26 diciembre 2020

¿Muerte o transfiguración del lector? Roger Chartier

 



¿Muerte o transfiguración del lector?


Roger Chartier


En 1968, en un ensayo que llegó a ser célebre, Roland Barthes asociaba la omnipotencia del lector y la muerte del autor. Destronado de su antigua soberanía por el lenguaje o, antes bien, por "las escrituras múltiples, surgidas de diversas culturas y que establecen entre sí una relación de diálogo, de parodia y de oposición", el autor cedía su preeminencia al lector, entendido como "aquel que reúne en un mismo campo todas las huellas que constituyen lo escrito". La posición de lectura se consideraba pues como el lugar en el cual se reordenaba el sentido plural, móvil e inestable, como el lugar donde el texto, sea cual fuere, adquiría su significación.


Una vez que se hubo reconocido el nacimiento del lector, se sucedieron los diagnósticos que redactaron su acta de defunción. Esos diagnósticos se presentan en tres formas principales. La primera remite a las transformaciones de las prácticas de lectura. Por una parte, la comparación de datos reunidos mediante las encuestas estadísticas referentes a las prácticas culturales de los franceses ha llevado a la convicción, si no ya de un retroceso del porcentaje global de los lectores, al menos de la disminución de la proporción de los "lectores intensivos" en cada grupo de edad y, muy particularmente, en la franja comprendida entre los 19 y los 25 años. Por otra parte, las investigaciones realizadas en relación con las lecturas de los estudiantes franceses han permitido hacer varias comprobaciones. Si bien la compra de libros continúa siendo para ellos el medio de acceso al libro más acostumbrado, la frecuentación de las bibliotecas universitarias aumentó considerablemente: más del 70% de crecimiento entre 1984 y 1990. Por lo demás, los estudiantes recurren con gran frecuencia a la fotocopia, tanto para reproducir los documentos utilizados en los cursos o en los trabajos dirigidos, como para obtener los apuntes de las materias y para hacer una lectura diferida (y parcial) de obras tomadas en préstamo en las bibliotecas o facilitadas por amigos. Y sólo los que han elegido una carrera "literaria" y aquellos cuyos padres tienen un título universitario poseen una cantidad importante de libros. Pero aun dentro de esta población de lectores más consecuentes, crear bibliotecas personales no es un interés compartido universalmente, como lo muestra el éxito del mercado de libros de estudio usados. Por último, las encuestas sociológicas dedicadas a la franja de edad anterior, la de los jóvenes comprendidos entre los 15 y los 19 años, registran una disminución de la lectura y, sobre todo, la baja jerarquía que ocupa el libro en la presentación que estos jóvenes hacen de sí mismos.


Frente a las dificultades de la coyuntura, particularmente agudas en el caso de la edición de obras de ciencias humanas y sociales, las respuestas de los editores reproducen, en un contexto nuevo, estrategias de discurso y de acción ya presentes en el siglo XVIII, cuando en Inglaterra, y luego en Francia, el poder político intentó limitar los privilegios tradicionales de los miembros de la Stationers Company o de la comunidad de los libreros e impresores de París. En ambos casos, hay tres rasgos que caracterizan las posiciones tomadas por los editores: en primer lugar, una actitud ambivalente en relación con el poder político, acusado de ser el principal responsable de las dificultades de una actividad comercial privada y, por ello, interpelado como el único capaz de poner fin a tales dificultades tomando las medidas apropiadas; por otra parte, la invocación de principios generales destinados a justificar reivindicaciones particulares (por ejemplo, actualmente, hacer reconocer que el acceso a la cultura escrita debe tener un precio, corno cualquier otra práctica cultural) y, finalmente, la afirmación de la figura y los derechos de los autores para fundamentar las reivindicaciones de los editores (corno es el caso de la campaña emprendida para que no sea gratuito el derecho de préstamo en las bibliotecas). Esta comprobación no pretende negar las dificultades reales de la edición en el sector de las humanidades y de las ciencias sociales, sino que apunta a situar en una perspectiva de más largo alcance las estrategias aplicadas por la profesión para hacer frente a tales dificultades: a saber, la invención o la movilización de los autores propietarios de sus obras, la afirmación de principios dotados de universalidad y la demanda de ayuda o reglamentación por parte del Estado.


En una tercera perspectiva, la muerte del lector y la desaparición de la lectura se conciben como la consecuencia ineludible de la civilización de la pantalla, del triunfo de las imágenes y de la comunicación electrónica. Este último diagnóstico es el que quisiera analizar aquí. Las pantallas de nuestro siglo son, en efecto, de una nueva clase. A diferencia de las pantallas del cine o de la televisión, estas tienen textos, no solamente textos, ciertamente, pero también tienen textos. La antigua oposición entre, por un lado, el libro, lo escrito, la lectura y, por el otro, la pantalla y la imagen ha sido sustituida por una situación nueva que propone un nuevo soporte para la cultura escrita y una nueva forma para el libro. De allí surge el lazo muy paradójico establecido entre la tercera revolución del libro, que transforma las modalidades de inscripción y de transmisión de los textos, corno lo hicieron antes la invención del codex y luego la de la imprenta, y el terna obsesivo de la "muerte del lector". Comprender esta contradicción supone echar una mirada al pasado y medir los efectos de revoluciones anteriores que afectaron los soportes de la cultura escrita. 


En el siglo IV de la era cristiana, una forma nueva del libro se impuso definitivamente a expensas de aquella con la que estaban familiarizados los lectores griegos y romanos. El codex, es decir, un libro compuesto de hojas dobladas, reunidas y encuadernadas, suplantó de manera progresiva pero ineludible los rollos que hasta entonces habian sido los vehículos de la cultura escrita. Con la nueva materialidad del libro, gestos imposibles se hicieron comunes: tales corno escribir y leer al mismo tiempo, hojear una obra, identificar rápidamente un pasaje particular. Los dispositivos propios del codex transformaron profundamente los usos de los textos. La invención de la página, la aparición de la foliación que permitía constituir índices, la unidad establecida entre la obra y el objeto que constituye el soporte de su transmisión hicieron posible una relación inédita entre el lector y sus libros. ¿Debemos suponer que estarnos en vísperas de una mutación semejante y que el libro electrónico ha de reemplazar, o está ya reemplazando el codex impreso tal corno lo conocemos en sus diversas formas: libro, revista, periódico? Tal vez. Pero lo más probable es que durante las próximas décadas se dé la coexistencia, no necesariamente pacífica, entre las dos formas del libro y los tres modos de inscripción y de comunicación de los textos: la escritura manuscrita, la publicación impresa, la textualidad electrónica. Esta hipótesis es seguramente más razonable que los lamentos por la pérdida irreparable de la cultura escrita o que los entusiasmos imprudentes que anunciaban el ingreso inmediato en una nueva era de la comunicación.


Esta probable coexistencia nos invita a reflexionar sobre la nueva forma de construcción de los discursos del saber y sobre las modalidades específicas de lectura que permite el libro electrónico. Este no puede ser la simple sustitución de un soporte por otro para obras que continúen concibiéndose y escribiéndose en la antigua lógica del codex. Si es cierto que "las formas ejercen un efecto en el sentido", corno escribió D. F. Mcltenzie, "los libros electrónicos organizan de una manera nueva la relación entre la demostración y las fuentes, la presentación de la argumentación y los criterios de la prueba. Escribir y leer esta nueva especie de libros supone desprenderse de hábitos adquiridos y transformar las técnicas de acreditación del discurso erudito, cuya historia y cuyos efectos han tratado de trazar y evaluar los historiadores: por ejemplo, la cita, la nota al pie de página" o lo que Michel de Certeau llamaba, a imitación de Condillac, el "idioma de los cálculos". "Cada una de estas maneras de probar la validez de un análisis se ha modificado profundamente desde el momento en que el autor puede desarrollar su argumentación según una lógica que ya no es necesariamente lineal ni deductiva, sino que es principalmente abierta, fragmentada y relacional y desde el momento en que el lector puede consultar por sí mismo los documentos (archivos, imágenes, palabras, música) que son el objeto o los instrumentos de la investigación".


En este sentido, la revolución de las modalidades de producción y de transmisión de los textos también constituye una mutación epistemológica fundamental. Una vez establecido el dominio del codex, los autores integraron la lógica de su materialidad en la construcción misma de sus obras, por ejemplo, dividiendo lo que anteriormente era la materia textual de varios rollos, en libros, partes o capítulos de un discurso único, contenido en un solo libro. De manera semejante, las posibilidades (o limitaciones) del libro electrónico invitan a organizar de un modo diferente lo que el libro, tal como lo consideramos hoy, distribuye de forma necesariamente lineal y secuencial. El hipertexto y la hiperlectura que permite y produce el nuevo soporte transforman las relaciones posibles entre las imágenes, los sonidos y los textos asociados de manera no lineal, en virtud de las conexiones electrónicas, así como transforman las posibles vinculaciones entre textos fluidos en sus contornos y en cantidad virtualmente ilimitada. En este mundo textual sin fronteras, la noción esencial llega a ser la del vínculo, concebido como la operación que relaciona las unidades textuaıes divididas por la lectura.


