14 septiembre 2019

América Latina: exilio y literatura. Julio Cortázar




América Latina: exilio y literatura


Julio Cortázar


Lo que sigue es una tentativa de aproximación parcial a los problemas que plantea el exilio en la literatura, y a su consecuencia forzosa, la literatura del exilio. No tengo ninguna aptitud analítica; me limito aquí a una visión muy personal, que no pretendo generalizar sino exponer como simple aporte a un problema de infinitas facetas.


Hecho real y tema literario, el exilio domina en la actualidad el escenario de la literatura latinoamericana. Como hecho real, de sobra conocemos el número de escritores que han debido alejarse de sus países; como tema literario, se manifiesta obviamente en poemas, cuentos y novelas de muchos de ellos. Tema universal, desde las lamentaciones de un Ovidio o de un Dante Alighieri, el exilio es hoy una constante en la realidad y en la literatura latinoamericanas, empezando por los países del llamado Cono Sur y siguiendo por el Brasil y no pocas naciones de América Central. Esta condición anómala del escritor abarca a argentinos, chilenos, uruguayos, paraguayos, bolivianos, brasileños, nicaragüenses, salvadoreños, haitianos, dominicanos, y la lista no se detiene ahí. Por «escritor» entiendo sobre todo al novelista y al cuentista, es decir a los escritores de invención y de ficción; a la par de ellos incluyo al poeta, cuya especificidad nadie ha podido definir pero que forma cuerpo común con el cuentista y el novelista en la medida en que todos ellos juegan su juego en un territorio dominado por la analogía, las asociaciones libres, los ritmos significantes y la tendencia a expresarse a través o desde vivencias y empatías.


Al tocar el problema del escritor exilado, me incluyo actualmente entre los innumerables protagonistas de la diáspora. La diferencia está en que mi exilio sólo se ha vuelto forzoso en estos últimos años; cuando me fui de la Argentina en 1951, lo hice por mi propia voluntad y sin razones políticas o ideológicas apremiantes. Por eso, durante más de veinte años pude viajar con frecuencia a mi país, y sólo a partir de 1974 me vi obligado a considerarme como un exilado. Pero hay más y peor: al exilio que podríamos llamar físico habría de sumarse el año pasado un exilio cultural, infinitamente más penoso para un escritor que trabaja en íntima relación con un contexto nacional lingüístico; en efecto, la edición argentina de mi último libro de cuentos fue prohibida por la junta militar, que sólo la hubiera autorizado si yo condescendía a suprimir dos relatos que consideraba como lesivos para ella o para lo que ella representa como sistema de opresión y de alienación. Uno de esos relatos se refería indirectamente a la desaparición de personas en el territorio argentino; el otro tenía por tema la destrucción de la comunidad cristiana del poeta nicaragüense Ernesto Cardenal en la isla de Solentiname.


Como se ve, puedo hoy sentir el exilio desde dentro, es decir, paradójicamente, desde fuera. Años atrás, cada vez que me fue dado participar en la defensa de las víctimas de cualquiera de las dictaduras de nuestro continente, a través de organismos como el Tribunal Bertrand Russell II o la Comisión de Helsinki, no se me hubiera ocurrido situarme en el mismo plano que los exilados latinoamericanos, puesto que jamás había considerado mi lejanía del país como un exilio, y ni siquiera como un auto-exilio. Para mí al menos, la noción de exilio comporta una compulsión, y muchas veces una violencia. Un exilado es casi siempre un expulsado, y ése no era mi caso hasta hace poco. Quiero aclarar que no he sido objeto de ninguna medida oficial en ese sentido, y es muy posible que si quisiera viajar a la Argentina podría entrar en ella sin dificultad; lo que sin duda no podría es volver a salir, aunque desde luego la junta militar no reconocería ninguna responsabilidad en lo que pudiera sucederme; es bien sabido que en la Argentina la gente desaparece sin que, oficialmente, se tenga noticia de lo que ocurre.


Así, entonces, asumiendo y viviendo la condición de exilado, quisiera hacer algunas observaciones sobre algo que tan de cerca nos toca a los escritores. Mi intención no es una autopsia sino una biopsia; mi finalidad no es la deploración sino la respuesta más activa y eficaz posible al genocidio cultural que crece de día en día en tantos países latinoamericanos. Diré más, a riesgo de rozar la utopía: creo que las condiciones están dadas entre nosotros, los escritores exilados, para superar el desarraigamiento que nos imponen las dictaduras, y devolver a nuestra manera específica el golpe que nos inflige cada nuevo exilio. Pero para ello habría que superar algunos malentendidos de raíz romántica y humanista, y, por decirlo de una vez, anacrónica, y plantear la condición del exilio en términos que superen su negatividad, a veces inevitable y terrible, pero a veces también estereotipada y esterilizante.


