06 diciembre 2021

Crueldad y sumisión. Ariel Arango

 



Crueldad y sumisión

Ariel Arango


El culo posee un atractivo misterioso. “¡Qué culo más precioso tenés!”, solía decir Lady Chatterley a su amante mientras se sentía acariciada larga y tiernamente. Y agregaba el guardabosque luego del sentido homenaje:


¡Vos no sos de esas chicas de culo de botón, que parecen jovenzuelos! ¡Vos tenés un trasero auténticamente suave y redondo, como les gusta de veras a los hombres! ¡Un trasero que podría sostener al mundo!


A veces, es cierto, estas voluminosas esferas posteriores del cuerpo femenino suscitan amorosos deseos de besarlas y morderlas suavemente, mostrando que evocan a las otras dos dulces prominencias que preceden orgullosamente a la mujer: sus tetas. Pero, no obstante, es indiscutible que frente a una mujer arrodillada que ofrece franca y provocativamente un soberbio culo, como en los famosos frescos pompeyanos de la Casa de los Vettii, se despierta en el hombre un definido y seguro anhelo de penetrar violentamente. La plenitud rozagante de un culo femenino es siempre irresistible. Por ello la opulencia femenina ha sido siempre un motivo exaltado por la literatura. Como en este epigrama de Marcial (Epigramas, XI, 100):


No quiero, ¡oh Flacco!, una amante que sea como un hilo en cuyos brazos se pueda introducir un anillo con culo afilado y rodillas agudas... 


El impetuoso deseo de poseer analmente a una mujer, a “la manera italiana”, como decía Benvenuto Cellini (1500-1571), el turbulento orfebre renacentista, está siempre presto a surgir en el hombre enardecido. Y es que cada órgano sexual tiene un poder singular para convocar a los instintos. Un poder diferenciado y específico. Las tetas, la ternura; el culo, el sadismo. El fuerte encanto del trasero femenino es una nota constante a través del tiempo y el espacio. Y a veces, para nuestro gusto asume proporciones insólitas. Los negros hotentotes, por ejemplo, que viven cerca del cabo de Buena Esperanza, admiran especialmente a muchas de sus mujeres que tienen la parte posterior del cuerpo proyectada de una manera extraordinaria. Se vio así una vez que una de ellas, considerada una beldad, estaba tan desarrollada por atrás que cuando se sentaba no podía levantarse. 


La Venus “posterior” tenía muchos admiradores, también, en la antigua Grecia. Ahí las chicas, como las de ahora, concursaban públicamente para ver quién tenía muslos más perfectos. Incluso a la Venus Callipyge, que significa “la diosa de las nalgas”, le fue dedicado un templo en Siracusa. No obstante, hubo períodos en que el placer de “gozar detrás de Venus” fue duramente condenado. El cristianismo contribuyó decididamente a ello. En una época tan temprana como el s. VI, en Francia, el monje San Benito de Aniana (750-821) advertía seriamente a los creyentes en su Summa Benedicti, que era pecado mortal “conocer analmente a la esposa”. Y la interdicción con el correr del tiempo alcanzó intimidante magnitud. 


El castigo de los homosexuales masculinos no era por supuesto el más ligero. Desde la Edad Media el cadalso constituía para ellos un destino manifiesto. El severo Dante (1265-1321), en su Divina Comeddia (1304-1318), los condenó sin misericordia al suplicio eterno de su Inferno. Y todavía en pleno s. XVIII estos desdichados calmaban su pasión en el fuego de las hogueras. 


Pero la condena moral, si bien implacable en sus penas, ha sido siempre muy parca en sus razones. Con el santo francés se ha limitado a sostener que la sodomía es vituperable porque “atenta el orden natural”. Y para sus preceptos sólo es natural, en el arte de amar, lo que conduce a la concepción. La tesis es evidentemente muy estricta y ¡difícilmente la acepte algún amante! Además es muy discutible. Porque, ¿qué niño puede nacer de los apasionados besos en que se cruzan incansablemente las lenguas? ¿Qué embarazo puede aguardarse, razonablemente, como fruto de chupar una teta, introducir dulcemente la lengua en la oreja o morder suavemente un grácil cuello? No hay duda de que la naturaleza, que es quien nos sugiere estos cálidos placeres, tiene propósitos eróticos mucho más amplios y variados que los que pueda prescribir cualquier prolijo catecismo.


