07 febrero 2021

Una teoría de la lectura. José Luis De Diego

 



Una teoría de la lectura


José Luis De Diego


Es posible realizar una lectura de los textos de Barthes a partir de la noción de “escritura”. El desplazamiento de los intereses de Barthes que se opera en El placer del texto produce una ruptura que —si bien ya perfilada en S/Z— se hace explícita en el '73 y deriva en una línea que se cierra en el '77 con Fragmentos de un discurso amoroso. Veamos uno de los fragmentos de El placer...: “El texto que usted escribe debe probarme que me desea. Esa prueba existe: es la escritura. La escritura es esto: la ciencia de los goces del lenguaje, su kamasutra (de esta ciencia no hay más que un tratado: la escritura misma” (p. 14). Afirmar que la escritura es ahora nada menos que una “ciencia de los goces del lenguaje” implica una ruptura que, en relación con los textos anteriores, resulta insostenible. Esta afirmación permite dos reflexiones: a) Barthes ha abandonado el rigor de una teoría que ha construido progresivamente desde sus primeros textos: la ciencia ya no tiene un “aura” negativa; la escritura no se asocia ni a un ethos social, ni a una estructura, sino a un goce, b) Este abandono tiene evidentes desplazamientos hacia los modos en que Barthes organiza su exposición: el fragmento, la digresión, la prosa aforística; su estilo se “literaturiza”.


Si intentamos una grafica del desplazamiento, vemos: 

a) 1955 (El grado cero...)-. Escritura: Lengua y Estilo

b) 1966 (“Introducción...”). Escritura: Lengua (Estilo)

c) 1973 (El placer...). Escritura: (Lengua) Estilo


a) Entre el horizonte de la lengua (límite social) y la verticalidad del estilo (nace del cuerpo y del pasado del escritor), la escritura instaura otra realidad formal.

b) El interés deriva hacia la lengua (el modelo); son los años del estructuralismo ortodoxo.

c) El modelo de la lengua es “científico”: a partir de los textos de Nietzsche se “deconstruye” el modelo. Otras categorías aparecen en escena: “cuerpo”, “yo”, “imaginario”, etc., todas ellas ligadas a la definición originaria de “estilo”.


El esquema precedente —revelador del desplazamiento que mencionábamos— requiere una advertencia. En rigor, las categorías que resultan centrales en los 70 no se asocian a la noción de “estilo”, ya que esta noción apareció ligada años atrás a la figura del escritor y el interés de Barthes se detiene ahora en el lector. Hemos hecho referencia a categorías fundantes de los 70 como “connotación” y la oposición “texto legible/texto escribible”, categorías que habían alejado a la escritura de Barthes de su preocupación por el texto en tanto objeto estructurado.


El interés creciente por la lectura y por el lector ocupa la primera mitad de la década del 70. No se trata, empero, de un interés aislado. La crisis en la teoría literaria contemporánea de los llamados sistemas “totalizantes”, omnicomprensivos, como lo fueron el estructuralismo y el marxismo, posibilitaron la apertura hacia nuevos rumbos, relativistas y contextualistas. Barthes es, sin duda alguna, un protagonista central de esa crisis y de esta apertura. No obstante, si bien las figuras del lector y de la lectura crecen, no siempre los enfoques son coincidentes. Se podría decir que hay, por lo menos, tres perspectivas diferentes.


1— Una perspectiva sociológica, una sociología de la comunicación y distribución de la literatura. Se enmarcan en esta tendencia los trabajos de Robert Escarpit, en los cuales las herramientas de la sociología —estadísticas, cuestionarios, análisis de variables— permiten establecer pautas para la discusión de categorías como literatura popular o de niveles de lectura de acuerdo con la condición social del público lector, “recorridos” de textos, etc.


2— Una perspectiva anclada en la tradición hermenéutica, particularmente en la revaloración de la obra de Hans Gadamer a partir de los trabajos de Hans Jauss y Wolfgang Iser. Allí se condiciona la interpretación de los textos literarios desde la actualización del horizonte del lector. La construcción del horizonte —o, mejor dicho, los horizontes de expectativa y de experiencia— permiten establecer las diferentes lecturas que distintas sociedades en distintas épocas hacen de un mismo texto. El sentido de un texto, por lo tanto, no se agota en sí mismo, sino que circula y se transforma. La lectura que hicieran los románticos de Shakespeare, por ejemplo, desde el célebre prólogo a sus obras de Víctor Hugo, difiere notablemente de las puestas de Shakespeare en el siglo XX, muchas de ellas “atravesadas” por la lectura de Freud.