Por ello, es fundamentalmente la noción misma de "libro" lo que pone en tela de juicio la textualidad electrónica. En la cultura impresa, una percepción inmediata asocia un tipo de objeto, una clase de textos y ciertos usos particulares. El orden de los discursos se establece así partiendo de la materialidad propia de sus soportes: la carta, el periódico, la revista, el libro, el archivo, etc. Esto no ocurre en el mundo númerico, donde todos los textos, sean del tipo que fueren, se presentan para ser leídos en un mismo soporte (la pantalla del ordenador) y en las mismas formas (generalmente aquellas decididas por el lector). Se crea así un continuum que ya no diferencia los distintos géneros o repertorios textuales, que se han hecho semejantes en su apariencia y equivalentes en su autoridad. De allí surge la inquietud de nuestro tiempo, que debe afrontar la desaparición de los antiguos criterios que permitían distinguir, clasificar y jerarquizar los discursos. El efecto no es desdeñable en la definición misma del "libro" tal como lo entendemos hoy, a la vez como un objeto específico, diferente de otros soportes de lo escrito, y como una obra cuya coherencia y totalidad resultan de una intención intelectual o estética. La técnica numérica trastorna este modo de identificación del libro por cuanto hace que los textos se vuelvan móviles, maleables, abiertos, y da formas casi idénticas a todas las producciones escritas: correo electrónico, bases de datos, sitios de Internet, libros, etcétera. Esto da lugar a una reflexión abierta sobre las categorías intelectuales y los dispositivos técnicos que permitirán percibir y designar ciertos textos electrónicos como "libros", es decir, como unidades textuales dotadas de una identidad propia. Esta reorganización del mundo de lo escrito en su forma numérica es una condición previa para que se pueda organizar el acceso a través de pago en línea y proteger el derecho moral y económico del autor. Tal reconocimiento fundado en la alianza siempre necesaria y siempre conflictiva entre editores y autores, conducirá sin duda a una transformación profunda del mundo electrónico tal como lo conocemos ahora. Las securities destinadas a proteger ciertas obras (libros individuales o bases de datos) y que adquirieron mayor eficacia con el "e-book", seguramente habrán de multiplicarse y, así, habrán de fijar, congelar y cerrar los textos publicados electrónicamente. En esto hay una evolución previsible que definirá el "libro" y otros textos numéricos por oposición a la comunicación electrónica libre y espontánea que autoriza a cualquiera a poner en circulación en la red sus reflexiones o sus creaciones. La división así establecida conlleva el riesgo de una hegemonía económica y cultural impuesta por las empresas multimedia más poderosas y los amos del mercado de los ordenadores. Pero esta división también puede conducir, si se la dirige adecuadamente, a la reconstitución, en la textualidad electrónica, de un orden de los discursos que permita distinguirlos según la modalidad de su "publicación", la identidad perceptible de su género y su grado de autoridad.


Otro hecho puede, a la larga, trastornar el mundo de lo numérico. Me refiero a la posibilidad -concebible a partir de la creación de una tinta y un "papel" electrónicos- de separar la transmisión de los textos electrónicos del ordenador (pc, notebook o e-book). Gracias a un procedimiento puesto a punto por los investigadores del M.I.T., cualquier objeto (entre ellos el libro tal como lo conocemos todavía, con sus hojas y páginas) podría convertirse en el soporte de un libro o de una biblioteca electrónica, siempre que estuviera provisto de un microprocesador (o que pudiera "telecargarse" en Internet) y que sus páginas recibieran la tinta electrónica que permite hacer aparecer sucesivamente sobre una misma superficie textos diferentes. Por primera vez, el texto electrónico podría emanciparse así de las restricciones propias de las pantallas que conocemos, lo cual rompería el vínculo establecido (para gran provecho de algunos) entre el comercio de máquinas electrónicas y la edición en línea. Aun sin proyectarnos a ese futuro todavía hipotético y concibiendo el "libro" electrónico en sus formas y sus soportes actuales, nos queda pendiente una cuestión: la de la capacidad de ese nuevo libro de encontrar o producir a sus lectores.


Por una parte, la larga historia de la lectura muestra vigorosamente que las mutaciones en el orden de las prácticas a menudo son más lentas que las revoluciones de las técnicas y siempre están desfasadas en relación con estas. Nuevas maneras de leer no se impusieron inmediatamente después de la invención de la imprenta. Del mismo modo, las categorías intelectuales que asociamos al mundo de los textos perdurarán ante las nuevas formas del libro. Recordemos que después de la invención del codex y de la desaparición del rollo, el "libro", entendido como una simple división del discurso, correspondió con frecuencia a la materia textual que contenía un antiguo rollo. Por otra parte, la revolución electrónica, que a primera vista parece universal, también puede profundizar, en lugar de reducir, las desigualdades. Existe el riesgo cierto de un nuevo "analfabetismo" definido ya no por la incapacidad de leer y escribir, sino por la imposibilidad de tener acceso a las nuevas formas de transmisión de lo escrito, que no son gratuitas ni mucho menos. La correspondencia electrónica entre el. autor y sus lectores, transformados en coautores de un libro jamás cerrado sino prolongado por sus comentarios e intervenciones, da una nueva forma a una relación, deseada por ciertos autores antiguos, pero que las limitaciones propias de la edición impresa hacían difícil. Esta promesa de una relación más fluida y más inmediata entre la obra y su lectura es seductora, pero no debe hacernos olvidar  que los lectores (y coautores) potenciales de los libros electrónicos son aún una  minoría. Siguen existiendo grandes diferencias entre la obsesiva presencia de la revolución electrónica en los discursos (entre los que incluyo este) y la realidad de las prácticas de lectura que continúan estando apegadas en general a los objetos impresos y que sólo explotan de manera muy parcial las posibilidades ofrecidas por lo numérico. Hace falta ser bastante lúcido para no tomar lo virtual por algo real ya existente.


La originalidad -y quizá lo más inquietante- de nuestro presente estriba en que las diferentes revoluciones de la cultura escrita, que en el pasado habían estado separadas, se presentan simultáneamente. En efecto, la revolución del texto electrónico es al mismo tiempo una revolución de la técnica de producción y de reproducción de textos, una revolución del soporte de lo escrito y una revolución de las prácticas de lectura. Tres rasgos característicos de esta revolución múltiple transforman profundamente nuestra relación con la cultura escrita. En primer lugar, la representación electrónica de lo escrito modifica radicalmente la noción de contexto y, como consecuencia, el proceso mismo de la construcción del sentido. Sustituye la contigüidad física que vincula los diferentes textos copiados o impresos en un mismo libro por una distribución móvil en las arquitecturas lógicas que gobiernan las bases de datos y las colecciones numéricas.


Por otra parte, redefine la materialidad de las obras porque desata el lazo inmediatamente visible que une el texto y el objeto que lo contiene y porque le da al lector, y no ya al autor o al editor, el dominio de la composición, los límites y la apariencia misma de las unidades textuales que quiere leer. Así queda trastornado todo el sistema de percepción y de uso de los textos. Por último, al leer en la pantalla, el lector contemporáneo vuelve a encontrar algún aspecto de la postura del lector de la Antigüedad, pero -y la diferencia no es menor- este lector actual lee un rollo que se despliega en general verticalmente y que está dotado de todos los puntos de referencia propios de una forma que es la del libro desde los primeros siglos de la era cristiana: paginación, índice, cuadros, tablas, etc. El cruce de las dos lógicas que establecieron los usos de los soportes anteriores de lo escrito (el volumen y luego el codex) define pues, en realidad, una relación con el texto por completo original. 


Apoyado en estas mutaciones, el texto electrónico puede dar realidad a los sueños, nunca alcanzados, de suma total del saber que lo precedieron. Lo mismo que la biblioteca de Alejandría, promete la disponibilidad universal de todos los textos que alguna vez se escribieron, de todos los libros que alguna vez se publicaron. Lo mismo que la práctica de los lugares comunes en el Renacimiento,  el texto electrónico pide la colaboración del lector que puede, en lo sucesivo, escribir él mismo en el libro y en la biblioteca sin muros de los escritos electrónicos. Lo mismo que el proyecto de la Ilustración, el texto electrónico designa un espacio público ideal en el que, como imaginó Kant, puede y debe desplegarse libremente, sin restricciones ni exclusiones, el uso público de la razón, "[el uso] que hacemos en nuestra condición de estudiosos para el conjunto del público que lee", el que autoriza a cada ciudadano "en su condición de estudioso, a hacer públicamente, es decir por escrito, sus observaciones sobre los defectos de la antigua institución". 


