14 febrero 2020

El escritor como duelista. Carlos Gamerro





El escritor como duelista 


Carlos Gamerro



«Los buenos escritores sólo compiten con los muertos», dijo alguna vez Ernest Hemingway, y es posible contemplar la historia de la literatura como una serie de duelos entre los muertos o grandes precursores, por un lado, y sus grandes seguidores o «efebos», como los denomina Bloom, por otro. Si tomamos como punto de partida al Gran Original de la cultura occidental. Homero sus precursores nos son desconocidos, y toda la cultura griega le otorga el lugar de padre fundador–, veremos cómo las siguientes grandes etapas de la literatura occidental se definen por el intento de medirse con él: el poema que encarna el ideal de la cultura romana, la Eneida, es una indudable continuación de los poemas homéricos: Virgilio vuelve a contar la historia de la caída de Troya, ahora en latín y desde el punto de vista de los vencidos troyanos; y el poema que cierra y contiene la siguiente etapa cultural, el medievo europeo, es La divina comedia, de Dante. En ella, el propio Virgilio se convierte en un personaje que guía al autor a través del Infierno y el Purgatorio. Cuando Dante está a punto de llegar al Paraíso, Virgilio le abandona. El hecho admite una lectura teológica (Virgilio, como pagano, no tiene acceso al Paraíso) y también una lectura estética: llegado a este punto, Dante ha aprendido todo lo que su maestro tenía que enseñarle; a partir de ahí lo superará. 


La angustia de las influencias se vuelve un factor decisivo, antes y después del Renacimiento, cuando –el sucesor el poeta tardío o rezagado– se encuentra con un precursor al que sabe que nunca podrá superar. En el caso de la literatura inglesa afectará a todos los escritores posteriores a Shakespeare, de Milton en adelante. Hasta el Renacimiento, señala Bloom, la influencia se recibe como un don más que como una pesada carga. El efebo ve a su precursor no como un enemigo, sino como un padre benéfico que le enseña todo lo necesario y luego le deja vivir su vida literaria, respetando su identidad e independencia. Pero a partir de esa época cada literatura va fijando su gran figura: Dante en Italia, Shakespeare en Inglaterra, Cervantes en España, Goethe en Alemania. A partir de ellos, la angustia de las influencias se convierte en el factor dominante de la historia literaria occidental. Bloom, lejos de definir esta historia con sucesivas constelaciones de autores mayores y menores, la reduce a una sucesión de grandes duelos entre pesos pesados: Milton contra Shakespeare, Wordsworth contra Milton, Keats y Shelley contra Wordsworth, Yeats contra Blake y Shelley.


Bloom considera que la influencia literaria está basada en la relación padre/hijo. El precursor es el padre, el efebo el hijo. Un hijo recibe de su padre la vida, la educación, la formación de su carácter. Pero hay un punto en el que el hijo debe independizarse, tomar las riendas de su destino, dotarse de una identidad propia. Si no lo hace, corre el peor de los riesgos: no existir como individuo, ser apenas una sombra, un pálido reflejo de su padre. La alternativa de no tener padre, o tener un padre débil, es peor aún: como la identidad del hijo se construye sobre (y contra) la del padre, el padre fuerte ofrece las mayores garantías de legar su fuerza al hijo. Pero el riesgo, en este caso, consiste en que esa misma fuerza lo abrume y anule. 


La fantasía de derrotar al padre es por definición irrealizable: el padre siempre es más fuerte. Si el hijo pudiera derrotar al padre estaría destruyendo la fuente y sentido de su propia fuerza. El padre ha llegado antes, su preeminencia no pertenece al orden del valor, sino al orden del ser. Este dilema conduce al escritor a una serie de fantasías compensatorias. Una de ellas es la de originalidad, o en otras palabras, la de orfandad. La orfandad es inalcanzable: en el mejor de los casos, lo que el escritor puede «alcanzar» es el desconocimiento o la negación de sus orígenes literarios: esto, en lugar de darle fuerza, indefectiblemente lo debilita. 


