03 octubre 2020

Los espacios de la voz. Margit Frenk




 Los espacios de la voz


Margit Frenk


En un importante libro de 1945, From Script to Print, el inglés Henry John Chaytor decía que hoy en día casi no somos capaces de concebir el lenguaje sino en su forma escrita. Esta inextricable atadura del lenguaje con la escritura es un fenómeno tan reciente en la historia de la humanidad y tan limitado a ciertas culturas como lo es la escritura misma; pero ya lo ha dicho Walter Ong: “nosotros –los lectores de libros como éste– somos tan ‘letrados’”, que “sólo con grandes dificultades logramos imaginar cómo es una cultura de oralidad primaria, esto es, una cultura que desconoce totalmente la escritura e incluso la posibilidad de la escritura”. 


Ha hecho época el libro Orality and Literacy. The Technologizing of the Word de Walter Ong (1982), excelente investigador norteamericano que se ha ocupado ampliamente del contraste entre las culturas orales y las dotadas de escritura. A pesar, dice, de que todo lenguaje es básica, naturalmente, oral y de que la escritura es un fenómeno tardío, derivado y artificial, ella ha marcado muy a fondo a nuestras culturas y creado en nosotros nociones falsas sobre las culturas de épocas y civilizaciones carentes de escritura, las cuales, dentro de la historia de la humanidad, constituyen la inmensa mayoría.


Pero no son sólo las civilizaciones sin escritura las que están reclamando una visión no “escritocéntrica”: las culturas occidentales conocedoras de la escritura estuvieron permeadas también, durante siglos, de diversos tipos de oralidad, hecho este que no es conocido a nivel general. En la Antigüedad grecorromana, “el método común de publicación fue la recitación pública, […] incluso después de que se generalizaron los libros y el arte de la lectura” (Hadas, 1957). A partir del siglo V a.C., y sobre todo en la época helenística, la cultura griega conoció la lectura individual, pero ésta las más veces se realizaba en voz alta. También en la Roma antigua los textos eran leídos oralmente, recitados de memoria, salmodiados o cantados; su público era un público de oyentes, un “auditorio”. “Para los antiguos la palabra escrita no era otra cosa que un sucedáneo de la palabra oral” (Borges, 1960); los manuscritos servían para fijar los textos y apoyar la lectura en voz alta, la memorización, el canto. En los primeros siglos de la Roma imperial –cito a Auerbach– “la mayoría de las obras literarias no fueron conocidas primero a través de copias escritas, sino por medio de la lectura oral. Ésta se realizaba generalmente en reuniones informales y privadas de los amigos del autor”. Luego se leyó en todas partes, y “desde Adriano hubo edificios públicos que servían exclusivamente a este propósito” (Auerbach, 1969). Tan asociada estaba la letra con la voz, con el hablar y el oír, que incluso la lectura solitaria se hacía en voz alta, como lo prueba el famoso pasaje de las Confesiones (VI, iii) en que san Agustín expresa su asombro ante la capacidad y costumbre que tenía san Ambrosio de leer en silencio. 


La Edad Media bajo el imperio de la voz.


Nadie sino san Ambrosio parece haber leído silenciosamente en el siglo IV. Ni nadie más, por muchos siglos. La Regla de San Benito, capítulo 48, ordena que quien desee leer en el dormitorio debe hacerlo sin molestar a los demás: sibi sic legat ut alium non inquietet (Chaytor, 1950). La cultura de la Edad Media europea siguió estando mayoritariamente bajo el imperio de la voz, como lo ha venido a demostrar de manera definitiva el libro de Paul Zumthor, La lettre et la voix. De la “littérature” médiévale .


Por una parte, entre grandes masas de la población, desconocedoras de la escritura, seguía existiendo una cultura plenamente oral, de vieja y arraigada tradición. Esa cultura se expresaba en los usos y costumbres cotidianos, los rituales, las festividades, etc., y se manifestaba verbalmente en muchas variedades de “literatura” oral, tanto profana como religiosa: cantares épicos, canciones narrativas y líricas para acompañar el trabajo y el baile, rimas infantiles, oraciones y conjuros versificados, cuentos, refranes. Toda esa producción, local unas veces, regional otras, trasregional otras muchas, constituía un patrimonio colectivo; se creaba y recreaba oralmente, se transmitía de boca en boca y de generación en generación y por lo común se ejecutaba públicamente. Sólo de manera excepcional llegaron a ponerse por escrito, durante la Edad Media, los productos de esas tradiciones orales.