3— El desarrollo de los estudios semióticos también deriva hacia una preocupación que apunta al lector, la lectura y el sentido. Luego de escribir sus conocidos La estructura ausente y Tratado de semiótica general, Umberto Eco publica Lector in fatula. Allí se formulan categorías centrales en la semiótica de la narración como “lector modelo”, “estrategia/s”, “interpretación/uso”, etc. Existe una articulación de sentido entre el “lector modelo” o lector que el texto prevé y el lector real. De esa articulación depende la resolución del acto de lectura. Eco explica los diferentes niveles de articulación a partir de la participación del lector real en el mecanismo de sentido. De este modo, habrá lectura, interpretación o uso del texto.


Si bien estas perspectivas no se desarrollan exactamente en los mismos años (los textos de Escarpit son anteriores a la década del 70) resultan reveladores del desplazamiento a que hacíamos referencia. Es significativo el hecho de que los autores mencionados en diferentes momentos de sus obras se distancian y polemizan con Barthes. Uno de los reproches más insistentes tiene que ver con la asistematicidad de las posiciones de Barthes. Adoptar técnicas de la sociología, incorporarse a la tradición hermenéutica, o desarrollar categorías de la semiótica en una teoría de la lectura, implica situarse —aunque a veces críticamente— en la seguridad de saberes consagrados. Barthes opta por la actitud inversa: elabora sus posiciones teóricas a partir de categorías que “roba” de otros saberes y que, en su escritura, se “deforman” y potencian con nuevos sentidos. Quizás el ejemplo más visible sea el uso libre que Barthes hace de categorías derivadas del psicoanálisis.


Ya en S/Z existía una teoría de la lectura. Allí, la evaluación de un texto debe estar ligada a la práctica de la escritura. A partir del valor que esa evaluación encuentra —lo “escribible”— es posible postular su contra-valor reactivo: lo legible. Esto es así dado que “nuestra literatura está marcada por el despiadado divorcio que la institución literaria mantiene entre el fabricante y el usuario de un texto, su propietario y su cliente, su autor y su lector” (S/Z, p. 2). 


Según Barthes, hoy la lectura no es más que un referéndum. ¿Cómo evaluar, por lo tanto, los textos legibles? Se recurre, entonces, a una palabra “prohibida” cinco años atrás: la interpretación. No obstante, Barthes rápidamente se distancia de la tradición hermenéutica: “Interpretar un texto no es darle un sentido (más o menos fundado, más o menos libre), sino por el contrario apreciar el plural del que está hecho” (S/Z, p. 3). La noción de “plural” —que ya aparecía en Crítica y verdad— asociada a la teoría de la intertextualidad, que Kristeva había postulado pocos años antes, permite una nueva aproximación a la operación de lectura: “Cuanto más plural es el texto, menos está escrito antes de que yo lo lea: no le someto a una operación predicativa, consecuente con su ser, llamada lectura, y yo no es un sujeto inocente, anterior al texto, que lo use luego como un objeto por desmontar o un lugar por investir. Ese ‘yo’ que se aproxima al texto es ya una pluralidad de otros textos, de códigos infinitos” (S/Z, p. 6). Así como frente a la obra- mercancía se oponía el valor productivo de la escritura, a la lectura como gesto parásito se opone la lectura como trabajo. Leer es un trabajo de lenguaje y el método de este trabajo es topológico. “Leer es encontrar sentidos, y encontrar sentidos es designarlos, pero esos sentidos designados son llevados hacia otros nombres; los nombres se llaman, se reúnen y su agrupación exige ser designada de nuevo: designo, nombro, renombro: así pasa el texto: es una nominación en devenir, una aproximación incansable, un trabajo metonímico” (S/Z, p. 7). Desde esta perspectiva, son posibles dos reivindicaciones: a) la del olvido, planteado no como un error de ejecución —olvidar un sentido— sino como un valor afirmativo, como un modo de confirmar la pluralidad del texto: “leo porque olvido”; b) la de la relectura, operación opuesta a los hábitos comerciales e ideológicos: leer el texto como si ya hubiese sido leído; poder salirse de la lógica y de la cronología de la historia para sumergirse en un tiempo mítico sin antes ni después.


