23 mayo 2021

Las revistas culturales como documentos de la historia latinoamericana. Fernanda Beigel

 



Las revistas culturales como documentos de la historia latinoamericana


Fernanda Beigel


Es bien conocida la proposición de Walter Benjamin de “cepillar la historia a contrapelo”, que viene acompañada de un “procedimiento de compenetración” que le sugiere al historiador materialista una forma de revisar el pasado. Se trata de “revivir una época” y observar, con la suficiente distancia, el patrimonio como producto cultural de sucesivas victorias de unas clases sobre otras. Para Benjamin existen ciertas continuidades en las formas de dominación que han oscurecido la presencia del conflicto de clase y la opresión. Por eso postula que “no hay documento de cultura que no sea, a la vez, documento de barbarie”.


El examen de las reflexiones benjaminianas no constituye, sin embargo, el objetivo de este trabajo. La invocación de las “Tesis sobre el concepto de historia” pretende simplemente sintetizar la motivación de nuestra mirada y tiene por fin “desempolvar” un tipo particular de documento histórico que permite visualizar las principales polaridades del campo cultural. Nos referimos a las revistas, que serán analizadas aquí en tanto puntos de encuentro de trayectorias individuales y proyectos colectivos, entre preocupaciones de orden estético y relativas a la identidad nacional, en fin, articulaciones diversas entre política y cultura que han sido un signo distintivo de la modernización latinoamericana.


Algunas revistas culturales cumplen una función aglutinante dentro del campo intelectual y eso las convierte en referencia obligada de la Historia de las Ideas de un pueblo. Muchas de éstas se institucionalizan y perduran durante décadas. Otras representan grupos que elaboran una línea ideológica tan coherente como radicalizada y tienden a esfumarse en poco tiempo. En el caso de las revistas de vanguardia, tienen la particularidad de que se trata de emprendimientos que estuvieron atados –como el fenómeno vanguardista mismo- a coyunturas históricas complejas, pero bien recortadas. Pertenecen a una especie de bisagra histórica: una etapa signada por distintas formas de revolución que auguran un cambio de época. En su mayoría, las publicaciones cercanas al vanguardismo, de diferentes épocas, son efímeras y desaparecen con el cambio de coyuntura.


Vanguardistas o academicistas, de izquierda o de derecha, las revistas culturales constituyen un documento histórico de peculiar interés para una historia de la cultura, especialmente porque estos textos colectivos fueron un vehículo importante para la formación de instancias culturales que favorecieron la profesionalización de la literatura. La relevancia de estas publicaciones entre las formas discursivas predominantes durante el siglo XX en América Latina, no se condice, sin embargo, con la importancia otorgada a las mismas en los estudios críticos de la literatura latinoamericana. Sólo recientemente, ha comenzado a visualizarse al periodismo como una de las vías más efectivas en la autonomización del campo cultural latinoamericano, especialmente en lo que se refiere a su vertiente literaria.


Arturo Roig fue pionero en señalar la imbricación del diarismo en todos los géneros literarios desarrollados en América Latina desde mediados del siglo XIX. La prensa ocupó un lugar tan importante entre estas formas discursivas que, para Roig, un seguimiento del desplazamiento ocurrido desde el “periodismo de ideas” hacia el “periodismo de empresa” permite señalar, hacia 1870, el comienzo del siglo XX, entendido como siglo cultural. Julio Ramos, por su parte, ha puntualizado que antes de la consolidación y autonomización de los estados nacionales, las letras eran la política. Existía una estrecha relación entre ley, administración del poder y autoridad de las letras. Hacia las dos últimas décadas del siglo XIX, esa relación entre vida pública y literatura se problematizó, a medida que los Estados se consolidaron. Surgió con ello una esfera discursiva específicamente política, ligada a la legitimación estatal, y una esfera autónoma del “saber” relativamente indiferenciado de las letras. Ramos ha examinado detenidamente la relación entre prensa y literatura dentro de esta modernización finisecular, precisado de qué modo contribuyó en la formación de un discurso literario legítimo, dotado de especificidad.


Si bien los semanarios proliferaron en el último tercio del siglo XIX, fue en las primeras décadas del siglo XX cuando las revistas promovieron un nuevo modo de organización de la cultura, ligado a la explosión del editorialismo y el periodismo vanguardista. Estas publicaciones tuvieron un papel protagónico en la consolidación del campo cultural pues se caracterizaron por amalgamar las ideas de grupos heterogéneos, provenientes de experiencias políticas o culturales diversas. En esta inflexión ellas expresaron las más contradictorias tendencias ideológicas. Por ello pueden ser vistas como una fuente histórica significativa y adquieren el carácter de objeto capaz de arrojar luz sobre las particularidades de la construcción de un proyecto colectivo: porque contienen en sus textos los principales conflictos que guiaron el proceso de modernización cultural.


La mayoría de los emprendimientos periodísticos de esta época enfrentaban la necesidad de pronunciarse ante las disyuntivas de la realidad social, definiendo el sector que pretendían representar y los objetivos que marcarían el futuro de la publicación. Si ese programa se desarrollaba y resultaba convocante, las revistas subsistían, tendían a crecer y adaptarse a las nuevas realidades. Si el posicionamiento ideológico del grupo empezaba a quebrar alianzas y a “dividir aguas” entre los redactores o en su periferia, instantáneamente comenzaban a cambiar los nombres de los directores y aparecían subtítulos que otorgaban a determinados redactores el carácter de “fundadores”, “directores responsables”, desplazando a otros, que quedaban en el camino o iniciaban una nueva publicación.


