30 junio 2012

Los demonios de María Magdalena. Francois Mauriac

Francesco Lupicini

Los demonios de María Magdalena

Francois Mauriac



Un rasgo nos inclina a confundir a la penitente de los cabellos lacios con María Magdalena: porque a ésta se refieren siempre los Evangelios como a la mujer que el Señor libró de siete demonios. Pues bien, la pecadora que entra en la sala con sus perfumes, no es una desconocida para el Hijo del Hombre. Hubiera podido no decirle, como a las demás: "Tus pecados te serán perdonados…" Porque dicho perdón ha sido ya obtenido. La criatura bañada en lágrimas es, sin duda alguna, una mujer entregada a los demonios desde hace ya bastante tiempo; parece como si hubiera alcanzado entonces, en el camino del regreso, aquel lugar del camino en donde el alma, a la luz del amor, descubre a la vez la multitud de sus crímenes y los penetra uno a uno en su horror, les sigue paso a paso hasta lo más hondo de las almas arrastradas y mancilladas, se pierde y confunde en la red sin fin del escándalo, en las ramificaciones de la responsabilidad.


Ignoraremos siempre cómo esa mujer poseída por el amor con una fuerza más poderosa que la de los siete demonios, había pasado de una posesión a otra, pues el Evangelio nada dice sobre esto. ¿Fue rápido o largamente disputado el combate? Quisiéramos saber si el maestro de toda carne usó de su poder de Dios para yugular aquélla o si, por el contrario, la dejó libre y fiaba en el amor que, ante su llamada, comenzaba a brotar a través de tantos escombros, lavando todas las manchas y cubriendo toda vergüenza.


Conocemos esta vergüenza, esta mancha. El fariseo menospreciaba a la mujer llorosa e hincada de rodillas, porque a los ojos de los puros era una intocable. Los siete demonios de María Magdalena caben muy bien en un único demonio. No existe más que un demonio tal como existen mil, y todas las posibilidades del mal fructifican en esa lujuria cuyo nombre, por sí solo, cubre de púrpura la faz de los santos.


No se trata aquí de pobres flaquezas, de faltas a las que toda criatura está sujeta, de miserias que humillan a los adolescentes y cubren de vergüenza a los hombres de edad; sino de una posesión de la que algunos son víctimas: los que en el sentido absoluto están enloquecidos por su cuerpo, cuya razón de estar en el mundo no consiste más que en buscar lo absoluto en la carne. Éstos son verdaderamente los poseídos por los siete demonios, a los que damos el nombre de los siete pecados.


Primero, el orgullo: una criatura prostituida saborea hasta la locura su poder sobre los corazones, esta licencia de hacerlos sufrir, de entregarlos indefensos a los celos, de separarlos de cuantos aman. En este plano, ¿qué es peor: la crueldad femenina o la vanidad del varón? Hemos recibido alguna vez tal o cual confidencia, proferida con el tono más desenfadado: "Él murió por mí… Ella se mató por mí…"


Asesinos. Y si todos los lujuriosos no vertieron la sangre de su cuerpo adulto, todos aniquilaron, en el acto desviado de su fin natural, las almas que hubieran podido nacer. Y destruyeron otras ya nacidas.


Hugues Merle



El instinto de no perderse solo, se halla arraigado en las entrañas de los seres carnales; los que forman esa muchedumbre que Cristo nos muestra apretujándose, agolpándose en la anchurosa carrera de la perdición, no están reunidos allí como por azar; se estaban buscando y se hallaron; cómplices y culpables, unos necesitan a los otros para condenarse. Como los animales se agrupan según su especie, ellos se clasifican según sus vicios. Cada vicio particular lleva distintivo sobre el ganado de sus fieles. El día del juicio les sorprenderá juntos y no será preciso hacer sonar la trompeta para llamarles desde los cuatro puntos del globo: el sombrío racimo de cada enjambre está ya formado de antemano, y al Ángel negro sólo le bastará apoderarse de ellos.


Aun cuando el cemento de un vicio común les una hasta confundirlos, la envidia, los celos, el odio excavan entre ellos verdaderos abismos. Y su locura consiste no en sentirse victoriosos, sino en la tortura que se infligen unos a otros.


