A los que están resistiendo
Agustín Laje
Qué es la batalla cultural
La velocidad del cambio social es una función de las características técnicas, económicas, políticas y culturales de la sociedad de que se trate. Ni el cambio ni la conservación son datos permanentes. El hombre, en rigor, ha vivido durante la mayor parte de su existencia en contextos sociales donde el cambio era una rareza. Las cosas no resultaban muy distintas entre el nacimiento y la muerte de cualquier individuo. Lo que se veía y cómo se vivía durante los primeros años de vida no difería respecto de los últimos. Por razones que serán abordadas mejor en el próximo capítulo, con el advenimiento de la modernidad el cambio pasó a formar parte de la vida corriente de los hombres, al punto de constituirse en la naturaleza misma de su vida social, económica y política. La sociedad en la que nacemos no se nos presenta como la misma en la que morimos. Vivimos para presenciar cómo cambian nuestras condiciones de vida, a veces de manera radical. Además, lo que desde hace no mucho se ha empezado a denominar «posmodernidad» o «tardomodernidad», por su parte, aceleró todavía más el ritmo del cambio: la diferencia entre una década y otra entraña hoy mayor cantidad de elementos disímiles que siglos de existencia en épocas premodernas. Marx diría que, hoy más que nunca, «todo lo sólido se disuelve en el aire».
Existe la tentación, producto de las propias condiciones de vida actuales, de suponer que el cambio siempre fue, y es, cosa permanente. Ello es producto de confundir el cambio, que implica una alteración relevante y visible de las condiciones sociales de vida, con el mero movimiento, interacción y diversidad dentro de una sociedad. Si el cambio estructural fuera efectivamente permanente, la sociedad devendría imposible: un estado permanente de revolución estropearía cualquier tipo de fijación social necesaria para la vida en común. Otra cosa es lo que se debería, siguiendo a Radcliffe-Brown, llamar «reajustes», es decir, modificaciones que mantienen a un mismo tipo social, y que son parte de la necesaria actualización de la vida en sociedad. Esta idea es compartida por Robert Nisbet, para quien la comprensión del cambio social depende de «un modelo que establece una distinción rigurosa entre los cambios menores, alternativos, tipo reajuste, normales de la vida social de todos los tiempos y lugares, y los grandes cambios, relativamente raros, que afectan a tipos, categorías y sistemas». Las ideas de Kuhn sobre los procesos de cambio dentro del campo de la ciencia pueden ser de utilidad para ilustrar lo que se quiere decir con esto. En efecto, la división entre «ciencia normal» y «ciencia extraordinaria» está mediada por la idea de un cambio sustancial, un «cambio de paradigma», que reorganiza a la misma ciencia, sus normas, problemas y teorías. Durante tiempos de «normalidad», de «ciencia normal», las hipótesis se reajustan, se refutan, se reformulan, se acumulan datos, se prueba con unos y otros procedimientos. Es decir, se dan «reajustes», pero dentro de un mismo paradigma. A la inversa, el advenimiento de la «ciencia extraordinaria» lo provoca una crisis que prepara las condiciones para una revolución científica que termina en el desplazamiento de un paradigma y su reemplazo por otro. En la sociedad ocurre algo similar, y eso es precisamente lo que hace pertinente distinguir entre meros «reajustes» y «cambios» en sentido estricto.