En algunas ocasiones, las discusiones programáticas terminaban por cerrar estos emprendimientos efímeros, que no alcanzaban un mínimo tiempo de existencia, llegando a veces a clausurarse antes del segundo número. La mayor parte de las veces, esas diferencias iban minando el espíritu de cuerpo del grupo de redactores y al poco tiempo desaparecían de la escena cultural. Sin embargo, muchas de las polémicas ideológicas que ocurrían en el seno de esas revistas resultan muy útiles para conocer la dinámica plural del campo intelectual en cada país.


Las revistas cumplieron un papel determinante en la conformación del campo cultural latinoamericano y formaron parte de lo que nosotros denominamos editorialismo programático, que materializó nuevas formas de difusión cultural ligadas a una aspiración de alguna manera revolucionaria. Las publicaciones y los vínculos intelectuales que promovía este tipo de editorialismo militante actuaban muchas veces como terreno exploratorio y en otras oportunidades, como actividad preparatoria de una acción política concertada o para la creación de un partido político. Por lo general, los productos de este editorialismo servían como terreno de la articulación entre política y literatura. 


El editorialismo programático, nacido durante la gesta vanguardista estuvo vinculado con aquella suerte de “explosión gutemberguiana” que alcanzó al anarquismo y al socialismo desde fines del siglo XIX. La proliferación de imprentas y editoriales permitió a los sindicatos y partidos producir periódicos, panfletos y revistas que contribuyeron en el plano organizativo para la concientización política de grandes sectores. Tirajes altos y bajos precios definía la fórmula de estas empresas de partido que ocuparon un papel central en la difusión del pensamiento anarquista y socialista en América Latina. En el mismo espíritu, a medida que aparecían nuevas agrupaciones políticas o literarias que complejizaban el escenario cultural, surgían empresas editoriales independientes que pretendían contribuir en la traducción y circulación de obras extranjeras, así como en la difusión de nuevas corrientes de pensamiento social. Aunque en franca oposición ideológica con el “periodismo de empresa”, que venía haciendo de la fórmula de la masividad la única premisa de trabajo, este editorialismo intentaba aprovechar los avances tecnológicos y también estaba preocupado por el número de lectores.


La tarea de publicar revistas se fue haciendo cada vez menos rudimentaria y aparecieron innumerables iniciativas culturales en las principales ciudades de nuestro continente. Publicaciones paradigmáticas, como las argentinas Babel, Martín Fierro, Claridad, La Revista de Filosofía, las peruanas Amauta, La Sierra, Boletín Titikaka, la costarricense Repertorio Americano, o la brasileña Homen de Povo, entre tantas otras, se acompañaron de una maquinaria editorial que sirvió de apoyo a la irradiación de proyectos político-culturales de gran envergadura. La lista de editorialistas latinoamericanos y europeos que estuvieron conectados entre sí en estos años es enorme, pues habría que incluir los que se inscribían en el terreno político-cultural, pero a la vez, los que se ligaban al editorialismo sólo desde la difusión de la experiencia artística, o dirigían revistas partidarias sin incursiones estéticas. Ambos extremos de esta cuerda, sin embargo, estaban atravesados por preocupaciones ideológicas en común, como por ejemplo, el interés por describir la abstracta noción de “nueva sensibilidad”.


Los directores de revistas tuvieron, en esta dinámica, un papel de indiscutible valor. Por lo general constituyeron exponentes de alto calibre en el campo intelectual de cada país y actuaron como catalizadores de nuevos proyectos político-culturales, algunas veces fueron orientadores, otras veces contribuyeron como colaboradores, pero esencialmente fueron agentes de difusión por excelencia. Los directores de revistas fueron, por lo general, editorialistas, dirigentes políticos, ensayistas, conferencistas, ideólogos, libreros, distribuidores, tipógrafos e imprenteros.


Las revistas y en general, el editorialismo programático, muestran de manera privilegiada las distintas inflexiones del proceso de autonomización de lo cultural en nuestro continente. En primer lugar, sus límites difusos y su particular dependencia con otros campos. En segundo lugar, los alcances de los proyectos político-culturales que surgen en determinadas brechas que se producen en el espacio de posibilidades que transita en las relaciones del campo cultural con el campo del poder. Estas condiciones determinan la existencia de “bisagras culturales” que constituyen territorios fértiles para la pregunta por la identidad nacional. Las revistas no agotaron su dinamismo con el fin de la gesta vanguardista de la década del veinte. Por lo general, tendieron a florecer en los períodos de auge de masas y decaer en las épocas dictatoriales, tan recurrentes en América Latina. Hacia los años cincuenta hubo un rebrote del editorialismo programático que acompañó el fervor revolucionario de la Revolución cubana y vio nacer los sueños más radicales de la década siguiente. Las páginas de célebres revistas, como las argentinas La Rosa Blindada (1964-1966), Pasado y Presente (1963-1973), constituyen testimonios ejemplares del proceso de definiciones políticas y teóricas que atravesó nuestro campo cultural en la inflexión de los sesenta. En fin se trata de documentos privilegiados para rastrillar la historia a contrapelo, como propone Walter Benjamin.


Aportes metodológicos para el análisis de textos colectivos. 


A la hora de abordar analíticamente estos documentos, nuestra mirada se organiza sobre la base de una confluencia entre la Historia de las Ideas Latinoamericanas y la Sociología de la Cultura. Este cruce nos permite trabajar con un conjunto de textos históricos, y a la vez, “desbordar” los textos, inscribiéndonos en un intento por romper la estéril dicotomía entre las “lecturas externas” y “lecturas internas”. En este sentido, entendemos que no existe una relación concéntrica entre el texto y el contexto. Al decir de Arturo Roig, no se trata de discursos “rodeados” por condiciones sociales, que es necesario encontrar desde fuera de los textos. En realidad, estamos ante un proceso de desarrollo cultural que muestra, en sus productos más significativos, las principales coordenadas que se juegan en el campo, en un período y lugar determinados. Y esto no ocurre porque esas coordenadas se hallan contenidas per se en todo tipo de discurso –con lo que llegaríamos a sostener que la historia se dirime en un juego de lenguaje– sino porque la constelación de elementos que terminan por incidir en la “hechura” de un ensayo literario o sociológico se encuentran presentes en textos significativos, preñados de contexto.


