09 mayo 2021

Continuidades de la microhistoria. Justo Serna y Anaclet Pons


Carlo Guinzburg (1939)


Continuidades de la microhistoria


Justo Serna y Anaclet Pons


¿Qué es la microhistoria? El prefijo llama la atención. ¿Acaso lo micro alude a lo pequeño? ¿Quiere eso decir que los historiadores analizamos lo diminuto? En el caso de que así sea, ¿para qué estudiar lo escueto o lo escaso si lo grande tiene más consecuencias? Si nos trasladamos al siglo XVI, hemos de admitir que Lutero es más importante que un campesino oscuro de una región apartada de la península itálica. No hay comparación posible. Historiar significa investigar, el proceso de pesquisa que nos permite conocer lo que de entrada ignorábamos, algo sucedido, pero de lo que no sabíamos el proceso concreto o el resultado final. En realidad, cuando decimos microhistoria nos referimos a un análisis pormenorizado, exhaustivo, de lo más cercano o inmediato u obvio. Nos referimos a un estudio detenido de algo efectivamente pequeño pero que, por alguna razón, nos resulta relevante.


Si lo pensamos bien, los historiadores no sabemos gran cosa. Hay un sinfín de datos pretéritos que son decisivos y que jamás podremos acopiar o reunir. ¿Decisivos, para qué o para quién? Vayamos a lo fundamental. A los historiadores, como a los vecinos y coetáneos, nos preocupa el presente, lo que nos toca vivir. De hecho, nuestras investigaciones parten implícita o explícitamente de la actualidad, de aquello que nos concierne. Sin embargo, por convención admitimos que es el pasado lo que nos interesa, que son los hechos o procesos más o menos remotos aquello de lo que nos ocupamos. Y ciertamente nos ocupamos de acontecimientos ya concluidos, de actos humanos consumados. Pero si husmeamos en ese mundo desaparecido no es por evasión o huida, por escapismo. Si nos adentramos en etapas anteriores o en momentos que no hemos vivido es precisamente para contrastar lo que ahora vemos y no acabamos de entender, para comparar con lo ocurrido y ya terminado o que creemos ya terminado. En realidad, el pasado no pasa, no acaba de pasar, y sus consecuencias perduran, llegando hasta nosotros material o inmaterialmente.


Una parte importante de lo que hoy juzgamos actual y nuevo es resto o herencia, es efecto o defecto que aún nos condiciona, lo sepamos o no. Por eso, los historiadores cumplimos un papel benemérito: las investigaciones ayudan a entender el presente. Por las cargas remotas con que aún acarreamos, por la permanencia o por la duración de concepciones, hábitos, logros, pensamientos, afectos y artefactos. ¿Y gué estudiar del pasado que hoy nos pueda servir? Lo pretérito es un lugar inmenso, si se nos permite afirmarlo así. Vale decir, es un depósito inacabable de experiencias y vivencias con que comparar nuestras vidas. O, si se prefiere, un infinito de sedimentos en los que hacer prospecciones para extraer partes, pequeñas partes, o muestras.


Las muestras extraídas son poca cosa si las comparamos con lo experimentado por la humanidad. Por tanto, los historiadores siempre optan, seleccionan, resignándose a lo limitado. No hay más remedio que obrar así, con esa discriminación justificada. No hay historia global que exhume o ilumine la vastedad de lo vivido, pues carecemos de un punto ele vista omnisciente, sabelotodo. Todo no puede ser averiguado o dicho y de todo no hay resto o huella o documento o testimonio que permita ser mostrado, presentado, narrado y analizado. Por ello, la historia total, a la que buenamente aspiran los investigadores mejor dotados, siempre es parcial: el detalle conocido ele un conjunto inabordable o el fragmento de una totalidad cuyos límites, perfiles o extensión ignoramos o sólo sospechamos o conjeturamos. La historia mundial, continental, nacional, regional y local son opciones legítimas y nos sirven de manera diferente. Según el objeto que nos propongamos, así serán los resultados. En cualquier caso, esas opciones no son necesariamente alternativas o contradictorias, pues del contraste, de la comparación, surge el conocimiento, siempre provisional, pero fundamentado y justificado. 