William Ogburn ha señalado algunos factores que explicarían lo excepcional del cambio social en ciertas sociedades. Entre otros, destacó la dificultad a la hora de efectuar y difundir innovaciones, razones de aislamiento geográfico, el poder de grupos de interés, el peso de la tradición, el grado de conformidad social arraigada en normas y costumbres populares, el deseo de certidumbre, etc. Muchos de estos factores han ido perdiendo peso, y en el mundo de hoy el cambio encuentra cada vez menos resistencia. Así, las innovaciones tecnológicas constituyen en la actualidad el motor de las economías; la difusión se vehiculiza a través de tecnologías de la comunicación que permiten diseminar novedades por todo el mundo en fracciones de segundo; el aislamiento geográfico resulta una extrañeza en un planeta globalizado, y las tradiciones que todavía sobreviven están en peligro de extinción (y, cuando «vuelven», es solo como moda comercial pasajera). El cambio social y tecnológico que, respectivamente, era tan raro y suavemente escalonado en las sociedades premodernas, bajo las condiciones actuales de vida acontece sin pausa ni descanso. Estas transformaciones, ligadas en general a un statu quo moderno basado en el desarrollo, sí implican una forma de «cambio constante» cultural, en tanto la cultura se articula con el cambio de las técnicas de producción. Esta revolución técnica de infinidad de saltos pequeños y eventualmente grandes, así como su correlación compleja con las revoluciones culturales en el seno dela sociedad civil capitalista, no implican sin embargo una «revolución permanente» ni un sentido político de la «destrucción creativa» por fuera del mero sentido técnico-empresarial schumpeteriano, ni como puro cambio institucional que soslayara un necesario sustrato de orden, ni tampoco como ingeniería social (salvo, por supuesto, en los casos en que de forma anómala el proceso de desarrollo de la modernidad es intervenido desde fuera con la excusa de una evolución consciente o por saltos planificados desde el poder).
Una teoría sobre la batalla cultural ha de posar su mirada sobre los cambios que se suceden, que se impulsan y que se resisten en la dimensión cultural de una sociedad. Con ello debe entenderse: los cambios que acontecen en el nivel de lo simbólico, de las costumbres, los valores, las tradiciones, las normas, los lenguajes, las ideologías. No son pocas las dificultades que emergen de inmediato: los factores que están en la base de los cambios culturales son variados y a menudo están interrelacionados. Los cambios culturales no tienen por qué ser siempre el producto de batallas. Más aún, los cambios culturales a veces ni siquiera suponen fricción alguna. Por ello, una teoría sobre la batalla cultural debiera no simplemente posar su mirada sobre los cambios culturales y las resistencias, sino también definir con claridad una serie de características que demarquen con precisión aquello que constituye en concreto una batalla cultural. Eso mismo se intentará a continuación.
Primera característica: la cultura no es simplemente el fin de una batalla cultural, sino también su medio. Como sugerí más arriba, los cambios sociales sobrevienen por factores de diversa índole y que pueden ocurrir en distintas dimensiones de la vida social (política, económica, militar, familiar, etcétera). Una batalla cultural tiene por fin la promoción de un cambio, o bien la resistencia al mismo, que tendría lugar fundamentalmente en la dimensión cultural de la sociedad. Pero la batalla cultural no se determina solo por el fin de tipo cultural, sino también por el medio que se emplea, al menos de forma preponderante, para conseguir ese fin. En efecto, los factores que están en la base de los cambios culturales son variados y a menudo están interrelacionados. Una innovación tecnológica puede generar importantes cambios culturales, de la misma forma que los cambios culturales muchas veces allanan el camino para innovaciones tecnológicas. Las revoluciones políticas suelen proponerse cambios culturales, pero es raro ver revoluciones políticas triunfantes que no hayan estado precedidas por alteraciones culturales. Las guerras, por su lado, entrañan cambios culturales para las partes, aunque ciertas novedades culturales muchas veces están en la base de la propia guerra. Así, tan cierto es que introducir una tecnología de la producción, como por ejemplo el arado, puede generar toda una forma nueva de ver el mundo como que nuevas doctrinas religiosas, a su vez, pueden contribuir a consolidar una forma de producción, si se sigue aquello de Max Weber respecto de la ética protestante y el capitalismo. Tan cierto es que una revolución como la francesa, según describió magistralmente Augustíin Cochin, desplegó tras su triunfo y durante su período de terrorismo estatal jacobino un proyecto de ingeniería cultural seguramente inédito hasta entonces como que los orígenes de dicha revolución no pueden ser explicados sin subrayar los cambios culturales que ya se venían sucediendo en el Ancien Régime, el cual hizo de los filósofos y escritores los nuevos líderes políticos de aquella sociedad, tal como ensenó Alexis de Tocqueville. Y tan cierto es que una guerra como la de Vietnam resultó ser el catalizador de nuevas formas contraculturales en los Estados Unidos como que el nazismo y la misma Segunda Guerra Mundial resultan inseparables de las novedades de la cultura de masas políticamente instrumentalizada.