Siempre que trabajamos con períodos históricos, el relevamiento de la realidad está mediado por la documentación que sirve de base al investigador. Por eso, esta mirada metodológica que proponemos –que nos aleja de las dicotomías entre texto/contexto, obra/biografía– pone en tela de juicio el proceso de selección de las fuentes históricas y nos conmina a un examen exhaustivo capaz de fundamentar qué tipo de documento será incorporado en el corpus de una investigación. En el caso que nos ocupa, consideramos que las publicaciones periódicas, en tanto constituyen textos colectivos, nos conectan de modo ejemplar, no sólo con las principales discusiones del campo intelectual de una época, sino también con los modos de legitimación de nuevas prácticas políticas y culturales. En este sentido, la trayectoria de los editorialistas y directores de revista asumieron siempre un carácter significativo, por cuanto cristalizaron –desde el ensayo teórico y en el nivel de la praxis periodística– de las principales categorías histórico-sociales que organizaban el universo discursivo de su época. Además, estos emprendimientos aglutinaron prácticas fragmentarias, que desembocaron en instancias colectivas, y contribuyeron a definir ideológicamente, articular y difundir los programas políticos que se enfrentaron en cada fase del proceso de modernización latinoamericana. El editorialismo programático fue el motor propulsor de estos diversos textos colectivos que aparecieron durante el vanguardismo y posteriormente, en las nuevas inflexiones que se abrieron con la década de los sesenta. En cuanto empresas editoriales lograron difundir, de manera inusitada, manifiestos, diarios, revistas, congresos, que contribuyeron a las ricas discusiones que constituyeron puntos de encuentro entre nuevos proyectos y nuevas prácticas de sujetos sociales nacientes. 


Esta área, digamos “sociológica”, que aportan los textos colectivos a la Historia de las Ideas nos permite, como vemos, deslizarnos hacia un principio articulador entre la reflexión teórica y la praxis, en determinados estados del campo cultural. El enfoque supone un cruce disciplinar que nos brinda herramientas para afrontar el desafío de la reconstrucción de esa articulación, a partir de las marcas que la conflictividad social imprime en determinadas trayectorias significativas. Todo lo cual resulta clave para descifrar los momentos productivos de una corriente o fenómeno estético-político. Asu vez, los órganos periodísticos permiten visualizar el conjunto de vertientes que forman parte de un período cultural específico y, sobre esta base, explicar de qué modo cada itinerario repercute en el proceso de conformación/ampliación del campo cultural dado. 


Aunque la noción de campo es deudora de los desarrollos sociológicos de Pierre Bourdieu, es necesario destacar algunas dificultades de este modelo teórico, que no escapa a las dicotomías que han sido estigmatizantes para los estudios culturales. Bourdieu construye analíticamente un “campo de la producción cultural” a partir de la noción de habitus y pretende dar cuenta con ello de la “objetividad de lo subjetivo”, delimitando instancias materiales de legitimación y valorización de los productos culturales. Pero mantiene, sin embargo, la separación obra-mundo social, en tanto estos procedimientos de legitimación aparecen como exteriores al proceso de construcción de la obra, con un poder estructurante que no deja resquicio a una dialéctica con la praxis social del autor en esas mismas instancias.


La noción de trayectoria, que Bourdieu propone para superar los enfoques “biográficos” es en cambio mucho más flexible, por cuanto propone el seguimiento y la descripción de una serie de posiciones ocupadas sucesivamente por un agente en distintos estados del campo cultural. De hecho, la asumimos aquí, siempre en relación con la idea de campo social como “espacio de posibilidades”, que tiende a orientar las búsquedas de los sujetos de un determinado sector de la sociedad, así como aporta el universo de problemas, referencias y conceptos. Es decir, un campo cultural que funciona como marco, que se organiza sobre la base de un conjunto de reglas e instancias de legitimación sin las cuales es imposible explicar la aparición de una obra o un autor. Sin embargo, no reducimos los trayectos de algunos portavoces importantes del campo cultural a la función de “expresión de la orientación ideológica” de los tiempos de un conjunto social. Ni tampoco consideramos a estos portavoces como capaces de subvertir, individualmente, un campo cultural. Las trayectorias de los editorialistas muestran, de manera privilegiada, como diría Lucien Goldmann, que una obra es siempre un punto de encuentro tanto de la vida de un grupo como de la vida individual.


A estas alturas, podríamos preguntarnos por qué las revistas. Es decir, por qué las hemos seleccionado como unidades de análisis para este encuentro teórico y metodológico entre Historia de las Ideas y Sociología de la Cultura. Y la respuesta no está sólo en el hecho de que constituyen textos colectivos por excelencia. El periodismo, aunque asume algunos rasgos específicos con la prensa especializada del siglo XX, fue –desde el siglo anterior– una de las vías más efectivas en la autonomización del campo cultural latinoamericano, especialmente en lo que se refiere a su vertiente literaria. Desde este punto de vista las revistas adquieren un carácter de objeto de análisis capaz de arrojar luz sobre las particularidades de la construcción de un proyecto colectivo: porque contienen en su seno los principales referentes sociales que participan del proceso de definición programática. 