Las consecuencias de la ruptura que provoca S/Z con la obra anterior de Barthes ya han sido parcialmente explicitadas: a) desde el punto de vista teórico, el acento puesto en la lectura deriva en la incorporación al discurso crítico de Barthes de nuevas categorías que aparecerán de un modo central, según veremos, en sus textos posteriores; b) desde el punto de vista metodológico, la lectura marca definitivamente los modos de análisis textual: el “paso a paso”, la “lexia” o unidad de lectura, el texto esparcido/quebrado, etc. Si revisamos las entrevistas de aquellos años recopiladas en El grano de la voz, vemos hasta qué punto Barthes era consciente de esa ruptura. En 1971, afirma que, “de hecho, lo que traté de comenzar en S/Z, es una identificación de las nociones de escritura y lectura: quise ‘aplastarlas’ una contra la otra. No soy el único, es un tema que circula en toda la vanguardia actual. Una vez más, el problema no es pasar de la escritura a la lectura, o de la literatura a la lectura, o del autor al lector: el problema, como se ha dicho, es un problema de cambio de objeto, de cambio de nivel de percepción: la escritura y la lectura deben concebirse, trabajarse, definirse, redefinirse ambas juntas. Porque si se continúa separándolas, ¿qué ocurre? En ese momento se produce una teoría de la literatura que si aísla la lectura de la escritura jamás podrá ser más que una teoría de orden sociológico o fenomenológico, según la cual la lectura será siempre definida como una proyección de la escritura y el lector como un ‘hermano’ mudo y pobre del escritor” (p. 147).


En 1973, el método provisional y sujeto a correcciones que se había planteado en S/Z ya ha desaparecido. La asistematicidad teórica se manifiesta en la digresión y el fragmento. Nos referimos a El placer del texto. Se ha escuchado con frecuencia que, en la medida en que Barthes abandona un discurso sistemático y “científico”, sus posturas tienden hacia el individualismo y el hedonismo. La recurrencia en el texto del 73 a lo asocial, lo atópico y la ficcionalidad del lector pareciera colocar a su discurso fuera de toda referencia histórica, social o política: Barthes deja de ser un pensador “crítico” y deriva hacia la exaltación de un placer individual y aristocrático. Contra esta versión “hedonista” de El placer... es necesario afirmar la profunda radicalidad de algunos de sus fragmentos en los que se cuestionan axiomas ideológicos fuertemente arraigados en hábitos culturales y sociales. La reconstrucción de estos axiomas nos permitirá explorar los fragmentos críticos de Barthes e intentar una sistematización de los postulados de un texto en apariencia caótico.


a) Leer correctamente es respetar el sentido que el autor dio al texto (lo-que-el-autor-quiso-decir)


Cuestionar este axioma no es, en rigor, tarea de El placer.... Ya en los ’60, Barthes se había ocupado de demoler la figura del autor como depositario del sentido de un texto. El autor era una figura que excedía los límites que se imponía el análisis estructural. Existía sí un interés por el narrador en tanto figura inmanente al relato (“ser de papel”). Ahora bien, resulta innegable que un texto pone en circulación sentidos: si el autor no es el depositario de los mismos, entonces quién se hace cargo de ellos.


b) Leer correctamente es respetar el sentido del texto.


Axioma fundamental de la tradición hermenéutica, interpretar un texto es develar su sentido último, el sentido oculto detrás de la apariencia que impone la retórica y el estilo. A partir de S/Z, Barthes ataca constantemente este segundo axioma desde la teoría del plural del texto y de la materialidad del significante: todo texto significa sin cesar y muchas veces. Sin embargo, en el 70 el método de las lexias o unidades de lectura era posible ya que se encontraban atravesadas, cruzadas, por el sentido que otorgaban los cinco códigos. Ahora, no sólo los códigos han desaparecido, sino que irrumpen en escena categorías nuevas: la más importante asociada a la lectura es la de perversión. “La perversión es la búsqueda de un placer que no está neutralizado por una finalidad social o de la especie. Es, por ejemplo, el placer amoroso que no está contabilizado con vistas a una procreación. Es el orden de los goces que se ejercen sin ningún fin. El tema del derroche (...) Y en la medida en que, psicoanalíticamente, la perversión es desprendida de la neurosis, el pensamiento freudiano pone el acento sobre el hecho de que el perverso es, en suma, alguien feliz” (p. 240). Si retomamos entonces el tema del axioma 2, diremos que la lectura, en tanto práctica perversa, acrecienta el placer —la “felicidad”— en la medida en que distorsiona y altera la función —el sentido— del órgano —el texto—. Es conveniente volver a citar un fragmento de El placer... que es explícito al respecto: “Cuanto más una historia está contada de una manera decorosa, sin dobles sentidos, sin malicia, edulcorada, es mucho más fácil revertiría, ennegrecerla, leerla invertida (...) Esta reversión, siendo una pura producción, desarrolla soberbiamente el placer del texto” (p. 44). Finalmente, podemos afirmar: a) No existe “el sentido del texto”; b) Si existe un sentido (plural, precario, provisional), la lectura más “feliz” —perversa— consiste no en respetarlo sino en deformarlo, revertirlo. 