Las fuentes del cambio cultural, como se aprecia, son variadas. Algunas veces es más fácil divisar las económicas, otras las tecnológicas, otras las políticas y otras las militares. A menudo se trata de un simple ejercicio analítico, tras el cual se esconden interrelaciones muy complejas que se desanudan al separar las partes para su correspondiente análisis. Pero, con independencia de la fuente, lo que aquí interesa verdaderamente cuando se habla de «batalla cultural» es la dimensión donde esa batalla se efectiviza, y para hablar de «batalla cultural» esa dimensión debe ser, desde luego, la cultura misma. Es decir, un cambio al que debería prestarse aquí especial atención es aquel que ocurre en la cultura fundamentalmente por la cultura. Así, no cae bajo el interés de una teoría de la batalla cultural aquel cambio cultural que se concreta a través de, por ejemplo, la presión armada que un ejército ocupante ejerce sobre una población para que esta adopte nuevos valores. La palabra clave aquí es «armada», porque si esa presión la llevara adelante ese mismo ejército, pero con arreglo no a sus armas, sino a medios de propaganda o al dominio sobre instituciones educativas, por ejemplo, entonces podríamos bien hablar de una «batalla cultural» no solo por el objeto de esa batalla (los valores, las formas de vida, etc.), sino también por el medio en el que ella se desenvuelve (instituciones culturales y esfuerzos simbólicos). De la misma manera, no caería tampoco bajo el interés de una teoría sobre la batalla cultural un cambio cultural que provenga de la introducción de una nueva tecnología, como pueden ser ordenadores conectados a una red mundial, a menos que esa tecnología sea puesta al servicio de generar cambios culturales conscientemente direccionados. Y así sucesivamente.
Lo que a una teoría de la batalla cultural debiera interesarle, en efecto, son los esfuerzos por el cambio (o conservación) cultural. Pero no cualquier tipo de cambio o conservación, sino aquel que, ante todo, se opera preponderantemente dentro de la propia esfera cultural. La esfera cultural, a su vez, debe ser entendida como una dimensión social compuesta por instituciones y actores, tácticas y estrategias, específicamente culturales. Finalmente, lo específicamente cultural ha de entenderse como aquello que, sobre todo en un nivel simbólico e intangible en su contenido significativo, caracteriza el modo de ser de grupos humanos de diversos tamanos (como ya se ha dicho: lenguaje, costumbres, normas, creencias, valores, etcétera). Así pues, la primera característica de la «batalla cultural» es que el objeto de esa batalla es el dominio de la cultura, pero que no hay batalla cultural allí donde la esfera cultural no aparece, al mismo tiempo, como botín de la batalla y como terreno de su propio desarrollo. La cultura es, al unísono, aquello que está en juego y aquello donde se juega lo que está en juego.