En la última década, las revistas han sido objeto de nuevos abordajes que no sólo han intentado rescatarlas del olvido, sino que han procurado delimitar sus ventajas como formas de documentación de distintos estados del campo político o cultural. En razón de que en su mayor parte resultan “efímeras”, pocas veces han servido como testimonio de procesos sociales de largo alcance. Más bien han resultado de gran valor a la hora de explicar momentos de crisis o coyunturas relevantes. John King, retomando las recomendaciones de Raymond Williams, plantea que es necesario establecer dos cuestiones a la hora de analizar una revista literaria: la organización interna del grupo particular y sus relaciones proyectadas/reales con otros grupos en la misma esfera cultural y con la sociedad en general, atendiendo a los acontecimientos históricos que forjaron su curso. Sostiene que esta aproximación se realiza ubicando la revista dentro del desarrollo de las letras nacionales en las que está inscripta, explicando cómo elaboró y en qué sentido alteró esas tendencias durante su publicación regular.


Nosotros hemos trabajado la revista Amauta, y el conjunto de publicaciones periódicas dirigidas por José Carlos Mariátegui, en relación con el resto de los grupos del campo cultural y hemos podido interpretar su desarrollo en función de la vinculación de esta esfera con el desarrollo histórico peruano y latinoamericano. Pero esta recomendación resulta insuficiente, toda vez que la aproximación a un texto colectivo requiere, como primera medida, explicitar un conjunto de premisas que nos permitirán trabajar con este tipo de textos a partir de su especificidad. Es indispensable, para nosotros, inscribir las revistas que nos proponemos analizar en la historia de este tipo de texto colectivo, para comprender la modalidad que adopta en un período determinado, sus particularidades y el peso que tiene en la conformación/ampliación/innovación del campo cultural o literario. En nuestro caso, proponemos trabajar con revistas culturales que no pueden catalogarse exclusivamente como revistas literarias, sino que se precipitan hacia un terreno más amplio. Los textos colectivos que son tomados aquí como unidades de análisis se desenvolvieron en un territorio estético-político y fueron estimuladas por el auge del editorialismo. 


Uno de los principales obstáculos a la hora de encarar el estudio de una revista cultural reside en la heterogeneidad de sus colaboraciones, especialmente cuando no existe una línea editorial fuerte. Sin embargo, es necesario dejar a un lado el prejuicio que tiende a atribuir a las revistas vanguardistas un carácter ecléctico. En las revistas que nosotros hemos analizado existe siempre una selección de colaboraciones, que permite determinar un hilo conductor no sólo temático, sino también ideológico, por cuanto las revistas vanguardistas se caracterizan por una preocupación constante por lo social. El criterio de inclusión/exclusión puede ser descifrado si atendemos al proyecto que inspira la publicación y a los sujetos que se pretende convocar o convencer. Tras las hojas de vanguardia existe un proyecto y una praxis colectiva, que pueden desentrañarse a condición de trabajar, al menos, en una doble dirección. Por una parte, a través de un seguimiento diacrónico del texto colectivo, que permita inscribir sus principales momentos en conexión con la conflictividad social, política y cultural que atraviesa el emprendimiento. Para ello, resulta indispensable una reconstrucción del universo discursivo de la época, como hemos señalado, no sólo poniendo atención especial a los portavoces del campo cultural –que ingresan como columnistas o como discursos referidos por los colaboradores de la revista– sino también a través del seguimiento del proceso de definiciones ideológicas que ésta contribuye a efectuar. En este sentido, la categoría de proyecto adquiere una singular importancia, puesto que implica concebir a las revistas como una construcción –por lo general incompleta– que surge de la dinámica entre este tipo de praxis y el conjunto de sujetos que actúan en la esfera cultural.


Una segunda dirección implica una atención mayor a los momentos de inflexión del recorrido de la publicación. Para desentrañar un hilo conductor es necesario seleccionar y abordar de manera específica los textos programáticos que van construyendo los ejes del proyecto, nos referimos a los artículos-editoriales, manifiestos o secciones que expresan las actividades y posiciones polémicas de todo el grupo. En el caso de las revistas de vanguardia, el seguimiento de la trayectoria del director del emprendimiento se vuelve fundamental, en tanto encarna el proyecto y por lo general ocupa un lugar social importante, como portavoz del grupo y agente cultural. La selección y clasificación de los textos se encuentra ligada indisolublemente a la praxis del grupo cultural que edita la revista. Por esta razón debe procurar distinguir según su grado de representatividad dentro del núcleo de redactores y en el campo intelectual. No será lo mismo un artículo de un colaborador ocasional, expresión del espíritu amplio de la revista, que una “editorial de presentación”, un artículo firmado por el director o en nombre del grupo.


En suma, este tipo de análisis permite detectar los silencios y las sombras que se advierten en los principales conflictos que rodean la relación entre una revista y los sujetos sociales que la atraviesan, en el discurso de la publicación o en las actividades del grupo, que ésta permite disecar. Aunque los límites de este trabajo no nos permiten extendernos, es importante mencionar que el abordaje de las revistas desde esta perspectiva ha sido el resultado de la revisión y redefinición, por nuestra parte, de categorías tan centrales a los estudios culturales como “vanguardia” y “autonomía”. También hemos reflexionado acerca de los dilemas acerca de la “originalidad” de nuestros ismos. Conviene, finalmente, dejar sentado que el vanguardismo latinoamericano se caracterizó, justamente, por extender sus brazos a una comunicación estrecha con la vida, antes que por erigirse en “torre de marfil”. Y este rasgo no es circunstancial a la hora de definir a las revistas como pivotes del análisis de nuestra historia cultural.






Tomado de:

BEIGEL, Fernanda (2003): "Las revistas culturales como documentos de la historia latinoamericana" En: Revista Utopía y praxis latinoamericana, Vol. 8 n°20, enero-marzo de 2003, Universidad de Zulia, Maracaibo, Venezuela, pp. 105-115.