Como la época de la imprenta, pero de manera aun más intensa, el tiempo del texto electrónico está atravesado por importantes tensiones entre diferentes futuros: la multiplicación y yuxtaposición de comunidades separadas, opuestas, cimentadas por los usos específicos que hacen de las nuevas técnicas; la apropiación, por parte de las empresas multimedia más poderosas, del control sobre la constitución de las bases de datos numéricos y la producción o la circulación de la información, o bien la constitución de un público universal, definido por la posible participación de cada uno de sus miembros en el examen crítico de los discursos intercambiados. La comunicación a distancia, libre e inmediata que la red permite establecer puede dar por resultado cualquiera de estas virtualidades. Puede llevar a la pérdida de toda referencia común, a la separación radical de las identidades, a la exacerbación de los particularismos. O, por el contrario, puede imponer la hegemonía de un modelo cultural único y la destrucción, siempre mutiladora, de las diversidades. Pero también puede producir una nueva modalidad de constitución y de comunicación de los conocimientos que no sería ya solamente el registro de ciencias ya establecidas, sino además, a la manera de las correspondencias o periódicos de la antigua República de las Letras.é! una construcción colectiva del saber en virtud del intercambio de conocimientos, de habilidades y de sabidurías. La nueva navegación enciclopédica, si permite que cada uno se embarque en su nave, podría hacer plenamente realidad la esperanza de universalidad que siempre acompañó los esfuerzos hechos para abarcar la multitud de las cosas y de las palabras en el orden del discurso.


Pero el libro electrónico debe definirse en reacción contra las prácticas actuales que a menudo se contentan con poner en la red textos en bruto que ni fueron concebidos en relación con su nueva forma de transmisión, ni fueron sometidos a un trabajo de corrección o de edición. Abogar por la utilización de las nuevas técnicas puestas al servicio de la publicación de saberes es, pues, poner en guardia contra las facilidades perezosas de lo electrónico e incitar a que se controlen más rigurosamente las formas que se les den, tanto a los discursos de conocimiento como a los intercambios entre los individuos. Las incertidumbres y conflictos referentes a la urbanidad (o mejor dicho, a la falta de urbanidad) epistolar, a las convenciones lingüísticas y a las relaciones entre lo público y lo privado como las redefinen los usos del correo electrónico ilustran la necesidad de esta exigencia.


Estas mismas cuestiones en juego son las que imponen la apremiante necesidad de desarrollar una reflexión que sea al mismo tiempo histórica y filosófica, sociológica y jurídica, capaz de dar cuenta de las diferencias hoy manifiestas y crecientes entre el repertorio de las nociones utilizadas para describir u organizar la cultura escrita en las formas que ha tenido desde la aparición del codex y las nuevas maneras de escribir, de publicar y de leer que implica la modalidad electrónica de producción, diseminación y apropiación de los textos. Ha llegado pues el momento de redefinir las categorías jurídicas (propiedad literaria, copyright, derechos de autor), estéticas (originalidad, singularidad, creación), administrativas (depósito legal, biblioteca nacional) o biblioteconómicas (catalogación, clasificación o descripción bibliográfica que fueron concebidas y construidas en todos los casos en relación con una cultura escrita cuyos objetos eran por completo diferentes de los textos electrónicos. El nuevo soporte de lo escrito no significa el fin del libro ni la muerte del lector. Quizá sea todo lo contrario. Pero impone una redistribución de los roles dentro de la "economía de la escritura", la competencia (o la complementariedad) entre los diversos soportes de los discursos y una nueva relación, tanto física como intelectual y estética, con el mundo de los textos. 


El texto electrónico, en todas sus formas, ¿podrá construir aquello que no lograron ni el alfabeto, a pesar de la virtud democrática que le atribuía Vico, ni la imprenta, pese a la universalidad que le reconocía Condorcetz. Es decir, ¿podrá construir, partiendo del intercambio de lo escrito, un espacio público del que participen todos? ¿Cómo situar entonces el papel de las bibliotecas en estas profundas mutaciones de la cultura escrita? Basándose en las posibilidades ofrecidas por las nuevas técnicas, el siglo que va a comenzar puede alentar la esperanza de superar la contradicción que ha obsesionado de manera perdurable la relación de Occidente con el libro. El sueño de la biblioteca universal expresó durante mucho tiempo el deseo exasperado de capturar, mediante una acumulación sin carencias, sin lagunas, todos los textos escritos alguna vez, todos los saberes constituidos. Pero esta espera de universalidad siempre estuvo acompañada de decepción porque ninguna colección, por rica que fuera, podía dar más que una imagen parcial, mutilada, de la totalidad necesaria.


Esta tensión debe inscribirse en la larga historia de las actitudes respecto de la palabra escrita. La primera se sustenta en el temor de la pérdida o la falta. Es esta actitud la que ha gobernado todos los actos tendientes a salvaguardar el patrimonio escrito de la humanidad: la busca de textos antiguos, la copia de los libros más preciados, la impresión de los manuscritos, la construcción de las grandes bibliotecas, la compilación de esas "bibliotecas sin muros" que son las colecciones de textos, los catálogos o las enciclopedias. Contra las desapariciones siempre posibles, se trata de reunir, fijar y preservar. Pero la tarea, nunca lograda, está amenazada por otro peligro: el exceso. La multiplicación de la producción manuscrita y luego impresa fue percibida muy pronto como un terrible peligro. La proliferación puede convertirse en caos y la abundancia, en un obstáculo para el conocimiento. Para poder dominarlos, es menester disponer de los instrumentos capaces de seleccionar, clasificar y jerarquizar. Muchos actores han participado de esta tarea de ordenamiento: los autores mismos que juzgan a sus pares ya sus predecesores, los poderes que censuran y subvencionan, los editores que publican (o se niegan a publicar), las instituciones que consagran o excluyen y las bibliotecas que conservan o ignoran.


Ante esta angustia doble, entre pérdida y exceso, la biblioteca del mañana -o de hoy- puede desempeñar un papel decisivo. Ciertamente, la revolución electrónica pareció augurar el fin de las bibliotecas. La comunicación a distancia de textos electrónicos hace concebible, si no inmediatamente posible, la disponibilidad universal del patrimonio escrito, al tiempo que hace que la biblioteca ya no sea el único lugar de conservación y de comunicación de ese patrimonio. Todo lector, sea cual fuere su lugar de lectura, podría recibir cualquiera de los textos que constituyan esta biblioteca sin muros y hasta sin localización, biblioteca en la que estarían idealmente presentes, en una forma numérica, todos los  libros de la humanidad. El sueño no carece de seducción. Pero no debe extraviarnos. Ante todo, es necesario recordar firmemente que la conversión electrónica de todos los textos cuya existencia no comienza con la informática, no debe significar en modo alguno relegar, olvidar o, lo que es peor aún, destruir los manuscritos o libros impresos que antes eran sus vehículos. Tal vez hoy más que nunca, una de las tareas esenciales de las bibliotecas sea reunir, proteger, clasificar y hacer accesibles Los objetos escritos del pasado. Si las obras que difundieron estos objetos se comunicaran y hasta sí se conservaran únicamente en una forma electrónica, existiría el gran riesgo de que se perdiera la inteligibilidad de una cultura textual identificada con los objetos que la han transmitido. La biblioteca del futuro debe ser, pues, ese lugar donde se mantengan el conocimiento y la frecuentación de la cultura escrita en las formas que le fueron propias y que hoy continúan siéndole mayoritariamente propias.


Las bibliotecas deberán ser asimismo un instrumento que permita a los nuevos lectores encontrar su camino en el mundo numérico que borra las diferencias entre los géneros y los usos de los textos y que establece una equivalencia generalizada de su autoridad. Dispuesta a escuchar las necesidades y el desconcierto de los lectores, la biblioteca debe cumplir además una función esencial en el aprendizaje de los instrumentos y de las técnicas capaces de asegurar al menos experto de los lectores el manejo de las nuevas formas de lo escrito. Así como la presencia de Internet en cada escuela no hace desaparecer por sí sola las dificultades cognitivas del aprendizaje de la lectura y de la escritura, tampoco la comunicación electrónica de los textos transmite por sí sola el saber necesario para comprenderla y utilizarla. Muy por el contrario, el lector-navegante de lo numérico corre el serio peligro de perderse en los archipiélagos textuales sin  faro ni puerto. La biblioteca puede ser ese faro y ese puerto.' Por último, un tercer propósito de las bibliotecas del mañana podría ser reconstituir alrededor del libro las sociabilidades que hemos perdido. La larga historia de la lectura enseña que esta se ha hecho, con el correr de los siglos, una practica silenciosa y solitaria, que cada vez se aparta más de aquellos momentos compartidos alrededor de lo escrito que cimentaron durante mucho tiempo las existencias familiares, las sociabilidades amistosas, las asambleas eruditas o los compromisos militantes. En un mundo en el que la lectura se identifica con una relación personal, íntima, privada, con el libro, las bibliotecas (paradójicamente, puede ser, porque fueron las primeras, en la época medieval, en exigir el silencio de los lectores) deben multiplicar las ocasiones y las formas para que los lectores tomen la palabra alrededor del patrimonio escrito y de la creación intelectual y estética. De ese modo, pueden contribuir a construir un espacio público fundado sobre la apropiación crítica de lo escrito. Como lo señaló Walter Benjamin, las técnicas de reproducción de los textos o de las imágenes no son en sí mismas ni buenas ni perversas.v! De ello surge el diagnóstico ambivalente relativo a los efectos de su "reproducción mecánica". Por un lado, esta reproducción permitió alcanzar, en una escala antes desconocida, la "estetización de la política práctica": "Con el progreso de los aparatos que permiten hacer escuchar a un número indefinido de oyentes el discurso de un orador en el momento mismo en que este habla y que permiten difundir poco después su imagen ante un número indefinido de espectadores, lo esencial llegó a ser la presentación del político delante del aparato mismo. Esta nueva técnica vacía los parlamentos como vacía los teatros". Por otro lado, la supresión de la distinción entre el creador y el público ("La capacidad literaria ya no se basa en una formación especializada, sino en una multiplicidad de técnicas, de modo tal que se convierte en un bien común"), la invalidación de los conceptos tradicionales movilizados para designar las obras y finalmente, la compatibilidad entre el ejercicio crítico y el placer de la distracción ("El público de las salas oscuras es ciertamente un examinador, pero un examinador que se distrae") son elementos que también abren una alternativa posible. Como reacción a la "estetización de la política", que está al servicio de los poderes opresivos, puede oponerse en efecto una "politización de lo estético" que promete la emancipación de los pueblos.