Demonios menores, se arrastran por el surco de esa lujuria odiosa y homicida. La gula que inspira burlas inocentes, debía de ser en María Magdalena, como en todos los grandes pecadores, no el gusto de un sabor pasajero, sino la búsqueda de un estado duradero, de una beatitud desarmada. Mujeres que odiarían el alcohol, la poseían como un filtro… Y, de súbito, los últimos guardianes del alma se adormecen, la vergüenza se aleja, llevándose consigo el recuerdo de los seres queridos; las barreras se abren una a una: el alcohol, los estupefacientes, entregan a sus fieles las llaves del reino de esta tierra.


La pecadora de cabellera lacia, puesto que fue liberada de siete demonios, es sin duda María Magdalena. Y procuramos imaginarnos el milagro: su paso de un mundo a otro mundo. "¡Qué estado y qué otro estado!", exclama Bossuet. Para decir verdad, acaso no hubo ninguna "escena". Cuanto se pueda contar de los actos de Cristo no es nada comparado con lo que realizó en el interior de las almas. Ya el Hijo del Hombre vivía y obraba como vive y obra el Cristo invisible. La historia de María Magdalena se realiza en nuestro fuero interno, o podría haberse realizado en él. Nuestra propia liberación, o nuestro encadenamiento nos ayudan a representarnos lo que fue la liberación de aquella mujer poseída.


Porque se trataba en efecto de una posesión: "María Magdalena, de quien Él había expulsado siete demonios." La prostituta estaba poseída. ¿No sería, pues, la lujuria un pecado como los otros? La impotencia de curarse de que se lamentan los impuros, incluso los que se sienten atraídos por Dios, ese perpetuo retorno a la náusea, ¿sería el signo, no de una tentación ordinaria, sino de una ocupación: ocupación del individuo, ocupación de la raza?


Francesco Hayez


Existe un texto atroz de Saint-Cyran en que el heterodoxo nos muestra, en el seno de una misma familia, la sucesión casi ininterrumpida de los condenados, de padres a hijos. Aquel hombre temible pudo concebir una especie de condena hereditaria, sin que la fe cediera ante tamaño horror. Sin embargo, es muy verdad que el misterio de la herencia nos obliga a creer en un correspondiente misterio de misericordia: existen razas poseídas. La muerte de un ser caído no destruye el germen de su caída. Todos los hijos de su carne son asimismo los hijos de su concupiscencia, encargados de transmitir la horrible antorcha a quien salga de ellos.


Para huir de esta pesadilla, basta con contemplar el alma penitente liberada de los siete demonios. María Magdalena triunfó de las fatalidades de la carne. El amor, no pudiendo ser vencido más que por el amor, encendió el contrafuego. Lo mismo que en el día en que la criatura era toda su vida, el mundo entero se aniquilaba para ella en torno de un solo ser (y éste es, en efecto, el misterio más trivial del amor humano, ese formidable desprecio de todo lo demás, esa insignificancia de todo cuanto existe fuera del objeto de nuestra pasión), hoy Cristo se beneficia de tamaña locura. De nuevo el mundo se aniquila, pero esta vez en torno a un hombre que es Dios. Y la carne misma de esa mujer queda comprendida en este aniquilamiento. El viejo deseo muere. La pureza y la adoración se juntan, se reconcilian en el corazón apaciguado. María Magdalena entra en la sala en donde Jesús está sentado ante una mesa, y se dirige hacia Él, sin mirar a los demás convidados. No existe ya más que Jesús en el mundo, y ella que ama a Jesús. Y he aquí que su amor se ha convertido en su Dios.


Es una penitente. Los que se asombran ante su propia impotencia de perseverar, buscan en la conversión una fuente de delicias. Pero en un alma fecundada con la semilla de los siete demonios, la cizaña, apenas destruida, vuelve a brotar si la tierra no se cava, labra y trabaja en el esfuerzo y el llanto.


En aquella hora de su vida, María Magdalena debía de pasar por el momento en que la criatura, ya enteramente entregada a Dios, oye aún a veces la vieja pasión que aúlla de hambre. Magdalena murió para lo que había abandonado. Nada la separó ya de Aquel a quien venía buscando de criatura en criatura.


