Literal, alegórica y universal
Ed Villiamy
La peste se
publicó en 1947, a la sombra del Holocausto, en una Europa en la que la gente
vagaba por las ruinas, en busca de seres queridos perdidos y vidas perdidas.
Transcurre en una época contemporánea, pero con trama ficticia, en la ciudad
argelina de Orán, en la época colonial francesa (en árabe: Wahrān), y describe
la llegada y las terribles consecuencias de una plaga letal. (El propio Camus
creció en Belcourt, un suburbio de Argel.)
Camus empezó a escribir el libro cuando Francia estaba ocupada por los alemanes, poco después de terminar su tratado filosófico El mito de Sísifo. Escribió en prefacios de ediciones posteriores de Sísifo que Franz Kafka nos obligaba a leer sus libros dos veces: primero para absorber el relato literal, después el figurativo o alegórico. Por eso, La peste no puede leerse menos de tres veces, porque hablaba, y todavía habla, en tres niveles: literal, alegórico y universal. Literal, como vívidamente lo experimentan hoy los lectores: la historia de la plaga que asola y domina una ciudad, su posterior aislamiento del mundo exterior, el subsiguiente “exilio” e infestación del populacho. Alegórico: como retrato del fascismo, del Tercer Reich, su esencia maligna y alcance asesino, su ocupación de Francia y la resistencia a esa ocupación. Universal: las cuestiones duales del absurdo y el mal en nuestra experiencia de la vida, el mundo y el universo, y nuestra forma de ceder o resistir ante las dos.
Ahora el libro de Camus parece más pertinente que nunca. La tercera aplicación, universal, nunca desapareció, pero las dos primeras son un puñetazo: estamos bajo una plaga física, y nuestras sociedades están contaminadas de nuevo por ese otro contagio, el fascismo. No solo el fascismo tradicional, porque la izquierda está también en ello: lo que los periódicos llaman perezosamente “populismo”, el virus que el historiador mexicano Enrique Krauze llama “el pueblo soy yo”: una política de odio y división dirigida por una figura que asegura expresar y encarnar la “voluntad del pueblo” como organismo.
Pero empecemos con la narrativa literal del libro, y la razón de su repentino interés y ventas: la peste. Después de todo, Albert Camus llama a su obra crónica y no novela. Devoró a los clásicos, y entre ellos estaban Tucídides, cuya historia de las guerras del Peloponeso incluye un relato vívido de la plaga en Atenas, la Ilíada de Homero, el Edipo de Sófocles y De la naturaleza de las cosas de Lucrecio, cuyo pasaje final –que Camus cita específicamente en La peste– describe a los atenienses luchando entre sí por el espacio en la orilla, para incinerar a los muertos, en vez de abandonarlos en “el agua tranquila y sombría”. Camus conocía el relato de Daniel Defoe sobre la peste de Londres y debía de estar bien informado de la epidemia de cólera que asoló Orán en 1849. En La peste habla del “encarnizamiento” en Roma y Pavía; la cultura tradicional francesa está llena de historias de la peste en Marsella en 1722. Había habido pestilencia en París en 1920, en Casablanca a principios de los cuarenta y el último brote en Europa contaminó Ajaccio cuando Camus escribía el libro, en 1945. Estaba claramente fascinado por la peste real.
Ahora llega este coronavirus, la pandemia de la Covid-19; la peste ha vuelto. Había regresado hace poco con el zika, con el cólera en Etiopía, India, Irak, Vietnam y Somalia; con el chikunguña en América; la fiebre del dengue en Bolivia y Pakistán; con la meningitis y luego el ébola en África occidental. Pero todo eso estaba “muy lejos”. La Covid-19 es más igualitaria: no solo castiga a los pobres, no tiene favoritos ni piedad o discriminación; viene a por todos y esta vez el industrializado hemisferio norte la lleva al sur. Como ha señalado Arundhati Roy, Estados Unidos, con toda su riqueza de bombas y misiles, tiene que combatir en esta guerra con equipamiento hecho con bolsas de basura. La humanidad arrogante, con su pericia científica, su “dominio” de la naturaleza –predicado por las religiones monoteístas, por el capitalismo y por el socialismo–, su asombrosa tecnología y con lo que Leon Battista Alberti llamó “el hombre, la medida de todas las cosas” en el Renacimiento florentino, afronta una enfermedad aterradora que no puede controlar.