Hay, desde luego, el traumatismo que sigue a todo golpe, a toda herida. Un escritor exilado es en primer término una mujer o un hombre exilado, es alguien que se sabe despojado de todo lo suyo, muchas veces de una familia y en el mejor de los casos de una manera y un ritmo de vivir, un perfume del aire y un color del cielo, una costumbre de casas y de calles y de bibliotecas y de perros y de cafés con amigos y de periódicos y de músicas y de caminatas por la ciudad. El exilio es la cesación del contacto de un follaje y de una raigambre con el aire y la tierra connaturales; es como el brusco final de un amor, es como una muerte inconcebiblemente horrible porque es una muerte que se sigue viviendo conscientemente, algo como lo que Edgar Allan Poe describió en ese relato que se llama El entierro prematuro.


Ese traumatismo harto comprensible determinó desde siempre y sigue determinando que un cierto número de escritores exilados ingresen en algo así como una penumbra intelectual y creadora que limita, empobrece y a veces aniquila totalmente su trabajo. Es tristemente irónico comprobar que este caso es más frecuente en los escritores jóvenes que en los veteranos, y es ahí donde las dictaduras logran mejor su propósito de destruir un pensamiento y una creación libres y combativos. A lo largo de los años he visto apagarse así muchas jóvenes estrellas en un cielo extranjero. Y hay algo aún peor, y es lo que podríamos llamar el exilio interior, puesto que la opresión, la censura y el miedo en nuestros países han aplastado «in situ» muchos jóvenes talentos cuyas primeras obras tanto prometían. Entre los años 55 y 70 yo recibía cantidad de libros y manuscritos de autores argentinos noveles, que me llenaban de esperanza; hoy no sé nada de ellos, sobre todo de los que siguen en la Argentina. Y no se trata de un proceso inevitable de selección y decantación generacional, sino de una renuncia total o parcial que abarca un número mucho mayor de escritores que el previsible dentro de condiciones normales.


También por eso resulta tristemente irónico verificar que los escritores exilados en el extranjero, sean jóvenes o veteranos, se muestran en conjunto más fecundos que aquellos a quienes las condiciones internas acorralan y hostigan, muchas veces hasta la desaparición o la muerte, como en los casos de Rodolfo Walsh y de Haroldo Conti en la Argentina. Pero en todas las formas del exilio la escritura se cumple dentro o después de experiencias traumáticas que la producción del escritor reflejará inequívocamente en la mayoría de los casos.


Frente a esa ruptura de las fuentes vitales que neutraliza o desequilibra la capacidad creadora, la reacción del escritor asume aspectos muy diferentes. Entre los exilados fuera del país, una pequeña minoría cae en el silencio, obligada muchas veces por la necesidad de reajustar su vida a condiciones y a actividades que la alejan forzosamente de la literatura como tarea esencial. Pero casi todos los otros exilados siguen escribiendo, y sus reacciones son perceptibles a través de su trabajo. Están los que casi proustianamente parten desde el exilio a una nostálgica búsqueda de la patria perdida; están los que dedican su obra a reconquistar esa patria, integrando el esfuerzo literario en la lucha política. En los dos casos, a pesar de su diferencia radical, suele advertirse una semejanza: la de ver en el exilio un disvalor, una derogación, una mutilación contra la cual se reacciona en una u otra forma. Hasta hoy no me ha sido dado leer muchos poemas, cuentos o novelas de exilados latinoamericanos en los que la condición que los determina, esa condición específica que es el exilio, sea objeto de una crítica interna que la anule como disvalor y la proyecte a un campo positivo. Se parte casi siempre de lo negativo (desde la deploración hasta el grito de rebeldía que puede surgir de ella) y apoyándose en ese mal trampolín que es un disvalor se intenta el salto hacia adelante, la recuperación de lo perdido, la derrota del enemigo y el retorno a una patria libre de déspotas y de verdugos.


Personalmente, y sabiendo que estoy en el peligroso filo de una paradoja, no creo que esta actitud con respecto al exilio dé los resultados que podría alcanzar desde otra óptica, en apariencia irracional pero que responde, si se la mira de cerca, a una toma de realidad perfectamente válida. Quienes exilian a los intelectuales consideran que su acto es positivo, puesto que tiene por objeto eliminar al adversario. ¿Y si los exilados optaran también por considerar como positivo ese exilio? No estoy haciendo una broma de mal gusto, porque sé que me muevo en un territorio de heridas abiertas y de irrestañables llantos. Pero sí apelo a una distanciación expresa, apoyada en esas fuerzas interiores que tantas veces han salvado al hombre del aniquilamiento total, y que se manifiestan entre otras formas a través del sentido del humor, ese humor que a lo largo de la historia de la humanidad ha servido para vehicular ideas y praxis que sin él parecerían locura o delirio. Creo que más que nunca es necesario convertir la negatividad del exilio —que confirma así el triunfo del enemigo— en una nueva toma de realidad, una realidad basada en valores y no en disvalores, una realidad que el trabajo específico del escritor puede volver positiva y eficaz, invirtiendo por completo el programa del adversario y saliéndole al frente de una manera que éste no podía imaginar.