Sea cual fuere su pertinencia histórica -sin duda discutible-, este diagnóstico destaca con precisión la pluralidad de los usos que pueden adueñarse de una misma técnica. No existe ningún determinismo técnico que les atribuya a los aparatos mismos una significación obligada y única: "A la violencia que se ejerce sobre las masas al imponerles el culto de un jefe, corresponde la violencia que sufre un aparato técnico cuando se lo pone al servicio de esta religión". Esta observación tiene gran importancia en los debates que suscitó el tema de los efectos que ha ejercido, y continuará ejerciendo en mayor medida en el futuro, la diseminación electrónica de los discursos en la definición conceptual y en la realidad social del espacio público en el que se intercambian las informaciones y se construyen los saberes. En un futuro que es ya nuestro presente, estos efectos serán los que, colectivamente, sepamos construir. Para bien o para mal. Esa es hoy nuestra responsabilidad común. 






Tomado de:

CHARTIER, Roger (2000): Las revoluciones de la cultura escrita, Diálogos e intervenciones. Barcelona, Gedisa, pp. 101-117.

19 noviembre 2020

Mujeres y libros. Juan Domingo Argüelles





Mujeres y libros


Juan Domingo Argüelles


Durante toda la historia y hasta buena parte del siglo XX, cuando se hablaba del «ser humano», de lo que se hablaba en realidad era del hombre, es decir del hombre masculino. Aunque el colectivo genérico «hombre» (del latín homo) designaba presuntamente lo mismo al varón que a la mujer (mamíferos racionales), en realidad se aplicaba para denominar al primero, y ya vimos que no a todos los varones, puesto que los esclavos no eran considerados humanos. 


Del mismo modo, por extensión, cuando se hablaba de artistas, escritores, músicos, arquitectos, científicos, sacerdotes, etcétera, o simples «ciudadanos», de lo que se hablaba estrictamente era de los varones. Era obvio, pues a la mujer le estaban vedados el arte, la cultura, la educación, la vida pública y, por supuesto, el derecho a elegir. En el estatuto social, las mujeres tenían deberes, pero no derechos. Por ello, muchos sustantivos femeninos de oficios o profesiones son sumamente tardíos, desde poetisa y autora, hasta médica, jueza o científica. En su Historia social de la literatura y el arte, Arnold Hauser muestra muy claramente que tanto en Grecia como en Roma las mujeres son únicamente símbolos o personajes en las obras literarias y artísticas, pero no son en absoluto público, es decir partícipes de esas obras. La cultura, las letras, las artes son exclusividad de los hombres. Lo mismo ocurre en la Edad Media: las artes y las letras en poder de la Iglesia (es decir, de los monasterios) son asuntos de hombres: abades y monjes, no de mujeres.


Al lado de los monjes, en las bibliotecas, sus ayudantes laicos eran exclusivamente hombres: lo mismo los copistas que los ilustradores y encuadernadores de libros. Sólo hacia el siglo XII, y especialmente en Francia, con la poesía amorosa provenzal, las mujeres intervienen en la vida intelectual de la corte. Las damas se convierten en protectoras de los poetas y éstos se dirigen, en primer término, a las mujeres. Explica Hauser: «Leonor de Aquitania, María de Champaña, Ermengarda de Narbona, o como quiera que se llamen las protectoras de los poetas, no son solamente grandes damas que tienen sus “salones” literarios, no son sólo expertas de las que los poetas reciben estímulos decisivos, sino que son ellas mismas las que hablan frecuentemente por boca del poeta. Los poetas no sólo se dirigen a las mujeres, sino que ven también el mundo a través de los ojos de ellas. La mujer, que en los tiempos antiguos era simplemente propiedad del hombre, botín de guerra, motivo de disputa, esclava, y cuyo destino estaba sujeto aún en la alta Edad Media al arbitrio de la familia y de su señor, adquiere ahora un valor incomprensible a primera vista».


Hauser atribuye este cambio en la vida cortesana no sólo al hecho de la progresiva secularización de la cultura, en el que participan las damas, frente al constante quehacer guerrero de los hombres que los obliga a ausentarse por largos períodos, sino también a la inversión de los códigos estéticos en la que influyen precisamente las mujeres: de los cantares de gesta, obviamente guerreros, obviamente masculinos, se pasa a la canción de amor, con la cual comienza propiamente la historia de la poesía moderna. A lo largo de toda la historia, concluye Hauser, habían sido exclusivamente las mujeres y no los hombres los que cantaban las canciones de amor. Con la poesía provenzal, y gracias a la intervención de las mujeres, se alteran esos valores y es la mujer la que «desdeña» y el hombre el que suplica y, generalmente, se «somete», así sea simbólicamente. De cualquier forma, el lugar más elevado de la mujer en este periodo es el que corresponde a la animadora y a la musa.


Ni siquiera en el Renacimiento, sino hasta el siglo XVIII, con la Ilustración y, especialmente en el siglo XIX con los salones artísticos y literarios, las mujeres volverán a ocupar una participación más activa en la sociedad. En cuanto a la lectura de libros propiamente, si pensamos que «el único género de libros que en el siglo XVII y principios del XVIII tenía un público más amplio era la literatura de edificación religiosa», es obvio que aún no se podía hablar siquiera de un «público lector» ni siquiera conformado mayoritariamente por hombres. Advierte Hauser: «La lectura de libros no era a finales del siglo XVII un placer muy extendido; de la literatura no religiosa, que consistía en gran parte en historias de amor y de prodigios pasados de moda, no podía ocuparse sino la gente noble y desocupada, y los libros científicos no eran leídos más que por los eruditos. La educación literaria de la mujer, que en el siglo siguiente había de desempeñar un papel tan importante, era todavía muy imperfecta. Sabemos, por ejemplo, que la hija mayor de Milton no sabía escribir en absoluto, y que la mujer de Dryden, que por otra parte procedía de una noble familia, luchaba desesperadamente por dominar la gramática y la ortografía de su lengua materna».


Será hasta la segunda mitad del siglo XVIII y principios del XIX cuando se pueda hablar propiamente de un público lector y de la prosperidad del negocio de las librerías Hacia fines del XVIII la lectura se convierte ya en una necesidad vital lo mismo para hombres que para mujeres, «y la posesión de libros es, en los círculos que Jane Austen describe, una cosa tan natural como sorprendente hubiera sido en el mundo de Fielding». Los periódicos, además, hacen crecer a ese público lector, porque cumplen funciones de extensión educativa y traen secciones destinadas especialmente a las mujeres. Es a partir de entonces, es decir muy tardíamente, cuando las mujeres (no todas, obviamente, sino las del sector más privilegiado) participan activamente en la cultura y, especialmente, en la literatura y en el pensamiento. A esa época (fines del siglo XVIII y principios del XIX) pertenecen las obras de Charlotte Turner Smith, Mary Wollstonecraft y Jane Austen, quienes junto a Pope, Defoe, Diderot, Chateaubriand, Schiller, Boswell, Goethe, Swift, Sterne, Choderlos de Laclos, Samuel Johnson, Voltaire y Scott, entre otros muchos, resultan una minoría.