No es raro que la gente quiera
leer La peste. Desde el principio, habla de la
experiencia y el miedo que creíamos que pertenecía a otros lugares y otros
tiempos, y que ahora describe nuestra propia vida. “Se admitirá fácilmente que
no hubiese nada que hiciera esperar a nuestros conciudadanos los
acontecimientos que se produjeron en la primavera de aquel año”, escribe Camus.
Un portero insiste en que “en la casa no había ratas”. “Nuestros conciudadanos,
a este respecto, eran como todo el mundo; pensaban en ellos mismos; dicho de
otro modo, eran humanistas: no creían en las plagas. La plaga no está hecha a
la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es
un mal sueño que tiene que pasar. […] Se creían libres y nadie será libre
mientras haya plagas.”
Hemos visto titubear a los gobiernos, luego cubrir sus huellas. Camus apuntó que: “La municipalidad no se había propuesto nada ni había tomado ninguna medida, pero empezó por reunirse en consejo para deliberar.” En cuanto las autoridades emiten órdenes, pocas y tarde, el doctor Bernard Rieux –el héroe del libro en todos los sentidos– señala: “¡Órdenes! Lo que haría falta es imaginación.” “Se ha hecho por la vía oficial”, dice Jean Tarrou, un visitante de Orán cuya compañía y amistad con Rieux es el tema más positivo del libro. “No están nunca en proporción con las calamidades.”
Más tarde llegaremos a Camus y
la naturaleza, pero merece la pena observar ahora que el coronavirus está
acompañado de la belleza y promesa de la primavera, en flor y en fruto. Pero
mientras la tierra viene a la vida, la muerte acecha en la tierra. Camus revive
el espectro de “las carretas de muertos en el Londres aterrado […]. No, todo
esto no era todavía suficientemente fuerte para matar la paz de ese día”. Una
plaga toma Orán, “Durante ese tiempo, y de todos los arrabales próximos, la
primavera llegaba a los mercados.”
El primero en pronunciar la
palabra “peste” es Rieux, en una conversación con el doctor Castel, que
recuerda: “como decía un colega: ‘Es imposible, todo el mundo sabe que ha
desaparecido de Occidente.’ Sí, todo el mundo lo sabe, excepto los muertos.
Vamos, Rieux usted sabe tan bien como yo lo que es.” Y, sin duda: “El viejo
Michel tenía los ojos relucientes y la respiración sibilante. [...] Me quema
–decía–, me quema, el muy cerdo.” ¿Cuánta gente, ahora muerta, ha descubierto
eso las últimas semanas? ¿Cuántos parientes no estaban ni siquiera junto a la
cama cuando ocurrió? ¿Y cuántos más?
Ahora los políticos tienen el
cuajo de alabar los “servicios sanitarios” que han mutilado y privado de
recursos durante décadas. (La situación es especialmente paradójica en el Reino
Unido, donde el National Health Service depende en buena medida de
profesionales y profesionales de Europa que la mayoría británica –y el gobierno
incumbente– votó de facto deportar. Y en Estados Unidos, donde el presidente
Trump prometió abolir el “Obamacare” y donde muchos hispanos, su objeto de odio
preferido, trabajan en hospitales.) Pero los profesionales con exceso de
trabajo y mal pagados en la sanidad, así como el personal de enfermería y
auxiliar, son las heroínas y héroes del momento aunque no los merezcamos, y el
doctor Rieux establece que cualquier debate se reduce a esto: “Lo esencial era
hacer bien su oficio.” Propone “levantar contra la epidemia una verdadera
barrera o no hacer nada […] Rieux nunca había encontrado su oficio tan pesado”.