Me referiré otra vez a mi experiencia personal: si mi exilio físico no es de ninguna manera comparable al de los escritores expulsados de sus países en los últimos años, puesto que yo me marché por decisión propia y ajusté mi vida a nuevos parámetros a lo largo de más de dos décadas, en cambio mi reciente exilio cultural, que corta de un tajo el puente que me unía a mis compatriotas en cuanto lectores y críticos de mis libros, ese exilio insoportablemente amargo para alguien que siempre escribió como argentino y amó lo argentino, no fue para mí un traumatismo negativo. Salí del golpe con el sentimiento de que ahora sí, ahora la suerte estaba verdaderamente echada, ahora tenía que ser la batalla hasta el fin. El sólo pensar en todo lo que ese exilio cultural tiene de alienante y de pauperizante para miles y miles de lectores que son mis compatriotas como lo son de tantos otros escritores cuyas obras están prohibidas en el país, me bastó para reaccionar positivamente, para volver a mi máquina de escribir y seguir adelante mi trabajo, apoyando todas las formas inteligentes de combate. Y si quienes me cerraron el acceso cultural a mi país piensan que han completado así mi exilio, se equivocan de medio a medio. En realidad me han dado una beca de full-time, una beca para que me consagre más que nunca a mi trabajo, puesto que mi respuesta a ese fascismo cultural es y será multiplicar mi esfuerzo junto a todos los que luchan por la liberación de mi país. Desde luego no voy a dar las gracias por una beca de esa naturaleza, pero la aprovecharé a fondo, haré del disvalor del exilio un valor de combate.


Inútil decir que no pretendo extrapolar mi reacción personal y pretender que todo escritor exilado la comparta. Simplemente creo factible invertir los polos en la noción estereotipada del exilio, que guarda aún connotaciones románticas de las que deberíamos librarnos. El hecho está ahí: nos han expulsado de nuestras patrias. ¿Por qué colocarnos en su tesitura y considerar esa expulsión como una desgracia que sólo negativamente puede determinar nuestras reacciones? ¿Por qué insistir cotidianamente en artículos y en tribunas sobre nuestra condición de exilados, subrayándola casi siempre en lo que tiene de más penoso, que es precisamente lo que buscan aquellos que nos cierran las puertas del país? Exilados, sí. Punto. Ahora hay otras cosas que escribir y que hacer; como escritores exilados, desde luego, pero con el acento en escritores. Porque nuestra verdadera eficacia está en sacar el máximo partido del exilio, aprovechar a fondo esas siniestras becas, abrir y enriquecer el horizonte mental para que cuando converja otra vez sobre lo nuestro lo haga con mayor lucidez y mayor alcance. El exilio y la tristeza van siempre de la mano, pero con la otra mano busquemos el humor: él nos ayudará a neutralizar la nostalgia y la desesperación. Las dictaduras latinoamericanas no tienen escritores sino escribas: no nos convirtamos nosotros en escribas de la amargura, del resentimiento o de la melancolía. Seamos realmente libres, y para empezar librémonos del rótulo conmiserativo y lacrimógeno que tiende a mostrarse con demasiada frecuencia. Contra la autocompasión es preferible sostener, por demencial que parezca, que los verdaderos exilados son los regímenes fascistas de nuestro continente, exilados de la auténtica realidad nacional, exilados de la justicia social, exilados de la alegría, exilados de la paz. Nosotros somos más libres y estamos más en nuestra tierra que ellos. He hablado de demencia; también ella, como el humor, es una manera de romper los moldes y abrir un camino positivo que no encontraremos jamás si seguimos plegándonos a las frías y sensatas reglas del juego del enemigo. Polonio dice de Hamlet: «Hay un método en su locura». Tiene razón, porque aplicando su método demencial Hamlet triunfa al fin; triunfa como un loco, pero jamás un cuerdo hubiera echado abajo el sistema despótico que ahoga a Dinamarca. La vida de Ofelia, de Laertes y la suya son el terrible precio de esta locura, pero Hamlet acaba con los asesinos de su padre, con el poder basado en el terror y la mentira, con la junta de su tiempo. En esa locura hay un método, y para nosotros un ejemplo. Inventemos en vez de aceptar los rótulos que nos pegan. Definámonos contra lo previsible, contra lo que se espera convencionalmente de nosotros.