Según me parece, sigue algo perpleja a Jesús por dondequiera que vaya, y no se detiene sino cuando Él mismo, clavado en la cruz con tres clavos, ya no podrá avanzar más, no podrá dar ni un paso más, ni siquiera en el sufrimiento. Entonces María Magdalena, inmovilizada a su vez frente a la meta, por fin alcanzada, contra aquel árbol lleno de sangre, lo abrazará estrechamente; hasta que el cuerpo desgarrado de su Dios haya sido descendido y le hayan encerrado, en el cuerpo sagrado, incluso sin vida, nada se ha perdido para ella, porque cree acaso que Jesús sólo aparenta estar muerto. Apenas se aleja de la tumba el tiempo justo para ir a comprar perfumes. Y desde el alba, hela allí de nuevo, ante el sepulcro, con Salomé, la madre de Santiago. Sólo entonces se despierta, ante aquel agujero que parece bostezar, ante la puerta desenmascarada del vacío. ¡Se llevaron a su Señor! ¡No sabe adónde lo llevaron! Corre en busca de ayuda, se dirige al jardinero e ignora que es Él (según la frase que debía oír el autor de la "Imitación": "Cuando creéis estar lejos de mí, frecuentemente estoy más cerca de vosotros…").


Cada personaje envuelto en el drama de la Redención aparece como un prototipo con cuyas múltiples réplicas aún nos codeamos hoy en la vida. Las almas acuñadas según la efigie de María Magdalena no han dejado de llenar este mundo desde que ella pasó por él. A partir de entonces, los más pecadores saben bien que les corresponde ser los más amados por haber sido entre todos los que más han pecado. María Magdalena establece entre el grado de rebajamiento de donde Cristo consiguió algunas de sus criaturas y el amor que le deben, una proporción que, de ser consentida, suscitará la santidad de la infamia misma.


Se puede afirmar, sin pecar de temerario, que entre los impúdicos ninguna vergüenza hacía retroceder a una meretriz, y que no existe para ella gradación alguna del rebajamiento. Su vocación consistía en no decir no a nada de lo que inventa el hombre complicado en esa persecución de lo infinito, en esa búsqueda de lo absoluto a través de lo sensible. ¡Inimaginable vuelta! María Magdalena permanece fiel a su vocación: continuará no rehusando nada, pero esta vez será a Dios y ya no a los hombres. Reemprenderá la misma búsqueda incansable, mas esta vez siguiendo los pasos de su Señor y de su Dios. Virgen siempre loca, la locura de la cruz sustituye a la del cuerpo, entregada como antaño a todos los excesos en un plano en que todo exceso queda de ahora en adelante permitido y donde la superación de sí mismo por sí mismo ya no conoce regla alguna, en donde no existe ningún otro límite para la pureza ni para la perfección, sino la misma pureza y perfección del Padre que está en el cielo.




















Tomado de:
MAURIAC, Francois (1936): Vida de Jesús. Ed. Difusion.


27 junio 2012

Entrevista a Libertad Demitrópulos




"Por el río van y vienen todas las penurias"


Entrevista a Libertad Demitrópulos


-Usted trabaja en sus novelas el interior del país, los elementos, agua, tierra. ¿Cómo es que su escritura se desarrolla en un medio tan alejado del que vive?

-Son elementos conocidos por mí por haber crecido en Jujuy en relación con una naturaleza tan fuerte. Por eso en mi mente están siempre presentes, lo que cambia es el paisaje y las costumbres. Los hombres que están en el norte quieren trasladarse, tanto los extranjeros como los autóctonos. Los del norte desean ir al sur, por ejemplo en Río de las Congojas. Yo me traslado a otro lugar por aquello que dice  Vargas Llosa: el escritor nunca esta satisfecho con lo que lo rodea. Necesita crear un mundo distinto para demostrar que en el que vive no se siente conforme. Pintar otro. Allí quisiera vivir aunque éste tamibién sea terrible pero no desea la realiad inmediata, la detesta, por eso se dice que un escritor es mentiroso. En sus libros no pinta su propio medio o realidad sino uno que se fabrica y con eso está demostrando la disconformidad, creo que eso es lo que me pasa a mi.

-En sus novelas hay saltos en el tiempo y cambio de punto de vista de los narradores ¿A qué se debe?