c) Leer correctamente es concentrarse en el texto: no distraerse.


A este axioma escolar (repetido con frecuencia por los profesores de literatura) Barthes opone otra forma de la perversión en un magnífico fragmento: “Estar con quien se ama y pensar en otra cosa: es de esta manera que tengo los mejores pensamientos, que invento lo mejor y más adecuado para mi trabajo. Ocurre lo mismo con el texto: produce en mí el mejor placer si llega a hacerse escuchar indirectamente, si leyéndolo me siento llevado a levantar la cabeza a menudo, a escuchar otra cosa. No estoy necesariamente cautivado por el texto de placer; puede ser un acto sutil, complejo, sostenido, casi imprevisto: movimiento brusco de la cabeza como el de un pájaro que no oye nada de lo que escuchamos, que escucha lo que nosotros no oímos” (p. 41). De esta manera, la “distracción” es otro modo de “faltar el respeto” al texto que Barthes reivindica desde una concepción de la lectura como un acto complejo. Esta complejidad merece —gesto típico en Barthes— una clasificación, una tipología de los lectores: las categorías utilizadas derivan del psicoanálisis por las razones que el mismo Barthes expone en uno de los fragmentos más comentados de El placer...:. “Se podría imaginar una tipología de los placeres de lectura —o de los lectores de placer—; esta tipología no podría ser sociológica pues el placer no es un atributo del producto ni de la producción, sólo podría ser psicoanalítica comprometiendo la relación de la neurosis lectora con la forma alucinada del texto. El fetichista acordaría con el texto cortado, con la parcelación de las citas, de las fórmulas, de los estereotipos, con el placer de las palabras. El obsesivo obtendría la voluptuosidad de la letra, de los lenguajes segundos, excéntricos, de los meta-lenguajes (esta clase reuniría todos los logófilos, lingüistas, semióticos, filólogos, todos aquellos para quienes el lenguaje vuelve). El paranoico consumiría o desarrollaría textos sofisticados, historias desarrolladas como razonamientos, construcciones propuestas como juegos, como exigencias secretas. En cuanto al histérico (tan contrario al obsesivo) sería aquel que toma al texto como moneda contante y sonante, que entra en la comedia sin fondo, sin verdad, del lenguaje, aquel que no es el sujeto de ninguna mirada crítica y se arroja a través del texto” (p. 103). Parece obvio hacer notar que no existe una jerarquía implícita en esta tipología. Se trata de diferentes placeres de lectura: no hay uno mejor que otro. Se podría afirmar que en la concepción barthesiana aquí expuesta a la noción general de la lectura como perversión correspondería una posible clasificación en “tipos” de perversión (aunque, desde el punto de vista psicoanalítico, este cuadro podría parecer disparatado, ya que la histeria, por ejemplo, no es, por supuesto, una perversión).


d) Leer correctamente es respetar palabra por palabra el orden del texto.