Rieux, al nivel de la
narrativa literal del libro y de su impacto inmediato, es el Médico Universal,
con su equipo de apoyo de aquellos que reconocemos como enfermeros,
paramédicos, encargados de admisión, radiólogos, porteros de hospital,
cocineros y limpiadores. Me recuerda un reportaje que publicó La
Repubblica a mediados de marzo sobre Cinzia Capelli, “gestora de
camas” en el hospital Giovanni XXIII de Bérgamo, epicentro de la pandemia
italiana. “Cien enfermos llegan cada día”, dijo, “y una cama para cada uno. Es
como vaciar el mar con una cuchara agujereada”.
Si reaccionamos con inteligencia a la crisis actual, ahora reconocemos la condición sobre la que escribe Camus. Reconocemos que “esta separación brutal, sin límites, sin futuro previsible, nos dejaba desconcertados”. “La peste los dejaba, al mismo tiempo, ociosos, reducidos a dar vueltas a la ciudad [...] a hacer todos los días el mismo camino que, en una ciudad tan pequeña, casi siempre era aquel que en otra época habían recorrido con el ausente.” “Entonces comprendíamos que nuestra separación tenía que durar [...] Aceptábamos nuestra condición de prisioneros, quedábamos reducidos a nuestro pasado.” Había una “ociosidad insoportable”, escribe Camus. Los amantes podían “remontar la corriente de su amor, examinando sus imperfecciones”.
Y, sin embargo, como vemos a
nuestro alrededor ahora, Camus señala de una mañana: “Hay un desfile de jóvenes
de ambos sexos en los que se puede observar esta pasión por la vida que crece
en el seno de las grandes desgracias.” Recuerdo música rock y de cámara en el
Sarajevo sitiado, donde los cosméticos solo iban por detrás de los cigarrillos
en el mercado negro. Esta semana, el ánimo sombrío mejoró gracias a un grupo
punk que tocaba a través de las ventanas abiertas de un apartamento en un
primero de Portobello Road en Londres para la gente que hacía cola guardando
dos metros de distancia en el exterior de un supermercado. Vemos la falta de
“distanciamiento social” en Orán: sus cafés y bares seguían abiertos, buena
parte de la acción transcurre en restaurantes. Pero “no sabes lo que tienes
hasta que no está”, cantaba Joni Mitchell, y el personaje Raymond Rambert de
Camus –parisino pero varado en Orán– va a la estación de tren aunque no hay
trenes, solo para ver las vías e imagina escenas de París, “una ciudad que no
sabía que amaba tanto”.
Rambert es un periodista que, en vez de preferir quedarse e informar sobre la peste, como le pide Rieux, intenta escapar para reunirse con su esposa en la capital francesa. Y, del mismo modo que con sus anhelos en la estación de tren, ocurre con los decididos coqueteos de la juventud y con el fútbol. También tiene que haber risas alguna vez, incluso durante una pandemia, y Camus era un voraz bon-vivant. También era un fanático del fútbol, y jugó de portero en el Racing Universitaire de Argelia (¿en qué otra posición podría jugar un existencialista?). La obsesión con el fútbol era algo que Camus compartía con otro contemporáneo, el gran compositor ruso Dmitri Shostakóvich. Algunos lo consideran una banalidad irrelevante –incluso molesta–, pero a mi juicio muestra la fuerza de la vida en los dos.
Y, por supuesto, el fútbol está ahí. Un encuentro potencialmente embarazoso entre Rambert y su contacto adquiere una relajación etílica cuando descubren que los dos juegan y hablan “del campeonato de Francia, del valor de los equipos profesionales ingleses y de la táctica en W”. El traficante, González, incluso señala que “no había mejor puesto en un equipo que el de medio centro”; “el medio centro es el que distribuye el juego”. Camus retoma el tema en un escenario terrible: cuando González visita el estadio de Orán convertido en un campo de aislamiento, empieza a “evocar a su modo el olor de la embrocación de los vestuarios, las tribunas atestadas, las camisetas de colores vivos sobre el terreno amarillento, los limones en el descanso”.