-Cambio el narrador y cambio los planos temporales. En La Flor de Hierro hay dos planos, el plano actual y el histórico, los que lo une, el elemento unitivo, es el lugar. Es el mismo sitio sólo que en distintos tiempos que están relacionados por le memoria de la gente. El pueblo de Medina existe y recuerda a sus antepasados de hace cuatro siglos. Era un pueblo floreciente y ahora se está muriendo de sed; se extingue a causa de la falta de agua. Despues de escribir la novela, fui y encontré un pueblo exactamente igual al que habia imaginado.

-En la Flor de Hierro, al comenzar con la época de Medina tiene acápites con letras en cursiva, ¿cuál es el motivo?

-Hubo un acontecimiento importante. Al conquistador Francisco de Aguirre la Inquisicioó lo lleva a juicio. Era un luchador muy valiente y como todo conquistador va de aquí para allá, y entre otras ciudades funda Santiado del Estero. Es una época de mucha envidia y como el es un personaje exhuberante y extrovertido, vocifera contra la iglesia. Dice: "Yo como carne y si la iglesia lo prohibe no vivo yo en tanta flaqueza". Bastó para que le hicieran un gran juicio inquisitorio. Cada parte de la historia comienza con un pregunta -en letra cursiva- que le formularon en el juicio. Las acusaciones son casi textuales, yo las modifiqué un poquito para hacerlas intelegibles porque estaban en castellano antiguo. Antes de que se hagan las preguntas, yo hablo del juicio. Al lector hay que guiarlo un poco porque se puede perder.

-Sus libros tienen un bagaje traído de la poesía.

-Sí, en las descripciones, porque yo empecé escribiendo poesía, puede ser que eso siga influyendo. Pero no todo es netamente poético.
¿Usted cree que en Rio de las Congojas, el núcleo es el río, y en Un Piano en Bahía Desolación es el mar?
  
-Sí, todo empieza y termina con el río. cuando se destruye Buenos Aires, tanto Pedro de Mandoza como Juan de Garay, suben por el río hasta Asunción y por el bajan, porque el plan de Buenos Aires era fundar el puerto de Santa Fe. Por el río van y vienen todas penurias, todas las congojas. Sufren mucho porque, a los que se quedan, también los castiga con sus frecuentes crecientes. En Un Piano en Bahía Desolación es el mar y el piano es el elemento poético. Un elemento extraño que viene de Europa. No tiene nada que ver con América, viene y se incrusta. Gin Whisky llega caminando y escucha la música y hasta en el ultimo capítulo cuando el piano es destruído hay un intento de eliminar toda la influencia europea puesto que el piano es Europa. Es el símbolo del extranjero que viene a matar a los indios, a estropear. El piano envuelve y fascina al personaje del indiecito a quien las indias le dice que dentro está el diablo. Es una caja de recuerdos vanos. Esto sucede a principios de siglo, época de pestes traídas del extranjero. Isidoro se cura la suya e intenta desligarse de ese mundo lleno de conflictos de la vida moderna, a esto se suma la fascinación de su hijo por el piano; entonces tira lo papeles, la letra y destruye el piano. El piano representa la poesía dentro del mar, es emblemático. La imagen del mar es el universo.

-Todas las historias que se van presentando son un pretexto para mostrar el medio.

-Sí, para ir viendo esas aguas, esas islas, al extranjero que llega. Un tanto ambiciosamente intento hacer un friso del país con las distintas regiones. Prácticamente ya las tengo todas. Río de las Congojas es la Mesopotamia, Un Piano en Bahía Desolación, el sur, La Flor de Hierro, el noroeste. Así a grandes manchones. Lo último, no publicado, es toda la región del noroeste -Chaco, Formosa, Corrientes-, otra región fascinante. Se titula La Mama Coca, hace referencia al narcotrafico. Es una novela terminada hace tres años, estoy buscando editor y no consigo. Todo eso es lo que me lleva a ser una escritora no regional. Algunos escritores provincianos dicen que hay que escribir nada más que de su región. Yo escribo sobre regiones a las que nunca fui y creo que iré. Una forma de crear un clima con el lenguaje, un clima de época.

-¿Se puede crear un clima a partir del lenguaje?