Intentemos una formulación más precisa: el texto clásico posee una cronología de las acciones y una lógica de la historia que lo hace irreversible; el texto moderno rompe con este modelo de relato e impone un texto reversible, dislocado, que no acepta una ubicuidad fácil. Correlativamente, cabría concebir que el texto clásico reclama una lectura “paso a paso”, mientras que el texto moderno admite una lectura más libre y abierta, fragmentaria y dispersa. Barthes opone una vez más a lo que indica el sentido común una concepción inversa. “¿Se ha leído alguna vez a Proust, Balzac o La guerra y la paz palabra por palabra?”, se pregunta, y responde: “es el ritmo de lo que se lee y de lo que no se lee aquello que construye el placer de los grandes relatos” (El placer..., p. 21). Por el contrario, la lectura aplicada, aquella que no deja nada y que no saltea, es la que conviene al texto moderno, al “texto-límite”, en palabras de Barthes. “Leed lentamente, leed todo de una novela de Zola y el libro se caerá de vuestras manos; leed rápido, por citas, un texto moderno y ese texto se vuelve opaco, precluido a vuestro placer” (p. 23). No obstante, esta otra “falta de respeto” al texto no sólo tiene que ver con el placer; en El grano de la voz, Barthes da al problema de la lectura una dimensión mucho más amplia: “Eso no quiere decir que transitoriamente no hay problemas de lectura que sean de orden, si puedo decirlo, reformista: es decir, que efectivamente hay un problema real, práctico, humano, social, que es el de preguntarse si se puede aprender a leer textos o si se puede modificar la lectura real práctica, en relación con grupos sociales, si se puede enseñar a leer, o a no leer, o a releer textos fuera del condicionamiento social y cultural. Estoy persuadido de que todo eso no ha sido estudiado, ni siquiera planteado. Por ejemplo, estamos condicionados para leer la literatura según un cierto ritmo de la lectura: habría que saber si cambiando el ritmo de la lectura no obtendríamos mutaciones de comprensión; leyendo más rápido o más lentamente, ciertas cosas que parecen completamente opacas podrían convertirse en deslumbrantes” (p. 147). Más adelante, insistirá en que el texto moderno reclama necesariamente un diferente régimen de lectura.


e) Leer es una práctica fundamental para acrecentar los valores del espíritu.


Este axioma atraviesa toda una mitología escolar e institucional. Detrás de esta mitología se esconde una amenaza constante: la repetición, la flagrancia de un estereotipo que se transforma en norma. La teoría del placer del texto —si así puede llamarse— tiende a desmontar esa mitología fuertemente arraigada en la trama social. Consecuente con la idea de “no quedar atrapado” que —según vimos— moviliza la escritura barthesiana, aquí se funda una teoría sobre la condición de su imposibilidad. “Sobre el placer del texto no es posible ninguna ‘tesis’; apenas una inspección (una introspección) abreviada. Eppure si gaude! Y sin embargo y a despecho de todo gozo del texto” (p. 55). La paráfrasis de Galileo en ese contexto resulta ampliamente significativa porque alude —“eppure”— a los “enemigos” del placer: “inoportunos de toda especie que decretan la preclusión del texto y de su placer, sea por conformismo cultura], por racionalismo intransigente (sospechando una ‘mística’ de la literatura), sea por moralismo político, sea por crítica del significante, sea por pragmatismo imbécil, sea por frivolidad burlona, sea por destrucción del discurso, pérdida del deseo verbal” (p. 26). Quienes sostienen el axioma e, entonces, fundan una mística del texto; contra esa mística, “todo el esfuerzo consiste en materializar el placer del texto, en hacer del texto un objeto de placer como cualquier otro” (p. 94). La lingüística y el psicoanálisis aportan las categorías necesarias para el trabajo de desmistificación: la materialidad del significante contra las místicas del significado. Si la sociedad tiende a asociar el placer con los textos —y con las prácticas— eróticos, Barthes procura distanciarlo. Si el placer tiene cierto grado de ubicuidad social (el que establecen críticos y especialistas) Barthes se ocupa de separar al placer del texto de lo que denomina “las instituciones del texto”, ya que el placer no es “escribible”. Contra los saberes estatuidos por la ciencia, la investigación y el método, el placer se muestra como un no-lugar esquivo y transgresor; por ende, “somos científicos por falta de sutileza”.