09 mayo 2021

Continuidades de la microhistoria. Justo Serna y Anaclet Pons


Carlo Guinzburg (1939)


Continuidades de la microhistoria


Justo Serna y Anaclet Pons


¿Qué es la microhistoria? El prefijo llama la atención. ¿Acaso lo micro alude a lo pequeño? ¿Quiere eso decir que los historiadores analizamos lo diminuto? En el caso de que así sea, ¿para qué estudiar lo escueto o lo escaso si lo grande tiene más consecuencias? Si nos trasladamos al siglo XVI, hemos de admitir que Lutero es más importante que un campesino oscuro de una región apartada de la península itálica. No hay comparación posible. Historiar significa investigar, el proceso de pesquisa que nos permite conocer lo que de entrada ignorábamos, algo sucedido, pero de lo que no sabíamos el proceso concreto o el resultado final. En realidad, cuando decimos microhistoria nos referimos a un análisis pormenorizado, exhaustivo, de lo más cercano o inmediato u obvio. Nos referimos a un estudio detenido de algo efectivamente pequeño pero que, por alguna razón, nos resulta relevante.


Si lo pensamos bien, los historiadores no sabemos gran cosa. Hay un sinfín de datos pretéritos que son decisivos y que jamás podremos acopiar o reunir. ¿Decisivos, para qué o para quién? Vayamos a lo fundamental. A los historiadores, como a los vecinos y coetáneos, nos preocupa el presente, lo que nos toca vivir. De hecho, nuestras investigaciones parten implícita o explícitamente de la actualidad, de aquello que nos concierne. Sin embargo, por convención admitimos que es el pasado lo que nos interesa, que son los hechos o procesos más o menos remotos aquello de lo que nos ocupamos. Y ciertamente nos ocupamos de acontecimientos ya concluidos, de actos humanos consumados. Pero si husmeamos en ese mundo desaparecido no es por evasión o huida, por escapismo. Si nos adentramos en etapas anteriores o en momentos que no hemos vivido es precisamente para contrastar lo que ahora vemos y no acabamos de entender, para comparar con lo ocurrido y ya terminado o que creemos ya terminado. En realidad, el pasado no pasa, no acaba de pasar, y sus consecuencias perduran, llegando hasta nosotros material o inmaterialmente.


Una parte importante de lo que hoy juzgamos actual y nuevo es resto o herencia, es efecto o defecto que aún nos condiciona, lo sepamos o no. Por eso, los historiadores cumplimos un papel benemérito: las investigaciones ayudan a entender el presente. Por las cargas remotas con que aún acarreamos, por la permanencia o por la duración de concepciones, hábitos, logros, pensamientos, afectos y artefactos. ¿Y gué estudiar del pasado que hoy nos pueda servir? Lo pretérito es un lugar inmenso, si se nos permite afirmarlo así. Vale decir, es un depósito inacabable de experiencias y vivencias con que comparar nuestras vidas. O, si se prefiere, un infinito de sedimentos en los que hacer prospecciones para extraer partes, pequeñas partes, o muestras.


Las muestras extraídas son poca cosa si las comparamos con lo experimentado por la humanidad. Por tanto, los historiadores siempre optan, seleccionan, resignándose a lo limitado. No hay más remedio que obrar así, con esa discriminación justificada. No hay historia global que exhume o ilumine la vastedad de lo vivido, pues carecemos de un punto ele vista omnisciente, sabelotodo. Todo no puede ser averiguado o dicho y de todo no hay resto o huella o documento o testimonio que permita ser mostrado, presentado, narrado y analizado. Por ello, la historia total, a la que buenamente aspiran los investigadores mejor dotados, siempre es parcial: el detalle conocido ele un conjunto inabordable o el fragmento de una totalidad cuyos límites, perfiles o extensión ignoramos o sólo sospechamos o conjeturamos. La historia mundial, continental, nacional, regional y local son opciones legítimas y nos sirven de manera diferente. Según el objeto que nos propongamos, así serán los resultados. En cualquier caso, esas opciones no son necesariamente alternativas o contradictorias, pues del contraste, de la comparación, surge el conocimiento, siempre provisional, pero fundamentado y justificado. 


La perspectiva microanalítica nace en las ciencias sociales por imitación a lo hecho en las ciencias experimentales. Aquello que puede averiguarse en laboratorio es resultado del examen exhaustivo de algo que quizá ni siquiera es perceptible a simple vista. Por ello, el microscopio agiganta lo que a ojos humanos es invisible. El resultado siempre sorprende. Lo que el objetivo de la lente permite agrandar había pasado inadvertido. Un microbio, una bacteria, etcétera, serán pequeños, incluso pequeñísimos, pero nadie en su sano juicio descartaría ese estudio por la escasez de su tamaño. El tamaño sí importa y esa minúscula cosa da vida y provoca enfermedades, la existencia corriente y las mutaciones de la materia. Los científicos sociales y los historiadores no trabajan con microscopios. Pero podemos tomar dicho artefacto, ese utensilio, como metáfora. Es decir, podemos ocuparnos de cosas pequeñas, prácticamente invisibles o presuntamente irrelevantes, pero debemos hacerlo para exhumar lo imperceptible o desconocido. De eso tan minúsculo habrá que sacar lección y consecuencias.


Ha cambiado el contexto y hemos cambiado nosotros. La microhistoria es ahora mucho más conocida que entonces y el lector ya está familiarizado con muchos de los elementos que entonces creímos que debían ser aclarados con precisión. Nosotros mismos tampoco necesitamos y a mostrar y demostrar con detalle unos argumentos que hoy se pueden dar por descontados. Somos conscientes del tiempo transcurrido y de los debates que han surgido en torno a esta con1ente, que ha tenido por supuesto altibajos. Pero nuestro propósito no es trazar esa evolución ni sopesar en qué medida continúa siendo relevante, sino exponer sus orígenes y su ulterior conceptualización. En cuanto a esto último, somos conscientes de los peligros que representa tomar El queso y los gusanos como referente para la microhistoria. Coincidimos con Ginzburg cuando señala, en conversación con Stéphane Dufoix, que éste fue un proyecto de un grupo de historiadores italianos que comenzaron a trabajar sobre la misma idea, pero cada uno por separado. En ese sentido, pues, resulta obvio imaginar una justificación retrospectiva, pero sin que podamos rotular todo lo que hizo el historiador italiano con el marchamo de la microhistoria. De ahí que nuestro volumen situara y sitúe el concepto al final, años después de que apareciera El queso y los gusanos.