-Parte de ese lenguaje, muy semejante, lo escuché de mi abuela que era salteña, descendiente de españoles. En el interior todavía se conservan en la lengua ciertos decires que me quedaron en el oído. Están presentes la forma de hablar de mi abuela, otro poco inventado y otro poco de la lectura de los españoles. Ese es el resultado que ayuda a crear el clima. En el caso de Héctor Tizón, crea el clima con la influencia de la luz. La luz desnuda todo lo terrible que hay en el norte. No se puede tapar la pobreza, el abandono, el estado en que está el hombre en este momento. Las crueles provincias eran aquellas que peleaban. De un poema de Borges sacó las palabras Tizón. Dice el Poema Conjetural: "Yo, Francisco Narciso de Laprida, cuya voz declaro la independencia de estas crueles provincias, derrotado huyo hacia el sur por arrabales últimos". Tizón afirma: "Qué distintas esas crueles provincias que peleaban a muerte por el trabajo, por la gente, por la tierra, por sus bienes". Esta luz, hoy muestra todo su abandono, se ven sombras. Esos hombres que pelearon tanto, hoy son sólo sombras, por eso la luz es tan importante.

-Usted a veces trata de despistar al lector.

-En Río de las Congojas de entrada ya se dice que Isabel Descalzo murió en Asunción rodeada de gatos, pero después resulta que sigue su historia porque viene a buscar al hombre y se queda con él. Lo que yo quiero es que el lector piense: ¿cómo, ésta no se había muerto?, ¿dónde esta la verdad? Es la influencia de la novela de aventuras, donde al héroe lo matan en una batalla y en el capítulo siguiente aparece vivo.

-Su narrativa produce la sensación del flujo y reflujo del agua.

-Es el pensamiento que se reitera de una manera y otra como si fuera una ola. Son voces del que va narrando, que no siempre es la misma persona como el personaje de la Conchuda que vuelve, pero es en el recuerdo del que va narrando. En Un Piano en Bahía Desolación, la protagonista después del homicidio de su amante se va a Inglaterra porque era lo que ansiaba, y después de la tercera parte del libro vuelve a aparecer en la palabra de Gin Whisky, y el personaje se instala como presente.

-¿Usted cree en la salvación por la escritura?

-Creo que fue mi misión en la tierra, mi finalidad. Si tenes un mundo que no te agrada, vas creando otros, sino uno se vuelve loco. Es la salvación como sentido de vida. Me ayudó mucho, para mí fue un destino.







Tomado de:
BARLETTA, Angélica y SANTIAGO M. Cristina: "Entrevista a Libertad Demitrópulos". En: Revista El Desierto. Año II, n°2, Bs. As. 1996.

09 junio 2012

Ventanas a lo insólito. Julio Cortázar




Ventanas a lo insólito

Julio Cortázar


Se tiende a pensar que la fotografía como un documento o una composición artística; ambas finalidades se confunden a veces en una sola: el documento es bello, o su valor estético contiene un valor histórico o cultural. Entre esa doble propuesta o intención se desliza alguna veces lo insólito como el gato que salta a un escenario en plena representación, o a aquel gorrioncito que una vez, cuando era joven, voló largo ato sobre la cabeza de Yahudi Menuhin que tocaba Mozart en un teatro de Buenos Aires (Después de todo no era tan insólito; Mozart es una prueba perfecta de que el hombre puede hacer alianza con el pájaro.


Hay una búsqueda deliberada de lo excepcional, y hay eso que aparece inesperadamente y que sólo se revela cuando la foto ha sido revelada. Sus maneras de darse no tienen importancia, y si una irrupción no buscada es acaso la más bella y la más intensa, también es bueno que el fotógrafo pararrayos salga a la calle con la esperanza de encontrarla; toda provocación de fuerzas no legislables alcanza alguna vez su recompensa, aunque ésta pueda darse como sorpresa e incluso como pavor.