¿Puede hablarse aquí de “oralidad primaria”? No para Walter Ong, quien limita la expresión a culturas que desconocen la escritura y quien aplica a periodos como el medieval la denominación de “residualmente oral”, por la gran cantidad de elementos, de “residuos”, orales que conserva. Por su parte, Paul Zumthor piensa que la oralidad primaria se puede dar igualmente en “grupos sociales aislados y analfabetas” y que tal “era el caso de grandes sectores del mundo campesino medieval, cuya vieja cultura, tradicional, oprimida”, debió poseer “una poesía de oralidad primaria”. Parece, sin embargo, que incluso la cultura campesina que vivía en el aislamiento solía entrar en contacto con la “otra” cultura en lengua vernácula, poseedora, ésa sí, de escritura, y tales contactos no podían sino traer consigo, en mayor o menor medida, mutuas influencias.


Esa otra cultura, escrita, que floreció en ámbitos más restringidos –medios clericales y conventuales, cortes y palacios, ciudades–, tenía en común con la de tradición oral un factor muy importante: la publicación de sus productos literarios adoptaba las más veces modalidades orales: “esas obras […] estaban destinadas a la recitación, a ser cantadas o leídas en público” (Auerbach, 1969); lo mismo sus “lectores” que sus receptores –letrados o analfabetas– estaban acostumbrados a oír el sonido de las letras, las “voces paginorum”, según el feliz título de Joseph Balogh. O sea, que para la cultura medieval que se expresaba por escrito los ojos no eran sino vehículo para una comunicación oral-auditiva; también en ella, pues, “el sentido circulaba de la boca al oído”, y “la voz detentaba el monopolio de la transmisión” (Zumthor, 1972.). Pero era una voz que, lejos de oponerse a la escritura, cooperaba con ella, complementándola. Evidentemente, no cabe hablar aquí de una literatura oral, como lo era la otra –de aplicarle este término, estaríamos extendiendo su significado hasta el punto de diluirlo–, pero sí de una literatura que podemos llamar oralizada, término que, junto con el de oralización, permite evitar malentendidos.


El legere in silentio siguió siendo excepcional durante la Edad Media, posiblemente hasta el siglo XV: la gente no sabía hacerlo, aun cuando quería. Hay a este respecto una bonita anécdota de comienzos del siglo XIII: Ricalmo, abate del monasterio cisterciense de Schönthal, en Alemania, autor del más completo manual medieval de demonología, confesó lo siguiente: Cuando estoy leyendo directamente del libro y sólo con el pensamiento, como suelo hacerlo, ellos [los diablos] me hacen leer en voz alta palabra por palabra, privándome de la comprensión interior de lo que leo y para que pueda penetrar tanto menos en la fuerza interior de la lectura cuanto más me vierto en el lenguaje externo.


Para quienes no creemos en los demonios, el problema de Ricalmo era, simplemente, que no lograba leer en silencio; deseaba mucho hacerlo, porque compartía con otros la convicción de que la lectura silenciosa propiciaba, más que la oral, la comprensión de los textos; pero no tenía la costumbre de hacerlo, como no la tenían sus contemporáneos: no era parte de su cultura. Los nobles acostumbraban oír leer, lo mismo en compañía, durante la comida, que en privado, y ambos hábitos quedaron incluso reglamentados en España desde el siglo XIII. Un pasaje de la Segunda Partida de Alfonso X dice que los antiguos ordenaron que en tiempo de paz los caballeros aprendieran hechos de armas, ya que no “por vista et por prueba”, “por oída et por entendimiento” (o sea, escuchándolos), et por eso acostumbraban los caballeros, quando comién, que les leyesen las hestorias de los grandes fechos de armas que los otros fecieran […]. Et eso mesmo facién que quando non podiesen dormir, cada uno en su posada se facié leer e retraer estas cosas sobredichas, et esto era porque oyéndolas les crescían los corazones.


Se leían en voz alta muchos otros tipos de obras. En el prólogo al Libro del caballero e del escudero, don Juan Manuel le cuenta al arzobispo de Toledo que “cada que so en algún cuydado, fago que me lean algunos libros o algunas estorias”, y añade que le envía esa obra suya “porque alguna vez, quando no pudierdes dormir, que vos lean, assý commo vos dirían una fabliella”. El hábito de escuchar los textos escritos no podía sino repercutir en la escritura misma, como veremos, y así se ha podido comprobar, precisamente en don Juan Manuel, la influencia de los cuentos orales, con ciertos rasgos típicos de composición, como las continuas repeticiones, en el Conde Lucanor y en el llamado Libro de las armas.