Esta cuidadosa justificación retrospectiva afecta, por supuesto y en primer lugar, a ese libro de Ginzburg, en la medida que ya no se puede separar la microhistoria de aquella investigación, al igual que no se le puede nombrar a él sin que pensemos inmediatamente en su reconstrucción de la peripecia del molinero Menocchio. Aunque, a la vez, eso significa que Menocchio y El queso y los gusanos han cobrado autonomía y se han independizado. Volviendo sobre lo que esta obra ha supuesto para él, Ginzburg siempre muestra sentimientos encontrados. Acepta la influencia que ha tenido y es consciente de que Menocchio ha conseguido un lugar en la posteridad gracias a su libro, que es un héroe local en Montereale, su aldea natal, y que muchos lectores se han identificado con el molinero. Pero no está seguro de que eso signifique necesariamente que Menocchio baya sido oído o entendido correctamente. Y eso es porque al libro se lo han apropiado sus muchísimos lectores, que lo han usado para sus propios fines. Como le confiesa a Trygve Riiser Gundersen: «por extraño que pueda parecer, yo no estaba en absoluto preparado para eso. Lo que resultó particularmente irónico, habida cuenta de que el libro es precisamente un estudio de este tipo de procesos: la apropiación que hace Menocchio de los libros de otros, el poder del lector sobre el texto».


En todo caso, mantenemos la genealogía que entonces perfilábamos y, al hacerlo, confirmamos además no sólo la validez del recorrido trazado, sino también la de la propia microhistoria como tal, preservándola, en consecuencia, de algunas de las críticas recibidas. Por ejemplo, no compartimos literalmente la idea expuesta por David Arrnitage y Jo Guldi en su Manifiesto por la historia cuando dejan entrever que la microhistoria se decanta meramente por el estudio de "un episodio particular" y que sus practicantes, apostando por relatos casi costumbristas, serían «historiadores del pasado breve», en oposición a la longue durée que ellos detienden. Es cierto que ellos salvan de esa deriva a Cario Ginzburg y a Edoardo Grendi, pero no nos parece sensato decir de Natalie Davis o de Robert Darnton, así como de la recepción anglosajona en general, que produjeron una «escuela fundamentalista de la reducción de los horizontes temporales» que «abandonó en gran medida el gran relato o la ejemplificación moral» para entrarse en escalas temporales breves, un uso intensivo de los archivos y unos documentos extraños, mejor cuanto más oscuros fueran. 


Por otra parte, ya nos hemos manifestado en alguna ocasión sobre algunas de estas críticas, en particular las vertidas por Peter Burke en el prefacio de la segunda edición del volumen colectivo Formas de hacer historia. Allí nos advertía que la principal novedad, amén de algunos párrafos sobre investigaciones recientes, era el añadido de un apéndice informativo titulado «El debate de la microhistoria». En esa breve adición reconocía que dicha perspectiva historiográfica «no ha dejado de florecer en el sentido de que cada vez se publican más estudios sobre este género en diversos idiomas», obras que podrían clasificarse según tres tipos: las que toman como objeto de análisis comunidades o pueblos, que siguen siendo las más numerosas; los estudios sobre individuos olvidados; y, en fin, las centradas principalmente en familias. «Por fascinante que sea», añadía Burke, el lector estaría obligado en todo caso a preguntarse si esta profusión de estudios microhistóricos no habrá provocado ya cierto hartazgo si no se habrá agotado ya el rendimiento intelectual que esta perspectiva abrió en su momento. «Después de los pioneros», se preguntaba Burke, «¿no habrá llegado el momento de parar?».


En el fondo, la crítica que subyace es la misma. Tras los esfuerzos ele sus impulsores, la microhistoria se habría desvaído al difundirse y multiplicarse. Habría caído en el estudio de lo curioso y lo pintoresco y habría utilizado la etiqueta para dar cierta respetabilidad al producto. El reproche puede estar justificado para algunas obras, pero como amonestación genérica no tiene excesivo valor. Según destacó en diversas ocasiones el antropólogo Clifford Geertz, el estudio de un caso no es necesariamente algo sencillo ni el interés que despierta se debe sólo a la mera curiosidad. Además, puede ser un ejercicio de análisis que ayude a comprender otros casos distantes espacial o temporalmente. Tal como formuló en su célebre descripción densa, reducir la escala de observación para estudiar la conducta social permite apreciar acciones y significados que, de otro modo, son invisibles. Una vez agrandado el objeto, intentamos captar el sentido de los actos humanos y eso no es irrelevante, puesto que el comportamiento de cada individuo o las normas y vivencias de una pequeña comunidad son importantes en sí y traducen en el caso particular la lucha que cada uno de nosotros se plantea para vivir en una circunstancia determinada. ¿Para qué serviría, pues, un conocimiento profundo de un caso así?