Dime cómo fotografías y te diré quién eres. Hay gente que a lo largo de la vida sólo colecciona imágenes previsibles (son en general, los que hacen bostezar a sus amigos con interminables proyecciones de diapositivas), pero otros atrapan lo inatrapable a sabiendas o por lo que después la gente llamará casualidad. Algo sabía de eso Brancusi el día que un joven pintor desconocido rumano como él, llegó a su taller en busca de lecciones. Antes de aceptar, el maestro le puso en las manos una vieja Kodak y le pidió que tomara fotos de París y que se las trajera. Asustado ante esta conducta zen avant la leerte, el joven tomó las fotos que se le ocurrieron, y Brancusi las aprobó como si la bastaran para saber que ese muchacho era ya, avant la lettre, Victor Brauner. Lo que no sabía ni el uno ni el otro era que una de las fotos callejera incluía la fachada de una hotel donde años después, en una noche demasiado llena de alcohol, un vado arrojado por el escultor Domínguez le arrancaría un ojo a Brauner. Allí lo insólito jugó un billar complejo, y se deslizó en una imagen que sólo parecería tener finalidades estéticas, adelantándose al presente y fijando (un visor, y detrás de él un ojo) ese destino no sospechado.


Desde que empecé a tomar fotos en mi lejana juventud de pampas argentinas, el sentimiento de lo fantástico me esperó en ese momento maravilloso en que el papel sensible, flotando en la cubeta, repite en pequeño el misterio de toda creación, de todo nacimiento. Los negativos pueden ser leídos por los profesionales, pero sólo la imagen positiva contiene la respuesta a esas preguntas que son las fotos cuando el que las toma interroga a su manera la realidad exterior. No estaba en mí el don de atrapar lo insólito con una cámara, pues aparte de algunas sorpresas menores mis fotos fueron siempre la réplica amable a lo que había buscado en el instante de tomarlas. Por eso, y por estar condenado a la escritura, me desquité en ella de la decepción de mis fotos, y un día escribí “Las babas del diablo” sin sospechar que lo insólito me esperaba más allá del relato para devolverme a la dimensión de la fotografía el año en que Michelangelo Antonioni convirtió mis palabras en las imágenes de Blow up. También aquí lo insólito lanzó su lento bumerang: mi esperanza y mi nostalgia de fotógrafos sin dominio sobre las fuerzas extrañas que suelen manifestarse en las instantáneas, despertó en un cineasta el deseo de mostrar cómo una foto en la que se desliza lo inesperado puede incidir sobre el destino de quien lo toma sin sospechar lo que allí se agazapa. En este caso lo excepcional no repercutió en la realidad exterior; incapaz de captarlo a través de la fotografía, me fue dada la admirable recompensa de quien alguien como Antonioni convierte mi escritura en imágenes, y que el bumerang volviera a mi mano después de un lento, imprevisible vuelo de veinte años.


No me atraen demasiado las fotos en las que el elemento insólito se muestra por obra de la composición, del contraste de heterogeneidades, del artificio en último término. Si lo insólito sorprende, también él tiene que ser sorprendido por quien lo fija en una instantánea. La regla del juego es la espontaneidad, y por eso las fotos que más admiro en ese terreno son técnicamente malas, ya que no hay tiempo que perder cuando lo extraño asoma en un cruce de calles, en un juego de nubes o en una puerta entornada. Lo insólito no se inventa, a lo sumo se lo favorece, y en ese plano la fotografía no se diferencia en nada de la literatura y del amor, zonas de elección de lo excepcional y lo privilegiado.


Como en la vida, lo insólito puede darse sin nada que lo destaque violentamente de lo habitual. Sabemos que esos momentos en que algo nos descoloca o se descoloca, ya sea el tradicional sentimiento de déjà vu o ese instantáneo deslizarse que se opera por fuera o por dentro de nosotros y que de alguna manera nos pone en el clima de una foto movida, allí donde una mano sale levemente de sí misma para acariciar una zona donde a su vez un vaso resbala como una bailarina para ocupar otra región del aire. Hay así fotos en las que nada es les por sí insólito: fotos de cumpleaños, de manifestaciones callejeras, de combates de box, de campos de batalla, de ceremonias universitarias. Uno las mira con esa indiferencias a la que nos han acostumbrado las mass media; una foto más después de tantas otras, recurrencia cotidiana de periódicos y revistas. De golpe, ahí donde Jacques Marchais estrecha la mano de un campesino normando en un mercado callejero, ahí donde un banquero de Wall Street celebra sus bodas de plata en un salón de inenarrable estupidez decorativa, el ojo del que sabe ver (¿pero quien sabe nada en este terreno de instantáneos cortes en el continuo del tiempo y del espacio?) percibe la mirada horriblemente codiciosa que un camarero perdido en el fondo de una sala dirige a una señora afligida por un sombrero de plumas, o más allá de una puerta distingue temblorosamente algo que podría se un velo de novia en el austero tribunal que está juzgando a un ladrón de caballos. He visto fotos así al o largo de toda mi vida, del mismo modo que siendo niño descubrí rincones misteriosamente develadores en los grabados que ilustran a Julio Verne o a Héctor Malos: rincón de la maravilla, mínima línea de fuga que convertía una escena trivial en un lugar privilegiado de encuentro, encrucijada donde espera otras formas, otros destinos, otras razones de vida y de muerte.