Segunda característica: la batalla cultural supone un conflicto de cierta magnitud (y en esta medida una batalla cultural es una forma o instanciación de lo político). Es evidente que hay cambios culturales que sobrevienen sin conflictos significativos. Durante los primeros anos del decenio de 1930, los antropólogos norteamericanos pusieron de moda la palabra «aculturación» para referirse a los cambios culturales que ocurrían cuando dos culturas diferentes se ponían en contacto. La palabra «sincretismo», de manera similar, fue adoptada por la antropología para señalar aquellos casos donde la aculturación transcurre sin mayores sobresaltos en función de procesos de reinterpretación de los nuevos elementos culturales que son adaptados a la cultura que los recibe. Herskovits, por ejemplo, supo señalar cómo ciertas comunidades de negros en América adoptaron el catolicismo e identificaron divinidades africanas con santos católicos. Mutatis mutandis, dentro de una misma cultura las innovaciones culturales a veces son recibidas sin demasiadas fricciones y no redundan en un conflicto de ningún tipo de relevancia social. Por ofrecer un ejemplo contemporáneo, la música electrónica tuvo algunas resistencias por parte del mundo del rock y del pop en general, pero finalmente diversos músicos optaron por una suerte de sincretismo musical que redundó en extrañas mixturas que dieron lugar a nuevos «mainstreams » dentro de aquel mundo. Pero va de suyo que este tipo de casos no pueden ser de interés para una teoría sobre la batalla cultural, bajo la cual la propia noción de batalla sugiere la existencia de un conflicto de magnitud, de una «lucha» en el sentido weberiano, de una disputa a partir de la cual el cambio que sobreviene es entendido sobre la base de antagonismos y colisiones evidentes.
El problema es claro. Es el conflicto cultural como base de una lucha cultural lo que aquí importa, pero .a qué se refiere aquello de conflicto cultural de magnitud? John Beattie ha explicado de forma muy clara que la antropología procura distinguir dos tipos de conflicto cultural. «Primero, existen aquellos conflictos y cambios que se mantienen dentro de la estructura social existente. [...] Operan dentro del marco normativo existente, se pueden resolver en función de sistemas compartidos de valores y no constituyen un reto para las instituciones existentes». Este tipo de conflicto cultural, que podría llamarse «conflicto cultural ordinario», activa los mecanismos de reajuste social a los que se hacía referencia más arriba. Su magnitud no es capaz de provocar ningún «cambio de paradigma », ningún cambio estructural. Por ejemplo, si dentro de los límites de la familia compuesta por un hombre, una mujer y sus hijos sobreviene un conflicto cultural dado por una relajación de las costumbres que ha aumentado los casos de infidelidad en la pareja, se tiene un conflicto, aunque no se ve cómo podría este generar un cambio significativo en la estructura de la misma institución familiar. Pero, continúa Beattie, el segundo tipo de conflicto que los antropólogos estudian puede provocar «un cambio de la índole del sistema mismo: algunas de las instituciones que lo componen se alteran de tal manera que ya no “engranan” como antes con otras instituciones existentes». Este tipo de conflicto aparece allí cuando emerge con fuerza una visión radicalmente distinta respecto de los elementos culturales, que ponen en peligro la constitución misma de estos últimos. Siguiendo con el mismo ejemplo relativo a la institución familiar, el conflicto que se desencadena cuando aparece con fuerza la idea de que la familia ya no debería definirse como un grupo integrado por un hombre, una mujer y sus hijos, sino que dos hombres, dos mujeres, o lo que a cualquiera se le ocurra puede ser de idéntica manera considerado una «familia», interpela las mismas bases de la institución en cuestión, en sus funciones reproductivas en este caso, redefiniéndola por entero.
La distinción puede quedar más clara todavía si pensamos lo propio en el campo de la política. Todo sistema político procura resolver conflictos. En la democracia representativa, por ejemplo, se establecen mecanismos electorales para dar resolución al conflicto que supone el recambio de las autoridades políticas. El conflicto, pues, es la base de toda contienda electoral, pero se trata de un conflicto que lejos de poner en crisis al sistema político, constituye su propio fundamento, su propia razón de ser, activando por ello los mecanismos de reajuste que quita a unos políticos del poder para colocar a otros. Frente a una rebelión o, más todavía, una revolución, el conflicto ya no se resuelve dentro de los marcos del propio sistema, sino que se apela a una redefinición de las estructuras políticas y sus instituciones, dando sentido a la noción de cambio social anteriormente discutida.
