29 julio 2014

Lectura y representación del mundo social. Roger Chartier




Lectura y representación
 del mundo social

Roger Chartier


Una primera diferencia distingue la historia cultural, entendida como una historia de las representaciones y de las prácticas, de la historia de las mentalidades en su acepción clásica. Esta última ha logrado magníficos éxitos, pero los postulados que la fundan no nos satisfacen ya. La crítica es triple: contra la adecuación demasiado simplista entre divisiones sociales y diferencias culturales; contra la concepción que considera el lenguaje como un simple útil, más o menos disponible para expresar el pensamiento; contra la primacía dada a la caracterización global de la mentalidad colectiva en detrimento de un estudio de las formas textuales (o imágenes) que vehiculan su expresión.


Partiendo de una representación previa de la lectura, las estrategias de control o de seducción del lector utilizan la materialidad del libro, inscribiendo en el objeto mismo los dispositivos textuales y formales que apuntan a controlar más estrechamente la interpretación del texto: de un lado, los prefacios, memoriales, advertencias preliminares, glosas o comentarios que formulan cómo la obra debe.ser comprendida; por otra parte, la organización del texto, en la extensión de la página o en el desarrollo del libro, se encarga de guiar y constreñir la lectura. Al lado de las censuras institucionalizadas, de Iglesia o de Estado, estos dispositivos traducen la permanente inquietud de los que tienen autoridad sobre los textos frente a su posible corrupción o su posible desviación cuando una extremada divulgación los exponen a unas interpretaciones "salvajes". De aquí el esfuerzo intenso, y frecuentemente fallido, que pretende controlar la recepción: por la prohibición, por el distanciamiento, pero también por las coacciones, explícitas o implícitas, que pretenden domeñar la interpretación.


Reconstruir las lecturas de los lectores más humildes no es cosa fácil. Muchas pistas pueden ser seguidas (y lo son en este libro como en otros estudios). Todas se apoyan sobre un estudio sistemático de las representaciones de la lectura: representaciones iconográficas de situaciones de lectura y de objetos leídos; representaciones de las prácticas del leer y del escribir en los relatos, los exempla o los manuales prácticos destinados al mercado "popular"; representaciones de las aptitudes y de las expectativas de los lectores menos hábiles tal como los traducen los dispositivos formales de las ediciones de venta ambulante; representaciones de su propia lectura por lectores plebeyos o campesinos en el momento en que se vuelcan a la escritura autobiográfica o cuando la autoridad (por ejemplo inquisitorial) les obliga a indicar los libros que ellos han leído y a decir cómo los han leído. Cara a estos textos y a estas imágenes que ponen en escena las lecturas populares, una precaución es necesaria de entrada. Cualquiera que sean las representaciones no mantienen nunca una relación de inmediatez y de transparencia con las prácticas sociales que dan a leer o a ver. Todas remiten a las modalidades específicas de su producción, comenzando por las intenciones que las habitan, hasta los destinatarios a quienes ellas apuntan, a los géneros en los cuales ellas se moldean. 


Descifrar las reglas que gobiernan las prácticas de la representación es pues una condición necesaria y previa a la comprehensión de la representación de dichas prácticas. La historia cultural tal como nosotros la entendemos se opone punto por punto a esta perspectiva. Por una parte, considera al individuo, no en la libertad supuesta de su yo propio y separado, sino en su inscripción en el seno de las dependencias recíprocas que constituyen las configuraciones sociales a las que él pertenece. Por otra parte, la historia cultural coloca en lugar central la cuestión de la articulación de las obras, representaciones y prácticas con las divisiones del mundo social que, a la vez, son incorporadas y producidas por los pensamientos y las conductas. Por fin, ella apunta, no a autonomizar lo político, sino a comprender cómo toda transformación en las formas de organización y de ejercicio del poder supone un equilibrio de tensiones especificas entre los grupos sociales al mismo tiempo que modela unos lazos de interdependencia particulares, una estructura de la personalidad original.


Lectura en voz alta  (siglo XIX).


Las obras, en efecto, no tienen un sentido estable, universal, fijo. Están investidas de significaciones plurales y móviles, construidas en el reencuentro entre una proposición y una recepción, entre las formas y los motivos que les dan su estructura y las competencias y expectativas de los públicos que se adueñan de ellas. Cierto, los creadores, o la autoridades, o los "clérigos", aspiran siempre a fijar el sentido y articular la interpretación correcta que deberá constreñir la lectura (o la mirada). Pero siempre, también, la recepción inventa, desplaza, distorsiona. Producidas en una esfera especifica, el campo artístico e intelectual, que tiene sus reglas, sus convenciones, sus jerarquías, las obras se escapan y toman densidad peregrinando, a veces en periodos de larga duración, a través del mundo social. Descifradas a partir de los esquemas mentales y afectivos que constituyen la "cultura" propia (en el sentido antropológico) de las comunidades que las reciben, las obras se toman, en reciprocidad, una fuente preciosa para reflexionar sobre lo esencial: a saber la construcción del lazo social, la conciencia de la subjetividad, la relación con lo sagrado.


Inversamente, toda creación inscribe en sus formas y sus temas una relación con las estructuras fundamentales que, en un momento y en un lugar dados, organizan y singularizan la distribución del poder, la organización de la sociedad o la economía de la personalidad. Pensado (y pensándose) como un demiurgo, el artista o el pensador inventa sin embargo bajo coacción (obligación social). Coacción en relación a las reglas (del patronazgo, del mecenazgo, del mercado) que definen su condición. Coacción más fundamental aun en relación a las determinaciones ignoradas que habitan la obra y que hacen que ella sea concebible, comunicable, comprehensible. Lo que toda historia de la cultura debe pues pensar es, indisociablemente, la diferencia por la cual todas las sociedades tienen, en figuras variables, separado de lo cotidiano, un dominio particular de la actividad humana, y las dependencias que inscriben, de múltiples maneras, la invención estética e intelectual en sus condiciones de posibilidad.


Es por ello que, en compañía de los grandes clásicos de la literatura española, de la Celestina al Lazarillo, del Quijote al Buscón, nuestro propósito, con seguridad, no es proponer una interpretación nueva; apunta solamente a reconocer en estas grandes obras la puesta en representación, extraordinariamente aguda, de prácticas y representaciones que estructuran el mundo social donde ellas se inscriben. No se trata pues de atribuir a estos textos el estatuto de documentos, supuestos reflejos adecuados de las realidades de su tiempo, sino de comprender cómo su potencia y su inteligibilidad mismas dependen de la manera en que ellos manejan, transforman, desplazan en la ficción las costumbres, enfrentamientos e inquietudes de la sociedad donde surgieron. En una obra que, por lo esencial, está consagrada a los procedimientos que regulan la producción de la significación, no podía dejar de estar presente la literatura que, en primer lugar, separo a pensar las relaciones existentes entre la eficacia del texto, la circulación del libro y las modalidades de la lectura.



















Tomado de:
CHARTIER, Roger (1992): El mundo como representación. Estudios sobre historia cultural. Barcelona, Gedisa, pp. 4-8.

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