El correr de los siglos XIX y XX traerá no sólo más escritoras sino también más lectoras. De hecho, el género literario burgués por excelencia, la novela, desde su modalidad del folletín, alcanzará su auge en estos siglos gracias, sobre todo, a las lectoras. Aunque estaba destinado a un público heterogéneo, las mujeres, cada vez más cultas e informadas, hacen que este género se imponga sobre los demás aún en nuestros días. A decir de Hauser, la novela se convierte en el género literario predominante a partir de entonces «porque expresa del modo más amplio y profundo el problema cultural de la época: el antagonismo entre individualismo y sociedad. En ninguna otra forma alcanzan vigor tan intenso los antagonismos de la sociedad burguesa, y en ninguna se describen de manera tan interesante las luchas y derrotas del individuo». Pero aquí cuando se habla del «individuo», éste ya no es únicamente el varón, sino también la mujer, y un ejemplo extraordinario de ello es la novela Orgullo y prejuicio (1813), de Jane Austen. Y, pese a ello, todavía algunas grandes escritoras tuvieron que recurrir a seudónimos masculinos para sortear prejuicios y atraer a los lectores; casos concretos los de Cecilia Böll de Faber, Mary Ann Evans y Amandine Aurore Lucile Dupin, que trascendieron en la historia literaria como Fernán Caballero, George Eliot y George Sand, respectivamente.


Más tardía es Karen Blixen, mejor conocida como Isak Dinesen, seudónimo masculino al que recurrió cuando el manuscrito de su primer libro, Siete cuentos góticos, fue rechazado por editores de Dinamarca e Inglaterra; entonces lo envió a Estados Unidos, como si fuera el libro de un hombre y, de inmediato, fue aceptado y publicado. A pesar de toda esta historia de prejuicios y de marginaciones, hoy las escritoras tienen un amplio legado cultural con obras fundamentales sin las que no se podría entender el desarrollo intelectual del ser humano. Las obras maestras y los nombres de estas autoras son muchísimos. Por sólo mencionar a un grupo plural y prestigioso, diríamos Mariana Alcoforado, Anna Ajmátova, Hannah Arendt, Jane Austen, Djuna Barnes, Simone de Beauvoir, María Luisa Bombal, Charlotte y Emily Brontë, Pearl S. Buck, Rosario Castellanos, Agatha Christie, Colette, Sor Juana Inés de la Cruz, Emily Dickinson, Isak Dinesen, Marguerite Duras, George Eliot, Ana Frank, Elena Garro, Nadine Gordimer, Lilian Hellman, Patricia Highsmith, Elfriede Jelinek, Julia Kristeva, Selma Lagerlöf, Doris Lessing, Clarice Lispector, Dulce María Loynaz, Mary McCarthy, Carson McCullers, Katherine Mansfield, Gabriela Mistral, Toni Morrison, Anaïs Nin, Joyce Carol Oates, Olga Orozco, Emilia Pardo Bazán, Dorothy Parker, Alejandra Pizarnik, Sylvia Plath, Katherine Anne Porter, Jean Rhys, Arundhati Roy, Safo, George Sand, Santa Teresa, Nathalie Sarraute, Mary W. Shelley (hija de Mary Wollstonecraft), Susan Sontag, Madame de Staël, Gertrude Stein, Wislawa Szymborska, Marina Tsvetáieva, Simone Weil, Eudora Welty, Edith Wharton, Virginia Woolf, Marguerite Yourcenar y María Zambrano. 


Las lectoras, por su parte, han aumentado exponencialmente desde el siglo XVIII y aunque muchas de las obras de estas mujeres forman parte de sus lecturas, tampoco se reducen a los libros escritos por mujeres. Es importante insistir en que, durante mucho tiempo, el término «hombre de letras» jamás tuvo ninguna amplitud. Se refería, estrictamente, al hombre, no a la mujer. Pero, a partir de que ingresaron al mundo de la cultura, antes sólo restringido a los varones, las mujeres fueron no sólo escritoras, pensadoras y lectoras, sino muy especialmente alfabetizadoras, mediadoras, divulgadoras y promotoras del libro, mucho más que los hombres, porque, desde la Revolución Francesa, la educación formal de los niños se dejó en sus manos. Ya no sólo educaban a sus hijos, sino también a los hijos de otras familias. Hoy está probado con estadísticas que el aumento del público lector femenino ha conseguido superar a ese «público lector» antes sólo constituido, en su gran mayoría, por hombres. 


Lo que no hay que perder de vista es que, desde el momento mismo en que las mujeres tuvieron acceso a la cultura y, especialmente, a los libros, el poder masculino se encargó de establecer mecanismos de control y censura bajo las formas del canon de lo que podían y debían leer las mujeres, y el índex de lo que les estaba vedado. Transgredir, es decir, salirse de ese canon y penetrar a ese índex fue lo que permitió el desarrollo de la cultura de las mujeres. Padres, maridos, sacerdotes, profesores, escritores, pensadores y aun los intelectuales más «liberales», aconsejaban, aprobaban, prescribían y proscribían las lecturas: por un lado las «apropiadas» y por el otro las «inconvenientes». El discurso androcéntrico es que debían vigilar que esas lecturas no corrompieran el corazón y el espíritu de las mujeres; que esas lecturas no atentaran contra su castidad, su pureza, su debilidad; lecturas que, como es obvio, no tenían el poder de dañar a los hombres porque éstos eran más fuertes, más inteligentes, más capaces. En Amor y Occidente, Denis de Rougemont cita al ubicuo Nietzsche en este tema y su coincidencia con Kierkegaard: «hay que escoger entre criar libros o criar niños». Como es obvio, los hombres escogen criar libros y les dejan la tarea de criar niños exclusivamente a las mujeres. Mucho más allá del siglo XVIII las lectoras seguían siendo consideradas personas vulnerables a la palabra escrita: personas sin criterio ni juicio que se podían dejar engatusar por ideas ajenas a su abnegación, su entrega y sumisión incondicional al marido, los padres, los hijos y el hogar. Por ello, los preceptores de todo tipo establecían lo que debían leer y lo que no. Había libros buenos (adecuados) para ellas, y otros muy malos para su salud mental y espiritual. Y, como era de esperarse, casi todos esos libros (lo mismo buenos que malos) estaban escritos por hombres, y muy rara vez por mujeres, pero aun en este caso eran libros doctrinarios que aprobaban los hombres. Lo mismo en Europa (cuna de la cultura occidental) que en los demás continentes, cuando las mujeres acceden a la cultura escrita, y especialmente a la lectura de libros, se establecen filtros desde el poder (obviamente masculino) para que los libros que llegan a sus manos y a sus ojos sean los «adecuados». Lo mismo ocurrió en Inglaterra que en Alemania, lo mismo en Francia que en España, y lo mismo en Estados Unidos o en México.


En México, si dejamos atrás la historia de la evangelización que tenía al catecismo cristiano como medio alfabetizador y como mecanismo de control religioso y formación moral, veremos que incluso hombres de letras e intelectuales de avanzada siguen manteniendo ideas paternalistas sobre el concepto de «educación de la mujer». Caso particular el de Manuel Payno (1810-1894), autor de El fistol del diablo y Los bandidos de Río Frío, entre otras obras con las que incursiona en el folletín. Pues bien, este meritorio escritor mexicano del siglo XIX creía tener ideas avanzadas sobre la educación de la mujer, pero como lo documenta muy bien Anne Staples («La lectura y los lectores en los primeros años de vida independiente»), sus «actitudes y opiniones acerca de la lectura adecuada para una mujer pueden ser tomadas como representativas del punto de vista de un sector importante de la opinión pública masculina». En otras palabras, sus actitudes y opiniones eran las actitudes y opiniones del poder cultural masculino.


Citado por Staples, Payno sentenciaba: «Una mujer que no sabe coser y bordar, es como un hombre que no sabe leer ni escribir». A veces ironizaba, y en sus ironías dejaba ver sus prejuicios al desnudo: «Hay mujeres que les causa hastío sólo ver un libro, y esto es malo. Hay otras que devoran cuanta novela y papelucho cae en sus manos, y esto es peor». Staples muestra las grandes contradicciones intelectuales de Payno, pues si por un lado señalaba que «no hay ocupación más útil para toda clase de gentes que el leer», puesto que «el entendimiento se fertiliza, la imaginación se aviva y el corazón se deleita»; por otro lado, afirmaba que, en el caso de las mujeres, la lectura debía sujetarse a reglas precisas. Un hombre podía leerlo todo: desde Lutero, Bossuet, Bocaccio, Voltaire y Chateaubriand, no tenía límites porque daba por hecho su sólido criterio. Pero en el caso de la mujer, Payno era un feroz guardián de las puertas de la biblioteca. Escribía: «Una mujer no debe jamás exponerse a pervertir su corazón, a desviar a su alma de esas ideas de religión y piedad que santifican aun a las mujeres perdidas. Tampoco deberá buscarse una febril exaltación de sentimientos que la hagan perder el contento y tranquilidad de la vida doméstica».