La otra fantasía es la de ser él mismo el engendrador de su propio padre. Esta noción es más compleja y dilucidarla requiere una exposición de las fuentes del propio Bloom: el Ulises, de James Joyce, y el ensayo Kafka y sus precursores, de Jorge Luis Borges. Engendrar el pasado. En el capítulo 9 del Ulises el personaje Stephen Dedalus, álter ego de Joyce, traza una analogía entre la creación divina (del mundo por Dios), la creación paterna (del hijo por el padre) y la creación literaria (de la obra por el autor). La relación madre-hijo está dada por la naturaleza: es una relación de causa y efecto sujeta a la sucesión temporal. La relación padre-hijo, en cambio, no corresponde al orden de lo real, sino al orden de lo simbólico: está establecida por la ley y el lenguaje. En cada generación, quien asume el rol de padre es no sólo padre de las generaciones que vendrán, sino también padre de las generaciones que lo precedieron, padre entonces de su propio padre, su abuelo, etc. La autoridad del padre de familia es como la del papa, o santo padre. Este rige no sólo el presente sino el pasado de la Iglesia: puede, por ejemplo, canonizar a papas o sacerdotes de tiempos pretéritos. De manera análoga, el gran escritor de cada generación define no sólo la literatura que vendrá, sino la literatura que lo ha precedido. Un hijo-efebo que consigue modificar para siempre nuestra manera de leer a su padre-precursor se convierte de alguna manera en creador de su precursor, en padre de su padre. 


De esto trata el texto «Kafka y sus pre cursores», de Borges. Este enumera una serie de obras y autores que hoy nos resultan «kafkianos»: Zenón y su paradoja contra el movimiento, un texto sobre los unicornios debido a un apólogo de un prosista chino del siglo IX, dos parábolas religiosas del filósofo danés Kierkegaard, un poema de Robert Browning, un cuento de León Bloy y otro de lord Dunsany. Nuestra lectura de Kafka, afirma Borges, refina y desvía nuestra percepción de estas obras. Ya no las leemos como se leyeron en su tiempo, como las leyeron por ejemplo quienes las escribieron. Lo más significativo, agrega Borges, es comprobar que si bien todas estas obras se parecen a Kafka, no se parecen entre sí: Kafka ha hecho un conjunto de lo que antes era una dispersión de obras disímiles. Un gran autor, concluye Borges, crea a sus precursores, o en términos de Bloom, convierte a sus padres en sus hijos. 


Bloom toma el ensayo de Borges como punto de partida, pero establece algunas diferencias. Los precursores de los que habla Borges en aquel texto son escritores menores que el efebo, incluso algunos no son precursores en sentido estricto, ya que Kafka no pudo haberlos leído. Por eso, en los casos que señala Borges, la relación precursor-efebo puede darse sin lucha, sin rivalidad, en otras palabras, sin angustia. 


La relación de influencia que más le interesa a Bloom, en cambio, es la que se establece entre un precursor fuerte, titánico, y un efebo fuerte, a veces tan fuerte como él, pero condenado, por el único pecado de haber llegado más tarde, a ser un segundón de la literatura. En estos casos, la acritud hacia el gran precursor es de admiración, rivalidad, miedo, a veces odio: ahora sí, estamos en el terreno de la angustia de las influencias. Kafka vivió intensamente tal angustia: su gran precursor fue el olímpico Goethe. Los diarios de Kafka están llenos de anotaciones sobre cuánto le cuesta hacerse un lugar en los escasos oscuros recovecos dejados por la cegadora luz del omnipotente escritor, como ésta del 4 de febrero de 1912: 


«La avidez con que leo todo lo relativo a Goethe (las conversaciones de Goethe, sus años de estudiante, entrevistas con Goethe, una visita de Goethe a Frankfurt) que me penetra entero, y que me impide absolutamente escribir.» Y un día después: «Hermosa silueta de cuerpo entero de Goethe. Inmediata impresión de repugnancia al contemplar ese cuerpo perfecto de hombre, ya que es inimaginable sobrepasar ese grado de perfección.» 