En toda la Europa medieval la lectura ocular conducía, pues, normalmente a la oralización de lo escrito. Los ojos alimentaban los oídos, empezando por los del propio “lector”, que también “leía” con sus oídos, pues al pronunciar lo escrito se escuchaba a sí mismo: “O tu che leggi, udirai” (Dante, Inferno, XXII). A fines del siglo XIV escribió el poeta inglés John Gower en su Confessio amantis: “Que cuando leo de amores, alimento mi oído con esas historias”.


“Si queredes oyr lo que vos quiero dezir”.


En su mayoría, las presentaciones orales de las obras se hacían colectivamente. Textos de toda índole se leían en voz alta o se recitaban –o cantaban– de memoria ante grupos de oyentes. Generalmente estaban “concebidos para funcionar en condiciones teatrales: como comunicación entre un cantante o recitador o lector y un auditorio” (Zumthor, 1972). La literatura medieval española abunda en referencias a la lectura y recitación ante muchos oyentes: “Sennores e amigos quantos aquí seedes, / si escuchar quisierdes, entenderlo podedes”, dice Berceo en la Estoria de San Millán.


Junto a tales exhortaciones encontramos muchas referencias de otros tipos, como éstas del Libro de buen amor: “que pueda de cantares un librete rimar, / que los que lo oyeren puedan solaz tomar” (Juan Ruiz, 12cd); “Buena propiedat ha [el Libro] do quier que sea, / que si lo oye alguno que tenga muger fea, / o sy muger lo oye que su marido vil sea” (1627a-c); “Qualquier ome que lo oya, si bien trobar sopiere” (1629a). Lo mismo, en las crónicas. Chaytor (1950) cita la Crónica de Jaime I de Aragón, escrita después de 1230: “A aquells qui voldrán ohir de las graces que Nostre Senyor ha fetes deixam aquest libre per memoria” (final del cap. I); “Per tal que sapigan aquells que ohirán aquest libre […]” (final del cap. LXIX). En verso y en prosa, las fórmulas tópicas para remitir de una parte del texto a otra son generalmente del tipo “como oístes dezir”, “como oiredes contar”.


Hay quienes quieren negarles sentido literal a este tipo de expresiones, y sin duda se trata de clichés que no en todos los casos tienen que tomarse al pie de la letra; pero globalmente funcionan como indicios de la omnipresencia de una voz que “participa con toda su materialidad en la significancia del texto” y de una “situación de discurso en presencia” (Zumthor, 1987); como indicio también del carácter social, grupal, de la comunicación. Toda la literatura europea medieval abunda en testimonios y fórmulas como los que hemos visto en España. En poemas franceses: “Or oez tuit coumunement”, “Or oiez un flabel courtois”, “Or escoutez, grans et menour”; “Oi avez le vers del parchemin”; en la literatura inglesa: “Lystnes, lordyings…”, “as you shall hear”, “as you have heard”. Generalmente se combinan, como en la Disputa del alma y el cuerpo, un verbo de locución (dicere, decir, dire, sagen, hablar, contar…) con uno referente a la recepción auditiva (audire, oír, ouir, hören, hear, escuchar, entender, entendre, vernemen). 


Otros indicios de oralización.


Para gran número de poemas medievales europeos, otro indicio que no deja lugar a dudas sobre su “vocalización” es, como muy bien señala Zumthor (1987), la presen las alusiones al canto y al acompañamiento instrumental. Hay que tomar en cueciade notas musicales en los manuscritos, prueba manifiesta de que se cantaban, y también nta, además, la multitud de informaciones documentales de tipo anecdótico que nos hablan de juglares, cantantes, recitadores y lectores, “portadores de voz” y de su público de oyentes. En los romans medievales franceses “quien lee no es un profesional, un juglar; son generalmente las mujeres de la nobleza”, en un ambiente doméstico, íntimo, dice Robert Marichal (1968) y recuerda una escena de Flores y Blancaflor en que una doncella lee un roman delante de su padre y su madre, recostados en tapices de seda. Misma escena, pero en un jardín, en el verso 5366 del Yvain de Chrétien de Troyes. También los textos en prosa se leían así. 


Aquí tenemos dos “figuras” esenciales de la lectura en el Medioevo, ya fuera pública, ya privada: la persona que domina la técnica de leer en voz alta, por un lado, y, por otro, su público –en este caso, un infante–, que recibe “grand plazer e gran solaz” oyéndola leer. Cuando de recitaciones se trata, entra en juego otra figura de primer rango: la memoria. Petrarca describe a los juglares como “homines non magni ingenii, magnae vero memoriae”. Grande era, en verdad, la capacidad memorística que había que tener en los siglos anteriores a la imprenta, y todavía después.


Cultura manuscrita, cultura oralizada. 


En los siglos XIII y XIV se fue expandiendo la escritura a causa del desarrollo del comercio, la intensificación de las comunicaciones y, sobre todo, la estabilización espacial, el sedentarismo –y la necesidad de llevar registros– que trajo consigo el crecimiento de las ciudades: “las ciudades son hijas del Escrito” (Zumthor, 1987). Con todo, “tantos siglos no le bastaron a la sociedad europea para interiorizar verdaderamente su conocimiento y su práctica de la escritura”. A su vez, la lectura era una cosa difícil, ejercida por pocos. Hay que ver la increíble penuria de libros en las bibliotecas todavía en el siglo XIII; la biblioteca que más libros posee, la de la Sorbona, tiene un millar de volúmenes. Apenas va iniciándose en ese mismo siglo XIII el comercio de libros. Salvo en las ciudades de Flandes y del norte de Italia, sostiene Zumthor, nada cambió realmente en Europa antes de la gran boga del humanismo, hacia 1450, que es también el momento en que Johann Gutenberg inventó la imprenta de tipos móviles. 


El predominio de la voz, de la oralidad, o la “vocalidad”, hasta el siglo XV nos está exigiendo una revisión de muchas ideas, todavía arraigadas y pertinaces, en relación con la literatura del Medioevo. Pese a cuanto se ha venido escribiendo al respecto, desde el año de 1926 (Balogh) y hasta nuestros días, sigue habiendo una dificultad generalizada de imaginar que en la Edad Media la poesía y la prosa le llegaban a la gente a través del oído, con todo lo que ello implica. Debemos culpar de ello, sin duda, al “escritocentrismo” de nuestra era, que en este caso se ha visto apoyado por la manera obvia –la única manera posible– como han llegado hasta nosotros los textos medievales: a través de manuscritos.


Lo que se está viendo con claridad cada vez mayor es que los manuscritos mismos estaban supeditados a la oralidad predominante. Dice Walter Ong: “La cultura manuscrita siguió siendo en Occidente marginalmente oral […]. La escritura servía en buena medida para reciclar los conocimientos y devolverlos al mundo de la oralidad”; antes de convertirse en un objeto, el libro era todavía an utterance, algo que “se decía”. 


También José María Díez Borque ha insistido en que en la Edad Media “lo escrito […] es sólo una forma subsidiaria derivada, auxiliar o irrelevante”. Y Paul Zumthor, en La lettre et la voix: El factor inmediato decisivo de la puesta por escrito fue la intención, ya de registrar un discurso previamente pronunciado, ya de preparar un texto destinado a la lectura pública o al canto, en tal o cual circunstancia. La escritura no era sino un relevo provisional de la voz.


Una especial organización del pensamiento y de la expresión. 


Antes de ver qué transformaciones produjo en el terreno que nos ocupa –si es que produjo– el advenimiento de la imprenta, importa asomarnos, aunque sea brevemente, a lo que puede significar, en términos generales, la oralización de los textos, ya no desde el punto de vista de la cultura en la cual se produce, sino en cuanto a los textos mismos, en cuanto a su organización interna, a su lenguaje, a su estilo. Bastante se ha mencionado ya este aspecto fundamental, como lo muestran las siguientes citas: La “verbalización oral, en forma pura, anterior a la escritura, o en forma residual, al interior de culturas con escritura, estructura tanto los procesos de pensamiento como la expresión” (Ong, 1979).


La práctica de la lectura oral “influyó poderosamente en el estilo literario, desde la Antigüedad hasta tiempos bastante recientes” (Ong, 1982). En la Antigüedad, “la práctica de la presentación oral influyó en la naturaleza de la prosa, lo mismo que en la de la poesía” (Hadas, 1957). 


El acto de audición por el cual una obra “se concreta socialmente no puede no inscribirse por anticipación en el texto” (Zumthor, 1987). Ciertamente, el autor que prevé una recitación o una lectura en voz alta de su texto frente a un grupo de oyentes escribe de manera diferente de aquel que escribe anticipando una lectura silenciosa y solitaria. Nos encontramos aquí en un terreno que aún requiere mucho estudio, pero podemos estar seguros de que ese autor escribe escuchando el efecto sonoro de sus palabras y dándoles un movimiento y una organización que correspondan a lo que un público auditor puede captar, gozar y aun memorizar. Tanto en verso como en prosa, dentro de la diversidad de los géneros y los estilos, quien escribe para ser escuchado imprimirá a su discurso un dinamismo atento a una recepción que fluye hacia delante, sin retorno posible. Privilegiando la variedad –en forma y contenido– y, cuando de narraciones se trata, la estructura lineal y episódica, no rehuirá las repeticiones y redundancias que afianzan lo ya dicho y buscará efectos capaces de mantener a los oyentes en constante estado de alerta.


La oralidad y la oralización. 


Ahora bien, resulta que varios de estos y otros rasgos que aparecen en producciones destinadas a ser oralizadas –atención al ritmo y las sonoridades, repeticiones y paralelismos, estructura episódica y división del discurso en unidades breves, apóstrofes al receptor, etc.– coinciden con algunas de las grandes leyes universales del estilo oral8. Además coinciden decididamente casi todos los factores contextuales, las modalidades de la “publicación” de los textos, como ahora veremos. Igual que en una cultura plenamente oral, en una cultura oralizadora “la comunicación […] reúne a la gente en grupos” (Ong, 1982), y la performancia –palabra, en este contexto, imprescindible– es necesaria para la plena realización de un texto, con lo cual el hic et nunc de ese evento público y colectivo adquiere suma importancia. También en los productos de esa cultura intervienen por fuerza, junto a la “figura” del compositor, otras dos igualmente indispensables: la del intérprete –lector o recitador o cantante– y la del público, que es a la vez receptor y partícipe. 


Si en una cultura oral la creación se produce en una situación de tipo teatral, una especie de representación –la performancia–, que muchas veces se da en el ámbito de una fiesta, ya en la plaza pública, ya en una iglesia, ya en un palacio, algo análogo suele ocurrir en culturas en que la escritura se convierte en voz, como también tendremos ocasión de observar. Las circunstancias concretas en las que se lee, recita o canta un poema o cualquier otro texto, quién o quiénes los presentan, quiénes escuchan, cómo participan, en qué momento, en qué lugar: todo ello es parte integrante del fenómeno. Zumthor –quien usa el término oeuvre para designar el conjunto del texto y de todas esas circunstancias– insiste, con plena razón, en la importancia del cuerpo, de los cuerpos: presencia, ademanes, gestos, voces; en la materialidad de esas voces, su fuerza, su timbre, su expresividad. Su poder, en otras palabras. Cuando en la España del siglo XVII ciertas mentes privilegiadas –Lope de Vega, Mateo Alemán– cobren conciencia de lo que significa leer a solas y en silencio, resentirán precisamente la pérdida de esa corporalidad –ademanes, gestos, voces–, de esa materialidad que sólo captamos a través de los sentidos: la pérdida de la sensorialidad-sensualidad.


Textos en movimiento: ¿Oralidad versus escritura?. 


Por su indisoluble atadura con la memoria y con la performancia, en un momento y un lugar dados, toda literatura vocalizada –sea o no oral en su modo de composición, esté o no registrada, además, en un papel– se encuentra en continuo movimiento. No hay texto fijo, sino un texto que cada vez va cambiando. Cuando un texto de esa índole se transcribe en un manuscrito (o, más tarde, en un impreso), lo que se registra es sólo una versión, versión efímera, que se pronunció en cierta ocasión y que difiere en más o en menos de las pronunciadas en otras ocasiones. De ahí, en buena parte, las muchas variantes que se encuentran generalmente entre las copias manuscritas de un mismo texto medieval; a esto se añaden, claro, las intervenciones del copista (más tarde, del cajista), porque se equivoca o porque suele tomarse con los textos libertades análogas a las de cualquier recitador o cantante. 


Quienes estudian los productos de la oralidad pura tienden a separarlos tajantemente de la literatura escrita de épocas posteriores. Así, todavía en su libro de 1986, Havelock dice que la imprenta y las editoriales vinieron a suplantar las situaciones del pasado y que desde que existen “el lector participa silenciosamente en la performancia, también silenciosa, del escritor”. Del mismo modo, los estudiosos de la literatura moderna de transmisión oral tienden a contrastarla con los textos escritos. “La apertura que caracteriza al texto de transmisión oral nos obliga a considerarlo como algo diferente a la literatura escrita, que responde a patrones e intenciones creativas propios”, dice Beatriz Mariscal (1992), siguiendo la línea del Seminario Menéndez Pidal; incluso los “géneros literarios destinados a ser leídos en voz alta no responden al proceso creativo propio de la literatura oral, no son textos ‘abiertos’, como lo son los que se apoyan en la memoria, sino cerrados, fijos e invariables”.


Es necesario someter a revisión crítica todas las ideas recibidas sobre los contrastes entre lo oral y lo escrito. Por mi parte, estoy de acuerdo con el punto de vista de Ruth Finnegan, quien a lo largo de su libro de 1977 sostiene que “no existe una frontera clara entre la literatura ‘oral’ y la ‘escrita’”. En la producción de los textos puede haber grandes diferencias entre los dos tipos de literatura, pero éstas variarán de género a género, de época en época, de lugar en lugar: dudo que pueda generalizarse. En la otra cara de la moneda, en los procesos de la comunicación y la transmisión de los textos, ya hemos visto que existen notables semejanzas, necesitadas todavía de estudios detenidos, también por género, época, lugar. Tal como podemos observarlo en la Edad Media y en los siglos posteriores, también en los textos oralizados –sobre todo los textos poéticos–, que circulaban gracias a la memoria y por medio de la voz –recitación, canto–, se producen continuas variantes, efímeras o no, con lo cual son también textos abiertos, en la terminología de Diego Catalán, y en modo alguno “cerrados, fijos e invariables”.


He dicho, adelantándome nuevamente, que “en la Edad Media y en los siglos posteriores”, y ya es hora de preguntarnos qué ocurre en los siglos que siguieron a la Edad Media. Por lo pronto, en ese periodo de transición que fue el siglo XV, como bien ha dicho Alan Deyermond (1988), la oralidad influye en casi todos los géneros literarios que nos ofrece esta época de transición […]. A veces se trata de un género tradicional –oral en sus orígenes y hasta en su esencia– que se transforma en literatura escrita […]. A veces un género culto se “oraliza”. Pero ¿y la invención de la imprenta? Se ha pensado que ella acabó de cuajo con la antigua práctica de leer en voz alta: para Chaytor, ésta “fue suprimida –was killed– por la diseminación de textos impresos”; para David Riesman, la imprenta “creó al lector silencioso y compulsivo”. Aun sin pruebas documentales, por mero sentido común, habría que cuestionar la idea de que un hábito tan antiguo y tan arraigado pudiera desaparecer de la noche a la mañana.


En tiempos de la Celestina, ha dicho Stephen Gilman (1972), la lectura todavía se concebía como una lectura en voz alta, para uno mismo o para otro […]. En otras palabras, la imprenta aún no había creado un público de lectores silenciosos; meramente había multiplicado el número de textos disponibles para leerse en voz alta Gilman situaba a la Celestina en un periodo de transición “relativamente breve” entre la cultura oral y la tipográfica. Todo parece indicar, sin embargo, que la transformación se fue dando de una manera mucho más gradual, durante varios siglos. 



Referencias.

HADAS, M. (1957): Ancilla to Classical Reading, Nueva York, Columbia University Press. 

BORGES, J. L. (1960): “Del culto de los libros”. En: Otras inquisiciones, Buenos Aires, Emecé. 

AUERBACH, E. (1969): Lenguaje literario y público en la baja latinidad y en la Edad Media. Barcelona, Seix Barral.

CHAYTOR, H. (1950): From Script to Print. An Introduction to Medieval Vernacular Literature. Cambridge, W. Heffer Sons.

ZUMTHOR, P. (1972): Essai de poétique médiévale. París, Seuil. 

MARICHAL, R. (1968): “Naissance du roman”. En: M. DE GANDILLAC y E. JEAUNEAU, E. (coords.): Entretiens sur la renaissance du 12e siècle. París-La Haya, Mouton.  

DEYEMOND, A. (1988): “La literatura oral en la transición de la Edad Media al Renacimiento”. En: Edad de Oro. Madrid. 

GILMAN, S. (1972): The Spain of Fernando de Rojas. Princeton, University Press. 












Tomado de:

FRENK, Margit (2005): Entre la voz y el silencio. La lectura en la época de Cervantes. México, FCE, pp, 11-25. 


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