Anne Staples describe del siguiente modo, y siempre citándolo, la febril labor «educativa» de Payno en relación con las mujeres: «Payno condenaba a las atrevidas que incursionaban en esos campos peligrosos. “Una mujer que lee indistintamente toda clase de escritos, cae forzosamente en el crimen o en el ridículo. De ambos abismos sólo la mano de Dios puede sacarla”. En tono moralista, proseguía Payno: “Mujer que lee las Ruinas de Volney, es temible. La que constantemente tiene en su costurero a la Julia de Rousseau y a Eloísa y Abelardo, es desgraciada. Entre la lectura de las Ruinas de Volney y la de Julia, es preferible la de novenas”, es decir, ninguna de las dos». Payno proscribía a las mujeres toda lectura de libros románticos: «Siempre que oigáis decir de una obra que es romántica, no la leáis; generalmente lo que se llama romántico no deben leerlo ni las doncellas ni las casadas, porque siempre hay en tales composiciones maridos traidores, padres tiranos, amigos pérfidos, incestos horrorosos, parricidios, adulterios, asesinatos y crímenes, luchando en un fango de sangre y lodo».


¿Y qué era lo que, contrariamente, prescribía? Los clásicos españoles (el Quijote, El lazarillo de Tormes, El diablo cojuelo, el Guzmán de Alfarache), las obras de Walter Scott y las poesías de Navarrete, Ochoa, Pesado y Ortega; todo aquello que puede ser leído, sin peligro, «por las niñas tiernas, por las castas doncellas y por las virtuosas casadas». La idea de que los libros corrompen el corazón, el espíritu y el cerebro es una idea eminentemente religiosa, siempre asociada al poder. La misión del filtro masculino en las lecturas de las mujeres era «ilustrar su espíritu sin corromper su corazón», según palabras de la época. Pero los términos con los que califica Payno a las mujeres disidentes de sus recomendaciones (ridículas, temibles, desgraciadas) delatan un temor inocultable: las mujeres que leen lo que no deben leer son peligrosas. O, para decirlo con palabras de Sara Sefchovich en relación con este estereotipo de la misoginia protectora: «Los modos de comportamiento que se supone corresponden a las mujeres muestran sólo dos posibilidades: o se es dulce, suave, trabajadora, fiel, madre amorosa y esposa abnegada, o se es una traidora, simuladora, rastrera, ambiciosa, explotadora, manipuladora y zorra. La mujer no es un ser humano en sí misma, sino en función de cómo se porta con los demás, que la clasifican como buena o mala, santa o puta, salvadora o perdición. Es pues, un objeto que se ve desde el punto de vista de su uso y de la felicidad o infelicidad que proporciona al hombre, y como tal se le cataloga entre los diversos objetos que socialmente conviene tener, poseer y hasta presumir o esconder, pero usar y gozar».


En 1946, en Suiza, Paul Morand escuchó decir a Coco Chanel: «Hace falta mucha valentía para no ver a las mujeres como diosas». Y es que incluso cuando las mujeres son elevadas a la categoría de diosas «seductoras» y representan una «tentación» (de acuerdo también a la versión histórica masculina, ya que son los hombres los que han narrado la mayor parte de la historia), o son viciosas o son destructivas, como bien lo hace notar Jane Billinghurst: «o sus encantos pueden distraer al hombre de su importante tarea de gobernar el mundo». Por ello, concluye la investigadora, «el modo de presentar a las tentadoras depende de la confianza que tengan los narradores en la supremacía masculina. Cuando los hombres se sienten seguros, las tentadoras son fuertes y están llenas de vida. Cuando los hombres se sienten débiles, las tentadoras son crueles depredadoras con mentes caóticas». De cualquier forma son «inconvenientes» (porque siembran el caos en donde antes había sólo recta inteligencia), capaces incluso de desviar los altos pensamientos de Aristóteles y ponerlo a gatear y a suplicar por deseos carnales, como cuenta el poeta normando Henri d’Andeli que hizo Filis con el anciano filósofo al que ensilló y montó como si de un caballo se tratara. ¡Qué mejor muestra para probar que las mujeres debilitan el pensamiento!


Todo lo anterior quizá se resuma en el lúcido señalamiento que hizo Rosario Castellanos en las primeras páginas de su libro Mujer que sabe latín: «La mujer, a lo largo de los siglos, ha sido elevada al altar de las deidades y ha aspirado el incienso de los devotos. Cuando no se la encierra en el gineceo, en el harén a compartir con sus semejantes el yugo de la esclavitud; cuando no se la confina en el patio de las impuras; cuando no se la marca con el sello de las prostitutas; cuando no se la doblega con el fardo de la servidumbre; cuando no se la expulsa de la congregación religiosa, del ágora política, del aula universitaria». Concluye Castellanos que el poder masculino anuló por mucho tiempo, sobre todo, el intelecto de la mujer, a cambio de cantar su belleza, con un planteamiento misógino-racista: «¿Para qué gastar la pólvora en infiernitos y querer inculcar, donde es imposible y superfluo, la cultura?»










Tomado de:
AA.VV. (2012): Lectoras. Conversaciones con Juan Domingo Argüelles. México, Ediciones B, pp. 26-31. 

08 noviembre 2020

La crítica jamás puede ser una ciencia. Raymond Williams



 La crítica

 jamás puede ser una ciencia


Raymond Williams


En una sociedad en la que el arte parece estar alejándose del entendimiento general, la importancia de la función de los críticos apenas necesita ser destacada. Él es el mediador entre el artista y el público lector; el resultado de su crítica es la articulación entre una evaluación calificada y una respuesta adecuada. Pero es probable que, teniendo en cuenta los hechos actuales que rodean a la lectura masiva, se encuentre preocupado por el crecimiento del público lector serio, con la expansión del alfabetismo en todos sus sentidos. Es hacia la crítica y los críticos donde debemos ir cuando necesitamos una guía si aceptamos los hábitos de lectura masiva que tenemos incorporados y deseamos mejorarlos.


¿Quiénes son los críticos?; ¿qué es la crítica? Yo tengo mis favoritos, usted tiene los suyos. La opinión de un hombre es tan válida como la de otro. ¿Pero existe esta anarquía de hecho? Es innegable que los críticos son una legión; la crítica se ha convertido en la última esperanza profesional de los hijos rebeldes. Hay algunas señales que indican que los críticos se están yendo para darles el lugar a los expertos, aunque se trata meramente de un cambio de título. Resulta verdaderamente confuso que el Sr. Eliot y el crítico de cine de News of the world sean llamados con el mismo nombre. Sin embargo tales distancias son fácilmente distinguibles. 


En la medida en que la literatura es puesta en duda, el conocimiento del lector común empezará en los pequeños fragmentos críticos que encuentra en las promociones editoriales. Sería injusto suponer que todos los críticos pueden ser juzgados adecuadamente por frases que algunos editores pudieron haber moldeado a su gusto; pero si uno quisiera entender que es lo que no es la crítica, valdría la pena hacer una revisión de estos anuncios promocionales. Mirando las columnas literarias sobre un tema al azar en un periódico semanal, leemos: perspicacia y habilidad… una intensidad poco habitual en ficción… una obra de arte hábil e impasible distinguible por su estilo incisivo… un libro perturbador, porque el autor escribe con una intensidad veloz, un contacto cercano… un libro que se encomienda a los conocedores… un nuevo y destacable talento… una novela de extraordinario poder y habilidad… su obra se ve como siempre distinguida por un toque de verdadera imaginación creativa… el ímpetu apasionado de su escritura… 


Palabras como creativo, genio, intensidad, delicadeza, pasión, etc., han dejado de usarse y en muchos contextos hasta han perdido significado. Escribir críticas se ha convertido en un negocio entumecido, pero la realidad es que gran parte de ellas no son otra cosa que valoraciones poco consideradas, realizadas tras una apresurada lectura y expresado en términos cliché. Si uno le dedicara una mirada amplia a los anuncios de novedades de los diarios y a las columnas de crítica literaria, encontraría de igual manera: un libro impresionantemente perturbador o una novela de extraordinario poder y habilidad. Con un poco de atención, y particularmente con la mirada puesta en las obras a las que estas frases se refieren, podríamos evaluar el trabajo del crítico como el acto de un bufón, carente de cualquier nivel de importancia crítica. Sin embargo, para el lector general, estos trabajos que nosotros descartamos son «la crítica» y estas personas, «los críticos». Es más, estos textos y estas personas son las que normalmente determinan las valoraciones generales de la literatura contemporánea.


Hace algunos años, una novela de Elias Canetti fue traducida al inglés como Auto-da-fe. Siendo considerado, voy a colocar este libro en una pequeña lista —solo hay cinco o seis nombres en ella— de las mejores novelas publicadas en inglés desde 1918. s un caso interesante como ejemplo de lo que le puede pasar una gran obra literaria bajo el tratamiento de los críticos. Leí una reseña en la que, dentro de su escuela, se ofrecía una evaluación crítica. En ella se citaba un fragmento de la obra se analizaba la técnica. Habiendo luego demostrado qué era lo «nuevo» y «destacable», recomendaba su lectura. Me pareció una crítica honesta. Pero en otras encontré el proceso usual. Por ejemplo: Una obra magnífica y demente que no somos capaces de soportar, y que quizás haríamos bien en no aceptar, pero cuyo genio y justificación no nos atreveríamos a negar.


