lo hace francamente, sin velos y sin pudores. En realidad constituye junto con la castración una de las dos formas características de feminizar al hombre derrotado o preso. En la castración el hombre pierde sus atributos distintivos, y a través de la sodomía, al ser penetrado por la pija de otro hombre o cualquier sustituto de la misma, se perfecciona su transformación en mujer. Son los dos modos que, juntos o separados, expresan de manera insuperable el destino del varón derrotado. 


La emasculación como castigo es una horrible costumbre de muy larga data. La encontramos ya en el antiguo derecho penal asirio, en Persia, Abisinia, Grecia, Roma, la Edad Media, toda la historia humana padece del estigma de esta espantosa forma de punir. La violación o el adulterio eran sus causas típicas. Y la explicación era sencilla: el delincuente debía ser castigado en el miembro con el que cometió la falta. Y es aquí donde la observación de estos sádicos hábitos humanos nos depara un nuevo motivo de sorpresa. Si bien es comprensible que se castigue en un órgano sexual un delito sexual, ¿cómo explicar que la misma sanción se aplique cuando el delincuente o el soldado vencido no han cometido ninguna falta de esa índole? Evidentemente las razones de esta ilógica conducta no deben buscarse en motivos conscientes sino en oscuras razones inconscientes ignoradas, incluso, por los mismos verdugos.


El psicoanalista inglés Edward Glover, en su libro War, Sadism and Pacifism (1933), aplicando el psicoanálisis al estudio de la historia, ha demostrado que en todas las guerras, internacionales o civiles, existen crueldades que exceden, manifiestamente, las necesidades tácticas de la lucha. En estos periódicos holocaustos en que los hombres se destruyen mutuamente se repiten siempre, como una obsesión, las mismas formas de envilecer al vencido. Y esto tiene lugar sea cuales fuesen las causas del conflicto bélico: el orgullo nacional herido, el ardor religioso de una “cruzada” o de una “guerra santa” o la insidiosa voracidad económica. Las guerras muestran siempre en su devenir una rutinaria uniformidad. El guerrero quiere degradar al adversario; busca humillar al enemigo. Y los modos supremos de sometimiento son la castración y la violación anal. En todo tiempo ha sido así. Son costumbres tan viejas y brutales como la guerra y el hombre.


Los soldados del antiguo Egipto, por ejemplo, cortaban la pija del enemigo muerto y lo llevaban al correspondiente escriba para que lo registrase a su crédito. También entre los abisinios se practicaba la castración sobre los enemigos muertos en combate; la sellaba. Pero cada guerrero debía castrar sólo a aquellos que él mismo hubiera abatido en lucha abierta. Pero además este castigo no conocía de rangos. Hasta los emperadores lo sufrieron. Los conjurados que mataron a Calígula no se olvidaron tampoco de atravesar con sus espadas sus genitales. También los testículos de los ejecutados por linchamiento sufrían a menudo una muerte póstuma ya que eran clavados en una pica y paseados en triunfo. Y en nuestra época, entre muchas otras experiencias similares, podemos observar en las crónicas de la guerra de Argelia cómo ambos bandos, franceses y árabes, raramente renunciaban a la poderosa pasión de cortar los genitales del soldado muerto para introducírselos luego en la boca. Por otro lado es, además, muy conocido el fenómeno de psicología social en que las masas humanas acceden una y otra vez a la castración para extremar el castigo de sus enemigos.


Ni qué decir tiene que la pena del sometimiento anal, con sus variados matices, ha estado igualmente difundida. En Haití uno de los castigos favoritos que se aplicaba a los esclavos era brûller un peu de poudre au cul d’un nègre; hacer arder un poco de pólvora en el culo de un negro. Otra de las variaciones de la misma idea era, stuffing gunpowder nto the rectum and causing it to explode; rellenar el recto con pólvora y hacerlo explotar, suplicio este último donde la idea de romper el culo alcanzaba una de sus desarrollos más cumplidos. Pero estas violencia anales no se han circunscripto en el curso de la historia sólo a los negros. Así entre tantos otros ejemplos, en Italia, en Arezzo, junto al curso del río Arno, a cuarenta millas de Florencia, estalló en 1502 un motín contra una opresora comisión de esa ciudad en la que centenares de florentinos murieron. Una de las víctimas fue despojada de sus ropas y colgada. Entonces alguien, satisfaciendo una universal fantasía que no conoce de tiempos, razas o naciones, le introdujo una antorcha encendida en el culo. La alegre turba bautizó el cadáver con el nombre de il sodomita.

 
Tampoco ha padecido esta crueldad de limitaciones regias. El estadista inglés Winston Churchill (1874-1965) nos relata en este orden de ideas la horrible muerte de Eduardo II (1307-1327), rey de Inglaterra. Preso en el castillo de Berkeley, lo sacrificaron, dice eufemísticamente el historiador, “con medios horribles que no dejaban huellas en la piel”. En otras palabras, le quemaron los intestinos con hierros al rojo vivo, introducidos por el culo. Los prisioneros de guerra sufren también, con frecuencia, este horrible suplicio. El caudillo araucano Caupolicán (n. principios s. XVI-1558), que luchó bravamente contra los españoles a los que derrotó en varias batallas, al ser capturado fue condenado a la pena de empalamiento. La misma consistía, en espetar al prisionero en un palo. O dicho de otro modo, le atravesaban el cuerpo con un instrumento puntiagudo que ¡le introducían por el culo! Y a miles de kilómetros de distancia elegimos, casi al azar, entre múltiples evidencias de este vetusto castigo, un conmovedor dibujo que se halla en Les très riches heures du Duc de Berry-fol del Museo Condé, en el castillo de Chantilly, que ilustra una escena del capítulo XVI del Génesis, en el que se ve la batalla que determinó la huida de los reyes de Sodoma y Gomorra, y muestra a un soldado afortunado que desde un caballo clava su lanza (claro símbolo fálico) en el culo levantado y desnudo de un guerrero vencido y postrado a sus pies. 


Nuestros hallazgos, no obstante, no terminan aquí. Es de esperar que estos modos tan difundidos y arraigados de sumisión no se manifiesten sólo en los hombres sino también en sus parientes y ancestros próximos: los animales. Y así es. La observación de sus conductas no defrauda nuestras expectativas. En ellos también la íntima unión de rivalidad sexual y sumisión se revela con pura transparencia.














Tomado de:

ARANGO, Ariel (2010): Las malas palabras. Virtudes de la obscenidad. Santa Fe, ACA ed., pp. 53-75.