Hacia el final de su ensayo, Borges señala: «En el vocabulario crítico, la palabra precursor es indispensable, pero habría que tratar de purificarla de toda connotación de polémica o de rivalidad.» Aquí es donde Bloom marca su principal diferencia con Borges: «Creo que Borges se engañaba al afirmar que en la relación entre el precursor y el sucesor no había celos o rivalidad. Creo que él mismo satiriza luego ese idealismo literario suyo en su gran cuento “El inmortal”» En su cuento «Pierre Menard, autor del Quijote» (1939), Jorge Luis Borges propone el caso extremo de un autor del siglo XX que, subyugado por la grandeza de Cervantes, se propone la tarea imposible de reescribir textualmente El Quijote, no copiándolo, sino creándolo él mismo de nuevo. Sólo logra completar unos fragmentos, que resultan palabra por palabra idénticos al original, pero que al ser el producto de un escritor francés del siglo XX tienen un sentido radicalmente distinto al del texto de Cervantes. El caso de Pierre Menard ilustra el predicamento del escritor tardío: aun cuando lograra reproducir la creación del precursor, su obra, por venir después, no será valorada de la misma manera. 


La conciencia de ser menor, o la más intolerable aún conciencia de ser igual de fuerte y estar condenado al lugar de segundón por el solo hecho de haber venido después, producen sufrimiento, angustia y dolor: ésta es una realidad que no puede ser modificada, pero lo que sí puede modificarse, mediante la negación, el desplazamiento, la represión, es la conciencia de esa realidad. Con esta consideración, la teoría de Bloom busca apoyo en el psicoanálisis freudiano. 


Incapaz de ser el precursor, incapaz de ignorarlo, al efebo le queda un sólo camino: revisarlo. El efebo olvida el poema de su precursor, es decir, reprime el recuerdo de ese poema: por tanto, el poema nuevo que escriba estará cargado del poema negado. O bien olvida parcialmente, recuerda mal (pero este es un olvido defensivo, creativo, que nada tiene que ver con la mera mala memoria) o lee mal, y recuerda esa mala lectura. Todo poema fuerte, señala Bloom, es una mala lectura, una mala interpretación, de un poema fuerte anterior: el error es lo que abre espacio a la creatividad. Una «buena» lectura, en cambio, sería la lectura de El Quijote que realiza Pierre Menard: tan buena que el poema nuevo no es más que un calco del anterior. Bloom utiliza el término cociente revisionista para aludir a la relación entre un poema primero y el poema segundo que lo revisa, es decir, realiza una «mala lectura» del primero. Bloom se coloca así en contra de cierta tradición crítica –y de sentido común– que divide las lecturas en buenas y malas de acuerdo a si son fieles, o no, a la obra leída. 


Bloom prefiere los términos lectura fuerte y lectura débil. Una lectura fiel, una lectura que respeta el sentido del original, lo que habitualmente se conoce como una buena lectura, es una lectura débil: no revitaliza al original, no produce nuevos sentidos, no produce nueva literatura. El escritor fiel no emergerá nunca de la sombra de su precursor. El escritor fiel es un lector idealista. La mala lectura es aquella que violenta, confunde, deforma el texto original, lo modifica para siempre. Toda lectura fuerte es una mala lectura, y el escritor que lee mal puede convertirse en un poeta fuerte, o escritor revisionista. Para que haya influencia debe haber errores de interpretación. La historia de la literatura es la historia de las malas lecturas que hacen los poetas fuertes de los poetas fuertes anteriores. Todo cociente revisionista es un mecanismo de defensa inconsciente (en el sentido freudiano) que realiza el efebo para recibir una influencia creativa del precursor sin morir (poéticamente) en el intento. Bloom señala seis maneras o modalidades de mala interpretación, es decir, seis cocientes revisionistas: 