Quizá, finalmente, la fotografía dé razón a quienes creyeron en el siglo pasado que los ojos de los asesinatos conservan la imagen última del que avanza con el puñal en alto. No sé si me equivoco, creo que uno de los episodios en Rocambole hay alguien que fotografía los ojos de un muerto y rescata la imagen que delatará al culpable, en todo caso recuerdo como uno de mis muchos pavores de infancia. Por eso quizá sigo entrando en cualquier foto como si fuera a darme una respuesta o una clave fuera del tiempo: ese novio sonriente al pie del altar, ¿no será ya el asesino futuro la mujer que lo contempla enamorada? De alguna manera, la exploración de cualquier fotografía es infinita puesto que admite, como todas las cosas, múltiples lecturas, y lo insólito se sitúa casi siempre en la más prosaica y la más inocente. Estamos en una no man’s land cuya combinatoria no conoce límites, como no sea la imaginación de quien entra en el territorio de ese espejo de papel orientado hacia otra cosa; la sola diferencia entre ver y mirar, entre hojear y detenerse, es la que media entre vivir aceptando y vivir cuestionando. Toda fotografía es un reto, una apertura, un quizá; lo insólito espera a ese visitante que sabe servirse de las llaves, que no acepta lo que se le propone y que prefiere, como la mujer de Barba Azul, abrir las puertas prohibidas por la costumbre y la indiferencia.



Todo fotógrafo convencional confía en que sus instantáneas reflejarán lo más fielmente posible la escena escogida su luz, sus personajes y su fondo. A mí me ha ocurrido desear desde siempre lo contrario, que bruscamente la realidad se vea desmentida o enriquecida por la foto, que se deslice en ella el elemento insólito que cambiará una cena de aniversario en una confesión colectiva de odios y envidias o, todavía mas deliberadamente, en un accidente ferroviario o en un concilio papal. Después de todo, ¿quién puede estar seguro de la fidelidad de las imágenes sobre el papel? Basta mirarlas de cerca para sentir que hay algo más o algo menos que desplaza los centros usuales de la gravedad, así como en las fotos de grupos escolares donde se trata de mostrar a posteriori la presencia ilustre de Rómulo Gallegos o de Alain Fournier, es fatal que otros rostros se interpongan con más fuerza y que el único recurso sea indicar con una cruz menos presente, al menos interesante del grupo.
 

Las cámaras polaroid multiplican el vértigo de quien presiente la irrupción de lo insólito en la imagen esperada. Nada más alucinante que ver nacer los colores, las formas, avanzar desde el fondo del papel una silueta, un caballo, una bicicleta o un cura párroco que lentamente se concretan, se concentran en sí mismos, parecen luchar por definirse y copiar lo que son fuera de la cámara. Todo el mundo acepta en resultado, y pocos son los que perciben que el modelo no es exactamente el mismo, que el aura de la foto muestra otras cosas, descubre otras relaciones humanas, tiende puentes que sólo la imaginación alcanza a franquear. En un cuento mío (ya se sabe que no soy fotógrafo) alguien que ha tomado instantáneas de cuadros naif pintados por campesinos de Nicaragua, descubre al proyectar las diapositivas en París que el resultado es otro, que las imágenes reflejan en sus formas más horribles y más extremas la realidad cotidiana del drama latinoamericano, la persecución y la tortura y la muerte que han sentado ahí sus cuarteles de sangre. Como se ve, mi sentimiento de lo insólito en la fotografía no es demasiado verificable. ¿Pero no es precisamente eso signo de lo insólito?

(1978)










Tomado de:
CORTÁZAR, Julio (2011): Papeles inesperados. Bs. As. Alfaguara, pp.442-447.