No menos estrecho e inconsistente es el argumento higiénico de la repugnancia: introducir la pija donde está la mierda. Es obviamente superficial. Como señalaba Freud, no es un razonamiento mucho más sólido que el que dan “las chicas histéricas para explicar su repugnancia ante los genitales masculinos: esto es, que sirven para la expulsión de la orina”. No obstante, lo que es indiscutible es que esta antigua pasión se apoya en un conspicuo rasgo de la conducta humana, a veces angélicamente negado: la crueldad. El goce en infligir y padecer dolor físico y moral. Ella es su verdadera esencia.


El creador del psicoanálisis nos brindó, además, otra interesante precisión. Creía que la poedicatio, la sodomía entre los hombres, como en el caso de Dolmancé, se inspiraba en la penetración anal de la mujer. Para él la homosexualidad masculina tenía su modelo en las hembras lujuriosas. Ahora bien, en este aspecto, Donatien Alphonse François, marqués de Sade, pensaba al revés:


Confieso mi debilidad. Convengo en que no hay goce preferible a ése; lo adoro en uno y otro sexo, pero aceptemos que el culo de un chico me da más voluptuosidad que el de una chica. Llaman bufarrón a quien se libra a esta pasión; ahora bien, cuando se es bufarrón hay que serlo completamente. Fornicar mujeres por el culo no es serlo sino a medias: en el hombre es donde la naturaleza quiere que el hombre cumpla esta fantasía, y para el hombre nos ha dado esta afición.


La opinión de Freud es seductora, pero la vida no le ha escamoteado razones, tampoco, al escritor “maldito”. Por el contrario. La frase obscena romper el culo es, en verdad, una típica imagen masculina. Un lugar común en las conversaciones de varones. Constituye una clara manifestación de triunfo y de violencia: “A ése le voy a romper el culo”. O de irritada expectativa: “Aquél nos quiere romper el culo a todos”. Y por lo demás, ¿qué otra cosa que un simbólico romper el culo es el difundido “corte de mangas” donde el elevado antebrazo representa la dura pija agresivamente ofrecida al adversario? ¿O el mostrar y ofrecer provocativamente a otro hombre, rodeándolos con la mano la bragueta, los propios genitales? Tal vez no exista otro modo de expresión que muestre tan drásticamente el propósito profundo y oculto de la victoria y dominio de un hombre sobre el otro.


Y es que en la raíz profunda de todo conflicto viril, la lucha es siempre por conquistar la mujer. Ser el más macho, disfrutar de la hembra y someter, femeninamente, al rival. Y este motivo latente está pronto para alimentar, inconscientemente, con su fuerza inagotable, cualquier discordia. Y si no fuese así, ¿cómo explicar que sea cual fuese el motivo declarado de disputa: pretensiones económicas, pasiones políticas, rencillas familiares o enconos deportivos, la misma imagen obscena la caracterice hasta el cansancio? Es indudable que todo conflicto entre hombres despierta en la raíz del alma, detrás de las querellas manifiestas, la cuestión sexual. De allí la popularidad y ubicuidad de esta proverbial “mala” palabra. 


En verdad, el origen del sólido vínculo entre la analidad y el sadismo constituye todavía un enigma para los psicoanalistas. ¿Cuál es la causa por la que el culo aparece tan unido con la crueldad? No ha habido hasta ahora una respuesta segura. Y sin embargo esta afinidad erótica es un hecho de observación cotidiana. Acaso, ¿no oímos con frecuencia decir a los amenazantes padres a sus hijos: “¡Mirá que te voy a dar un chirlo en la cola!”. Y por otro lado, ¿quién no ha tenido más de una vez un impulso irresistible de dar una patada a la persona agachada que exhibe temerariamente su culo? La experiencia diaria es, sin duda, elocuente. Y desde la Antigüedad podemos rastrear con seguridad esta casi inextricable liaison a través de las épocas y las costumbres. 