Clinamen es la mala lectura o mala interpretación propiamente dicha. Al escribir su poema, el efebo sigue a su precursor y en algún punto se desvía, toma otra dirección. El poema del efebo no se aparta meramente ni abandona o desentiende del poema padre. Más bien, se convence de que el poema-padre debió haber realizado precisamente esta desviación que el nuevo poema va a hacer ahora. De manera análoga, en la historia de una familia un hijo intentará frecuentemente en su vida (de manera inconsciente), alejarse y acercarse a la vez al padre apartándose del camino que tomó, para tomar el camino que debió haber tomado. Esta corrección es una ilusión (el padre tomó el camino que quiso), pero le permite al hijo asimilar la influencia del padre y al mismo tiempo adquirir independencia y hasta un poder ilusorio sobre él. 


Tésera es complemento o antítesis. El poeta considera (erróneamente) que su precursor se ha quedado a mitad de camino, y el poema nuevo «completa» al poema precursor. El hijo considera no que el padre erró el camino sino que dejó una parte sin recorrer: él llegará a la meta que (según él) el padre se trazó, él completará su tarea. Se trata de nuevo de una ilusión, que frecuentemente actúa de manera inconsciente (la localización o implantación psíquica de la influencia literaria, señala Bloom, no se da en el superego sino en el ello o inconsciente), pero es una ilusión creativa que le permite al poeta-hijo recibir la influencia del padre sin ser aplastado por ella. 


Kenosis implica un aparrarse del precursor a través de un vaciarse o humillarse por parte del efebo. Bloom toma el término de san Pablo, en el que significa la «autohumillación» de Cristo al pasar de su condición de Dios a la de hombre. Es un movimiento de ruptura o discontinuidad: la peligrosa fuerza del precursor se deshace, pero en uno mismo. Bloom relaciona este cociente con los mecanismos freudianos de defensa: el hijo se defiende de la fuerza del padre deshaciéndola en sí mismo, y al hacerlo deshace también la fuerza del padre. Este tercer cociente, señala Bloom, señala más bien una relación entre poetas que entre poemas. 


Demonización. En ella el poeta posterior busca sus influencias más allá o más atrás del precursor, en una fuerza o poder anterior, a veces imaginada como sobre natural (angélica o diabólica) que el precursor habría recibido y que él ahora podrá recibir a su vez. No es del precursor de donde el efebo recibe su fuerza, sino que ambos la reciben de una fuerza superior, que por su carácter de no humana permite aliviar o desplazar los sentimientos de celos o humillación asociados con la angustia de las influencias. 


Ascesís. Aquí el poeta posterior busca la pobreza, se vuelve ascético y renuncia a alguna de sus dotes, y al hacerlo se libera (cree liberarse) de la carga de su enorme deuda con el padre-precursor. La analogía con el hijo que renuncia a una herencia para no deberle nada al padre puede resultar adecuada si recordamos que en el caso de la herencia literaria los términos de la renuncia están dictados por los términos de la herencia: el poeta segundo renuncia específicamente a aquellas cosas en las que el precursor es más fuerte, y el rechazo es tan minucioso y dependiente del original como lo sería una imitación. Un buen ejemplo es el de Samuel Beckett: en sus primeras obras trata de competir con su gran precursor Joyce en el mismo terreno, escribir obras de una riqueza e inventiva verbal que rivalicen con las de su precursor. Previsiblemente fracasa: y para escapar de la sombra de Joyce, Beckett elige otra lengua, una lengua que no domina bien: el francés. Renuncia a la lengua materna porque en esta lengua Joyce lo aplasta. En francés se ve obligado a escribir de manera seca, despojada, sin alusiones ni juegos de palabras. Luego vuelve a traducir sus textos al inglés a partir de la versión francesa, logrando un inglés huérfano, ascético, casi muerto: un inglés que es incapaz de contaminarse de la riqueza del inglés de Joyce. 