La segunda característica, en suma, de toda batalla cultural, es la presencia de un conflicto cultural de magnitud, bajo el cual lo que está en juego no es el mero reajuste, sino el cambio cultural significativo. Los conflictos culturales ordinarios pueden generar tensiones, pero nunca batallas. En una batalla existe la sensación de que efectivamente se está desarrollando un combate por la cultura y de que, en otras palabras, en una batalla no se disputan pequeñeces, sino cosas relevantes.
Tercera característica: toda batalla posee un elemento consciente del cual surgen esfuerzos racionales para conseguir la victoria. En efecto, cuando se piensa en una batalla se piensa necesariamente en una cierta organización de la acción individual y colectiva, una cierta planificación y dirección consciente de lo que ha de hacerse si se pretende ganar. Sin estos componentes no podría hablarse de batalla, sino tal vez simplemente de escaramuza: de un mero chispazo inorgánico que se agotaría en sí mismo. La batalla, en cambio, tiene tácticas, estrategias y liderazgos que se despliegan a corto, mediano y largo plazo; no se trata de fuerza desnuda, sino de la aplicación de la fuerza orientada cuidadosamente por la razón, que la economiza, la distribuye, la alista y la ejecuta de una u otra manera, previendo esto o aquello, en virtud de una u otra meta. Si los animales no conocen las batallas (sino simplemente choques de fuerza bruta) eso es porque no conocen la razón ni el tiempo. Y la batalla es, en rigor, acción humana racional: sus objetivos y medios se despliegan racionalmente en el espacio y se mantienen y dosifican en el tiempo, procurando de manera consciente una victoria que, en el caso de la batalla cultural, por su propia índole, refiere a la capacidad de definir, aun contra toda resistencia, los elementos hegemónicos de una cultura.
Así, en una batalla cultural hay por lo menos un grupo consciente de sí mismo que decide emprender la batalla. Este puede enfrentarse a otro grupo que más tarde o más temprano tome a su vezconsciencia de sí mismo, o bien puede arrasar con la cultura, dominarla por completo, enfrentando meras resistencias inorgánicas. Tomar consciencia de sí mismo supone ubicarse en un plano de combate: se sabe por lo que se pelea, y se actúa en consecuencia. Por ejemplo, en 1958 en Argentina sobrevino un conflicto de magnitud cuando el gobierno del presidente Arturo Frondizi propuso autorizar a las universidades privadas la concesión de títulos habilitantes. Al calor del eslogan «laica» se gestó una feroz resistencia que reclamaba que el Estado conservara el monopolio de otorgar este tipo de títulos, frente a quienes se agruparon en torno al eslogan «libre», en apoyo de la medida descentralizadora. El proyecto de Frondizi era bien recibido por los sectores católicos, que no olvidaban que las primeras universidades del país habían sido fundadas por la Iglesia Católica y luego expropiadas por el Estado. Se organizaron numerosas manifestaciones tanto por unos como por otros. Los partidarios de «laica» prendieron fuego a una efigie de Frondizi, vestido con una sotana, en un gesto simbólico que quedó para la historia. Aquí se encuentra, con mucha claridad, un caso donde los involucrados en el conflicto toman consciencia de grupo al punto de identificarse en torno a determinados símbolos, y organizan sus estrategias y sus tácticas con el objetivo de vencer a sus rivales en una lucha que, en última instancia, es también simbólica (se despliega siempre en derredor de los símbolos culturales). La tercera característica de una «batalla cultural» es entonces, en resumen, ese elemento consciente que coloca al menos a un grupo frente a la intención de dirigir culturalmente a la sociedad, organizándose y actuando a esos efectos.
Así las cosas, están dadas las condiciones para resumir y condensar lo expuesto. Para hablar de «batalla cultural» es necesaria, entonces, la presencia de tres elementos característicos. Primero, el objeto de la batalla en cuestión es la definición de los elementos hegemónicos de una cultura. En ella no se lucha directamente por dominar un Congreso, una empresa o un territorio por la vía militar, sino por dominar la cultura de una sociedad. Ahora bien, si la cultura es el fin de la batalla cultural, la cultura es al mismo tiempo su medio. Así, los medios a través de los que preponderantemente se desarrolla esta batalla están compuestos por las propias instituciones dedicadas a la producción y reproducción cultural de la sociedad (escuelas, universidades, iglesias, medios de comunicación, arte, órganos de propaganda del Estado, fundaciones, etcétera). Segundo, debe producirse un conflicto de magnitud en torno a la cultura que otorgue sentido al término «batalla». No hay batalla sin conflicto: se da batalla precisamente porque se nos agrede, o bien porque se nos ofrece resistencia. El conflicto puede darse en paridad de fuerzas relativas, o bien puede resultar arrollador contra una resistencia muy débil y efímera. Sin embargo, aunque débil y efímera, alguna resistencia siempre es condición necesaria de cualquier batalla. Tercero, la noción de «batalla» incluye un necesario componente de consciencia. En efecto, las batallas se llevan adelante con arreglo a estrategias y tácticas; las batallas se planifican y se direccionan racionalmente. Las batallas culturales se suelen emprender con el objeto de dirigir cosmovisiones organizadas de manera consciente, ideologías integrales y sistémicas, e ideas y valores articulados orgánicamente, que impactan a la postre sobre la cultura.
Ahora sí, es factible volver a un punto que fuera abierto con anterioridad. Cuando se analizaron diversas acepciones fundamentales de «cultura», se dijo que la pertinencia de las nociones y de los elementos culturales que se pongan en juego en una teoría de la batalla cultural será una función de que esas nociones y esos elementos tornen significativa la noción de «batalla». Esto es, que se suscite en torno a ellos una lucha con las características ya mencionadas. Es evidente a esta altura que aquí reina la contingencia, y que dependerá de cada caso particular que un elemento u otro del conjunto cultural referido, que viene dado por una u otra noción de cultura, se inserten en un esquema agonístico, de batalla. Tal vez ilustrando con un ejemplo el problema se entienda mejor.
Un baile típico en una comunidad, por caso, cae dentro de la esfera cultural tal como fuera definida por la acepción antropológica. Aquel se trata de una expresión social que entrana valores y tradiciones específicas. Pero es dable concebir el movimiento de los pies y las caderas como cosa inserta en un contexto de batalla? Ellodepende, precisamente, del contexto político en el que el baile se practique. Puede bien ser este un simple ritual para acercar a los sexos, en cuyo caso poco interés tendría (en principio) para ser enmarcado como parte de una «batalla», por más conflicto de tipo ordinario que genere entre ciertos miembros del grupo (a menos que el grupo esté bajo una guerra ideológica de sexos). Pero el mismo baile puede ser, en otro sentido, un acto de reafirmación nacional frente a nuevas modas extrañas al grupo en cuestión, en cuyo caso se vuelve significativo para la noción de batalla cultural. De la misma manera, un cuadro es un bien cultural según la delimitación estética del concepto. ¿Pero en qué medida dicho cuadro importa como parte de una «batalla cultural»? Pues en la medida en que su significado procure tomar partido en una disputa cultural. No es lo mismo retratar (siempre en principio) sobre el lienzo a Mickey Mouse que retratar al Che Guevara en un cuadro que terminará expuesto en la «galería de los próceres» de la Casa Rosada en la Argentina (tal como se vio durante el kirchnerismo). Asimismo, conocer la metafísica aristotélica es propio de espíritus elevados, y esto cabría bien decir bajo la acepción jerárquica de cultura. Pero ello, por sí mismo, no tendría mayores consecuencias para la noción de una batalla por la cultura, a menos que dicho conocimiento se utilice como parte de una resistencia a la deconstrucción, característica de la filosofía antiesencialista hoy tan de moda.