El significado de esta frase es algo que aún no puedo comprender. Si uno no se atreve a negar la justificación de la obra, es curioso que uno no sea capaz de soportarla o aceptarla. La relación entre demente y magnífico tampoco es entendible, excepto como una aliteración producto del arrebatamiento. Esta oración, aunque ofrecida como un juicio de valor, no es más que un chisme vehemente. Y luego: Si creemos que la función de todo arte es «armonizar la tristeza del mundo»; entonces podemos atrevernos a decir que aunque Auto-da-Fe es una novela de un terrible poder, no es una obra de arte.


Esto parece y es más razonable; «nos atrevemos» en lugar de «no nos atrevemos»; aunque debemos observar que oculta una suposición que resulta al menos cuestionable y no precisamente relevante. Es en la imposición de estándares de valoración ocultos donde la crítica provoca más daño. Puede ser posible distinguir entre una novela de extraordinario poder y una obra de arte, pero es una distinción que debería ser explicada, no arrojada al pasar. El tercer fragmento es aun más confuso: Sería irrelevante juzgar a Auto-da-Fe como una obra de arte, puesto que tal intención ya está marcada en cada una de sus líneas. La intensificación de las obsesiones no tiene nada en común con el proceso mediante el cual el arte intensifica la vida real. El propósito es la denuncia y es logrado de forma triunfante e inquietante.


La primera frase, aun considerando cierto nivel de exageración con fines retóricos, no tiene ningún sentido. La novela es ofrecida como una obra de arte. Si falla en su intención, debe ser demostrado. En cambio lo que hace el escritor es ofrecer una especie de epigrama que cumple más una función rítmica que de sentido, y concluye con una frase que nuevamente esconde un enorme supuesto sobre la literatura que no debería establecerse si no va a ser demostrado.


Ninguno de estos fragmentos puede ser considerado como crítica, aunque los periódicos que he estado citando incluyen The New Statement and Nation, The Spectator, The Listener, Time and Tide, Horizon, The Observer, y The Sunday Times. Se considera que todos ellos normalmente ofrecen reseñas serias y que mantienen altos estándares críticos. En la evidencia, la cual creo que se encuentra en su necesariamente pequeña escala representativa, uno no siempre puede percibir esto. En la mayoría de los otros periódicos Auto-da-Fe ni siquiera es reseñado. 


Ahora bien, esta anarquía de la que hablamos ha sido previamente notada. Virginia Woolf escribió en The Common Reader: Tenemos muchos hombres que escriben reseñas, pero no críticos literarios; un millón de competentes e incorruptibles policías, pero ningún juez. 


La competencia de un crítico es un tema difícil. Las universidades otorgan títulos de estudios sobre literatura, y uno podría asumir, si la experiencia tanto del sistema como de la variedad de sus productos no estuviera tan mezclada, que dichos graduados serían críticos calificados. Pero todos los críticos se autoproclaman como tales, al igual que los escritores. Sería ridículo inventar un esquema de calificación profesional en el sentido ordinario; la literatura cubre demasiados intereses humanos como para que eso sea posible.


La crítica, sin embargo, se somete ella misma a la evaluación. Si es posible desarrollar una valoración de primera mano sobre la literatura, también es posible hacerlo sobre la crítica. La capacidad de lectura le asegura a uno la capacidad de reconocer las más groseras irrelevancias y las falsedades más obvias. La pregunta: ¿Es Fulano un crítico confiable? No va a ofrecer demasiada ayuda tampoco. Podemos examinar ejemplos de su crítica y juzgarlos desde nuestros propios estándares. Hemos regresado al punto de partida y debemos preguntarnos una vez más: ¿Cuáles son los estándares? Podríamos recurrir a la teoría para responder esta pregunta, pero la preocupación por las teorías sobre el juicio y la valoración de la literatura son poco relevantes en relación con la forma en la que realmente se realizan estos juicios, aunque puedan resultar útiles para otras áreas de conocimiento. De hecho, es común que intereses teóricos de este tipo lograron distraer la atención de la literatura. No quiero decir con esto que toda la teoría literaria es una distracción. Sin embargo, en mi experiencia, no es este tipo de teoría de la que carece el lector general, sino de una clara y concisa capacidad práctica de lectura. Creo que las funciones negativas de la teoría —el desplazamiento de las consignas literarias— son las más importantes aquí y ahora.


Uno desea leer adecuadamente, y poner en relación la lectura del texto con la experiencia personal y la experiencia de la cultura a la que uno pertenece. Los principios básicos que uno busca son aquellos valores tradicionales que han sido recreados en la experiencia directa de cada uno. 


Una exposición científica sobre los fundamentos del gusto traería consigo muchas dificultades, al igual que una sobre sensibilidad o inteligencia. Aun en un equilibrio constantemente recreado entre la experiencia tradicional y personal, uno siempre es consciente de la existencia de estas fuerzas. Todos esos cuestionamientos que surgen cuando se discute seriamente sobre literatura involucran serias y permanentes dificultades. Las diferencias de perspectivas representan a su vez, diferentes actitudes para con el ser humano y la sociedad. Sin embargo, en contraste con estas divisiones de opinión, podemos encontrar un alto nivel de concordancia. Esto sucede porque es posible llegar a conclusiones provisorias sobre la experiencia y evaluar nuevas experiencias desde ese lugar. 


A las preguntas ¿Cuáles son los valores de la literatura? y ¿Cuáles son los principios de la literatura? solo podemos responder: son la literatura en sí misma. Utilizando la inteligencia y la sensibilidad (en función de las cuales, aunque no hay normas estrictas, existe al menos un estándar tradicional efectivo) uno realiza evaluaciones específicas, para luego transformarlas en valoraciones más generales que siempre se tratarán de pulir. Buscamos describir nuestra propia experiencia con la literatura e inspirarnos en los métodos y términos de quienes han intentado desarrollar descripciones similares en el pasado. Cuando dichos términos y métodos no parezcan adecuados —porque debemos recordar que la literatura está siendo constantemente recreada y por lo tanto, como un organismo, va cambiando— debemos intentar modificarlos hacia las formas que nuestra propia experiencia nos indique.


El Sr. George Orwell es demasiado honesto para ser engañado por los actuales procesos de la política literaria, y por eso escribió hace poco: A menudo tengo la sensación de que en el mejor de su casos la crítica literaria es fraudulenta, ya que al no existir ningún tipo aceptado de estándares —cualquier referencia externa que le pueda dar sentido a la afirmación de que un libro sea malo o bueno— todos los juicios literarios consisten en inventar un conjunto de normas para justificar una preferencia instintiva. La reacción de una persona frente a un libro, si es que se tiene alguna, es «Me gusta este libro» o «No me gusta» y todo lo que le sigue es racionalización. 


Pero una referencia significativa de valor literario no puede ser externa. Los estándares no son reglas traídas desde afuera e impuestas sobre cada obra. Ellas surgen, en cambio, de un grupo de observaciones y decisiones particulares; son formuladas por el desarrollo mismo de la literatura. Dichos estándares serán, por supuesto, inseparables de los valores generales de la cultura, que podrán no ser necesariamente absolutos. Pero, como un juicio no es absoluto en términos extremos, esto no significa que carezca de sentido. Y el hecho de que los juicios de valor sean difíciles de realizar o no sean científicos no es excusa para llamarlos fraudulentos. Considero que la preferencia instintiva del Sr. Orwell es de una magnitud cuestionable. Difícilmente será instintiva. La preferencia instintiva del Sr. Orwell es diferente de la que puede tener una lectora satisfecha de Ethel M. Dell, porque Orwell, cuales sean los cambios que su experiencia lo ha forzado a hacer, ha heredado un sistema de valores y juicios críticos de la literatura que no sería fácil de formular, pero que definitivamente no debería ser considerado como el invento de un conjunto de normas.


D. H. Lawrence estaba tan irritado con la crítica fraudulenta como el Sr. Orwell, con la diferencia de que él no lo redujo todo a una racionalización: La crítica literaria puede ser no más que una explicación razonada del sentimiento que le produce al crítico el libro que está criticando. La crítica jamás puede ser una ciencia: en primer lugar porque es demasiado personal, y en segundo lugar, porque se desarrolla con valores que la ciencia desconoce. El punto de referencia es la emoción, no la razón. Juzgamos una obra de arte por el efecto que produce en nuestra más sincera y vital emoción, y por nada más. Todas las estupideces de la crítica sobre el estilo y la forma, toda esa clasificación y análisis pseudocientíficos de los libros, imitando a la botánica, es pura insolencia y sobre todo, aburrido argot profesional.


Un crítico debería sentir el impacto de una obra de arte en toda su fuerza y complejidad. Para hacerlo, él mismo debe ser un hombre de fuerza y complejidad, lo que no es muy común entre los hombres de la crítica. Un hombre de una mezquina e insolente naturaleza no escribirá otra cosa que mezquinas e insolentes críticas. Y un hombre que es educado emocionalmente es tan extraño como un fénix… Generalmente, cuanto más formado académicamente esté un hombre, más se convertirá en un ignorante emocional. Es más, aun un hombre educado artística y emocionalmente debe ser un hombre de buena fe. Debe tener el coraje de admitir lo que siente, y la flexibilidad de saber qué es lo que siente. Un  crítico debe estar emocionalmente vivo en cada una de sus fibras, hábil para la lógica y moralmente honesto.