Hemos reseñado una teoría de la lectura que creemos implícita en el libro del 73. Esta reseña nos mueve —como conclusión— a consideraciones más generales. Resulta evidente que a Barthes no le satisfacía la asociación entre la idea de texto moderno con la de violencia y destrucción. Esta actitud se asocia, a su vez, con la desconfianza que sentía hacia la vanguardia. En efecto, la vanguardia es una ruptura “triunfante”, “gloriosa” —adjetivos fuertemente negativos en Barthes—, que camina inexorablemente hacia la repetición y el estereotipo. Existe, en cambio, un profundo interés por el texto moderno, que no es, entonces, para Barthes, texto vanguardista. Cabe preguntarse qué es, por lo tanto, un texto moderno. Barthes recurre a las categorías de placer y goce, cuyos límites semánticos nunca precisa del todo. Afirma: “Tal vez haya aquí un medio para evaluar las obras de la modernidad: su valor provendría de su duplicidad, entendiendo por esto que tales obras poseen siempre dos límites. El límite subversivo puede parecer privilegiado porque es el de la violencia, pero no es la violencia la que impresiona al placer, la destrucción no le interesa, lo que quiere es el lugar de una pérdida, es la fisura, la ruptura, la deflación, el fading que se apodera del sujeto en el centro del goce” (p. 16). El texto citado es explícito en relación con lo que veníamos diciendo. Así, la modernidad de un texto no tiene que ver tanto con una estética (destrucción, ruptura), sino con un efecto, y ese efecto se juega entre los límites que separan al placer del goce. En numerosas ocasiones, Barthes relaciona al texto de placer con el clásico y al texto de goce con el moderno, aunque esta separación no resulte exhaustiva. El texto moderno es un texto de goce en tanto “desacomoda”, “pone en estado de pérdida”, etc. Si este texto resulta ilegible es porque es “escribible”, es decir que se debe leer con un nuevo régimen de lectura. Así,


Textos de placer......clásicos......lectura

Textos de goce......modernos.....“otra” lectura


de modo que entre uno y otro no existe una evolución sino un hiato, una separación. Barthes lo dice explícitamente en un fragmento que es necesario citarlo completo: “¿Será el placer un goce reducido? ¿Será el goce un placer intenso? ¿Será el placer nada más que un goce debilitado, aceptado y desviado a través de un escalonamiento de conciliaciones? ¿Será el goce un placer brutal, inmediato (sin mediación)? De la respuesta (sí o no) depende la manera en que narraremos la historia de nuestra modernidad. Pues si digo que entre el placer y el goce no hay más que una diferencia de grado digo también que la historia ha sido pacificada: el texto de goce no será más que el desarrollo lógico, orgánico, histórico, del texto de placer, la vanguardia es la forma progresiva, emancipada, de la cultura pasada: el hoy sale del ayer, Robbe-Grillet está ya en Flaubert, Sollers en Rabelais, todo Nicolás de Stael en dos centímetros cuadrados de Cézanne. Pero si por el contrario creo que el placer y el goce son fuerzas paralelas que no pueden encontrarse y que entre ellas hay algo más que un combate, una incomunicación, entonces tengo que pensar que la historia, nuestra historia, no es pacífica, ni siquiera tal vez inteligente, y que el texto del goce surge en ella siempre bajo la forma de un escándalo (de una falta de equilibrio), que es siempre la traza de un corte, de una afirmación (y no de un desarrollo) y que el sujeto de esta historia (ese sujeto que soy entre otros) lejos de poder apaciguarse llevando frontalmente el gusto de obras antiguas y el sostén de obras modernas en un bello movimiento dialéctico de síntesis, es una ‘contradicción viviente’: un sujeto dividido que goza simultáneamente a través del texto de la consistencia de su yo y de su caída” (p. 34). Ahora bien, si la modernidad en literatura suele asociarse con la ruptura que las vanguardias operaron en relación con las estéticas decimonónicas, Barthes da una nueva versión de la misma que tiene que ver con la concepción de la literatura como “cacografía” (v. S/Z) o contracomunicación. Así como entre texto de placer y texto de goce existe una diferencia de naturaleza y no de grado; del mismo modo, entre la literatura y el lenguaje informativo/referen- cial/científico existe una diferencia de naturaleza y no — como lo habían teorizado los formalistas— de grado. A partir de estas precisiones se ha asociado a la figura del “último Barthes” con el posmodernismo. Nuestro trabajo ha evitado, en todo momento, los encasillamientos poco fundados y no es este el lugar para tipificar y caracterizar un movimiento —¿una estética?— sometido a arduas discusiones. No obstante, se podría afirmar que El placer... es el último texto de Barthes asociado a una actitud profundamente crítica y transgresora a la que podemos llamar, al menos tentativamente, “moderna”. En uno de los fragmentos, Barthes propone: “Idea de un libro (de un texto) donde sería trazada, tejida, de la manera más personal, la relación de todos los goces: los de la ‘vida’ y los del texto donde una misma anamnesis recogería la lectura y la aventura” (p. 95). Este hipotético texto es, indudablemente, Fragmentos de un discurso amoroso. 







Tomado de:

DE DIEGO, José Luis (1993): Roland Barthes, una babel feliz. Buenos Aires, Almagesto, pp. 53-67

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