Rambert es un personaje
importante. En una conversación clave con Rieux, acusa al médico de vivir en un
mundo de abstracciones, mientras que él busca lo que realmente importa: el
amor. El hombre no es más que “una idea”, insiste, “a partir del momento en que
se desvía del amor”. Rieux no está de acuerdo –“el hombre no es una idea,
Rambert”– y declina ayudarle a escapar, pero desea que le vaya bien. Luego
Rambert se convierte en un hijo pródigo: cuando ha organizado su huida, Rieux y
su amigo Jean Tarrou han establecido equipos para combatir la peste y
–avergonzado por su conciencia e impulsado por la solidaridad– Rambert renuncia
a su propio plan, y se une. Aunque La peste discute el
cristianismo, el tema bíblico de la penitencia recorre el libro: un juez
pomposo llamado Othon es confinado en un campo de aislamiento, pero cuando es
liberado, tras la muerte de su hijo a causa de la peste, regresa como
trabajador voluntario.
Los personajes de Camus
representan diferentes reacciones al estallido de la plaga. Joseph Grand es un
torpe funcionario municipal que cada noche se esfuerza con la frase inicial de
una novela. A Cottard, un excéntrico que sufre el rechazo de la sociedad, la
peste le ofrece la ocasión de abandonar sus pensamientos suicidas, para
disfrutar de la tribulación de los demás y para aprovecharse del mercado negro.
Un mercero cuenta el tiempo pasando garbanzos de una cazuela a otra.
Nuestro siguiente personaje de
importancia es el padre Paneloux, un sacerdote jesuita, que pronuncia un fiero
sermón. “Hermanos míos, habéis caído en desgracia; hermanos míos, lo habéis
merecido.” Ve en la llegada de la peste “las sementeras que prepararán las
cosechas de la verdad [...] Ahora sabéis que hay que llegar a lo esencial”. El
agnóstico Camus discute con Paneloux apasionadamente, a través de Rieux, aunque
el sacerdote es retratado con respeto; Paneloux es un seguidor de san Agustín,
y Camus había dedicado su tesis a san Agustín. Tarrou, el otro protagonista del
libro, dice: “Comprendo este simpático ardor.”
Los personajes son totalmente
francófonos, y franceses. No aparece ni habla ningún árabe, aparte de los tours
d’horizon de la población general. Esto es raro en un escritor que
venía de una familia pobre y creció en las calles de Belcourt, en las playas y
los campos de fútbol de Argel, y que dedicó gran parte de su primer periodismo
a los abusos del colonialismo. Pero es aplicable a la mayor parte de la ficción
de Camus, aunque todas sus novelas, salvo La caída, suceden en
Argelia y, desde los años noventa ha sido reclamado por la escena literaria
argelina como uno de los suyos. Y a Camus nunca se le dio bien escribir sobre
las mujeres; pocas veces intentó retratarlas, y nunca en papeles centrales.
Pero tenemos la figura de la madre de Rieux, con quien vive el doctor, tras
haberse despedido de su mujer, que espera a que pase la peste en un sanatorio
fuera de la ciudad, víctima de una enfermedad distinta. La señora Rieux sénior
es una callada fuerza de la paciencia y del amor trascendente. “Allí era donde
pasaba sus días cuando el cuidado de la casa no la tenía ocupada. Con las manos
juntas sobre las rodillas, esperaba. Rieux no estaba muy seguro de que fuese a
él a quien esperaba.” Como en Esperando a Godot pero con más
paciencia que Vladimir y Estragón, se sienta en su sitio preferido junto a la
ventana desde la que observa la calle al anochecer, “con las manos quietas y la
mirada atenta”. Madre e hijo “se querían siempre en silencio”. Ella exuda
fuerza, permanencia y compasión; su presencia es amable pero firme y
tranquilizadora. Comparte la muerte de Tarrou, el amigo de Rieux, con su hijo;
y luego la noticia del fallecimiento de su nuera, la esposa de Rieux. En su
biografía de Camus, Olivier Todd señala un eco de la madre de Camus, a la que
adoraba, y que se asomaba por el balcón en su casa en Argel, mirando la calle.
