18 marzo 2025

A los que están resistiendo. Agustín Laje

 


A los que están resistiendo


Agustín Laje



Qué es la batalla  cultural


La velocidad del cambio social es una función de las características técnicas, económicas, políticas y culturales de la sociedad de que se trate. Ni el cambio ni la conservación son datos permanentes. El hombre, en rigor, ha vivido durante la mayor parte de su existencia en contextos sociales donde el cambio era una rareza. Las cosas no resultaban muy distintas entre el nacimiento y la muerte de cualquier individuo. Lo que se veía y cómo se vivía durante los primeros años de vida no difería respecto de los últimos. Por razones que serán abordadas mejor en el próximo capítulo, con el advenimiento de la modernidad el cambio pasó a formar parte de la vida corriente de los hombres, al punto de constituirse en la naturaleza misma de su vida social, económica y política. La sociedad en la que nacemos no se nos presenta como la misma en la que morimos. Vivimos para presenciar cómo cambian nuestras condiciones de vida, a veces de manera radical. Además, lo que desde hace no mucho se ha empezado a denominar «posmodernidad» o «tardomodernidad», por su parte, aceleró todavía más el ritmo del cambio: la diferencia entre una década y otra entraña hoy mayor cantidad de elementos disímiles que siglos de existencia en épocas premodernas. Marx diría que, hoy más que nunca, «todo lo sólido se disuelve en el aire». 


Existe la tentación, producto de las propias condiciones de vida actuales, de suponer que el cambio siempre fue, y es, cosa permanente. Ello es producto de confundir el cambio, que implica una alteración relevante y visible de las condiciones sociales de vida, con el mero movimiento, interacción y diversidad dentro de una sociedad. Si el cambio estructural fuera efectivamente permanente, la sociedad devendría imposible: un estado permanente de revolución estropearía cualquier tipo de fijación social necesaria para la vida en común. Otra cosa es lo que se debería, siguiendo a Radcliffe-Brown, llamar «reajustes», es decir, modificaciones que mantienen a un mismo tipo social, y que son parte de la necesaria actualización de la vida en sociedad. Esta idea es compartida por Robert Nisbet, para quien la comprensión del cambio social depende de «un modelo que establece una distinción rigurosa entre los cambios menores, alternativos, tipo reajuste, normales de la vida social de todos los tiempos y lugares, y los grandes cambios, relativamente raros, que afectan a tipos, categorías y sistemas». Las ideas de Kuhn sobre los procesos de cambio dentro del campo de la ciencia pueden ser de utilidad para ilustrar lo que se quiere decir con esto. En efecto, la división entre «ciencia normal» y «ciencia extraordinaria» está mediada por la idea de un cambio sustancial, un «cambio de paradigma», que reorganiza a la misma ciencia, sus normas, problemas y teorías. Durante tiempos de «normalidad», de «ciencia normal», las hipótesis se reajustan, se refutan, se reformulan, se acumulan datos, se prueba con unos y otros procedimientos. Es decir, se dan «reajustes», pero dentro de un mismo paradigma. A la inversa, el advenimiento de la «ciencia extraordinaria» lo provoca una crisis que prepara las condiciones para una revolución científica que termina en el desplazamiento de un paradigma y su reemplazo por otro. En la sociedad ocurre algo similar, y eso es precisamente lo que hace pertinente distinguir entre meros «reajustes» y «cambios» en sentido estricto.


William Ogburn ha señalado algunos factores que explicarían lo excepcional del cambio social en ciertas sociedades. Entre otros, destacó la dificultad a la hora de efectuar y difundir innovaciones, razones de aislamiento geográfico, el poder de grupos de interés, el peso de la tradición, el grado de conformidad social arraigada en normas y costumbres populares, el deseo de certidumbre, etc. Muchos de estos factores han ido perdiendo peso, y en el mundo de hoy el cambio encuentra cada vez menos resistencia. Así, las innovaciones tecnológicas constituyen en la actualidad el motor de las economías; la difusión se vehiculiza a través de tecnologías de la comunicación que permiten diseminar novedades por todo el mundo en fracciones de segundo; el aislamiento geográfico resulta una extrañeza en un planeta globalizado, y las tradiciones que todavía sobreviven están en peligro de extinción (y, cuando «vuelven», es solo como moda comercial pasajera). El cambio social y tecnológico que, respectivamente, era tan raro y suavemente escalonado en las sociedades premodernas, bajo las condiciones actuales de vida acontece sin pausa ni descanso. Estas transformaciones, ligadas en general a un statu quo moderno basado en el desarrollo, sí implican una forma de «cambio constante» cultural, en tanto la cultura se articula con el cambio de las técnicas de producción. Esta revolución técnica de infinidad de saltos pequeños y eventualmente grandes, así como su correlación compleja con las revoluciones culturales en el seno dela sociedad civil capitalista, no implican sin embargo una «revolución permanente» ni un sentido político de la «destrucción creativa» por fuera del mero sentido técnico-empresarial schumpeteriano, ni como puro cambio institucional que soslayara un necesario sustrato de orden, ni tampoco como ingeniería social (salvo, por supuesto, en los casos en que de forma anómala el proceso de desarrollo de la modernidad es intervenido desde fuera con la excusa de una evolución consciente o por saltos planificados desde el poder).


Una teoría sobre la batalla cultural ha de posar su mirada sobre los cambios que se suceden, que se impulsan y que se resisten en la dimensión cultural de una sociedad. Con ello debe entenderse: los cambios que acontecen en el nivel de lo simbólico, de las costumbres, los valores, las tradiciones, las normas, los lenguajes, las ideologías. No son pocas las dificultades que emergen de inmediato: los factores que están en la base de los cambios culturales son variados y a menudo están interrelacionados. Los cambios culturales no tienen por qué ser siempre el producto de batallas. Más aún, los cambios culturales a veces ni siquiera suponen fricción alguna. Por ello, una teoría sobre la batalla cultural debiera no simplemente posar su mirada sobre los cambios culturales y las resistencias, sino también definir con claridad una serie de características que demarquen con precisión aquello que constituye en concreto una batalla cultural. Eso mismo se intentará a continuación. 


Primera característica: la cultura no es simplemente el fin de una batalla cultural, sino también su medio. Como sugerí más arriba, los cambios sociales sobrevienen por factores de diversa índole y que pueden ocurrir en distintas dimensiones de la vida social (política, económica, militar, familiar, etcétera). Una batalla cultural tiene por fin la promoción de un cambio, o bien la resistencia al mismo, que tendría lugar fundamentalmente en la dimensión cultural de la sociedad. Pero la batalla cultural no se determina solo por el fin de tipo cultural, sino también por el medio que se emplea, al menos de forma preponderante, para conseguir ese fin. En efecto, los factores que están en la base de los cambios culturales son variados y a menudo están interrelacionados. Una innovación tecnológica puede generar importantes cambios culturales, de la misma forma que los cambios culturales muchas veces allanan el camino para innovaciones tecnológicas. Las revoluciones políticas suelen proponerse cambios culturales, pero es raro ver revoluciones políticas triunfantes que no hayan estado precedidas por alteraciones culturales. Las guerras, por su lado, entrañan cambios culturales para las partes, aunque ciertas novedades culturales muchas veces están en la base de la propia guerra. Así, tan cierto es que introducir una tecnología de la producción, como por ejemplo el arado, puede generar toda una forma nueva de ver el mundo como que nuevas doctrinas religiosas, a su vez, pueden contribuir a consolidar una forma de producción, si se sigue aquello de Max Weber respecto de la ética protestante y el capitalismo. Tan cierto es que una revolución como la francesa, según describió magistralmente Augustíin Cochin, desplegó tras su triunfo y durante su período de terrorismo estatal jacobino un proyecto de ingeniería cultural seguramente inédito hasta entonces como que los orígenes de dicha revolución no pueden ser explicados sin subrayar los cambios culturales que ya se venían sucediendo en el Ancien Régime, el cual hizo de los filósofos y escritores los nuevos líderes políticos de aquella sociedad, tal como ensenó Alexis de Tocqueville. Y tan cierto es que una guerra como la de Vietnam resultó ser el catalizador de nuevas formas contraculturales en los Estados Unidos como que el nazismo y la misma Segunda Guerra Mundial resultan inseparables de las novedades de la cultura de masas políticamente instrumentalizada.


Las fuentes del cambio cultural, como se aprecia, son variadas. Algunas veces es más fácil divisar las económicas, otras las tecnológicas, otras las políticas y otras las militares. A menudo se trata de un simple ejercicio analítico, tras el cual se esconden interrelaciones muy complejas que se desanudan al separar las partes para su correspondiente análisis. Pero, con independencia de la fuente, lo que aquí interesa verdaderamente cuando se habla de «batalla cultural» es la dimensión donde esa batalla se efectiviza, y para hablar de «batalla cultural» esa dimensión debe ser, desde luego, la cultura misma. Es decir, un cambio al que debería prestarse aquí especial atención es aquel que ocurre en la cultura fundamentalmente por la cultura. Así, no cae bajo el interés de una teoría de la batalla cultural aquel cambio cultural que se concreta a través de, por ejemplo, la presión armada que un ejército ocupante ejerce sobre una población para que esta adopte nuevos valores. La palabra clave aquí es «armada», porque si esa presión la llevara adelante ese mismo ejército, pero con arreglo no a sus armas, sino a medios de propaganda o al dominio sobre instituciones educativas, por ejemplo, entonces podríamos bien hablar de una «batalla cultural» no solo por el objeto de esa batalla (los valores, las formas de vida, etc.), sino también por el medio en el que ella se desenvuelve (instituciones culturales y esfuerzos simbólicos). De la misma manera, no caería tampoco bajo el interés de una teoría sobre la batalla cultural un cambio cultural que provenga de la introducción de una nueva tecnología, como pueden ser ordenadores conectados a una red mundial, a menos que esa tecnología sea puesta al servicio de generar cambios culturales conscientemente direccionados. Y así sucesivamente.


Lo que a una teoría de la batalla cultural debiera interesarle, en efecto, son los esfuerzos por el cambio (o conservación) cultural. Pero no cualquier tipo de cambio o conservación, sino aquel que, ante todo, se opera preponderantemente dentro de la propia esfera cultural. La esfera cultural, a su vez, debe ser entendida como una dimensión social compuesta por instituciones y actores, tácticas y estrategias, específicamente culturales. Finalmente, lo específicamente cultural ha de entenderse como aquello que, sobre todo en un nivel simbólico e intangible en su contenido significativo, caracteriza el modo de ser de grupos humanos de diversos tamanos (como ya se ha dicho: lenguaje, costumbres, normas, creencias, valores, etcétera). Así pues, la primera característica de la «batalla cultural» es que el objeto de esa batalla es el dominio de la cultura, pero que no hay batalla cultural allí donde la esfera cultural no aparece, al mismo tiempo, como botín de la batalla y como terreno de su propio desarrollo. La cultura es, al unísono, aquello que está en juego y aquello donde se juega lo que está en juego.