Creo que un buen crítico también debería darle a su lector algunos parámetros para seguir. Puede cambiarlos en cada uno de sus intentos críticos, mientras mantenga su buena fe. Pero está igual de bien decir: «Estos y estos son los criterios según los cuales emitimos nuestros juicios». Hay mucho aquí que no me es fácil aceptar de manera categórica, pero hay también una bien recibida insistencia en la naturaleza esencial de la actividad crítica. Porque el establecimiento de criterios no es un proceso ni casual ni fraudulento, pero sí un intento de definir un centro al que nuestra propia experiencia le ha dado significado. Pero qué tendrá que ver esto con los lectores, podrá preguntarse. No se espera que se conviertan en críticos, ni siquiera es eso lo que ellos quieren en la mayoría de los casos. Aquí vuelvo a una de las creencias desde las cuales se escribe este libro: la actividad de la crítica es en gran medida la actividad de la buena lectura. El crítico debe definir su evaluación mediante la escritura y eso requiere de otros talentos. Completa consciencia intelectual y emocional, flexibilidad de saber qué es lo que siente, buena fe: estas son las cualidades que necesita tanto el crítico como el lector. Si estás interesado en la literatura puede que no te interese la crítica, pero es necesario trazar una línea clara, y rehusarse a desviarse hacia esas actividades marginales de la chusma literaria que durante mucho tiempo se ha incluido dentro de la crítica.


La crítica, podemos concluir, es esencialmente una actividad social. Comienza con una respuesta individual y un juicio de valor, que necesitan del sentimiento, de las cualidades de flexibilidad y buena fe que D. H Lawrence describió. Pero los criterios de valor, para que adquieran significado, deben ser sometidos a un acuerdo con más personas: valores que sean intuiciones en la cultura de una sociedad. La doctrina de la autosuficiencia en el gusto personal es hostil para la crítica por la misma razón que es hostil la autosuficiencia de un individuo para la sociedad. Es significativo que la doctrina del gusto personal como el último recurso de la crítica ha tenido tanta adherencia en nuestro siglo, en el que muchas instituciones y principios se han perdidos o destruidos. La anarquía en la crítica vino detrás de una expansión del público lector, que no surgió acompañado por el crecimiento de agrupaciones sociales adecuada para redefinir los principios en una era diferente, mientras se intentaban conservar las experiencias valiosas del pasado. En este estado de desequilibrio, el remedio no es la indulgencia de la nostalgia. El desarrollo que deseamos es el crecimiento de estas agrupaciones, que puedan preservar la continuidad de los principios de la crítica a la vez que, en contacto con la vida contemporánea, conviertan lo que en otra situación podrían haber sido solo un conjunto de reglas en un sistema de evaluación orgánico y contemporáneo. Hay señales de que estos grupos ya se encuentran en formación, pero en concordancia con los métodos de nuestra sociedad, parecen carecer de todo sentido de personalidad; tienden a ser impersonales, construidos en base a mínimo contacto, lo que se encuentra por fuera de las formas convencionales de interacción social. 







Tomado de:

WILLIAMS, Raymond (2013 [1958]): "Los críticos y la crítica" En: Lectura y crítica. Buenos Aires, Godot, pp.. 29-38.

27 octubre 2020

Bestiarios. Fabricio Borja


El Ucumar, terrible monstruo secuestrador


Bestiarios


Fabricio Ernesto Borja

 

Los bestiarios son libros dedicados a la descripción y clasificación de animales mitológicos que generalmente producen extrañeza y horror, aunque también pueden describir animales reales. Esta descripción del mundo natural no tiene rigor científico, es decir, que se realiza bajo improntas imaginativas, lo que les otorga a estos animales increíbles atribuciones simbólicas. Por lo general, suelen incluir ilustraciones que, en el caso de los bestiarios medievales, sirven para representar valores morales.      

A continuación, voy a contarte sobre cuatro de mis bestiarios favoritos:




El primero es Monstruos y prodigios (1575) de Ambroise Paré, escritor del Renacimiento, autodidacta, cirujano de campos de batalla, médico de varios reyes. Este controvertido bestiario, que conjuga el testimonio, la comprobación empírica y el relato imaginario, generó de ira de la Facultad de medicina y una querella por atentar contra las buenas costumbres. 

 

Paré tiene una curiosidad por lo insólito al punto de maravillarse, pero tiene en claro la definición del objeto de su análisis (sea monstruo o prodigio) y de la enumeración de las causas que generan lo monstruoso.


Los monstruos son cosas que aparecen fuera del curso de la naturaleza (y que, en la mayoría de los casos, constituyen signos de alguna desgracia que ha de ocurrir), como una criatura que nace con un solo brazo o con dos cabezas, o más miembros. En cambio, los prodigios son cosas que acontecen totalmente contra la naturaleza, como una mujer que da a luz una serpiente o un niño con cabeza de rata. En el Renacimiento, la forma de entender el mundo se regía por la semejanza. Lo prodigioso, por tanto, era una extensión (anómala) de lo real, producto del pensamiento mágico religioso.

 



El segundo es el Diccionario de los dioses andinos (1988), escrito por Antonio Paleari. A modo de diccionario, hallamos la descripción minuciosa de un bestiario sagrado: los dioses andinos en toda su extensión americana, con sus respectivas ubicaciones geográficas, su pertenencia cultural y jurisdicción tutelar (su espacio, un objeto de la naturaleza, un oficio, su carácter o función).

 

Estas expresiones andinas primitivas aún perduran en el sustrato proveedor del folklore y la tradición autóctona, con las particularidades asumidas en cada región. Se trata de un panteísmo diversificado, con deidades mayores y menores, protectoras o vengadoras, cuyo origen se remonta al asombro y al relato mítico, la ideación de un símbolo que ha sobrevivido por la palabra y las imágenes que transmiten hasta hoy una infinidad de memorias ancestrales.

 



El tercero es Seres sobrenaturales de la cultura popular argentina (2009), del antropólogo argentino Adolfo Colombres. Un libro dedicado a catalogar los seres mitológicos que deambulan por las regiones argentinas, con caracterizaciones iconográficas a fin de captar las formas en que se regodea la mentalidad popular. Formas pasajeras, espectros vagos y fugaces que van conformando una realidad intersubjetiva hasta afianzarse en la imaginación colectiva. Recién entonces estamos ante seres sobrenaturales de una determinada cultura popular que los ha concebido y adoptado. 

 

Cuando estos seres son descalificados como “supersticiones”, entran al dominio del absolutismo de la religión cristiana, para luego consolidar su postergada valoración bajo la mirada racionalista, lo que implica una degradación. El encuentro intercultural y sus efectos aculturadores, han provocado fusiones, absorciones de unas entidades en otras. Por ello se registran múltiples descripciones de un mismo ser.

 

Colombres clasifica a estos seres sobrenaturales en: a) espíritus: aquellos que tienen restringidas sus operaciones a partes delimitadas de la naturaleza, y sus nombres no son propios, sino genéricos, comunes. Hay un número indefinido de espíritus de una misma clase, y pueden ser benignos, malignos o ambiguos; b) dioses: los que tienen nombre propio y personalidad definida. Éstos pueden ejercer el bien y el mal; c) héroes civilizadores o míticos: los que pueblan la esfera religiosa sin ser venerados ni temidos, sino simplemente admirados por sus aventuras y enseñanzas; y d) personajes legendarios: los que inspiran temor por el peligro que representan, pero no parecen caer en el mundo sagrado ni comprometerlo.

 



Por último, un tipo de bestiario narrativo lo hallamos en Casi verdades (2017) del escritor salteño Gustavo Wierna. Los personajes legendarios señalados por Colombres aparecen en el relato de una serie de hechos “verídicos” que no lo son tanto, recreados por el autor, en un trabajo de literaturización que rescata, gracias a la escritura, aquellas historias oídas en el tiempo –en tanto pasan de generación en generación–, a la medida de cada narrador, como diferentes versiones de un acontecimiento.

 

Lugares como la finca, el campo, el cerro, o el cementerio, participan de estas leyendas donde en cada experiencia recrudece el miedo a la muerte, lo que tensiona y emociona al lector. Los narradores vacilan en sus recuerdos: alguien que se batió a duelo con la Mulánima pero no pudo cortar su oreja para salvarla de su castigo; otro que vio en el monte al Ucumar, monstruo secuestrador; los que se preguntan qué secreto infernal esconde el Cerro San Bernardo porque alguna vez una abuela lo contó.  


Como estos bestiarios, se hallarán muchos más, dispuestos a extrañarnos, a horrorizarnos, o a divertirnos con su exótico encanto. Está en cada lector disfrutarlos a su modo, conversarlos y vivenciarlos en tanto se incorporen al imaginario social.