La perspectiva microanalítica nace en las ciencias sociales por imitación a lo hecho en las ciencias experimentales. Aquello que puede averiguarse en laboratorio es resultado del examen exhaustivo de algo que quizá ni siquiera es perceptible a simple vista. Por ello, el microscopio agiganta lo que a ojos humanos es invisible. El resultado siempre sorprende. Lo que el objetivo de la lente permite agrandar había pasado inadvertido. Un microbio, una bacteria, etcétera, serán pequeños, incluso pequeñísimos, pero nadie en su sano juicio descartaría ese estudio por la escasez de su tamaño. El tamaño sí importa y esa minúscula cosa da vida y provoca enfermedades, la existencia corriente y las mutaciones de la materia. Los científicos sociales y los historiadores no trabajan con microscopios. Pero podemos tomar dicho artefacto, ese utensilio, como metáfora. Es decir, podemos ocuparnos de cosas pequeñas, prácticamente invisibles o presuntamente irrelevantes, pero debemos hacerlo para exhumar lo imperceptible o desconocido. De eso tan minúsculo habrá que sacar lección y consecuencias.


Ha cambiado el contexto y hemos cambiado nosotros. La microhistoria es ahora mucho más conocida que entonces y el lector ya está familiarizado con muchos de los elementos que entonces creímos que debían ser aclarados con precisión. Nosotros mismos tampoco necesitamos y a mostrar y demostrar con detalle unos argumentos que hoy se pueden dar por descontados. Somos conscientes del tiempo transcurrido y de los debates que han surgido en torno a esta con1ente, que ha tenido por supuesto altibajos. Pero nuestro propósito no es trazar esa evolución ni sopesar en qué medida continúa siendo relevante, sino exponer sus orígenes y su ulterior conceptualización. En cuanto a esto último, somos conscientes de los peligros que representa tomar El queso y los gusanos como referente para la microhistoria. Coincidimos con Ginzburg cuando señala, en conversación con Stéphane Dufoix, que éste fue un proyecto de un grupo de historiadores italianos que comenzaron a trabajar sobre la misma idea, pero cada uno por separado. En ese sentido, pues, resulta obvio imaginar una justificación retrospectiva, pero sin que podamos rotular todo lo que hizo el historiador italiano con el marchamo de la microhistoria. De ahí que nuestro volumen situara y sitúe el concepto al final, años después de que apareciera El queso y los gusanos.


Esta cuidadosa justificación retrospectiva afecta, por supuesto y en primer lugar, a ese libro de Ginzburg, en la medida que ya no se puede separar la microhistoria de aquella investigación, al igual que no se le puede nombrar a él sin que pensemos inmediatamente en su reconstrucción de la peripecia del molinero Menocchio. Aunque, a la vez, eso significa que Menocchio y El queso y los gusanos han cobrado autonomía y se han independizado. Volviendo sobre lo que esta obra ha supuesto para él, Ginzburg siempre muestra sentimientos encontrados. Acepta la influencia que ha tenido y es consciente de que Menocchio ha conseguido un lugar en la posteridad gracias a su libro, que es un héroe local en Montereale, su aldea natal, y que muchos lectores se han identificado con el molinero. Pero no está seguro de que eso signifique necesariamente que Menocchio baya sido oído o entendido correctamente. Y eso es porque al libro se lo han apropiado sus muchísimos lectores, que lo han usado para sus propios fines. Como le confiesa a Trygve Riiser Gundersen: «por extraño que pueda parecer, yo no estaba en absoluto preparado para eso. Lo que resultó particularmente irónico, habida cuenta de que el libro es precisamente un estudio de este tipo de procesos: la apropiación que hace Menocchio de los libros de otros, el poder del lector sobre el texto».


En todo caso, mantenemos la genealogía que entonces perfilábamos y, al hacerlo, confirmamos además no sólo la validez del recorrido trazado, sino también la de la propia microhistoria como tal, preservándola, en consecuencia, de algunas de las críticas recibidas. Por ejemplo, no compartimos literalmente la idea expuesta por David Arrnitage y Jo Guldi en su Manifiesto por la historia cuando dejan entrever que la microhistoria se decanta meramente por el estudio de "un episodio particular" y que sus practicantes, apostando por relatos casi costumbristas, serían «historiadores del pasado breve», en oposición a la longue durée que ellos detienden. Es cierto que ellos salvan de esa deriva a Cario Ginzburg y a Edoardo Grendi, pero no nos parece sensato decir de Natalie Davis o de Robert Darnton, así como de la recepción anglosajona en general, que produjeron una «escuela fundamentalista de la reducción de los horizontes temporales» que «abandonó en gran medida el gran relato o la ejemplificación moral» para entrarse en escalas temporales breves, un uso intensivo de los archivos y unos documentos extraños, mejor cuanto más oscuros fueran. 


Por otra parte, ya nos hemos manifestado en alguna ocasión sobre algunas de estas críticas, en particular las vertidas por Peter Burke en el prefacio de la segunda edición del volumen colectivo Formas de hacer historia. Allí nos advertía que la principal novedad, amén de algunos párrafos sobre investigaciones recientes, era el añadido de un apéndice informativo titulado «El debate de la microhistoria». En esa breve adición reconocía que dicha perspectiva historiográfica «no ha dejado de florecer en el sentido de que cada vez se publican más estudios sobre este género en diversos idiomas», obras que podrían clasificarse según tres tipos: las que toman como objeto de análisis comunidades o pueblos, que siguen siendo las más numerosas; los estudios sobre individuos olvidados; y, en fin, las centradas principalmente en familias. «Por fascinante que sea», añadía Burke, el lector estaría obligado en todo caso a preguntarse si esta profusión de estudios microhistóricos no habrá provocado ya cierto hartazgo si no se habrá agotado ya el rendimiento intelectual que esta perspectiva abrió en su momento. «Después de los pioneros», se preguntaba Burke, «¿no habrá llegado el momento de parar?».


En el fondo, la crítica que subyace es la misma. Tras los esfuerzos ele sus impulsores, la microhistoria se habría desvaído al difundirse y multiplicarse. Habría caído en el estudio de lo curioso y lo pintoresco y habría utilizado la etiqueta para dar cierta respetabilidad al producto. El reproche puede estar justificado para algunas obras, pero como amonestación genérica no tiene excesivo valor. Según destacó en diversas ocasiones el antropólogo Clifford Geertz, el estudio de un caso no es necesariamente algo sencillo ni el interés que despierta se debe sólo a la mera curiosidad. Además, puede ser un ejercicio de análisis que ayude a comprender otros casos distantes espacial o temporalmente. Tal como formuló en su célebre descripción densa, reducir la escala de observación para estudiar la conducta social permite apreciar acciones y significados que, de otro modo, son invisibles. Una vez agrandado el objeto, intentamos captar el sentido de los actos humanos y eso no es irrelevante, puesto que el comportamiento de cada individuo o las normas y vivencias de una pequeña comunidad son importantes en sí y traducen en el caso particular la lucha que cada uno de nosotros se plantea para vivir en una circunstancia determinada. ¿Para qué serviría, pues, un conocimiento profundo de un caso así?


La respuesta más inmediata que probablemente podríamos dar sería la de la representatividad: siempre que el caso se pueda generalizar o pueda servir de ilustración general, entonces su pertinencia estaría fuera de toda duda. Y, sin embargo, Geertz nos previno precisamente contra eso mismo: el conocimiento local no es averiguarlo todo de la aldea para no trascenderla, de modo que el resultado sólo interese a los lugareños; pero tampoco es tomarla como emblema, metáfora o espejo de una totalidad, de manera que la conclusión sólo confirme el proceso previamente conocido. En el fondo, quien obre al modo de Geertz averiguará muchas cosas sobre la conducta humana cuando la estudie entre los antepasados y ese saber le permitirá entender la cercanía y la distancia que de ellos tienen con respecto a nosotros o con respecto a nuestra cultura. Y, además, ese análisis incorpora un método, una forma de rescatar el significado de dichas acciones y una manera ele construir el objeto de estudio. Que los resultados sean inmediatamente generalizables o no, que pueda predicarse del objeto su representatividad, es algo posterior para el antropólogo.


En el caso de la historia, al tratar las acciones según una perspectiva diacrónica, la cuestión de la representatividad y de las consecuencias generalizables de los actos es más perentoria. De hecho, se suele descalificar a la microhistoria porque no ofrecería ejemplos o resultados significativos o representativos. Así, se dice que las prédicas de Menoccbio, el molinero de Carlo Ginzburg, no tienen un impacto remotamente comparable al de las ideas de Lutero; o que la literatura clandestina que estudia Robert Damton no puede situarse al mismo nivel que las páginas áureas de la Encydopédie. Por supuesto, respondería cualquier historiador sensato. Pero ¿quién decide que lo que sucedió en otra escala o a individuos sin relevancia especial es menos significativo?


Lo cierto es que, desde la perspectiva de una historia más tradicional, pueden causar alguna sorpresa. Como ha señalado John Lewis Gaddis en El paisaje de la historia «¿quién habría predicho que hoy estudiaríamos la Inquisición a través de la mirada de un molinero italiano del siglo XVI, la Francia prerrevolucionaria según la perspectiva de un obstinado sirviente chino, o los primeros años de la independencia norteamericana a partir de las experiencias de una comadrona inglesa?». Como Gaddis concluye, es el historiador quien selecciona lo que es importante, y no en menor grado que si se tratara de un relato sobre una célebre batalla o la vida de un conocido monarca. Es decir, que el caso de Menocchio y los otros ejemplos que cita el historiador los toma como perspectivas que de los grandes hechos o procesos tienen testigos menores, cuya versión o cuyo relato acaban siendo muy significativos, pues nos describen su posición en el tiempo y en el espacio y cómo vivieron y expelimentaron detetminacla circunstancia. 


Con ello se iluminan aspectos del pasado que, de otro modo, serían oscuros. Desde este punto ele vista, pues, la microhistoria continuaría viva a pesar de la defunción que sus practicantes italianos decretan a la altura de 1994. Es entonces cuando las disensiones en el grupo original y las diferencias de perspectiva les llevan a considerar acabada dicha experiencia. Sin embargo, el propio Carlo Ginzburg, el máximo referente de esta forma de hacer historia, ha reconsiderado esa posición en diversas ocasiones. Por ejemplo, en 2003, en el prefacio de un volumen mexicano en el que se recopilaba una parte de su obra, titulado Tentativas. En ese texto, el autor italiano recuerda cuál fue el origen de la microhistolia. A su entender, el impulso, el éxito, derivaba de una profunda clisis ele las ideologías, ele una crisis de la razón y de los metarrelatos, manifiesta ya a finales ele los años setenta. Pues bien, la vitalidad de la corriente se explicaría ahora por la persistencia de la situación histórica que condujo a aquella crisis. De ahí que indagar sobre el acontecimiento y sobre el individuo sean hoy, todavía, propuestas atractivas y significativas para los problemas que nos acucian. En efecto; dice Ginzburg, «después del l l de septiembre de 2001, este problema está más abierto que nunca».


El atentado contra las Tones Gemelas, que resulta tan llamativo, tan retransmitido, tan grave, es a la vez un ejemplo de la dificultad que encierra el acontecimiento, lo singular, el caso para el observador. Por eso, Carlo Ginzburg tituló ese libro mexicano con el rótulo de Tentativas. Como señalaba en la introducción, esa palabra deriva del latín templare, cuyo significado es el de tocar, palpar, es decir, rozar con levedad algo sin que se identifique del todo, simplemente porque no lo divisamos por entero. Así, "quien hace investigación es como una persona que se encuentra en una habitación oscura. Se mueve a tientas, choca con un objeto, realiza conjeturas: ¿de qué cosa se trata?, ¿de la esquina de una mesa, de una silla, o de una escultura abstracta?". Así pues, ¿en qué consiste el 11 ele septiembre?, ¿qué clase de acontecimiento es ése, cuál es el entero al que pertenece, merece ser estudiado como tal suceso o es sólo un episodio de una historia general?


Por tanto, dado que el contexto en el que surgió la microhistoria se mantiene o, incluso, es más evidente, parece lógico que dicha práctica (o «proyecto historiográfico» como lo calificaba Ginzburg retrospectivamente) siga rindiendo frutos. No obstante, quienes la cultivan o quienes la observan con interés admiten el riesgo que una historiografía audaz puede entrañar. Por eso mismo, el propio Ginzburg condicionaba su aceptación al cumplimiento de determinados requisitos. A su entender, en la auténtica microhistoria, la que él defiende, identificaremos un variado conjunto de elementos que son los que avalan su relevancia. En un libro que se rotule como tal, hallaremos la reflexión sobre lo particular, sobre el caso que examina; la conexión entre historia y morfología, es decir, el rastreo y la comparación de las formas culturales en sus distintos contextos apreciando sus semejanzas y parentescos; la oscilación entre lo micro y lo macro, la alternancia, pues, entre lo observado en primer plano y lo captado en otro general; la consciencia narrativa, esto es, la deliberación ele examinar narrando, de estudiar el caso relatando su avatar; el rechazo del escepticismo posmoderno, vale decir, el reparo básico a toda forma de relativismo epistemológico; y, en fin, la obsesión, añade Ginzburg literalmente, por la prueba, esto es, por el documento que remite al  pasado bajo determinadas condiciones.


No se trata tanto de discutir ahora la pertinencia de esos rasgos, sino de apreciar a qué responden. Ginzburg, y otros que como él continúan defendiendo esta práctica, constatan conscientemente dos cosas. Por un lado, la vitalidad que en las últimas décadas ha tenido el estudio de caso, el estudio de lo micro. Tanto es así que incluso se ha podido llevar hasta el extremo. En ese caso, si habrían tomado asuntos verdaderamente menores como objetos ele análisis y como fines en sí mismos. Por otro, han advertido los riesgos que esa pulverización entrañaba, a la vista de esa miríada de temas y de objetos que han proliferado entre tantos autores que se acogen al gusto por la curiosidad y al prestigio de la microhistoria o de la historia cultural. De ahí que se hayan establecido esas precauciones antes enumeradas para evitar la deriva en la irrelevancia, precauciones que son siempre una traslación de sus experiencias personales. De ese modo, no importa tanto lo que cada uno diga como el sentido que eso tiene. Y tampoco importa tanto el nombre que se le dé a esa práctica. Ginzburg hablaba de microhistoria, el antropólogo Clifford Geertz hablaba de miniaturas o de historia etnografiada y, en fin, Robert Darnton hablaba de retratos históricos, esas instantáneas que captan los movimientos de un individuo o individuos dentro de un marco, dentro de un campo que es el contexto del que da cuenta el investigador. En cualquier caso, sean microhistorias, miniaturas o retratos, las obras deberán ser relevantes por sus datos, por el conocimiento que proporcionan y por el saber al que deben aspirar.


Por tanto, la pregunta de Burke sobre la microhistoria, la de si no había llegado el momento de abandonarla, podemos responderla recuperando lo que en ella hay de valioso y cuestionando lo que consideramos fútil. En conclusión, una microhistoria mal entendida sería aquella que cultivara lo anecdótico, Jo pintoresco, lo periférico o lo extraño por sí mismos. Aquello que hace el pintoresquismo es convertir los objetos en incomparables de modo que sólo resultarán de interés a quienes busquen evasión o deseen saciar su curiosidad. El localismo, por su parte, describe realidades que sólo inquietan o atraen a quienes habitan en esa localidad y, por lo tanto, le amputa una dimensión general. Cosa bien distinta es cuando el microhistoriador adopta un lenguaje y un enfoque tales que le permiten presentar el objeto como una verdadera traducción, un abandono de la perspectiva localista o pintoresca. Es decir, la meta no debería ser sólo estudiar el caso, sino intentar analizar cómo los problemas generales que nos ocupan se dan y se viven de manera peculiar en un lugar y en un tiempo concretos. Ahora bien, eso no puede significar en modo alguno que lo particular sea sólo una manera de confirmar lo general, puesto que no es un reflejo pasivo de algo más vasto.


¿Qué es lo que hace interesante a un personaje histórico? ¿Las características que lo identifican con su comunidad o, por el contrario, una personalidad y unos actos peculiares que lo distinguen más allá de lo que comparte con sus contemporáneos? Desde esa perspectiva, un error posible en toda reconstrucción microhistórica es presentar al personaje como un ser extraño, intraducible a las categorías del conjunto. Pero también lo sería si lo hiciéramos depender por completo de su tiempo, como si su existencia fuera un espejo en el que observar sin más la sociedad en la que vivió, como si sus acciones no fueran distintas en nada de las que llevaron a cabo sus amigos, sus parientes, sus cercanos. ¿Qué es, por ejemplo, lo que nos atrae del falso Martín Guerre, de Natalie Zemon Davis? Desde luego, no el hecho de que fuera un campesino típico y, por tanto, intercambiable por otros de su aldea, sino la forma en que vivió, el modo en que interpretó personalmente ese mundo que le rodeaba, la manera en que suplantó la personalidad del ausente y se integró en la localidad con el fin de emboscarse. Cuando a un individuo lo tomamos como muestra representativa nos arriesgamos a despersonalizarlo, a arrancarle la peculiaridad que lo hace significativo considerando su ejemplo sólo por lo que de más general encierre. Y ése no es el caso de las mejores obras de microhistoria.


No importa ya. Tal como indica el propio Ginzburg en el texto que cierra este volumen, "las etiquelas no me interesan, pero el impulso que ha generado la microhistoria, sí". Es éste un impulso ligado fundamentalmente a «la reducción de la escala de observación (no del objeto de investigación; que quede claro)», lo cual a su juicio continúa siendo «un valioso instrumento cognoscitivo». Y lo es a pesar incluso del éxito de su aparente opuesto, el de la historia global. Para Cario Ginzburg, en un mundo globalizado aún hay lugar para la microhistoria, no sólo como opción analítica. Desde una perspectiva política nos ayudaría a derrbar jerarquías políticas e historiográficas. Su propia difusión y sus mismos practicantes así lo demuestran. Tras su recepción en los principales países Europa y en los Estados Unidos, la microhistoria ha cuajado en  las semi periferias o directamente en la periferia historiográfica. Conversando sobre el particular con Ivan Jablonka, Ginzburg afirmaba ver en ello un elemento geopolítico, pues «hoy en día existe toda una red de historiadores vinculados a la microhistoria, que creo que está dirigida por un historiador islandés y un historiador húngaro. Países supuestamente 'marginales', en relación con la gran Historia, pueden aprovechar la microhistoria como un proyecto en el que prevalece el lado analítico». 







Tomado de: 

SERNA, Justo Y PONS, Anaclet (2019): Microhistoria. las narraciones de Carlo Guinzburg, Granada, Ed. Comare, pp.1-9.


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