Apofrades es el retorno de los muertos. Es un movimiento que suele darse al final de una carrera exitosa del poeta. Así como el hijo que en su juventud se ha rebelado contra su padre con éxito, se convierte en un patriarca en la última etapa de su vida según el modelo de su padre y se le parece más que nunca, el poeta que se ha liberado de la sombra del precursor la invoca ahora con orgullo y respeto. Borges, que en su juventud lucha contra la sombra del poeta modernista Leopoldo Lugones, apartando su poética cuanto puede de la suya, en su madurez no sólo reivindica la figura de Lugones como padre y precursor, sino que abre su obra a su influjo. En 1960, Borges, que ya entonces había superado ampliamente a Lugones en éxitos y prestigio, se imagina llevando un ejemplar de su libro El hacedor a su maestro, ya muerto en el mundo real: «Si no me engaño, usted no me malquería, Lugones, y le hubiera gustado que le gustara algún trabajo mío. Ello no ocurrió nunca, pero esta vez usted vuelve las páginas y lee con aprobación algún verso, acaso porque en él ha reconocido su propia voz, acaso porque la práctica deficiente le importa menos que la sana teoría.» 


La estampa del humilde discípulo que se acerca al maestro con la cabeza gacha para recibir su bendición es el reverso exacto de la realidad: es Borges el que le está ofreciendo a Lugones un lugar en su obra, es Lugones el que agradece la merced que un gran escritor le está haciendo a un escritor de segunda línea. Y es precisamente por eso que ahora en la escritura de Borges «se reconoce la voz» de Lugones con mayor claridad que en el Borges joven. Esto puede suceder ahora que Borges ha superado a Lugones y puede permitirse volver a él sin riesgo para su integridad poética. 


¿Qué es lo que está en juego, en última instancia, en el duelo literario entre efebo y precursor? ¿Cuál es el botín, cuál el trofeo? Según Bloom, es «la más grande de las ilusiones humanas, la visión de la inmortalidad». La victoria del poeta fuerte es una victoria sobre el tiempo y la muerte. La literatura es un sistema que permite defenderse de la muerte y el olvido posterior, pero es un sistema egoísta: quien se salva de la muerte y el olvido lo hace a costa de los demás. Si el canon literario es una barca que conduce a las tierras de la inmortalidad, no hay lugar para todos en ella: los más fuertes echan a los más débiles por la borda. 


La visión de Bloom es hasta cierto punto caníbal o vampírica: si cada obra se nutre de las energías de las anteriores, cada generación será más débil que la anterior. Tomada como un absoluto, es una visión que conduce inevitablemente a la idea del agotamiento de la literatura, y Bloom suele referirse a la nuestra como una «época tardía», como si el poema padre fuera una luz solar y los poemas posteriores apenas espejos que la van reflejando cada vez con menor intensidad. Pero habría que agregar que la literatura no sólo se nutre de la literatura, sino de todos los discursos que produce la cultura: en el pasado, de la cultura popular, y desde hace poco más de un siglo, de la cultura de masas. Autores como Dashiell Hammett, Raymond Chandler, William Burroughs, Jack Kerouac, Alien Ginsberg, Charles Bukowski, por mencionar sólo algunos de la cultura estadounidense, son olímpicamente ignorados por Bloom en sus estudios. Y justamente lo que caracteriza a estos autores es que su literatura deriva no sólo de la alta literatura anterior (como hacen los efebos de Bloom), sino de los discursos de la literatura de masas. También se manifiesta en ellos la angustia de las influencias (es notable por ejemplo en Chandler y Bukowski hacia Hemingway, en Ginsberg hacia Walt Whitman y William Carlos Williams), pero el desvío o clinamen se produce en ellos hacia fuera, hacia los márgenes de la literatura, y así escapan de ese agotamiento que Bloom señala como inevitable en nuestra época «tardía». 







Tomado de:
GAMERRO, Carlos (2003): Harold Bloom y el canon literario. Madrid, Campo de ideas, pp. 10-23.

No hay comentarios.: