Variaciones de la moral sexual burguesa
José Luis Aranguren
En el siglo XIX se instaura o establece socialmente una moral que, teóricamente, venía siendo preparada desde siglos antes. Podemos llamarla, para entendernos, moral burguesa, porque se convierte en moral establecida con y por el triunfo de la burguesía. Procede de una cosmovisión individualista, es fundamentalmente moral de clase, y se presenta como expresión de un idealismo espiritualista. Las virtudes cardinales de esta moral son, aparte la laboriosidad que no nos importa en el presente contexto, la previsión y el ahorro, la virtud del orden, la pulcritud y limpieza, la seriedad y "honradez" en los tratos comerciales, y el "buen nombre", es decir, la respetabilidad.
Sin duda todas las citadas son auténticas virtudes, pero virtudes menores. Su sobreestimación por la burguesía del siglo XIX produjo una inflexión, en el sentido de la forma mentís burguesa, de la vieja moral cristiana. El nuevo código moral, sobreponiéndose al cristiano, se sobrepone a él y lo deforma, no tanto en cuanto al contenido o materia de los preceptos, sino en cuanto a la forma o espíritu. Las cosas que deben hacerse o dejar de hacerse son las mismas que antes, pero su motivación, su finis operantis, como diría un escolástico, es, sin que nadie se lo confiese, muy diferente. Este entrelazamiento, hasta la confusión, de dos morales muy distintas, llevado a cabo mediante el recubrimiento de cada uno de los contenidos preceptivos de la primera por las correspondientes finalidades de la segunda, solamente ha sido posible al precio de la renuncia total a la autocrítica. En efecto, esta moral cerró los ojos a las contradicciones y deformaciones de la moral cristiana, en que consistía; sólo así pudo moverse con soltura en medio de tal enredo. Era una moral que se fundaba en la ambigüedad, en la mauvaise foi: una materia —los comportamientos de la moral cristiana— era aceptada como contenido de su moralidad, pero no tanto por un impulso genuinamente cristiano como por determinaciones sociológicas. Las virtudes cristianas fueron así utilizadas para ser puestas al servicio de una promoción social o de su consolidación.
Pensemos en los valores —sin olvidar el sentido técnicamente económico y financiero que adquiere esta palabra en el siglo XIX— antes enumerados, la respetabilidad por ejemplo; pensemos en una fácil, inadvertida, insensible extrapolación del espíritu mercantil de previsión y de ahorro más allá de la esfera económica; pensemos en la comprensión de todas las relaciones como "negocio" (ya de lejos venía la expresión y la idea del "negocio de la salvación"). Si nos situamos en esta perspectiva se entiende bien la conversión de la virginidad, cuyo sentido genuino sólo puede ser la ofrenda del cuerpo —y del alma—, intactos, a Dios, en ahorro de los sentimientos y los actos amorosos, para invertirlos, cuando llegue el momento, y con el mayor rendimiento posible, en el negocio matrimonial. La "honradez" en el contrato (el matrimonio, aunque siguiese celebrándose conforme al rito sacramental, era ya, en realidad, más contrato que sacramento) requiere la entrega de mercancía sana y no averiada. Repito lo que antes dije: no es menester pensar este deslizamiento del sentido de la virginidad en los crudos términos de un cálculo explícitamente mercantil; las cosas más importantes de la vida rara vez llegamos a pensarlas expresamente en el sentido que, de verdad, les damos. Pero no cabe duda de que estamos aquí muy lejos del fundamento religioso —único auténtico— de la virginidad. Se entiende muy bien la reacción actual que da mayor valor moral a la entrega sin cálculo que a esta cuenta y razón.
La doble moral sexual, una para el hombre y otra para la mujer, se comprende perfectamente desde esta tabla burguesa de valores. Las licencias sexuales masculinas, siempre que no atenten a la respetabilidad social, son permisibles. Pero las de la mujer casada, además de infringir esa moral de la honradez, que es la forma disminuida de la vieja moral hidalga del honor, producen la contaminación de la familia, dañan a su "limpieza": los hijos dejarían de ser la mercancía "legítima" que deben constituir. El matrimonio, por supuesto, es indisoluble, por exigencias de respetabilidad. Las liaisons del marido, siempre que sean discretas, facilitan un modo plausible de conllevar aquella indisolubilidad. El clasismo de la castidad femenina está, en la moral burguesa, muy a la vista. Lo que importa es la "defensa social" de nuestras mujeres y nuestras hijas... al precio de la organización de la prostitución de "las otras".
Debo insistir una vez más en que no se trata de afirmar que todo esto le apareciese tan claramente como aquí se presenta al hombre que, sin embargo, lo vivía así. Al contrario, es precisamente la claridad en estas materias lo que, a todo trance, se quería —con un querer oscuro, secreto— y se lograba evitar. El cristianismo, semivaciado de su espíritu, sirve eficazmente para producir esta penumbra. Y los tabúes sexuales, tan propios de la época —piénsese en la moralidad victoriana—, la gazmoñería y, en suma, el fariseísmo de quienes se las arreglan muy bien para no sospechar siquiera que son fariseos, lo tapan todo.
En efecto, el hombre burgués, dicho sea en su honor, no podía soportar esta determinación socioeconómica de sus costumbres sexuales, ni tampoco el "positivismo" y hasta "materialismo" que ella implica. De ahí la disociación y hasta escisión interna de su comportamiento erótico. Necesitaba el amor ideal que es, que tiende a ser puramente romántico —amor puro, celestial—, o bien que rodea de todos los prestigios al "cariño" conyugal, pero cuidando de mantener ahora no en el paraíso sino en el limbo a "la santa de mi mujer", en tanto que, como su sombra o reverso, acompañaba a ese "sueño" la entrega de hecho al amor venal. Amor —palabra sublime— y sexualidad —comportamiento real del que no se habla, salvo entre hombres— nada tenían que ver entre sí. El protagonista de esta historia únicamente así podía soportarse a sí mismo: no como el que es, sino como el que, en el plano superior del espíritu, sueña ser. La evasión era un ingrediente necesario a su existencia. No importa la fragilidad, la servidumbre de la carne. El hombre debe ser juzgado por la imagen social que proyecta de sí mismo —su respetabilidad— y por la imagen interior en que se contempla —su idealismo.
La vida burguesa. Barcelona, siglo XIX |
La moral que acabamos de describir no ha desaparecido aún, ni mucho menos. Pero no es la propia de nuestro tiempo y los jóvenes tienden a apartarse de ella. O bien, cuando la aceptan, a aceptarla por razones mera y lúcidamente sociológicas, de adaptación o ajuste social a una situación de transición, en que no es todavía aconsejable echar por la borda las "conveniencias". El hombre actual puede ser "positivista" y, en cuanto tal, conservador de los usos establecidos, puede ser incluso cínico, pero no es ya fariseo.
Por no ser fariseo, frente a la ambigüedad confusionaria de que antes hablábamos, frente a la duplicidad de códigos morales, procura ajustar su conducta a un solo código que, como acabamos de ver, puede ser el de los usos sociales, desenmascarados como nada más que tales, pero que, con mayor sentido ético, puede ser también el de la pura moral del Evangelio, o el de quienes llegan en materia sexual hasta las consecuencias últimas de la secularización.
El cristianismo actual es sociológicamente menos compacto, menos denso que en las épocas de régimen de Cristiandad pero, sin duda, más puro. Los católicos de hoy se proponen retornar a la verdadera moral del Evangelio, sin deformaciones ni gazmoñerías. Piensan que la castidad ha de ser preservada por religiosidad, no por los tabúes, los cálculos o las conveniencias. Y que no basta con observar la materialidad de los preceptos: es menester, y es la dimensión más profunda de la moral predicada por Jesús, la "pureza de corazón".
Frente a la disociación espiritualismo-sexualidad venal del siglo XIX, hoy todos tienden, y desde luego los católicos también, a la plena integración de la sexualidad en el amor, así como a la elevación del nivel cultural femenino, en el sentido de una mayor homogeneidad de instrucción entre la mujer y el hombre. De este modo, partiendo del principio de la igualdad de los sexos, frente a la "doble moral" anterior, se procura también integrar en el amor la comunicación espiritual y la colaboración intelectual de los cónyuges. Ni doble moral ni clasismo sexual. El escándalo de la prostitución como servicio público organizado, aunque, farisaicamente, se denominase simplemente "tolerado", choca con la conciencia moral de nuestro tiempo. Naturalmente no voy a entrar aquí en un estudio de los condicionamientos económicos —elevación del nivel de vida de todos— y médicos —progreso en la curación de las enfermedades específicas— sin la resolución de los cuales esta conciencia permanecería en el estadio de un pío deseo. Pero conviene recordarlos porque muchos "espiritualistas" quieren pensar que los hombres se comportan bien o mal y, en consecuencia, han de ser juzgados rígidamente, sin tomar en consideración sus condiciones psicosomáticas y sociales de vida. El progreso moral no es una variable totalmente independiente, ni mucho menos, del progreso social, del progreso económico y del progreso tecnológico. Por otra parte, al deteriorarse la componenda cristiano-burguesa (mucho más burguesa que cristiana, según vimos), una parte numerosa de la juventud tiende a sacar todas las consecuencias de la secularización contemporánea de la existencia. Ahora bien, en el plano que estudiamos, los propugnadores de la secularización extrema consideran lo sexual como no teniendo nada que ver con la moral. (Solamente, en ciertos casos, con la anormalidad psicosomática y, a lo sumo, con la conveniencia de seguirse ateniendo a los usos sociales recibidos en una época de transformación todavía insuficiente.) Desde esta perspectiva que ha abandonado la fundamentación religiosa de la virginidad y la castidad, así como de la indisolubilidad y fidelidad del matrimonio, solamente procedería enjuiciar éticamente las relaciones sexuales en cuanto que en ellas se debe ser justo con el otro, respetarle, evitar su alienación y guardar la palabra dada (que, sin embargo, no ligaría nunca "para siempre"). Es verdad que santo Tomás apelaba precisamente a la justicia —justicia para con la mujer y su buena fama, justicia para con el cónyuge, justicia para con la prole— para condenar la fornicación, el adulterio y el divorcio. Pero esta posición contemporánea que estamos analizando y que, por supuesto, no admite el derecho natural, considera que la "reputación", en una sociedad secularizada, no puede ni debe depender en las mujeres, como no depende en los hombres, de sus relaciones íntimas; y, puesto que existen medios técnicos para evitar la concepción de la prole cuando se corra el riesgo de ser injusto con ella, da por excluida esta posibilidad de comportamiento inmoral. Claro que un católico replicaría a esto que precisamente al impedir la concepción de la prole se comete respecto de ella la máxima injusticia. Pero el supuesto de tal argumento es la creencia —más o menos expresa— en el fundamento y valor religioso del acto de engendrar, de "dar" la vida, de procrear. Ahora bien, es este supuesto de carácter religioso lo que la actitud extremosamente secularizada ha empezado por rechazar.
La nota esencial de la moral que hemos llamado burguesa era la —¿voluntaria?, ¿involuntaria?— falta de sentido crítico que permitía la duplicidad de códigos y el recubrimiento justificatorio del uno por el otro. Nuestro tiempo no es ya el de lo uno y lo otro, sino el de lo uno o lo otro, y esto en una doble instancia: comportamiento determinado moralmente o comportamiento determinado por meras conveniencias sociales, aceptadas solamente en cuanto tales. Y, si se quiere permanecer en el ámbito estrictamente moral, comportamiento determinado por la moral cristiana evangélica, o comportamiento determinado por una moral enteramente laicizada.
Tomado de:
ARANGUREN, José L.(1982): Erotismo y liberación de la mujer. Barcelona, Ariel, pp. 19-24.
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