Tal es el caso de la flagelación. El azote ha sido uno de los más antiguos métodos de castigo. El antiguo Egipto, que como ningún otro pueblo grabó incansablemente sus historias y leyendas en los muros de sus edificios, nos muestra ya en sus bajorrelieves casi en los umbrales de la historia, a severos celadores que azotan profesionalmente a prisioneros y esclavos. Moisés, el héroe judío, tuvo que huir precisamente del país del faraón por haber dado muerte a uno de estos cabos de vara. Este castigo era también conocido por el derecho sagrado judío. El delincuente tenía que echarse en tierra y en presencia del juez recibía los golpes con una vara; pero no debían rebasarse los cuarenta. Entre los romanos el hombre desnudo era sujeto al cuello con una horqueta y luego azotado, y en el cristianismo las prácticas flagelatorias, indicadas como penitencia, se remontan casi a sus mismos orígenes.


Su primer florecimiento, no obstante, tuvo lugar hacia fin del s. XI, donde era común que los fieles fueran azotados en los locales contiguos a la iglesia. Santo Domingo (1170-1227), en el s. XII, consideraba que mil latigazos eran equivalentes, como castigo, a la recitación de diez salmos penitenciales. Y hacia la mitad del s. XIII la flagelación estalló en medio de interminables procesiones que, guiadas por sacerdotes, estaban pobladas por convencidos devotos de estas sangrientas muestras de piedad. A veces, incluso, participaron poblaciones enteras.


Por supuesto que esas feroces efusiones no se agotaron en esa edad oscura. De ninguna manera. La pena de azotes continuó inmutable a través de la historia su lacerante faena hasta llegar a nuestros días. Así, por ejemplo, en las viejas penitenciarías alemanas, con diabólica rutina, se flagelaba a los reclusos al entrar y al salir de la prisión, y con frecuencia, todos los viernes. En Inglaterra este castigo recién fue abolido en 1948. En este país los azotes fueron muy populares en el s. XIX, donde llegaron a convertirse en un verdadero furor en el hogar, la escuela, el burdel, y en sanción por delitos criminales. Como siempre, los castigos eran mucho más crueles en los códigos militares. El sadismo alcanzaba allí grados de infame premeditación. La historia de las vicisitudes de este cruel castigo nos brinda ricas sugerencias en nuestro viaje por el mundo de las “malas” palabras. A su influjo podemos intuir un fenómeno sorprendente. Y de gran utilidad en nuestro estudio. En breves palabras, es dable sospechar que el azote no es sino una forma enmascarada de romper el culo. 


Estamos acostumbrados a pensar que los azotes se reciben en la espalda, sobre el torso desnudo, y que el instrumento de castigo lo constituye el látigo que blande implacable el verdugo. La idea no es incorrecta, pero tampoco es totalmente exacta. Más bien es el resultado de una larga evolución. Su último producto. Primitivamente no era así. Ni la espalda era objeto del sádico ataque, ni el látigo su herramienta. En verdad siempre fue el culo el destinatario original de estos crueles fervores. Y no fue tampoco al principio un objeto flexible sino rígido el instrumento de castigo.


El hombre del látigo puso siempre sus ojos, privilegiadamente, en las carnosas asentaderas humanas. En Inglaterra durante la euforia victoriana por la flagelación, ése era el lugar preferido. Se desarrolló así una extensa y minuciosa literatura sobre esta excitante zona anatómica. Y merece especial mención, en este sentido, el libro que sobre el tema se atribuye a un joven escritor bretón llamado Hughes Rebell, titulado generosamente:


Las Memorias de Dolly Morton, historia de la participación de una Mujer en la Lucha para Liberar a los Esclavos. Relato de las Flagelaciones, Violaciones y Violencias que precedieron a la Guerra Civil en Estados Unidos, con Curiosas Observaciones Antropológicas sobre las radicales diversidades en la conformación del Culo Femenino y la manera en que Distintas Mujeres soportan el castigo. 


Dolly, que es huérfana, viaja a un lugar en el estado de Virginia, exactamente en medio de los estados esclavistas. Luego de diversas contingencias se convierte en amante del propietario de una gran plantación llamado Randolph. Y es sometida por éste a castigos con látigos y varas de abedul. Tras la flagelación, Randolph, excitado, hacía el amor con Dolly. Pero la predilección por el trasero humano en los castigos no fue, por supuesto, un privilegio inglés. En absoluto. En el continente europeo, en los colegios jesuitas, por ejemplo, florecía aún a fines del s. XVIII. Todos los días los niños indisciplinados eran entregados al “padre” corrector para la pública vindicta. 


Eran aferrados entonces, cada uno a su turno, por dos frailes que los inmovilizaban, mientras el “padre” les bajaba los pantalones dejando al descubierto el culo; los golpes oscilaban entre diez y doscientos. Ésta era, por otro lado, una rancia costumbre de las congregaciones religiosas. Así, los benedictinos, en el s. VI, debían arrodillarse o levantar su túnica hasta descubrir los glúteos para recibir allí los azotes del superior. Y hasta el s. XVIII la fustigación fue la pena generalmente reservada en toda Europa para las putas, adúlteras o brujas redimidas de la hoguera. A todas, previamente, se las desnudaba en público. Y en Roma durante mil años fue para la plebe un lugar obligado de cita, el feroz espectáculo en el que el verdugo pontificio ensangrentaba el culo de las condenadas.


Todavía en nuestro siglo, en 1915, en las prisiones de Alemania la pena de azotes se aplicaba sujetando al delincuente de pies y manos a un potro de tormento, de manera que las nalgas queden muy tensas; luego con un bastón, un vergajo, un látigo de cuero o una vara, se administran de veinticinco a sesenta golpes en las nalgas desnudas, pudiendo variar la cifra máxima. No existía, no obstante, unanimidad de criterios en todo el país sobre si debía azotarse sobre el trasero desnudo o sin quitar la ropa. En Sajonia, por ejemplo, el culo debía estar desnudo, pero en Prusia y Oldenburg la cuestión seguía sin resolverse. En los Estados Unidos, para la misma época, en las flagelaciones ejecutadas durante el verano en Canon City, estado de Colorado, los presos eran desnudados, también, con anterioridad al castigo. Y en general los azotes sobre las asentaderas descubiertas, tanto en hombres como en mujeres, siempre han sido considerados como una forma agravada de castigo. 


Pero nuestros descubrimientos no terminan aquí. El carácter simbólico de romper el culo, propio de la flagelación, resalta aun más cuando advertimos que, además, prístinamente, el látigo no consistía, como ahora, en un elemento flexible de cuero o soga, o aun de pesadas cadenas como prefería el crudelísimo emperador romano Calígula (12-41), sino  que era de material rígido y forma alargada. Es decir, un típico símbolo del falo. El conocimiento del simbolismo genital nos es en este punto de gran ayuda. Constituyó uno de los hallazgos más interesantes de Freud, aunque muchos humanistas y antropólogos lo habían señalado ya, ocasionalmente, en el estudio de culturas antiguas y primitivas. “Todos los objetos alargados -decía-, bastones, troncos de árboles, sombrillas y paraguas (estos últimos por la semejanza que al abrirlos presentan con la erección) y todas las armas largas y agudas, cuchillos, puñales, picas, son representaciones del órgano genital masculino.” Así deben interpretarse, pues, las ramas o retoños de higueras que se usaban para fustigar en las fiestas Targelias de Atenas en honor de Apolo y Diana, como igualmente el mazo de paja, las varas de abedul, los palos de avellano o los bastones que ilustran con sus sangrientas huellas esta sádica historia de dolor.


Por lo demás no fue necesario el advenimiento del psicoanálisis para reconocer que en torno a la pena de azotes brota siempre un hálito de sensualidad. En Delaware del Sur, Estados Unidos, la picota a la que se ataba a los condenados, que habitualmente era una columna de piedra o de ladrillo y argamasa (una característica representación fálica), estaba pintada de rojo. Cuando el infeliz era atado a ella, de manera que parecía abrazarla, los negros solían decir, en alusión a la velada sumisión sexual, que abrazaba a Juanita la Roja. Y entre los marineros británicos, tan expuestos siempre a la flagelación, era muy familiar una parecida fantasía masoquista. Se decía del que era atado a un cañón (otro conocido símbolo del miembro viril) para ser azotado, que lo hacía para “casarse, abrazar o besar a la hija del artillero”.


Podemos sintetizar ahora nuestros nuevos conocimientos. Es evidente que en este atroz castigo ha tenido lugar un fenómeno que Freud descubrió tempranamente en su aventura por el ignoto mundo del inconsciente: el desplazamiento. Los deseos y sentimientos no permanecen adheridos para siempre a los seres u objetos a los que un día invistieron. Sufren distintas vicisitudes y a menudo buscan nuevos destinos. Por supuesto, éste es un proceso inconsciente. No podemos advertirlo. Pero tiente lugar una verdadera transposición de afectos. Es un suceso normal en la economía psíquica de ese mundo abisal. Una característica singular de ese mundo maravilloso: 


Tal idea es la de que en las funciones psíquicas debe distinguirse algo (montante de afecto, magnitud de la excitación), que tiene todas las propiedades de una cantidad -aunque no poseamos medio alguno de medirlo-; algo susceptible de aumento, disminución, desplazamiento y descarga, que se extiende por las huellas mnémicas de las representaciones como una carga eléctrica por las superficies de los cuerpos.


Y ello es lo que ha acaecido aquí con romper el culo y la flagelación. A través del tiempo un proceso de desplazamiento de afectos ha tenido lugar. Los impulsos crueles, inconscientemente, cambiaron su rumbo: se dirigieron desde el culo a la espalda, y desde la pija a la vara o bastón, y de allí al látigo. En muchos casos, incluso, como en el de nuestra conocida heroína literaria Dolly Morton, los azotes y el coito se suceden sin interrupción descubriendo su afinidad primordial. Y el mismo hecho era muy común en Brasil durante la época de la colonia. Este extravío emocional se producía mayormente en los tumultuosos años de la pubertad, por la sumisión del joven esclavo a los caprichos de su también juvenil señor. Era la llamada “bastonada” en que la fustigación con el bastón en el trasero del desamparado negro culminaba con la penetración de otro “bastón”, también duro pero carnoso, en el culo del pobre infeliz.


No obstante, el sometimiento anal, en los castigos inventados por el hombre, no se manifiesta sólo tras la máscara de la flagelación. También lo hace francamente, sin velos y sin pudores. En realidad constituye junto con la castración una de las dos formas características de feminizar al hombre derrotado o preso. En la castración el hombre pierde sus atributos distintivos, y a través de la sodomía, al ser penetrado por la pija de otro hombre o cualquier sustituto de la misma, se perfecciona su transformación en mujer. Son los dos modos que, juntos o separados, expresan de manera insuperable el destino del varón derrotado. 


La emasculación como castigo es una horrible costumbre de muy larga data. La encontramos ya en el antiguo derecho penal asirio, en Persia, Abisinia, Grecia, Roma, la Edad Media, toda la historia humana padece del estigma de esta espantosa forma de punir. La violación o el adulterio eran sus causas típicas. Y la explicación era sencilla: el delincuente debía ser castigado en el miembro con el que cometió la falta. Y es aquí donde la observación de estos sádicos hábitos humanos nos depara un nuevo motivo de sorpresa. Si bien es comprensible que se castigue en un órgano sexual un delito sexual, ¿cómo explicar que la misma sanción se aplique cuando el delincuente o el soldado vencido no han cometido ninguna falta de esa índole? Evidentemente las razones de esta ilógica conducta no deben buscarse en motivos conscientes sino en oscuras razones inconscientes ignoradas, incluso, por los mismos verdugos.


El psicoanalista inglés Edward Glover, en su libro War, Sadism and Pacifism (1933), aplicando el psicoanálisis al estudio de la historia, ha demostrado que en todas las guerras, internacionales o civiles, existen crueldades que exceden, manifiestamente, las necesidades tácticas de la lucha. En estos periódicos holocaustos en que los hombres se destruyen mutuamente se repiten siempre, como una obsesión, las mismas formas de envilecer al vencido. Y esto tiene lugar sea cuales fuesen las causas del conflicto bélico: el orgullo nacional herido, el ardor religioso de una “cruzada” o de una “guerra santa” o la insidiosa voracidad económica. Las guerras muestran siempre en su devenir una rutinaria uniformidad. El guerrero quiere degradar al adversario; busca humillar al enemigo. Y los modos supremos de sometimiento son la castración y la violación anal. En todo tiempo ha sido así. Son costumbres tan viejas y brutales como la guerra y el hombre.


Los soldados del antiguo Egipto, por ejemplo, cortaban la pija del enemigo muerto y lo llevaban al correspondiente escriba para que lo registrase a su crédito. También entre los abisinios se practicaba la castración sobre los enemigos muertos en combate; la sellaba. Pero cada guerrero debía castrar sólo a aquellos que él mismo hubiera abatido en lucha abierta. Pero además este castigo no conocía de rangos. Hasta los emperadores lo sufrieron. Los conjurados que mataron a Calígula no se olvidaron tampoco de atravesar con sus espadas sus genitales. También los testículos de los ejecutados por linchamiento sufrían a menudo una muerte póstuma ya que eran clavados en una pica y paseados en triunfo. Y en nuestra época, entre muchas otras experiencias similares, podemos observar en las crónicas de la guerra de Argelia cómo ambos bandos, franceses y árabes, raramente renunciaban a la poderosa pasión de cortar los genitales del soldado muerto para introducírselos luego en la boca. Por otro lado es, además, muy conocido el fenómeno de psicología social en que las masas humanas acceden una y otra vez a la castración para extremar el castigo de sus enemigos.


Ni qué decir tiene que la pena del sometimiento anal, con sus variados matices, ha estado igualmente difundida. En Haití uno de los castigos favoritos que se aplicaba a los esclavos era brûller un peu de poudre au cul d’un nègre; hacer arder un poco de pólvora en el culo de un negro. Otra de las variaciones de la misma idea era, stuffing gunpowder nto the rectum and causing it to explode; rellenar el recto con pólvora y hacerlo explotar, suplicio este último donde la idea de romper el culo alcanzaba una de sus desarrollos más cumplidos. Pero estas violencia anales no se han circunscripto en el curso de la historia sólo a los negros. Así entre tantos otros ejemplos, en Italia, en Arezzo, junto al curso del río Arno, a cuarenta millas de Florencia, estalló en 1502 un motín contra una opresora comisión de esa ciudad en la que centenares de florentinos murieron. Una de las víctimas fue despojada de sus ropas y colgada. Entonces alguien, satisfaciendo una universal fantasía que no conoce de tiempos, razas o naciones, le introdujo una antorcha encendida en el culo. La alegre turba bautizó el cadáver con el nombre de il sodomita.

 
Tampoco ha padecido esta crueldad de limitaciones regias. El estadista inglés Winston Churchill (1874-1965) nos relata en este orden de ideas la horrible muerte de Eduardo II (1307-1327), rey de Inglaterra. Preso en el castillo de Berkeley, lo sacrificaron, dice eufemísticamente el historiador, “con medios horribles que no dejaban huellas en la piel”. En otras palabras, le quemaron los intestinos con hierros al rojo vivo, introducidos por el culo. Los prisioneros de guerra sufren también, con frecuencia, este horrible suplicio. El caudillo araucano Caupolicán (n. principios s. XVI-1558), que luchó bravamente contra los españoles a los que derrotó en varias batallas, al ser capturado fue condenado a la pena de empalamiento. La misma consistía, en espetar al prisionero en un palo. O dicho de otro modo, le atravesaban el cuerpo con un instrumento puntiagudo que ¡le introducían por el culo! Y a miles de kilómetros de distancia elegimos, casi al azar, entre múltiples evidencias de este vetusto castigo, un conmovedor dibujo que se halla en Les très riches heures du Duc de Berry-fol del Museo Condé, en el castillo de Chantilly, que ilustra una escena del capítulo XVI del Génesis, en el que se ve la batalla que determinó la huida de los reyes de Sodoma y Gomorra, y muestra a un soldado afortunado que desde un caballo clava su lanza (claro símbolo fálico) en el culo levantado y desnudo de un guerrero vencido y postrado a sus pies. 


Nuestros hallazgos, no obstante, no terminan aquí. Es de esperar que estos modos tan difundidos y arraigados de sumisión no se manifiesten sólo en los hombres sino también en sus parientes y ancestros próximos: los animales. Y así es. La observación de sus conductas no defrauda nuestras expectativas. En ellos también la íntima unión de rivalidad sexual y sumisión se revela con pura transparencia.














Tomado de:

ARANGO, Ariel (2010): Las malas palabras. Virtudes de la obscenidad. Santa Fe, ACA ed., pp. 53-75.


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