En resumen: si la cultura, tal como aquí interesa, supone algo así como el orden de lo artístico y lo intelectual, y los valores, normas, creencias, costumbres, ideologías y signos que de aquel derivan, el interés que un libro en particular, un cuadro en particular, un valor en particular, un signo en particular, etcétera, tienen para una batalla cultural está en función de que ese elemento cultural en particular provoque un nuevo conflicto cultural o bien se inserte en uno ya existente con el fin de tomar partido, dar lugar a una resistencia, a un contraataque, inscribirse en una táctica, en una estrategia, o cualquier acción similar. Dicho de otra manera, lo que interesa aquí de lo cultural es aquello que puede ser materia para una batalla cultural: aquello capaz de encender los antagonismos, definirlos, redefinirlos u orientarlos sobre la base de diferencias culturales.
Ahora bien, ¿qué hay en la cultura como para que esta se convierta en un fin y un medio, al mismo tiempo, de un conflicto que pueda ser llamado «batalla»? Dicho de otra forma: .en virtud de qué condición ontológica la cultura se convierte en un campo de batalla? La pista para responder a esta pregunta engorrosa se encuentra en la ambivalencia de las acepciones de cultura que se han repasado. Que la cultura se haya utilizado (y se utilice), al mismo tiempo, para referirse al producto de la praxis humana y las condiciones estructurales que la condicionan; para referirse a la creatividad y el hábito; la originalidad y la dependencia; la diferencia y la repetición; la singularidad y lo universal; la libertad y el orden; la indeterminación y la determinación; lo interno y lo externo; la contingencia y la necesidad... que la cultura se utilice, pues, para referirse a polos diametralmente opuestos de la experiencia humana revela una tensión permanente que la atraviesa por entero. La cultura es el fruto de esta tensión; ella es esta tensión.
Bauman remarca con lucidez esta condición paradójica, explicando que «estar estructurado y ser capaz de estructurar parecen dos núcleos gemelos del estilo humano de vida, eso que llamamos cultura». Por lo tanto, «al margen de cómo se la defina y describa, la esfera de la cultura siempre se acomoda entre los dos polos de la experiencia básica. Es, a la vez, el fundamento objetivo de la experiencia subjetivamente significativa y la «apropiación» subjetiva de un mundo que, de otra manera, resultaría ajeno e inhumano».Antes que Bauman, Georg Simmel había senalado algo parecido: «hablamos de cultura cuando el movimiento creador de la vida ha producido ciertas formaciones en las cuales encuentra su exteriorización, las formas en que se realiza, formas que, por su parte, aceptan en sí las ondas de la vida venidera dándoles contenido y forma, lugar y orden». La vida produce cultura, pero la cultura instituye formas que maniatan y dirigen la vida. La ambivalencia del concepto reluce con claridad. Por eso, cuando la vida advierte esto, emprende una lucha contra las formas, explica Simmel: «Aquí, pues, quiere la vida algo que absolutamente no puede alcanzar; quiere, pasando por encima de todas las formas, determinarse y aparecer en su inmediatividad desnuda». Estas son «manifestaciones de la más profunda contradicción íntima del espíritu», concluye Simmel.
Ahora bien, el punto en el que esta tensión constitutiva se revela y se vuelve evidente es el punto en el que la cultura se abre como batalla. En efecto, lo que revela esta tensión es el poder de la cultura, como objeto y como sujeto;es decir, el poder que el hombre tiene sobre la cultura, y el poder que la cultura tiene sobre el hombre. Este doble rostro de la cultura, una vez que es contemplado, es el que llama a la batalla. Al hacerse el hombre de una noción que supone, al mismo tiempo, una creación humana y una condición de la acción y de la vida de los humanos, lanzarse a combatir por definir los contenidos concretos de esa creación significa lanzarse a batallar por el control de las condiciones de la acción y de la vida de los demás. Siguiendo con la terminología de Simmel, la vida se lanza a la lucha consciente, a la resistencia o a la imposición de determinadas formas. La vida se lanza a la batalla cultural.
Tomado de:
Laje, Agustín (2022): La batalla cultural. Reflexiones críticas para una nueva derecha.México, Harper Collins, pp. 29-42.