Segunda característica: la batalla cultural supone un conflicto de cierta magnitud (y en esta medida una batalla cultural es una forma o instanciación de lo político). Es evidente que hay cambios culturales que sobrevienen sin conflictos significativos. Durante los primeros anos del decenio de 1930, los antropólogos norteamericanos pusieron de moda la palabra «aculturación» para referirse a los cambios culturales que ocurrían cuando dos culturas diferentes se ponían en contacto. La palabra «sincretismo», de manera similar, fue adoptada por la antropología para señalar aquellos casos donde la aculturación transcurre sin mayores sobresaltos en función de procesos de reinterpretación de los nuevos elementos culturales que son adaptados a la cultura que los recibe. Herskovits, por ejemplo, supo señalar cómo ciertas comunidades de negros en América adoptaron el catolicismo e identificaron divinidades africanas con santos católicos. Mutatis mutandis, dentro de una misma cultura las innovaciones culturales a veces son recibidas sin demasiadas fricciones y no redundan en un conflicto de ningún tipo de relevancia social. Por ofrecer un ejemplo contemporáneo, la música electrónica tuvo algunas resistencias por parte del mundo del rock y del pop en general, pero finalmente diversos músicos optaron por una suerte de sincretismo musical que redundó en extrañas mixturas que dieron lugar a nuevos «mainstreams » dentro de aquel mundo. Pero va de suyo que este tipo de casos no pueden ser de interés para una teoría sobre la batalla cultural, bajo la cual la propia noción de batalla sugiere la existencia de un conflicto de magnitud, de una «lucha» en el sentido weberiano, de una disputa a partir de la cual el cambio que sobreviene es entendido sobre la base de antagonismos y colisiones evidentes. 


El problema es claro. Es el conflicto cultural como base de una lucha cultural lo que aquí importa, pero .a qué se refiere aquello de conflicto cultural de magnitud? John Beattie ha explicado de forma muy clara que la antropología procura distinguir dos tipos de conflicto cultural. «Primero, existen aquellos conflictos y cambios que se mantienen dentro de la estructura social existente. [...] Operan dentro del marco normativo existente, se pueden resolver en función de sistemas compartidos de valores y no constituyen un reto para las instituciones existentes». Este tipo de conflicto cultural, que podría llamarse «conflicto cultural ordinario», activa los mecanismos de reajuste social a los que se hacía referencia más arriba. Su magnitud no es capaz de provocar ningún «cambio de paradigma », ningún cambio estructural. Por ejemplo, si dentro de los límites de la familia compuesta por un hombre, una mujer y sus hijos sobreviene un conflicto cultural dado por una relajación de las costumbres que ha aumentado los casos de infidelidad en la pareja, se tiene un conflicto, aunque no se ve cómo podría este generar un cambio significativo en la estructura de la misma institución familiar. Pero, continúa Beattie, el segundo tipo de conflicto que los antropólogos estudian puede provocar «un cambio de la índole del sistema mismo: algunas de las instituciones que lo componen se alteran de tal manera que ya no “engranan” como antes con otras instituciones existentes». Este tipo de conflicto aparece allí cuando emerge con fuerza una visión radicalmente distinta respecto de los elementos culturales, que ponen en peligro la constitución misma de estos últimos. Siguiendo con el mismo ejemplo relativo a la institución familiar, el conflicto que se desencadena cuando aparece con fuerza la idea de que la familia ya no debería definirse como un grupo integrado por un hombre, una mujer y sus hijos, sino que dos hombres, dos mujeres, o lo que a cualquiera se le ocurra puede ser de idéntica manera considerado una «familia», interpela las mismas bases de la institución en cuestión, en sus funciones reproductivas en este caso, redefiniéndola por entero.


La distinción puede quedar más clara todavía si pensamos lo propio en el campo  de la política. Todo sistema político procura resolver conflictos. En la democracia representativa, por ejemplo, se establecen mecanismos electorales para dar resolución al conflicto que supone el recambio de las autoridades políticas. El conflicto, pues, es la base de toda contienda electoral, pero se trata de un conflicto que lejos de poner en crisis al sistema político, constituye su propio fundamento, su propia razón de ser, activando por ello los mecanismos de reajuste que quita a unos políticos del poder para colocar a otros. Frente a una rebelión o, más todavía, una revolución, el conflicto ya no se resuelve dentro de los marcos del propio sistema, sino que se apela a una redefinición de las estructuras políticas y sus instituciones, dando sentido a la noción de cambio social anteriormente discutida.


La segunda característica, en suma, de toda batalla cultural, es la presencia de un conflicto cultural de magnitud, bajo el cual lo que está en juego no es el mero reajuste, sino el cambio cultural significativo. Los conflictos culturales ordinarios pueden generar tensiones, pero nunca batallas. En una batalla existe la sensación de que efectivamente se está desarrollando un combate por la cultura y de que, en otras palabras, en una batalla no se disputan pequeñeces, sino cosas relevantes.


Tercera característica: toda batalla posee un elemento consciente del cual surgen esfuerzos racionales para conseguir la victoria. En efecto, cuando se piensa en una batalla se piensa necesariamente en una cierta organización de la acción individual y colectiva, una cierta planificación y dirección consciente de lo que ha de hacerse si se pretende ganar. Sin estos componentes no podría hablarse de batalla, sino tal vez simplemente de escaramuza: de un mero chispazo inorgánico que se agotaría en sí mismo. La batalla, en cambio, tiene tácticas, estrategias y liderazgos que se despliegan a corto, mediano y largo plazo; no se trata de fuerza desnuda, sino de la aplicación de la fuerza orientada cuidadosamente por la razón, que la economiza, la distribuye, la alista y la ejecuta de una u otra manera, previendo esto o aquello, en virtud de una u otra meta. Si los animales no conocen las batallas (sino simplemente choques de fuerza bruta) eso es porque no conocen la razón ni el tiempo. Y la batalla es, en rigor, acción humana racional: sus objetivos y medios se despliegan racionalmente en el espacio y se mantienen y dosifican en el tiempo, procurando de manera consciente una victoria que, en el caso de la batalla cultural, por su propia índole, refiere a la capacidad de definir, aun contra toda resistencia, los elementos hegemónicos de una cultura.


Así, en una batalla cultural hay por lo menos un grupo consciente de sí mismo que decide emprender la batalla. Este puede enfrentarse a otro grupo que más tarde o más temprano tome a su vezconsciencia de sí mismo, o bien puede arrasar con la cultura, dominarla por completo, enfrentando meras resistencias inorgánicas. Tomar consciencia de sí mismo supone ubicarse en un plano de combate: se sabe por lo que se pelea, y se actúa en consecuencia. Por ejemplo, en 1958 en Argentina sobrevino un conflicto de magnitud cuando el gobierno del presidente Arturo Frondizi propuso autorizar a las universidades privadas la concesión de títulos habilitantes. Al calor del eslogan «laica» se gestó una feroz resistencia que reclamaba que el Estado conservara el monopolio de otorgar este tipo de títulos, frente a quienes se agruparon en torno al eslogan «libre», en apoyo de la medida descentralizadora. El proyecto de Frondizi era bien recibido por los sectores católicos, que no olvidaban que las primeras universidades del país habían sido fundadas por la Iglesia Católica y luego expropiadas por el Estado. Se organizaron numerosas manifestaciones tanto por unos como por otros. Los partidarios de «laica» prendieron fuego a una efigie de Frondizi, vestido con una sotana, en un gesto simbólico que quedó para la historia. Aquí se encuentra, con mucha claridad, un caso donde los involucrados en el conflicto toman consciencia de grupo al punto de identificarse en torno a determinados símbolos, y organizan sus estrategias y sus tácticas con el objetivo de vencer a sus rivales en una lucha que, en última instancia, es también simbólica (se despliega siempre en derredor de los símbolos culturales). La tercera característica de una «batalla cultural» es entonces, en resumen, ese elemento consciente que coloca al menos a un grupo frente a la intención de dirigir culturalmente a la sociedad, organizándose y actuando a esos efectos.


Así las cosas, están dadas las condiciones para resumir y condensar lo expuesto. Para hablar de «batalla cultural» es necesaria, entonces, la presencia de tres elementos característicos. Primero, el objeto de la batalla en cuestión es la definición de los elementos hegemónicos de una cultura. En ella no se lucha directamente por dominar un Congreso, una empresa o un territorio por la vía militar, sino por dominar la cultura de una sociedad. Ahora bien, si la cultura es el fin de la batalla cultural, la cultura es al mismo tiempo su medio. Así, los medios a través de los que preponderantemente se desarrolla esta batalla están compuestos por las propias instituciones dedicadas a la producción y reproducción cultural de la sociedad (escuelas, universidades, iglesias, medios de comunicación, arte, órganos de propaganda del Estado, fundaciones, etcétera). Segundo, debe producirse un conflicto de magnitud en torno a la cultura que otorgue sentido al término «batalla». No hay batalla sin conflicto: se da batalla precisamente porque se nos agrede, o bien porque se nos ofrece resistencia. El conflicto puede darse en paridad de fuerzas relativas, o bien puede resultar arrollador contra una resistencia muy débil y efímera. Sin embargo, aunque débil y efímera, alguna resistencia siempre es condición necesaria de cualquier batalla. Tercero, la noción de «batalla» incluye un necesario componente de consciencia. En efecto, las batallas se llevan adelante con arreglo a estrategias y tácticas; las batallas se planifican y se direccionan racionalmente. Las batallas culturales se suelen emprender con el objeto de dirigir cosmovisiones organizadas de manera consciente, ideologías integrales y sistémicas, e ideas y valores articulados orgánicamente, que impactan a la postre sobre la cultura.


Ahora sí, es factible volver a un punto que fuera abierto con anterioridad. Cuando se analizaron diversas acepciones fundamentales de «cultura», se dijo que la pertinencia de las nociones y de los elementos culturales que se pongan en juego en una teoría de la batalla cultural será una función de que esas nociones y esos elementos tornen significativa la noción de «batalla». Esto es, que se suscite en torno a ellos una lucha con las características ya mencionadas. Es evidente a esta altura que aquí reina la contingencia, y que dependerá de cada caso particular que un elemento u otro del conjunto cultural referido, que viene dado por una u otra noción de cultura, se inserten en un esquema agonístico, de batalla. Tal vez ilustrando con un ejemplo el problema se entienda mejor. 