Estoy seguro de que esto es posible, pero también de que nadie lo logra sin dar un paso atrás en sí mismo para verse de nuevo, para verse nuevo, para sacar por lo menos ese partido del exilio. La toma de realidad a que aludí antes no será posible sin una autocrítica que por fin y de una buena vez nos quite algunas de las vendas que nos tapan los ojos.


En ese sentido todo escritor honesto admitirá que el desarraigo conduce a esa re-visión de sí mismo. En términos compulsivos y brutales tiene el mismo efecto que en otros tiempos se buscaba en América Latina con el famoso «viaje a Europa» de nuestros abuelos y nuestros padres. Lo que ahora se da como forzado era entonces una decisión voluntaria y gozosa, era el espejismo de Europa como catalizadora de fuerzas y talentos todavía en embrión. Ese viaje de un chileno o un argentino a París, Roma o Londres era un viaje iniciático, un espaldarazo insustituible, el acceso al Santo Graal de la sapiencia de Occidente. Afortunadamente estamos saliendo más y más de esa actitud de colonizados mentales que pudo tener su justificación histórica y cultural en otros tiempos pero que el empequeñecimiento y la simultaneización del planeta ha vuelto anacrónica. Y sin embargo resta una analogía entre el maravilloso viaje cultural de antaño y la expulsión despiadada del exilio: la posibilidad de esa re-visión de nosotros mismos en tanto que escritores arrancados a nuestro medio.


Ya no se trata de aprender de Europa, puesto que incluso podemos hacerlo lejos de ella aprovechando la ubicuidad cultural que permiten los mass media y los happy feto media; se trata sobre todo de indagarnos como individuos pertenecientes a pueblos latinoamericanos, de indagar por qué perdemos las batallas, por qué estamos exilados, por qué vivimos mal, por qué no sabemos ni gobernar ni echar abajo a los malos gobiernos, por qué tendemos a sobrevalorar nuestras aptitudes como máscara de nuestras ineptitudes. En vez de concentrarnos en el análisis de la idiosincrasia, la conducta y la técnica de nuestros adversarios, el primer deber del exilado debería ser el de desnudarse frente a ese terrible espejo que es la soledad de un hotel en el extranjero y allí, sin las fáciles coartadas del localismo y de la falta de términos de comparación, tratar de verse como realmente es.


Muchos lo han hecho a lo largo de estos años, incluso valiéndose de su literatura como terreno de rechazo y de reencuentro con ellos mismos. Es fácil identificar a los escritores que se han sometido a ese examen despiadado, pues la índole de su creación refleja no sólo la batalla en sí sino las nuevas inflexiones del pensamiento y de la praxis. Por un lado están los que dejan de escribir para entrar en un terreno de acción personal, y por otro los que siguen escribiendo como forma específica de acción pero ahora desde ópticas más abiertas, desde nuevos y más eficaces ángulos de tiro. En los dos casos el exilio ha sido superado como disvalor; en cambio, quienes callan para no hacer nada, o siguen escribiendo como habían escrito siempre, se vuelven igualmente ineficaces puesto que acatan el exilio como negatividad.


En la medida en que seamos capaces de esta dura crítica de todo aquello que haya podido contribuir a llevarnos al exilio, y que sería demasiado fácil e hipócrita achacar exclusivamente al adversario, prepararemos desde ahora las condiciones que nos permitan luchar contra él y retornar a la patria. Ya lo sabemos: poco pueden los escritores contra la máquina del imperialismo y el terror fascista en nuestras tierras; pero es evidente que en el curso de los últimos años la denuncia por vía literaria de esa máquina y de ese terror ha logrado un impacto creciente en los lectores del extranjero, y por consiguiente una mayor ayuda moral y práctica a los movimientos de resistencia y de lucha.


Si por un lado el periodismo honesto informa cada vez más al público en ese terreno, cosa fácilmente comprobable en Francia, a los escritores latinoamericanos en exilio les toca sensibilizar esa información, inyectarle esa insustituible corporeidad que nace de la ficción sintetizadora y simbólica, de la novela, el poema o el cuento que encarnan lo que jamás encarnarán los despachos del télex o los análisis de los especialistas. Por cosas así, claro está, las dictaduras de nuestros países temen y prohíben y queman los libros nacidos en el exilio de dentro y de fuera. Pero también eso, como el exilio en sí, debe ser valorizado por nosotros. Ese libro prohibido o quemado no era del todo bueno; escribamos ahora otro mejor.
























Tomado de:
CORTÁZAR, Julio (1984): Argentina. Años de alambradas culturales. Barcelona, Muchnik, pp. 11-15.

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