La respuesta más inmediata que probablemente podríamos dar sería la de la representatividad: siempre que el caso se pueda generalizar o pueda servir de ilustración general, entonces su pertinencia estaría fuera de toda duda. Y, sin embargo, Geertz nos previno precisamente contra eso mismo: el conocimiento local no es averiguarlo todo de la aldea para no trascenderla, de modo que el resultado sólo interese a los lugareños; pero tampoco es tomarla como emblema, metáfora o espejo de una totalidad, de manera que la conclusión sólo confirme el proceso previamente conocido. En el fondo, quien obre al modo de Geertz averiguará muchas cosas sobre la conducta humana cuando la estudie entre los antepasados y ese saber le permitirá entender la cercanía y la distancia que de ellos tienen con respecto a nosotros o con respecto a nuestra cultura. Y, además, ese análisis incorpora un método, una forma de rescatar el significado de dichas acciones y una manera ele construir el objeto de estudio. Que los resultados sean inmediatamente generalizables o no, que pueda predicarse del objeto su representatividad, es algo posterior para el antropólogo.


En el caso de la historia, al tratar las acciones según una perspectiva diacrónica, la cuestión de la representatividad y de las consecuencias generalizables de los actos es más perentoria. De hecho, se suele descalificar a la microhistoria porque no ofrecería ejemplos o resultados significativos o representativos. Así, se dice que las prédicas de Menoccbio, el molinero de Carlo Ginzburg, no tienen un impacto remotamente comparable al de las ideas de Lutero; o que la literatura clandestina que estudia Robert Damton no puede situarse al mismo nivel que las páginas áureas de la Encydopédie. Por supuesto, respondería cualquier historiador sensato. Pero ¿quién decide que lo que sucedió en otra escala o a individuos sin relevancia especial es menos significativo?


Lo cierto es que, desde la perspectiva de una historia más tradicional, pueden causar alguna sorpresa. Como ha señalado John Lewis Gaddis en El paisaje de la historia «¿quién habría predicho que hoy estudiaríamos la Inquisición a través de la mirada de un molinero italiano del siglo XVI, la Francia prerrevolucionaria según la perspectiva de un obstinado sirviente chino, o los primeros años de la independencia norteamericana a partir de las experiencias de una comadrona inglesa?». Como Gaddis concluye, es el historiador quien selecciona lo que es importante, y no en menor grado que si se tratara de un relato sobre una célebre batalla o la vida de un conocido monarca. Es decir, que el caso de Menocchio y los otros ejemplos que cita el historiador los toma como perspectivas que de los grandes hechos o procesos tienen testigos menores, cuya versión o cuyo relato acaban siendo muy significativos, pues nos describen su posición en el tiempo y en el espacio y cómo vivieron y expelimentaron detetminacla circunstancia. 


Con ello se iluminan aspectos del pasado que, de otro modo, serían oscuros. Desde este punto ele vista, pues, la microhistoria continuaría viva a pesar de la defunción que sus practicantes italianos decretan a la altura de 1994. Es entonces cuando las disensiones en el grupo original y las diferencias de perspectiva les llevan a considerar acabada dicha experiencia. Sin embargo, el propio Carlo Ginzburg, el máximo referente de esta forma de hacer historia, ha reconsiderado esa posición en diversas ocasiones. Por ejemplo, en 2003, en el prefacio de un volumen mexicano en el que se recopilaba una parte de su obra, titulado Tentativas. En ese texto, el autor italiano recuerda cuál fue el origen de la microhistolia. A su entender, el impulso, el éxito, derivaba de una profunda clisis ele las ideologías, ele una crisis de la razón y de los metarrelatos, manifiesta ya a finales ele los años setenta. Pues bien, la vitalidad de la corriente se explicaría ahora por la persistencia de la situación histórica que condujo a aquella crisis. De ahí que indagar sobre el acontecimiento y sobre el individuo sean hoy, todavía, propuestas atractivas y significativas para los problemas que nos acucian. En efecto; dice Ginzburg, «después del l l de septiembre de 2001, este problema está más abierto que nunca».


El atentado contra las Tones Gemelas, que resulta tan llamativo, tan retransmitido, tan grave, es a la vez un ejemplo de la dificultad que encierra el acontecimiento, lo singular, el caso para el observador. Por eso, Carlo Ginzburg tituló ese libro mexicano con el rótulo de Tentativas. Como señalaba en la introducción, esa palabra deriva del latín templare, cuyo significado es el de tocar, palpar, es decir, rozar con levedad algo sin que se identifique del todo, simplemente porque no lo divisamos por entero. Así, "quien hace investigación es como una persona que se encuentra en una habitación oscura. Se mueve a tientas, choca con un objeto, realiza conjeturas: ¿de qué cosa se trata?, ¿de la esquina de una mesa, de una silla, o de una escultura abstracta?". Así pues, ¿en qué consiste el 11 ele septiembre?, ¿qué clase de acontecimiento es ése, cuál es el entero al que pertenece, merece ser estudiado como tal suceso o es sólo un episodio de una historia general?


Por tanto, dado que el contexto en el que surgió la microhistoria se mantiene o, incluso, es más evidente, parece lógico que dicha práctica (o «proyecto historiográfico» como lo calificaba Ginzburg retrospectivamente) siga rindiendo frutos. No obstante, quienes la cultivan o quienes la observan con interés admiten el riesgo que una historiografía audaz puede entrañar. Por eso mismo, el propio Ginzburg condicionaba su aceptación al cumplimiento de determinados requisitos. A su entender, en la auténtica microhistoria, la que él defiende, identificaremos un variado conjunto de elementos que son los que avalan su relevancia. En un libro que se rotule como tal, hallaremos la reflexión sobre lo particular, sobre el caso que examina; la conexión entre historia y morfología, es decir, el rastreo y la comparación de las formas culturales en sus distintos contextos apreciando sus semejanzas y parentescos; la oscilación entre lo micro y lo macro, la alternancia, pues, entre lo observado en primer plano y lo captado en otro general; la consciencia narrativa, esto es, la deliberación ele examinar narrando, de estudiar el caso relatando su avatar; el rechazo del escepticismo posmoderno, vale decir, el reparo básico a toda forma de relativismo epistemológico; y, en fin, la obsesión, añade Ginzburg literalmente, por la prueba, esto es, por el documento que remite al  pasado bajo determinadas condiciones.