Un baile típico en una comunidad, por caso, cae dentro de la esfera cultural tal como fuera definida por la acepción antropológica. Aquel se trata de una expresión social que entrana valores y tradiciones específicas. Pero es dable concebir el movimiento de los pies y las caderas como cosa inserta en un contexto de batalla? Ellodepende, precisamente, del contexto político en el que el baile se practique. Puede bien ser este un simple ritual para acercar a los sexos, en cuyo caso poco interés tendría (en principio) para ser enmarcado como parte de una «batalla», por más conflicto de tipo ordinario que genere entre ciertos miembros del grupo (a menos que el grupo esté bajo una guerra ideológica de sexos). Pero el mismo baile puede ser, en otro sentido, un acto de reafirmación nacional frente a nuevas modas extrañas al grupo en cuestión, en cuyo caso se vuelve significativo para la noción de batalla cultural. De la misma manera, un cuadro es un bien cultural según la delimitación estética del concepto. ¿Pero en qué medida dicho cuadro importa como parte de una «batalla cultural»? Pues en la medida en que su significado procure tomar partido en una disputa cultural. No es lo mismo retratar (siempre en principio) sobre el lienzo a Mickey Mouse que retratar al Che Guevara en un cuadro que terminará expuesto en la «galería de los próceres» de la Casa Rosada en la Argentina (tal como se vio durante el kirchnerismo). Asimismo, conocer la metafísica aristotélica es propio de espíritus elevados, y esto cabría bien decir bajo la acepción jerárquica de cultura. Pero ello, por sí mismo, no tendría mayores consecuencias para la noción de una batalla por la cultura, a menos que dicho conocimiento se utilice como parte de una resistencia a la deconstrucción, característica de la filosofía antiesencialista hoy tan de moda. 


En resumen: si la cultura, tal como aquí interesa, supone algo así como el orden de lo artístico y lo intelectual, y los valores, normas, creencias, costumbres, ideologías y signos que de aquel derivan, el interés que un libro en particular, un cuadro en particular, un valor en particular, un signo en particular, etcétera, tienen para una batalla cultural está en función de que ese elemento cultural en particular provoque un nuevo conflicto cultural o bien se inserte en uno ya existente con el fin de tomar partido, dar lugar a una resistencia, a un contraataque, inscribirse en una táctica, en una estrategia, o cualquier acción similar. Dicho de otra manera, lo que interesa  aquí de lo cultural es aquello que puede ser materia para una batalla cultural: aquello capaz de encender los antagonismos, definirlos, redefinirlos u orientarlos sobre la base de diferencias culturales. 


Ahora bien, ¿qué hay en la cultura como para que esta se convierta en un fin y un medio, al mismo tiempo, de un conflicto que pueda ser llamado «batalla»? Dicho de otra forma: .en virtud de qué condición ontológica la cultura se convierte en un campo de batalla? La pista para responder a esta pregunta engorrosa se encuentra en la ambivalencia de las acepciones de cultura que se han repasado. Que la cultura se haya utilizado (y se utilice), al mismo tiempo, para referirse al producto de la praxis humana y las condiciones estructurales que la condicionan; para referirse a la creatividad y el hábito; la originalidad y la dependencia; la diferencia y la repetición; la singularidad y lo universal; la libertad y el orden; la indeterminación y la determinación; lo interno y lo externo; la contingencia y la necesidad... que la cultura se utilice, pues, para referirse a polos diametralmente opuestos de la experiencia humana revela una tensión permanente que la atraviesa por entero. La cultura es el fruto de esta tensión; ella es esta tensión.


Bauman remarca con lucidez esta condición paradójica, explicando que «estar estructurado y ser capaz de estructurar parecen dos núcleos gemelos del estilo humano de vida, eso que llamamos cultura». Por lo tanto, «al margen de cómo se la defina y describa, la esfera de la cultura siempre se acomoda entre los dos polos de la experiencia básica. Es, a la vez, el fundamento objetivo de la experiencia subjetivamente significativa y la «apropiación» subjetiva de un mundo que, de otra manera, resultaría ajeno e inhumano».Antes que Bauman, Georg Simmel había senalado algo parecido: «hablamos de cultura cuando el movimiento creador de la vida ha producido ciertas formaciones en las cuales encuentra su exteriorización, las formas en que se realiza, formas que, por su parte, aceptan en sí las ondas de la vida venidera dándoles contenido y forma, lugar y orden». La vida produce cultura, pero la cultura instituye formas que maniatan y dirigen la vida. La ambivalencia del concepto reluce con claridad. Por eso, cuando la vida advierte esto, emprende una lucha contra las formas, explica Simmel: «Aquí, pues, quiere la vida algo que absolutamente no puede alcanzar; quiere, pasando por encima de todas las formas, determinarse y aparecer en su inmediatividad desnuda». Estas son «manifestaciones de la más profunda contradicción íntima del espíritu», concluye Simmel. 


Ahora bien, el punto en el que esta tensión constitutiva se revela y se vuelve evidente es el punto en el que la cultura se abre como batalla. En efecto, lo que revela esta tensión es el poder de la cultura, como objeto y como sujeto;es decir, el poder que el hombre tiene sobre la cultura, y el poder que la cultura tiene sobre el hombre. Este doble rostro de la cultura, una vez que es contemplado, es el que llama a la batalla. Al hacerse el hombre de una noción que supone, al mismo tiempo, una creación humana y una condición de la acción y de la vida de los humanos, lanzarse a combatir por definir los contenidos concretos de esa creación significa lanzarse a batallar por el control de las condiciones de la acción y de la vida de los demás. Siguiendo con la terminología de Simmel, la vida se lanza a la lucha consciente, a la resistencia o a la imposición de determinadas formas. La vida se lanza a la batalla cultural.







Tomado de:

Laje, Agustín (2022): La batalla cultural. Reflexiones críticas para una nueva derecha.México, Harper Collins, pp. 29-42.


25 agosto 2024

Lo fantástico. Daniel Ferreras Savoye

 



Lo fantástico


Daniel Ferreras Savoye


Lo fantástico —sea considerado como género o efecto narrativo— corresponde a un tipo de narración particular, que a menudo se confunde con otros géneros vecinos, como la ciencia ficción o el terror. De hecho, la palabra «fantástico» se ha utilizado en contextos tan variados que ha perdido hoy por hoy mucho de su significado intrínseco, sin por eso dejar de tener éxito, aunque sólo sea desde un punto de vista comercial. Abundan las antologías de textos fantásticos, tanto en Europa como en América, y se han ido multiplicando las publicaciones y los congresos exclusivamente dedicados al género. Lejos de progresar hacia una definición funcional de la narración fantástica, las diversas tendencias críticas que han examinado este fenómeno literario no han hecho más que complicar el asunto, y resulta actualmente dificilísimo, si no imposible, sintetizar estos análisis, a menudo contradictorios, para llegar a una visión totalizante del género fantástico. Uno de los ejemplos más representativos de estas exageraciones críticas se encuentra en la obra del francés Schneider, La littérature fantastique en France, y en la del americano Rabkin, The Fantastic in Literature; a pesar de sus diferentes horizontes críticos, tanto Schneider como Rabkin acaban deduciendo de su investigación que casi todo tipo de ficción no-realista es fantástica. Rabkin asimila a lo fantástico tanto el género policiaco, encabezado por Agatha Christie, como el de ciencia-ficción, representado por Julio Verne, lo cual es inaceptable cuando pensamos en las diferencias evidentes que pueden existir entre una narración seudo-lógica, como lo puede ser una historia de detectives o un relato de ciencia ficción, y un cuento fantástico que precisamente reivindica la irracionalidad y lo inexplicable. 


A pesar de esta aparente confusión, siguen en pie, de alguna manera, las distinciones generativas elaboradas por Tzvetan Todorov, en su estudio ahora clásico Introduction à la littérature fantastique. Todorov delimita tres categorías fundamentales de ficción no-realista: lo maravilloso, lo extraño y lo fantástico. Según él, cada uno de estos tres géneros reposa sobre la manera de explicar los elementos sobrenaturales que caracterizan estos tres tipos de narración; si el fenómeno sobrenatural se explica racionalmente al final del relato, como en «Los crímenes de la calle Morgue», de Poe, entonces estamos en el género de «lo insólito». Lo que parecía a primera vista escapar a las leyes físicas del mundo tal y como lo conocemos no es en realidad más que un engaño de los sentidos, por llamarlo de alguna manera, que se acabará resolviendo según estas mismas leyes, que sólo se desafían en apariencia. Éste es el caso de una gran mayoría de narraciones de tipo policiaco 


Si, por el contrario, el fenómeno natural permanece sin explicación cuando se acaba la narración, entonces nos encontramos ante «lo maravilloso», como sería el caso, por ejemplo, de cualquier cuento de hadas, fábula o leyenda, donde hablan los animales, etcétera. Damos por descartado que el lobo tenga el don de la palabra en el cuento de Caperucita Roja y aceptamos sin la menor duda que el hada madrina de la Cenicienta sea capaz de transformar una calabaza en una carroza; todos estos detalles irracionales forman parte tanto del universo como de la estructura de cualquier cuento de hadas.


Para Todorov, el género fantástico se encuentra en la frontera entre lo insólito y lo maravilloso, y el efecto fantástico no dura más que lo que tarda el lector en decidir si el problema planteado por la narración se puede explicar de una manera racional o no; lo fantástico según Todorov depende exclusivamente de la duda provisional del receptor ante el mensaje, antes de catalogarlo en la esfera de lo insólito (realista) o la de lo maravilloso (anti-realista). Todorov califica lógicamente el género fantástico de «evanescente» y rechaza la posibilidad de que un texto permanezca fantástico una vez concluido el sintagma narrativo: es insólito si tiene explicación y maravilloso si no la tiene. Lo propiamente fantástico, según él, no ocupa más que «el tiempo de una incertidumbre», hasta que el lector opte por una respuesta u otra.


En el Manuscrito encontrado en Zaragoza, de Potocki, que Todorov parece considerar como una base concreta y ejemplar para su teoría, vemos cómo un joven cree hacer el amor con dos hermosas doncellas en una habitación suntuosa, cuando en realidad se acuesta con dos cadáveres putrefactos debajo del patíbulo de dos hermanos bandidos recientemente ahorcados. Se siguen acumulando los detalles sobrenaturales hasta el final del relato, sin que ni el héroe de la historia ni el lector puedan decidir qué interpretación es la más adecuada.


El Manuscrito encontrado en Zaragoza se puede considerar desde luego como un relato fantástico, pero al mismo tiempo también contiene varios elementos que pertenecen más bien a lo maravilloso; por ejemplo, resulta difícil identificar el universo en el cual se desarrolla la acción, que poco a poco va cobrando las características de un universo legendario, poblado de fantasmas y con su propia lógica interna, totalmente opuesto al nuestro. Esto podría explicar en todo caso por qué Todorov lo usó como punto de partida para la elaboración de su teoría; se trataba de negar la posibilidad de un texto puramente fantástico y escogió, pues, un relato con fuertes tendencias maravillosas.


Resulta difícil seguir a Todorov cuando reduce el género fantástico a una simple duda entre un realismo de tipo insólito y lo maravilloso que sólo puede durar lo que tarda el receptor en determinar la naturaleza del mensaje, pues implica clasificar narraciones como «El Horla», «El horror de Dunwich», Pesadilla en Elm StreetPosesión infernal dentro del género maravilloso, junto con «Caperucita Roja», Las aventuras de Peter Pan y El señor de los anillos, ignorando tanto la intencionalidad del mensaje como la infinidad de variaciones semióticas que afectan su recepción: según este racionamiento, lo fantástico no sería un género narrativo independiente sino una simple encrucijada momentánea entre lo insólito y lo maravilloso, cuya existencia efímera dependería exclusivamente de la credulidad o incredulidad del receptor. Dada la cantidad virtualmente ilimitada de posibles recepciones, que dependen tanto del contexto histórico, cultural y social como de las particularidades de la subjetividad de cada uno, producto de las experiencias que componen la conciencia fenomenológica individual, el supeditar la existencia —o en este caso, la inexistencia— de un género narrativo exclusivamente a la reacción del receptor, independientemente de su intencionalidad o de su composición estructural, se convierte en un ejercicio de alta especulación: la credulidad es libre —no como el miedo que intenta producir la narración fantástica— y algunos podemos dudar más o menos en decidir si el fenómeno inexplicado que nos presenta la narración tiene o no una explicación racional, o no decidir del todo. Más que un género narrativo «evanescente», lo fantástico se convertiría entonces en una simple impresión, tanto más vaga que Todorov no hace la distinción entre lo realista y lo verosímil.


Las diferencias evidentes entre El señor de los anillos y Pesadilla en Elm Street no dependen solamente del receptor sino de la composición semio-estructural de ambas obras, cuyo conflicto primordial está basado en oposiciones binarias radicalmente diferentes: mientras que El señor de los anillos representa la eterna lucha entre el bien y el mal en un modo épico, manteniendo la autoridad narrativa a través de los paradigmas tradicionales del género, como largos viajes y grandes batallas, la estructura narrativa de Pesadilla en Elm Street está basada sobre la oposición entre lo posible y lo imposible: la vida típica de un grupo de jóvenes en una ciudad estadounidense sin ninguna particularidad por un lado, y la .materialización inexplicable de una pesadilla por otro. Ya que la existencia de Freddy .Krueger nunca se llega a explicar de manera racionalmente satisfactoria, no nos quedaría otro remedio, siguiendo la concepción de Todorov, que clasificar Pesadilla en Elm Street dentro de lo maravilloso, haciendo abstracción de la intencionalidad de  la obra, que, obviamente, tiene muy poco que ver con la de El señor de los anillos: en última instancia, para Todorov, lo fantástico y lo maravilloso dicen lo mismo, y se vuelve a explicar su selección del Manuscrito encontrado en Zaragoza como corpus de estudio ejemplar, ya que, como se observó más arriba, el texto de Potocki acaba fusionando el efecto fantástico con un universo de fuertes tendencias maravillosas.


Existe evidentemente un género fantástico, distinto de lo insólito y de lo maravilloso, que sobrevive tanto a las dudas del receptor como a la conclusión del sintagma narrativo, y que estructura universo y conflicto narrativos a partir de la oposición binaria entre los aspectos más verosímiles de la realidad —generalmente los menos interesantes— y la aparición de un fenómeno que desafía abiertamente las leyes naturales, amenazando por consiguiente nuestras certidumbres epistemológicas más profundas. Esta oposición se establece desde el principio del sintagma narrativo y no tiene posible resolución lógica: lo fantástico es la narración de lo inexplicable, y si algunos protagonistas tienen la suerte de escapar con vida, nuestras certidumbres epistemológicas, por su parte, nunca lo consiguen. 


La distinción que hace Todorov entre lo insólito y lo maravilloso es desde luego tan fundamental como necesaria para progresar hacia una definición convincente del género fantástico, pero no se puede decir por otra parte que sea realmente original. El escritor francés Guy de Maupassant ya la percibió un siglo antes, en su crónica titulada «Lo fantástico» (Le Fantastique). Aunque Maupassant no deje clara la diferencia entre lo fantástico y lo insólito o extraño, sí explícita la diferencia entre lo maravilloso y lo fantástico. Según él, el hombre de finales del siglo XIX ya no puede creer en las leyendas antiguas, y su percepción de lo sobrenatural ha cambiado para siempre. Maupassant achaca este cambio a los progresos técnicos que han modificado profundamente al ser humano y su visión del mundo, al mismo tiempo que se reorganizaban las estructuras sociales. El lector ya no es tan crédulo y las supersticiones y leyendas, nacidas de las «edades oscuras», ya no bastan para asustarlo. El autor tiene, pues, que hacer muestra de más sutileza para poder provocar ese escalofrío de inquietud y de duda tan propio del género fantástico. Encontramos en los cuentos fantásticos de Maupassant la ilustración perfecta de esta teoría, y demuestra el autor que «sólo se tiene miedo de lo que no se entiende» («On n’a vraiment peur que de ce que l’on ne comprend pas»), verdadero leitmotiv de su concepción del género fantástico. Lo que distingue un relato fantástico de un cuento de hadas es la oportunidad dada al lector por la narración fantástica de identificar el universo representado como el suyo propio, y de intentar, pues, racionalizar los elementos sobrenaturales que rompen no solamente con las leyes naturales del mundo tal y como lo conocemos, sino también con la posibilidad misma de conocimiento racional de la realidad.


De una manera perspicaz, y en eso adelantándose a esa otra figura prominente de género fantástico que será H.P. Lovecraft, Maupassant insiste mucho en el «miedo» que debe producir cualquier relato fantástico, miedo que no corresponde a la anticipación de circunstancias negativas, racionalmente proyectadas, sino a un terror al límite de lo indecible, cuya causa es la falta absoluta de explicación natural ante un fenómeno determinado. No es, pues, el miedo del soldado antes de la batalla ni la del marinero enfrentándose con la tormenta, sino el espanto que produce un fenómeno inexplicable. Este miedo no sólo es producido por el elemento sobrenatural en sí mismo, sino también por la derrota de nuestra capacidad de comprender la realidad y  estructurarla según unas reglas inmutables, como pueden ser las de las ciencias físicas o químicas. 


Dos cuentos de Maupassant merecen ser mencionados, aunque no se consideren exactamente relatos fantásticos. Ambos se titulan «El miedo» («La peur»), y presentan la existencia de un miedo superior a lo normal, un miedo «sobrenatural» que, lógicamente, es producido por un fenómeno sobrenatural, o percibido como tal. Aunque los protagonistas no corran peligro en ninguno de estos dos cuentos, sienten este miedo indecible, debido a circunstancias extrañas e impredecibles, y observamos una progresión de lo insólito hacia los casi-fantástico entre la primera anécdota referida en «El miedo» de 1882, y la última que se nos presenta en el cuento homónimo de 1884.


En el primer relato, uno de los personajes, cuya apariencia es la de un viajero y un aventurero, expone claramente la diferencia entre sentir aprehensión —lo que se entiende a menudo por miedo— y ser preso del espanto que produce lo desconocido. Declara haber sido condenado a muerte, haber arriesgado su vida en varias ocasiones, pero, a pesar de todo, sólo haber sentido el verdadero miedo un par de veces, cuando precisamente no corría ningún peligro. La primera fue cuando, viajando por el desierto, su compañero se cayó repentinamente de su montura, víctima de una insolación, en el momento preciso en que empezaban a sonar los llamados «bongos del desierto»: mientras el protagonista asiste sin poder hacer nada a la agonía de su amigo, oyendo esos bongos misteriosos, siente ese miedo atroz a lo desconocido. Luego se enterará, al mismo tiempo que el lector, que ese sonido de tambores invisibles proviene del ruido que produce el viento del desierto sobre las hierbas secas.


El segundo recuerdo del viajero no puede ser más contrario al primero en cuanto a las circunstancias: las dunas de arena se han convertido en un paisaje de montaña francesa cubierto de nieve, y el espacio abierto del desierto en la cabaña de un guarda forestal, donde el narrador y su guía se han refugiado para pasar la noche. Desde el principio, vemos que el guarda y su familia están en estado de alerta, por una razón que no deja de ser algo insólita: el guarda mató a un hombre hace un año exactamente y espera a que vuelva esta noche. El narrador observa que el guarda forestal y sus hijos tienen sus rifles preparados para luchar con el espectro. La tensión va subiendo en la pequeña cabaña, y de repente el perro del guarda empieza a aullar, produciendo un sobresalto general. Para no tener que soportar ese siniestro aullido, la familia acaba echando al perro de la cabaña, y vuelve a reanudarse esta insólita espera. Al rato se oyen pasos alrededor de la cabaña y, de repente, surge una cara monstruosa pegada al cristal de la ventana. Uno de los hijos dispara y cubre enseguida el agujero con tablas de madera. Al alba, se descubrirá que aquella cara deforme era la del perro, que yace muerto delante de la ventana, la cabeza destrozada por la bala. La deformación física de su morro contra el cristal y las sombras lo transformaron por un momento en una criatura imposible y espantosa. El narrador concluye que volvería a correr todos los peligros racionales que corrió en su vida para no tener que vivir de nuevo aquel instante de terror absoluto.


«El miedo» de 1884 relata una conversación en un compartimento de tren entre el narrador y un anciano, durante la cual se intercambian recuerdos acerca de circunstancias y fenómenos que produjeron ese terror indecible que caracteriza la narración fantástica. El narrador cuenta la primera anécdota, que le ha contado a su vez el escritor ruso Turgueniev, y que narra cómo el joven Turgueniev, un día de caza, se baña en un río de agua límpida y es acosado por un especie de monstruo humanoide que le persigue riendo por el bosque hasta que un niño cabrero lo ahuyente con su látigo, mientras el vigoroso y valiente cazador —el texto deja claro que el joven Turgueniev no es ningún endeble—, agotado y loco de terror, está a punto de desplomarse. Resulta que la criatura humanoide no es ningún monstruo, sino una pobre loca que vive en el bosque, alimentándose gracias a la caridad de los pastores y muy aficionada a bañarse en ese trecho de río. Y concluye Turgueniev en la boca del narrador: «Nunca tuve tanto miedo en mi vida porque no entendí lo que podía ser aquel monstruo.»


La segunda anécdota, referida por el compañero de viaje del narrador, un anciano que reivindica el derecho de aún querer creer en la existencia de lo inexplicable, se puede considerar como un esbozo del cuento fantástico típico según Guy de Maupassant, pues establece un equilibrio perfecto entre el código semiótico de la hiperrealidad y el de lo imposible: el anciano cuenta cómo una noche, caminando por una carretera desierta de la landa bretona, oyó un ruido de ruedas tras él sin que pudiera ver ningún carro ni carroza, y acabó distinguiendo una carretilla que iba sola, visión incomprensible que le llenó de un profundo terror: ese espanto enloquecedor que, en el universo fantástico, se apodera de la conciencia humana cuando se enfrenta con el fenómeno sobrenatural. El anciano concluye que era probablemente un niño quien llevaba la carretilla, lo que en la oscuridad podía dar la impresión de que la carretilla andaba sola.


«El miedo» de 1882 y el de 1884 comparten, además del título, una estructura similar: ambos están enmarcados en situaciones sino comunes, por lo menos perfectamente aceptables desde el punto de vista de su credibilidad —el primero después de una cena durante un crucero sobre el mediterráneo, y el segundo en un compartimento de tren durante un viaje nocturno— y ambos presentan dos anécdotas, como si se tratara en los dos casos de ejemplificar el proceso sicológico que acompaña esta sensación de miedo indecible provocada por lo desconocido. La existencia de dos sintagmas narrativos distintos pero temáticamente unidos dentro de una misma estructura tiende a reforzar su credibilidad, pues cada uno se convierte en la prueba del otro: el relato se vuelve documento y las diferentes anécdotas, demostraciones de una realidad empírica; en este caso, la de la existencia de un miedo indecible que sólo aparece cuando el mundo que creemos conocer desafía de repente nuestras facultades cognitivas preestablecidas.


«El miedo» de 1882 y su homónimo de 1884 se pueden clasificar dentro del género de lo insólito o de lo extraño, pues el terror sentido por sus protagonistas no se debe a un fenómeno sobrenatural, sino una interpretación errónea de la realidad. Sin embargo, la última anécdota referida resulta más problemática que las anteriores, pues la explicación de la carretilla que anda sola se debe a una deducción lógica y no a una observación demostrada: los bongos del desierto son el eco de la arena contralas hierbas secas, el rostro monstruoso del espectro contra la ventana de la cabaña es el morro del perro deformado por el cristal, y la criatura sobrenatural que acosa al joven Turgueniev, una pobre loca conocida en el lugar; pero la carretilla que va sola no se explica más que por suposiciones: nunca se sabrá con certidumbre si en efecto la llevaba un niño «descalzo», como especifica el texto —sin indagar por cierto acerca de la presencia improbable de un niño llevando una carretilla por la noche en medio de la landa bretona—, o si el protagonista vio efectivamente una carretilla andar sola. Esta última anécdota se puede relacionar con el último cuento escrito por Maupassant, precisamente un cuento fantástico, «Qui Sait?» («¿Quién sabe?»), en el cual se rebelan los objetos de la existencia cotidiana al cobrar vida propia, y anticipa pues al nivel micro-estructural la composición del relato fantástico moderno introduciendo un tono resueltamente hiperrealista en la representación de lo imposible.


Observamos de hecho una creciente economía de medios entre «El miedo» de 1882 y el de 1884: las dos anécdotas referidas en el primero utilizan el paradigma de la muerte en correlación con fenómenos periféricos, y en el caso del guarda forestal, la presencia de la muerte está incluso magnificada tanto por el crimen que cometió el año anterior, como por su propia creencia en los fantasmas, una superstición que literalmente presta vida a los muertos. En el segundo relato, la muerte ha desaparecido; sólo encontramos la locura como paradigma narrativo determinante en la aventura del joven Turgueniev, que junto con la muerte y los sueños, como se subrayará más adelante, forma parte de la temática privilegiada del género fantástico, pues se sitúa a la vez dentro y fuera de la epistemología oficial. En el caso de la anécdota de la carretilla, la sobriedad de los medios narrativos nos permite identificar el mecanismo semiótico fundamental del efecto fantástico, lejos de los paradigmas gótico-románticos que se asocian generalmente con el género: sangre, castillos, cementerios, criptas, calaveras, esqueletos y demás. En este caso, se establece el efecto fantástico a partir de la perversión de los elementos más vulgares y corrientes de la realidad: una carretera y una carretilla. El terror indecible que se apodera del protagonista —el signo emocional y sicológico más fundamental de la narración fantástica— no se debe a ningún peligro, ni siquiera a un elemento metonímicamente relacionado con una posibilidad de peligro, como lo pueden ser las criptas o las calaveras, sino a un objeto de la vida diaria que connota una labor común, con poca densidad semiótica desde el punto de vista narrativo, y que nos reenvía inmediatamente a una realidad ininteresante, sin autoridad narrativa intrínseca: no es desde luego tan prometedor, al nivel de la tensión narrativa, como una cripta o una calavera. El efecto fantástico se encuentra pues en la perversión de los aspectos más familiares de una realidad que creemos conocer y no en el poder evocador de paradigmas preestablecidos, que de hecho tendrían más bien a referirnos a una tradición de tipo maravilloso-oscuro; al nivel semiótico, lo fantástico depende del carácter inédito de la ocurrencia inexplicable, independientemente del peligro que pueda o no representar: una calavera o un cementerio sugieren la muerte, mientras que una carretilla nos refiere por lo contrario a la vida sana, repetitiva y monótona de los trabajos del campo.


La amenaza sobrenatural en el universo fantástico no pertenece a ningún código explicativo, aunque sea de tipo irracional, y por eso mismo sus paradigmas tienden a trascender continuamente la tradición; identificamos naturalmente una calavera o una cripta como los signos de un código metafísico, un lenguaje de creencias y rituales preestablecidos que puede en un momento dado proveer una posible «explicación», por muy irracional que sea. Paradójicamente, el contenido semiótico de los paradigmas que se asocian generalmente con lo fantástico apunta más bien hacia lo maravilloso, entendido en el sentido amplio de la palabra, e incluyendo tanto los cuentos de hadas, lo leyendario y lo mitológico como los relatos de fantasía «para adultos» de tipo Conan. El fenómeno inexplicado del universo fantástico ha de ser inédito para provocar este miedo insoportable, también inédito, que caracteriza el género, y contra el cual no existen defensas: desde el punto de vista de la lógica semiótica, podríamos intentar protegernos de un espectro en una cripta rezando un padre nuestro; en cambio, no se nos ocurrirá tal estrategia si el mismo espectro se materializa en nuestro cuarto de baño. En el primer caso, la amenaza sobrenatural se sitúa dentro de un código interpretativo preexistente que, por muy irracional que sea, provee herramientas epistemológicas para enfrentarnos con lo inexplicable: el espectro se relaciona metonímicamente con la cripta, que, a su vez, nos refiere a una mitología religiosa en la cual se conciben apariciones y resurrecciones; en el segundo, la ocurrencia sobrenatural está totalmente cortada de cualquier tipo de lógica semiótica respecto al medioambiente, ya que el carácter cotidiano del cuarto de baño no ofrece a priori ninguna posibilidad de relación metonímica con el registro semántico de los fantasmas. 


El medioambiente en el cual se produce la ocurrencia imposible en la segunda anécdota que nos cuenta «El miedo» de 1884 es significativo, pues estamos en Bretaña, país de leyendas y supersticiones, como nos recuerda el narrador al principio del relato, explicando de esta manera su particular estado de ánimo aquella noche, algo soliviantado por su reciente visita de la provincia del Finistère: «(…) tenía la cabeza llena de leyendas, de historias leídas o contadas acerca de esta tierra de creencias y de supersticiones.» Sin embargo, el fenómeno inexplicable en sí, la aparición de la carretilla autónoma, que por una parte justifica la narración y por otra ejemplifica ese miedo indecible que provoca lo verdaderamente incomprensible, no tiene absolutamente nada que ver con los paradigmas generalmente asociados con el ambiente proto-maravilloso de la landa bretona, y nos encontramos, pues, frente a una posibilidad de narración fantástica y no maravillosa, posibilidad solamente, ya que el protagonista nos propone una solución racional al final. Podemos oponer este tratamiento de la tradición maravillosa celta al que hace el escritor gallego Álvaro Cunqueiro en Merlín e familia (1955) y As crónicas do Sochantre (1956) (Merlín y familia y Las crónicas del Sochantre), dos obras a menudo calificadas por la crítica como fantásticas y que en realidad, estructural tanto como semióticamente hablando, son ejemplos típicos del género maravilloso, más modernos desde el punto de vista de su fecha de publicación que desde el de su contenido narrativo, pues ambos resucitan paradigmas preestablecidos, y por lo tanto predecibles, de leyendas celtas. La aventura de la carretilla autónoma, por lo contrario, permite implícitamente subrayar la posibilidad de lo imposible por oposición a ambas dimensiones, la de la realidad y la de la tradición maravillosa bretona. 


Para evitar volverse maravilloso, lo fantástico ha de trascender constantemente las convenciones de la representación de lo irracional mediante la actualización de sus paradigmas: cualquier convención, sea irracional o no, va en contra del efecto fantástico pues reduce la oposición binaria entre la realidad inmediata, identificable, y la representación de lo imposible; la autoridad narrativa de la aventura de la carretilla fantasma se establece y se mantiene precisamente gracias a esta oposición elemental entre hiperrealidad e imposibilidad, y no da pie a ningún tipo de interpretación basado en un código preexistente, como lo puede ser el de la extensa tradición maravillosa de Bretaña: la Bretaña de lo fantástico siempre intentará ser la Bretaña de verdad —la de las carretillas— y no la de las leyendas de Merlín. 


Aunque ni «El miedo» de 1882 ni el de 1884 se puedan considerar narraciones fantásticas, contienen sin embargo en su estructura los fundamentos de una teoría de lo fantástico, funcional y precisa, pues ambas definen tanto la causa como el efecto de la irrupción de lo irracional en una realidad altamente reconocible. Como se observó más arriba, los dos relatos están enmarcados en un viaje —de barco en el primero y de tren en el segundo—, como si su estructura indicara metafóricamente una progresión del realismo hacia lo fantástico. Desde el punto de vista de la dialéctica entre lo real y lo irreal, tanto «El miedo» de 1882 como el de 1884 demuestran la validez de las conclusiones a las cuales llega Maupassant al final de su crónica, «Le Fantastique», que se puede considerar como el primer  texto teórico sobre lo fantástico moderno, hasta ahora ignorado por la crítica en general, y por Todorov en particular.


Podemos partir de la concepción de Maupassant para establecer una definición .funcional de la estructura semiótica de la narración fantástica, siguiendo su desarrollo en la teoría de Todorov y aceptando las distinciones formales de este último pero rechazando sus conclusiones, entre las cuales me interesa destacar los límites históricos que impuso al género y sus razones para hacerlo. Según Todorov, el género fantástico tiene que ser considerado como un producto de finales del siglo XVIII, que alcanza su apoteosis durante el siglo XIX para morir al principio del siglo XX, más evanescente que nunca, debido a la aparición de la teoría sicoanalítica. Desde luego, si aceptamos que lo fantástico no es más que la expresión figurada de las angustias y pulsiones del subconsciente, la llegada del sicoanálisis tenía lógicamente que liquidar de una forma racional este género basado en lo irracional. Pero no ocurrió así: una mera observación de la producción literaria fantástica de la segunda mitad del siglo XX demuestra inmediatamente que lo fantástico no solamente no ha muerto, sino que triunfa en diversas esferas de la creación artística, y cabe aquí formular cierta duda acerca de la eficacia del sicoanálisis en cuanto a su explicación totalizante de la obra de arte. Si lo fantástico puede efectivamente corresponder en más de una instancia con las pulsiones inconscientes del escritor o del director y de su público, la identificación de estas pulsiones no basta para explicar el efecto fantástico, ni se puede reducir un relato fantástico a una serie de conceptos sicoanalíticos. En cuanto a lo límites históricos impuestos al género por Todorov, basta con pensar en Howard Phillips Lovecraft, Julio Cortázar, Stephen King o Clive Barker para darnos cuenta que enterrar lo fantástico con el siglo XIX, incluso al nivel estrictamente literario, no es solamente una exageración: es pura y simplemente un error.


Observamos una confusión cronológica similar en la teoría del crítico norteamericano Tobin Siebers, que establece una relación entre lo romántico y lo fantástico en su estudio The Romantic Fantastic (Lo romántico fantástico). Para él, lo fantástico es el producto de la mente romántica, y alude a las obras de Poe en Estados Unidos y de Nerval en Francia para demostrar la validez de su hipótesis. Sin embargo, cuando consideramos a escritores que indudablemente pertenecen al género, como Maupassant o incluso el propio Lovecraft, nos damos cuenta de que más que romántico, lo fantástico es pos-romántico, y pertenece más bien a una corriente realista y racional, que a ese movimiento que exalta los sentimientos individuales y pone al corazón por encima la razón. Si aceptamos lo romántico en Europa como una reacción delimitada en el tiempo contra la rigidez del espíritu ilustrado, entonces, desde el punto de vista cronológico, nos encontramos ante el mismo callejón sin salida que sugiere el análisis de Todorov: lo fantástico sobrevive al movimiento romántico y al sicoanálisis, y si resulta imposible hoy en día hablar de escritores románticos contemporáneos, en el sentido estricto de la palabra, no lo es en el caso de autores fantásticos. La definición del género fantástico se tiene que elaborar, pues, no solamente al nivel histórico, como manifestación artística originada por el cambio de mentalidad que supone la revolución industrial, sino también al nivel estructural, como conjunto de parámetros narrativos íntimamente ligados al buen funcionamiento de un relato fantástico. 


Se pueden aislar tres diferentes aspectos del relato fantástico, que servirán de criterios selectivos y se utilizarán como métodos de identificación del género: el elemento sobrenatural inédito, la hiperrealidad y la ruptura semiótica radical entre el protagonista y el universo. 


1) Elemento sobrenatural inédito: toda narración fantástica debe presentar uno o varios elementos que no siguen las leyes naturales. Estos elementos no pueden en teoría pertenecer a una mitología conocida y catalogada ni funcionar según sus convenciones, y han de trascender continuamente la tradición, sea la tradiciónpreexistente o la creada por obra misma. Por ejemplo, hoy en día, la representación de un vampiro en un castillo oscuro de Transilvania en mitad de una noche de tormenta ya no consigue producir el efecto fantástico: si la obra de Bram Stoker fue fantástica cuando se publicó, su propio éxito y extensa recepción la han transformado en un cuento maravilloso para adultos, respaldado por una tradición conocida, y cuyo conflicto y desenlace son previsibles. La figura del vampiro sólo puede funcionar en la narración fantástica contemporánea cuando se saca de su contexto original, pues a fuerza de ser representada en una variedad de medios y apropiada por una inmensa diversidad de emisores, la narración original ha perdido su capacidad desfamiliarizadora e instaurado sus propias convenciones, hoy en día asimiladas por la conciencia colectiva, transformándose en poco más de un siglo en una especie de fábula negra, cuyas posibles interpretaciones van de lo meramente sexual hasta lo puramente sociológico: Drácula no sólo desvirga metafóricamente a las doncellas, cual lobo con caperucita roja, sino que también encarna a la vez el antiguo orden feudal, con derecho de vida y muerte sobre su súbditos, y el nuevo poder capitalista que chupa la sangre del proletariado; de hecho, desea ir a Londres, capital simbólica de la revolución industrial, a fin de adquirir propiedades inmobiliarias. Drácula es inhumano y su ocupación principal consiste en transformar a seres humanos en monstruos, es decir, en deshumanizar literalmente a hombres y mujeres: no ha de sorprender que el propio Karl Marx asocie el capital con el vampirismo en el primer volumen de El capital.


Los principales paradigmas de la obra original —murciélagos, dentaduras, espejos, ajo, estacas de madera o crucifijos— han quedado fijos dentro del universo narrativo desde el punto de vista de su funcionamiento semiótico: sabemos de antemano cómo identificar un vampiro, defendernos de él y matarlo. Se puede observar que el texto original, fantástico en el momento de su publicación pues reinventa la leyenda del vampiro para el uso del receptor contemporáneo, ya contiene entre sus paradigmas originales la posibilidad semiótica de pertenecer al género maravilloso al representar la salvación gracias a los artefactos del rito cristiano, como el agua bendita o el crucifijo; más que simples concesiones a la ideología dominante, estos elementos resultan propicios a la asimilación de la narración dentro de la tradición maravillosa más amplia de la mitología cristiana, en particular por su función determinante dentro del conflicto: en última instancia, lo sobrenatural positivo —oficial y epistemológicamente aprobado— triunfa de lo sobrenatural negativo, reproduciendo pues al nivel estructural los términos del conflicto entre el bien y el mal tal y como lo representa el discurso religioso. Los aspectos diabólicos de Drácula, que han dado pie a conocidas interpretaciones cinematográficas como el Nosferatu de Murnau o el de Herzog, quedan enfatizados en la estructura original de la obra por el valor semiótico de la simbólica religiosa, que se convierte en uno de los términos fundamentales de la oposición binaria elemental sobre la cual reposa la narración: lo satánico de Drácula se debe sobre todo al hecho que los crucifijos pueden con él.


Así pues, una película como El turno del cementerio (Graveyard Shift), cuyo protagonista es un vampiro vestido de cuero y con pendiente que trabaja de taxista por la noche, se puede considerar fantástica, mientras que la película de Francis Ford Coppola El Drácula de Bram Stoker es más bien una narración maravillosa dentro de una tradición clásica aunque reciente. Lo menos que nos pueda ocurrir en cualquier castillo de Transilvania por la noche es encontrarnos con un vampiro, y por eso el venerable conde Drácula en su medioambiente narrativo clásico ya no puede producir ese espanto indecible, nacido de la duda epistemológica fundamental, que tanto para Maupassant como para Lovecraft caracteriza el género fantástico. 


El elemento sobrenatural no solamente tiene que parecer inédito, o sacado de su contexto original, sino que también tiene que permanecer inexplicado cuando acaba la narración; si la ocurrencia aparentemente sobrenatural se explica de manera racional, nos encontramos en el género de lo extraño, y desde el punto de vista estructural, no estamos tan lejos del género policiaco tradicional, que representa lo inexplicado para inmediatamente hacer hincapié en una progresión lógica hacia una explicación que satisface tanto al lector como a las reglas internas de un universo narrado que, pese a las apariencias, no se aleja en ningún momento de las leyes naturales. Un cuento extraño en el cual se acaba presentado una explicación lógica al elemento que parecía escapar a las leyes naturales es tanto más satisfactorio cuanto más problemático haya parecido el elemento irracional; una narración fantástica, en cambio, nunca puede dejar de ser problemática. 


2) Universo identificable o «hiperrealidad: el universo en el cual se desarrolla la narración fantástica tiende a ser una réplica del nuestro, y acaso sea ésta la distinción fundamental entre la narración fantástica y los cuentos maravillosos o los relatos de ciencia ficción. De una manera paradójica, el género fantástico depende en gran parte de una representación realista del mundo; para que pueda provocar ese miedo, esa duda en nosotros, el relato fantástico tiene que convencernos de que la realidad representada es la nuestra, y demostrar que el elemento sobrenatural es tan inaceptable en el mundo narrado como en el nuestro. A menudo, los protagonistas de la aventura fantástica son hombres y mujeres sin ninguna particularidad, en un decorado más bien vulgar y corriente. Cabe aquí hablar de hiperrealidad, es decir de la exageración de los aspectos más comunes de la realidad; se trata de un realismo llevado al extremo, que parece representar un universo tan aburrido que no merece ni siquiera ser contado. De hecho, sin el elemento sobrenatural, la narración no tendría por qué existir, ya que ni los personajes ni las circunstancias presentan ninguna particularidad que justifique la existencia del texto. Sobre ese fondo de vida cotidiana, común y fácilmente identificable, se impone el detalle sobrenatural a la vez como motor de la narración y generador de autoridad textual. 


3) Ruptura semiótica radical entre protagonista y universo: la narración fantástica establece una clara y constante oposición entre el o los protagonista(s), víctima(s) del elemento fantástico, y sus estructuras sociales, representadas por sus familiares, sus vecinos, sus conciudadanos y las autoridades: testigos, y a menudo víctimas de lo inaceptable, los protagonistas de la aventura fantástica se encuentran de repente aislados de la realidad oficial, que sólo puede ofrecer incomprensión e incredulidad ante la posibilidad de lo imposible. Se oponen dos visiones del mundo, una de ellas pervertida por la presencia de uno o varios elementos inexplicables, y se produce una ruptura semiótica definitiva entre los representantes de ambas: nadie cree en la sinceridad del protagonista de la aventura fantástica, y la imposible verdad le aliena irremediablemente de los demás como de la realidad oficial. Esta oposición se puede analizar también en términos de razón contra irracionalidad, realidad contra sobrenatural o individuo contra colectividad, y se puede percibir como un choque entre dos códigos semióticos en teoría opuestos el uno al otro: se sugiere la presencia de un elemento irracional en nuestro universo, y por lo tanto se oponen abiertamente el código semiótico de la realidad y el de lo irracional. Representa un desafío a nuestro conocimiento del mundo, y a la epistemología en general, y si resulta tan inquietante, es porque acaso sea el índice de una duda irrefutable en cuanto a la validez de cualquier intento de racionalizar el mundo, o incluso de conocerlo realmente. Estos tres parámetros reunidos —detalle sobrenatural inédito, hiperrealismo y ruptura semiótica representada por la oposición formal entre protagonista(s) y universo— forman las particularidades estructurales del género fantástico. Sería vano, evidentemente, el intentar establecer categorías totalmente herméticas.






Tomado de:

FERRERAS SAVOYE, Daniel (1995): Lo fantástico en la literatura y el cine. De Edgar Allan Poe a Freddy Krueger. Madrid, Ed. Vosa D.L. p. 10-23.

06 febrero 2024

Renunciar a las redes sociales. Jaron Lanier

 



Renunciar a las redes sociales 


Jaron Lanier



El problema no es el teléfono inteligente, como da a entender una avalancha de artículos con títulos como «¿Ha echado a perder el teléfono inteligente a toda una generación?». El problema no es internet, a la que también se acusa día sí y día también de haber destrozado el mundo. Algo lo está destrozando, pero no es el hecho de que estemos conectando a la gente de sitios distintos usando bits, o que nos pasemos el rato contemplando pequeñas pantallas resplandecientes. Qué duda cabe de que uno puede mirar la pantallita en exceso, como puede excederse haciendo muchas otras cosas, pero eso no supone un problema existencial para nuestra especie.


No obstante, sí hay algo en particular relacionado con la tecnología que es tóxico .incluso en pequeñas cantidades. Un nuevo desarrollo que debe aplastarse. Es .importante definir el problema con la mayor precisión posible para que no haya todavía más confusión al respecto. El problema es, en parte, que todos llevamos encima dispositivos susceptibles de usarse para la modificación de la conducta en masa. Pero esta no es la mejor manera de encuadrar el problema. Al fin y al cabo, nuestros aparatos pueden emplearse para otros propósitos, cosa que sucede a menudo.


El problema no es solo que los usuarios estén apiñados en entornos virtuales que pueden sacar lo peor de cada uno. No es solo que tanto poder esté concentrado en un reducido número de personas que controlan los gigantescos ordenadores en la nube. El problema tiene algo en común con todos esos factores, pero ni siquiera es exactamente la suma de todos ellos. El problema se da cuando todos los fenómenos que acabo de mencionar están impulsados por un modelo de negocio cuyo incentivo consiste en encontrar clientes dispuestos a pagar para modificar el comportamiento de otras personas. Recordemos que en la publicidad a la vieja usanza se podía medir si un producto se vendía mejor tras la emisión de un anuncio, pero ahora las compañías miden si los individuos han cambiado su comportamiento, y la información que se hace llegar a cada uno se ajusta continuamente para conseguir esa modificación del comportamiento. Esta modificación de nuestra conducta se ha transformado en un producto, uno particularmente «seductor» no solo para los usuarios, sino también para los clientes/manipuladores, quienes temen que, si no pagan las sumas correspondientes, se queden fuera de juego.


El problema es todo lo anterior y una cosa más. Como se explicó en la primera razón, el sistema que estoy describiendo amplifica las emociones negativas más que las positivas, por lo que es más eficiente a la hora de perjudicar a la sociedad que a la de mejorarla es más indeseables son los que más rendimiento le sacan a su dinero.

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Por fin podemos delimitar el problema. Lo cual significa que podemos eliminarlo .sin que haya daños colaterales. Por suerte, nuestro problema es muy específico. Si pudiésemos deshacernos del pernicioso modelo de negocio, la tecnología en la que se sustenta no sería tan perjudicial. Al menos hemos de intentarlo, porque de lo contrario llegará un momento en que nos veremos obligados a destripar todo un universo de tecnología digital. La tecnología era el último «dios que no fracasó», el último bastión del optimismo. No podemos permitirnos tirarlo por la borda.  


Si has tenido buenas experiencias con las redes sociales, nada de lo que se dice en este libro las invalida. De hecho, confío en que encontremos —tanto la industria como todos nosotros— una manera de conservar aquello que nos gusta y de mejorar a partir de ahí, precisamente al definir con exactitud aquello que debe rechazarse. Borrar nuestras cuentas ahora incrementará la probabilidad de que tengamos acceso a mejores experiencias en el futuro. Hay quien ha comparado las redes sociales a la industria tabacalera, pero yo no lo haré. La mejor analogía es la pintura que contiene plomo. Cuando fue innegable que el plomo era nocivo, nadie dijo que las casas no deberían volver a pintarse nunca, sino que, gracias a la presión y a la legislación, la pintura sin plomo se convirtió en la nueva norma. Las personas listas simplemente esperaron a que hubiera a la venta una versión inocua para comprar pintura. Análogamente, las personas listas deberían borrar sus cuentas hasta que estén disponibles variedades no tóxicas. 

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Para evitar tener que repetir una y otra vez la misma letanía de las piezas que componen el problema («conductas de usuarios modificadas y convertidas en un imperio en alquiler»), voy a sustituirla a partir de ahora por un término bien expresivo: INCORDIO.


INCORDIO es una máquina, una máquina estadística que vive en las nubes computacionales. Recordémoslo: los fenómenos estadísticos y difusos son, no obstante, reales. Incluso en sus versiones más perfeccionadas, los algoritmos INCORDIO solo pueden calcular la probabilidad de que una persona actúe de determinada manera. Pero lo que podría no ser más que una probabilidad para cada individuo tiende a ser una certeza en promedio para una gran cantidad de personas. La población general puede verse afectada con mayor predictibilidad que cualquier persona individual.


Puesto que la influencia de INCORDIO es estadística, el peligro recuerda un poco al que existe con el cambio climático. No podemos afirmar que este sea responsable de tal o cual tormenta, inundación o sequía en concreto, pero sí podemos decir que altera la probabilidad de que se produzcan. A más largo plazo, los fenómenos más espantosos, como la subida del nivel del mar y la necesidad de reubicar a la mayoría de la población y encontrar nuevas fuentes de alimento, se podrán atribuir al cambio climático, pero para entonces la razón ya será inútil.


Análogamente, no puedo demostrar que ningún capullo en concreto se haya vuelto más capullo debido a INCORDIO, como tampoco puedo demostrar que ninguna degradación en particular de la sociedad no habría sucedido en cualquier caso. No hay manera de saber a ciencia cierta si INCORDIO ha modificado nuestro comportamiento, aunque más adelante ofreceré varias maneras de encontrar indicios. Si usamos plataformas INCORDIO, probablemente sí habrá cambiado al menos un poco. Aunque no podemos conocer qué detalles de nuestro mundo serían diferentes sin INCORDIO, sí podemos comprender algo sobre la situación general. Como sucede con el cambio climático, INCORDIO nos conducirá al infierno si no hacemos algo para remediarlo.


INCORDIO es una máquina que se compone de seis partes. He aquí un truco mnemotécnico para los seis componentes de la máquina INCORDIO, por si alguna vez los necesitásemos para un examen: 


A es de Adquisición de la Atención que lleva al dominio de los idiotas. B es de Buitrear en la vida de todo el mundo. C es de Colmar de contenido la mente de las personas. D es de Dirigir el comportamiento de las personas de la manera más sibilina posible. E es de Embolsarse dinero por dejar que los peores idiotas Engañen disimuladamente a todo el mundo. F es de Falsas muchedumbres y una sociedad Falsaria.


A es de Adquisición de la Atención que lleva al dominio de los idiotas.


Mucha gente se comporta de una forma extraña y desagradable en internet. Este curioso fenómeno sorprendió a todo el mundo en los inicios de las redes y ha tenido un efecto profundo sobre nuestro mundo. Aunque no todas las experiencias en internet son desagradables, una agresividad familiar tiñe y liga la experiencia en líneas generales. La agresividad resultó ser también como el petróleo crudo para las compañías de redes sociales y otros imperios de modificación de la conducta que enseguida llegaron a dominar internet, porque se alimenta de las reacciones negativas.


¿Por qué se da esta agresividad? Lo exploraremos en la siguiente razón, pero en pocas palabras: las personas normales se reúnen en un entorno en el cual la principal —y a menudo la única— recompensa disponible es la atención. No es razonable que esperen ganar dinero, por ejemplo. Los usuarios corrientes solo pueden acumular un poder y una riqueza falsos, no poder y riqueza de verdad. Así que prevalecen los juegos mentales. Sin otra cosa a la que aspirar más que a la atención de los demás, las personas normales suelen transformarse en idiotas, porque los más idiotas reciben la máxima atención. 


B es de Buitrear en la vida de todo el mundo.


El componente B ya se introdujo en la primera razón. Todo el mundo está sometido a un nivel de vigilancia propio de una novela distópica. Teóricamente, el espionaje ubicuo podría existir sin las plataformas generadoras de idiotas del componente A, pero se da la circunstancia de que, en la mayoría de las ocasiones, el mundo que hemos creado conecta ambos componentes. .El espionaje se consigue principalmente a través de los dispositivos personales conectados —en particular, por ahora, mediante los teléfonos inteligentes— que la gente lleva casi pegados al cuerpo. Se recopilan datos sobre las comunicaciones, intereses, movimientos, contactos con los demás, reacciones emocionales a las circunstancias, expresiones faciales, compras y signos vitales de cada persona: una variedad de datos ilimitada y continuamente creciente.


Por ejemplo, si estás leyendo este libro en un dispositivo electrónico, es muy probable que un algoritmo registre datos como la velocidad a la que lees o los momentos en que dejas de hacerlo para atender a cualquier otra cosa. Los algoritmos establecen correlaciones entre los diversos datos de una misma persona y entre los de personas distintas. Esas correlaciones constituyen, de hecho, teorías sobre la naturaleza de cada individuo, que se miden y clasifican continuamente en cuanto a su predictibilidad. Como cualquier teoría bien gestionada, mejoran con el tiempo mediante un proceso de retroalimentación adaptativa. 


C es de Colmar de contenido la mente de las personas.


Los algoritmos deciden lo que cada persona experimenta a través de sus dispositivos. Este componente puede denominarse «hilo de contenido», «motor de recomendación» o «personalización». El componente C implica que cada persona ve cosas diferentes. La motivación inmediata es suministrar estímulos para la modificación de la conducta individualizada. INCORDIO hace que sea más difícil entender por qué los demás piensan y actúan como lo hacen. Los efectos de este componente se examinarán en mayor profundidad en las razones que tratan sobre cómo estamos perdiendo la capacidad de acceder a la verdad y de experimentar empatía. 


D es de Dirigir el comportamiento de las personas de la manera más sibilina posible.


Los elementos anteriores se conectan entre sí para crear una máquina de medición y retroalimentación que modifica deliberadamente las conductas mediante un proceso que se describió en la primera razón. Resumiendo: los hilos de contenido personalizados se optimizan para «captar» a cada usuario, a menudo utilizando potentes estímulos emocionales que conducen a la adicción. Las personas no son conscientes de cómo las están manipulando. En principio, el propósito de la manipulación es hacer que la gente esté cada vez más enganchada y pase cada vez más tiempo en el sistema. Pero también se ponen a prueba otros objetivos.


Por ejemplo, si estamos leyendo en un dispositivo, nuestros comportamientos de lectura se correlacionarán con los de multitud de personas. Si alguien que tiene un patrón de lectura similar al nuestro compró algo después de que se le ofreciese de una determinada manera, aumentará la probabilidad de que a nosotros se nos ofrezca de esa misma forma. Antes de unas elecciones, se nos pueden mostrar extrañas publicaciones que se sabe que hacen aflorar el cínico interior en aquellas personas parecidas a nosotros, y reducir así la probabilidad de que votemos.


Las plataformas INCORDIO han anunciado con orgullo cómo han experimentado con la posibilidad de hacer que las personas se sientan tristes, alterar la participación electoral y reforzar la fidelidad a tal o cual marca. De hecho, estos son algunos de los ejemplos más conocidos de estudios que salieron a la luz durante los primeros tiempos de INCORDIO. La estrategia con la que las redes digitales se plantean la modificación de la conducta asimila todos estos ejemplos, estas distintas facetas de la vida, en una sola. Desde el punto de vista del algoritmo, las emociones, la felicidad y la fidelidad a una marca son señales distintas, aunque similares, que optimizar. Si resulta que ciertos tipos de publicaciones nos entristecen y un algoritmo está intentando que estemos tristes, aparecerán más publicaciones de esa clase. Nadie tendrá por qué saber nunca la razón de que esas publicaciones en particular tuvieran ese efecto sobre nosotros, y probablemente nosotros ni siquiera nos demos cuenta de que tal o cual publicación nos entristeció ligeramente o de que estábamos siendo manipulados. El efecto es sutil, pero acumulativo. Aunque algunos científicos intentan profundizar en el asunto para tratar de arrojar luz sobre él, por lo general, el proceso se da en la oscuridad, con el piloto automático puesto: es un nuevo tipo de siniestro universo en la sombra. 


Pocas veces se cuestionan los algoritmos, y menos aún por científicos externos o independientes, en parte porque es difícil entender cómo funcionan. Mejoran automáticamente mediante procesos de retroalimentación. Uno de los secretos del Silicon Valley actual es que parece que a algunas personas se les da mejor poner en funcionamiento programas de aprendizaje automático y nadie entiende por qué. El método más mecanicista de manipulación del comportamiento humano resulta ser un arte sorprendentemente intuitivo. Aquellos que saben cómo manipular los algoritmos más novedosos alcanzan el estrellato y perciben salarios espectaculares.


E es de Embolsarse dinero por dejar que los peores idiotas Engañen disimuladamente a todo el mundo.


La máquina de modificación de conducta de masas se alquila por dinero. Las manipulaciones de INCORDIO no son perfectas, pero sí lo suficientemente potentes como para que resulte suicida para las marcas, los políticos y otras entidades competitivas abstenerse de contratar a las máquinas INCORDIO. La consecuencia es un chantaje cognitivo universal, que resulta en un gasto global creciente en INCORDIO. Si alguien no paga a una plataforma INCORDIO con dinero, entonces, para evitar acabar aplastado por ella, debe convertirse en combustible de datos para la plataforma. Cuando Facebook destacó las «noticias» en los hilos de contenido de sus usuarios, todo el mundo periodístico tuvo que reformularse según los estándares de INCORDIO. Para evitar quedar descolgados, los periodistas tuvieron que crear historias que promoviesen el ciberanzuelo y pudiesen desligarse de su contexto. Se vieron obligados a convertirse en INCORDIO para no ser aniquilados por INCORDIO.


INCORDIO no solo ha oscurecido la ética de Silicon Valley, sino que ha hecho que el resto de la economía enloquezca. Antes de pasar al componente F, tengo que explicar el papel especial que el componente E desempeña a la hora proporcionar los incentivos económicos que mantienen en funcionamiento toda la maquinaria de INCORDIO. Si uno frecuenta Silicon Valley, oirá mucho hablar de que el dinero se está quedando obsoleto, de que estamos creando formas de poder e influencia que lo trascienden. ¡Aunque nadie ha dejado de intentar ganar dinero!


Si resulta que la manera de conseguir más dinero pasa por captar la atención de todos nosotros haciendo que el mundo parezca aterrador, eso es lo que acabará sucediendo, aunque implique hacer de altavoz para actores malintencionados. Si queremos que las cosas sean de otra manera, hay que cambiar la forma en la que se gana dinero.


Tras las elecciones estadounidenses de 2016, Facebook, Twitter, Google Search y YouTube anunciaron cambios en sus políticas para combatir anuncios oscuros, noticias falsas malintencionadas, discursos de odio y demás. Las autoridades regulatorias también han introducido requisitos como la obligación de identificar a los anunciantes políticos. Justo cuando estaba terminando de escribir este libro, Facebook declaró que reduciría la presencia de noticias en los hilos de contenido de sus usuarios, algo que celebró la mayor parte del mundo periodístico, que así tendría mayor libertad para decidir cómo conectar con su público. Estos cambios podrían tener como efecto una reducción de INCORDIO al menos durante un tiempo. De hecho, en ocasiones anteriores, pequeñas modificaciones en las políticas han mitigado desagradables fenómenos sociales en internet. En 2015 Reddit prohibió algunos subreddits indecorosos, y eso redujo el flujo de publicaciones de odio. 


Pero esos cambios no afectan a los incentivos básicos, por lo que es probable que los actores malintencionados ideen contramedidas cada vez más tramposas y sofisticadas. Esto también ha sucedido ya. Como es bien sabido, existe una industria bastante importante dedicada a lo que se conoce como «posicionamiento en buscadores», esto es, a ayudar a sus clientes a manipular los constantes cambios en las políticas de los buscadores.


Si los incentivos no cambian, ¿pueden unas reformas incrementales resolver los .problemas de adicción, manipulación e incitación a la enajenación en todo el mundo que INCORDIO ha forjado? Si unas reformas limitadas consiguiesen resultados prácticos, yo estaría cien por cien a favor de ellas, y espero que los cambios en los hilos de contenido de Facebook hagan del mundo un lugar un poquito mejor; aun así, me temo que estas pequeñas modificaciones no tendrán consecuencias suficientemente palpables. 


Normalmente, los incentivos básicos prevalecen sobre las políticas. La manera en la que la gente sortea las reglas para perseguir los incentivos suele hacer del mundo un lugar más oscuro y peligroso. Las prohibiciones no suelen funcionar. Cuando Estados Unidos intentó prohibir el alcohol a comienzos del siglo XX, el resultado fue un aumento del crimen organizado. Cuando, más avanzado el siglo, se prohibió la marihuana, ocurrió lo mismo. Las prohibiciones son motores de corrupción que hacen que la sociedad se divida en sectores oficiales y delictivos. Las leyes son más efectivas cuando están razonablemente alineadas con los incentivos. Introducir ajustes en INCORDIO sin cambiar los incentivos subyacentes probablemente resultaría en un fracaso similar. De hecho, ya han fracasado en el pasado: pioneros del INCORDIO como Google y Facebook han perseguido con ahínco a los actores malintencionados, falsarios y manipuladores no autorizados, y el resultado ha sido la irrupción de cibermafias clandestinas y técnicamente avanzadas que, en algunos casos, trabajan para estados hostiles.


El efecto colateral más desalentador de los ajustes en las políticas de INCORDIO es que cada ciclo en la carrera armamentística entre plataformas y actores maliciosos provoca que aumente el número de personas bienintencionadas que exigen que las compañías INCORDIO se hagan cargo de cada vez más aspectos de nuestras vidas. «¡Por favor, dígannos qué es lo que podemos decir, oh, ricos y jóvenes programadores de Silicon Valley! ¡Adiestradnos!». Los actores malintencionados que buscan desacreditar la democracia usando la máquina de INCORDIO salen ganando incluso cuando pierden terreno frente a los activistas bienintencionados.


F es de Falsas muchedumbres y una sociedad Falsaria.


Este componente está presente casi siempre, aunque no solía formar parte del diseño inicial de una máquina INCORDIO. Las personas falsas existen en cantidades grandes aunque desconocidas, y marcan el tono. Bots, IA, reseñas falsas, amigos falsos, seguidores falsos, publicaciones falsas, perfiles falsos automatizados: toda una colección de entes fantasmagóricos. El resultado es un vandalismo social invisible. La presión social, que tanto influye sobre la psicología y el comportamiento humanos, se fabrica de manera artificial. 


El problema es limitado, por lo que podemos contenerlo. 


Cuanto mayor sea la precisión con la que podamos trazar una línea alrededor de un problema, más resoluble será este. Aquí he planteado la hipótesis de que nuestro problema no son internet, los teléfonos o altavoces inteligentes, o el arte de los algoritmos, sino que lo que ha provocado que últimamente el mundo sea tan oscuro y desquiciado es la máquina INCORDIO, cuyo núcleo no es exactamente una tecnología, sino un tipo de plan de negocio que genera incentivos perversos y corrompe a las personas Ni siquiera es un plan de negocio que se use mucho. Fuera de China, los únicos gigantes tecnológicos que dependen por completo de INCORDIO son Facebook y Google. Las otras tres de las cinco grandes compañías tecnológicas recurren a INCORDIO ocasionalmente, porque actualmente es algo que está normalizado, pero no dependen de él. Varias compañías INCORDIO más pequeñas, como Twitter, también son influyentes, aunque a menudo tienen problemas. Una de las razones por las que soy optimista es que INCORDIO no es una gran estrategia empresarial a largo  lazo. Explicaré por qué digo esto en la razón relacionada con la economía. ¿Qué empresas son INCORDIO? Esto es algo que puede discutirse. Una buena manera de distinguirlas es que las compañías INCORDIO de primer nivel son aquellas que se centran en las actuaciones o el gasto de actores malintencionados, como las unidades del aparato estatal ruso dedicadas a la guerra de la información. Este criterio pone de manifiesto que existen servicios seudo-INCORDIO que incorporan únicamente subconjuntos de todos los componentes, como Reddit y 4chan, pero no por ello dejan de tener un papel importante en el ecosistema de INCORDIO.


Otros servicios de segundo nivel, que podrían llegar a ser INCORDIO pero aún no han alcanzado la escala suficiente, son gestionados por los gigantes tecnológicos —Microsoft, Amazon y Apple—, así como por compañías más pequeñas como Snap. Pero esta segunda razón no gira en torno a las compañías, sino a nosotros mismos. Puesto que podemos trazar una línea alrededor de la máquina INCORDIO, podemos trazar otra que rodee aquello que debemos evitar. El problema de INCORDIO no es que incluya tal o cual tecnología en particular, sino que es un alarde de poder de otras personas. Por ejemplo, el conductismo metódico, que se describió en la primera razón, no supone un problema en sí mismo. Podríamos decidir someternos a tratamiento con un terapeuta cognitivo-conductual y obtener beneficios de ello. Con suerte, ese terapeuta habrá jurado cumplir con unos estándares profesionales y se hará merecedor de nuestra confianza. Pero si está bajo el control de una corporación gigante y remota que le paga para conseguir que tomemos determinadas decisiones que no tienen por qué redundar en nuestro propio interés, eso sería un INCORDIO. 


Del mismo modo, el hipnotismo no es un INCORDIO por sí mismo. Pero si tu hipnotista es reemplazado por alguien a quien no conoces y este a su vez trabaja para alguien a quien tampoco conoces, y no tienes forma de saber para qué te están hipnotizando, entonces eso sería un INCORDIO. El problema no es una tecnología en concreto, sino el uso de esta para manipular a las personas, para concentrar el poder de una manera tan desquiciada y asquerosa que se convierta en una amenaza para la supervivencia de la civilización. Si queremos contribuir a que el mundo sea un lugar sano, no tenemos por qué renunciar a nuestro teléfono inteligente, ni dejar de usar servicios de computación en la nube o de visitar sitios web; no debemos temer a las matemáticas, las ciencias sociales o la psicología.














Tomado de:

LANIER, Jaron (2018): Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato. Ed. Debate, pp. 22-31.