No se trata tanto de discutir ahora la pertinencia de esos rasgos, sino de apreciar a qué responden. Ginzburg, y otros que como él continúan defendiendo esta práctica, constatan conscientemente dos cosas. Por un lado, la vitalidad que en las últimas décadas ha tenido el estudio de caso, el estudio de lo micro. Tanto es así que incluso se ha podido llevar hasta el extremo. En ese caso, si habrían tomado asuntos verdaderamente menores como objetos ele análisis y como fines en sí mismos. Por otro, han advertido los riesgos que esa pulverización entrañaba, a la vista de esa miríada de temas y de objetos que han proliferado entre tantos autores que se acogen al gusto por la curiosidad y al prestigio de la microhistoria o de la historia cultural. De ahí que se hayan establecido esas precauciones antes enumeradas para evitar la deriva en la irrelevancia, precauciones que son siempre una traslación de sus experiencias personales. De ese modo, no importa tanto lo que cada uno diga como el sentido que eso tiene. Y tampoco importa tanto el nombre que se le dé a esa práctica. Ginzburg hablaba de microhistoria, el antropólogo Clifford Geertz hablaba de miniaturas o de historia etnografiada y, en fin, Robert Darnton hablaba de retratos históricos, esas instantáneas que captan los movimientos de un individuo o individuos dentro de un marco, dentro de un campo que es el contexto del que da cuenta el investigador. En cualquier caso, sean microhistorias, miniaturas o retratos, las obras deberán ser relevantes por sus datos, por el conocimiento que proporcionan y por el saber al que deben aspirar.


Por tanto, la pregunta de Burke sobre la microhistoria, la de si no había llegado el momento de abandonarla, podemos responderla recuperando lo que en ella hay de valioso y cuestionando lo que consideramos fútil. En conclusión, una microhistoria mal entendida sería aquella que cultivara lo anecdótico, Jo pintoresco, lo periférico o lo extraño por sí mismos. Aquello que hace el pintoresquismo es convertir los objetos en incomparables de modo que sólo resultarán de interés a quienes busquen evasión o deseen saciar su curiosidad. El localismo, por su parte, describe realidades que sólo inquietan o atraen a quienes habitan en esa localidad y, por lo tanto, le amputa una dimensión general. Cosa bien distinta es cuando el microhistoriador adopta un lenguaje y un enfoque tales que le permiten presentar el objeto como una verdadera traducción, un abandono de la perspectiva localista o pintoresca. Es decir, la meta no debería ser sólo estudiar el caso, sino intentar analizar cómo los problemas generales que nos ocupan se dan y se viven de manera peculiar en un lugar y en un tiempo concretos. Ahora bien, eso no puede significar en modo alguno que lo particular sea sólo una manera de confirmar lo general, puesto que no es un reflejo pasivo de algo más vasto.


¿Qué es lo que hace interesante a un personaje histórico? ¿Las características que lo identifican con su comunidad o, por el contrario, una personalidad y unos actos peculiares que lo distinguen más allá de lo que comparte con sus contemporáneos? Desde esa perspectiva, un error posible en toda reconstrucción microhistórica es presentar al personaje como un ser extraño, intraducible a las categorías del conjunto. Pero también lo sería si lo hiciéramos depender por completo de su tiempo, como si su existencia fuera un espejo en el que observar sin más la sociedad en la que vivió, como si sus acciones no fueran distintas en nada de las que llevaron a cabo sus amigos, sus parientes, sus cercanos. ¿Qué es, por ejemplo, lo que nos atrae del falso Martín Guerre, de Natalie Zemon Davis? Desde luego, no el hecho de que fuera un campesino típico y, por tanto, intercambiable por otros de su aldea, sino la forma en que vivió, el modo en que interpretó personalmente ese mundo que le rodeaba, la manera en que suplantó la personalidad del ausente y se integró en la localidad con el fin de emboscarse. Cuando a un individuo lo tomamos como muestra representativa nos arriesgamos a despersonalizarlo, a arrancarle la peculiaridad que lo hace significativo considerando su ejemplo sólo por lo que de más general encierre. Y ése no es el caso de las mejores obras de microhistoria.


No importa ya. Tal como indica el propio Ginzburg en el texto que cierra este volumen, "las etiquelas no me interesan, pero el impulso que ha generado la microhistoria, sí". Es éste un impulso ligado fundamentalmente a «la reducción de la escala de observación (no del objeto de investigación; que quede claro)», lo cual a su juicio continúa siendo «un valioso instrumento cognoscitivo». Y lo es a pesar incluso del éxito de su aparente opuesto, el de la historia global. Para Cario Ginzburg, en un mundo globalizado aún hay lugar para la microhistoria, no sólo como opción analítica. Desde una perspectiva política nos ayudaría a derrbar jerarquías políticas e historiográficas. Su propia difusión y sus mismos practicantes así lo demuestran. Tras su recepción en los principales países Europa y en los Estados Unidos, la microhistoria ha cuajado en  las semi periferias o directamente en la periferia historiográfica. Conversando sobre el particular con Ivan Jablonka, Ginzburg afirmaba ver en ello un elemento geopolítico, pues «hoy en día existe toda una red de historiadores vinculados a la microhistoria, que creo que está dirigida por un historiador islandés y un historiador húngaro. Países supuestamente 'marginales', en relación con la gran Historia, pueden aprovechar la microhistoria como un proyecto en el que prevalece el lado analítico». 







Tomado de: 

SERNA, Justo Y PONS, Anaclet (2019): Microhistoria. las narraciones de Carlo Guinzburg, Granada, Ed. Comare, pp.1-9.