Catherine, escribe Patrick McCarthy en su excelente Camus: A critical
study of his life and work, “siguió siendo muy española, y Camus absorbió
eso”. El marido de Catherine –el padre de Camus– había muerto en el Marne durante
la Primera Guerra Mundial; ella sacó adelante a Albert y a su hermano mayor,
Lucien, trabajando en una fábrica, y luego limpiando casas. La señora Rieux y
la señora Camus parecen interponerse entre las pestes de ambas guerras y la
destrucción que causaban all mundo.
Conforme la peste alcanza su
máxima fuerza –el “pico”, como decimos ahora– la perspicacia con que Camus
observa la psique colectiva de un pueblo asolado casi resulta dolorosa de leer:
“Pues el amor exige un poco de porvenir y para nosotros no había ya más que
instantes.” Por la noche, Orán está “poblada de sonámbulos” y “Por la mañana
volvían a la plaga, esto es, a la rutina”. La gente desarrollaba esa
“sensibilidad irritada, susceptible, inestable, en fin, que transforma en
ofensas los olvidos y que se aflige por la pérdida de un botón”.
Hay también ecos materiales,
especialmente en una infernal tercera parte del libro, que solo tiene un
capítulo. La peste incluye la macabra obligación para las autoridades locales
de enterrar a los muertos en fosas comunes, inicialmente separados por sexos,
hasta que “este último pudor desapareció y se enterraron envueltos, los unos
sobre los otros, hombres y mujeres, sin preocuparse de la decencia”. Camus
también escribe de “extraños convoyes de tranvías sin viajeros bamboleándose
sobre el mar. Los habitantes acabaron por saber lo que era. [...] Los vehículos
traqueteaban en la noche de verano, con su cargamento de flores y de muertos”.
Mientras escribo esto, se presta demasiada poca atención a los convoyes de
camiones militares que llevan cuerpos por las calles de Bérgamo; la posibilidad
atormenta a España; y los presos de la cárcel de Rikers Island esperan un pago
de seis dólares la hora por llenar fosas comunes en Nueva York.
En dos pasajes, las muertes
del hijo de Othon y de Tarrou, Camus aborda la peste no como algo abstracto,
sino algo que trae un dolor extremo. La primera en particular está entre las
descripciones más empáticas y menos misericordiosas que se han escrito de la
muerte; cada grito, contorsión, el freno a cualquier intento de este pequeño
cuerpo por vivir, está ahí. A la muerte gradualmente horrible de Tarrou se suma
la crueldad adicional de que sea uno de los últimos abatidos por la plaga con
la que luchó con tanta gallardía, poco antes de que la pandemia se declare
superada. Hay una descripción cruda y literal de esas agonías, pero también un
movimiento hacia lo figurativo: el dolor extremo es, probablemente, lo que más
tememos. La popularidad de las películas apocalípticas refleja nuestro deseo de
que el mundo acabe, mientras que sabemos bastante bien, si lo pensamos, que la
desaparición de nuestra especie será larga y dolorosa. Esto a su vez es una
proyección de nuestro deseo de morir deprisa y sin dolor: cualquier cosa antes
de lo que se describe aquí. Por lo que sabemos –los periódicos no parecen muy
dispuestos a compartir detalles– la Covid-19 no mata rápido; un superviviente
en el Reino Unido hablaba de la sensación de “tener cristales en los pulmones”.
Veamos ahora la preocupación figurativa de Camus y los temas políticos: el fascismo y la ocupación nazi. A diferencia de la alegoría pura –El progreso del peregrino de Bunyan, por ejemplo– el simbolismo es intermitente, inconsistente a lo largo del libro, así que no hay un esfuerzo para expresar una opinión; lo alegórico no está encadenado a lo narrativo, o al revés. Nos zambullimos en la realidad y nos apartamos de ella, gracias a las matizaciones del narrador de Camus, que, se revela de forma poco sorprendente al final, es Rieux. También, en vez de contar una serie de acontecimientos reales o experiencias de los que derivar conclusiones filosóficas, Camus crea un relato imaginario para demostrar una idea previa, citando a Defoe en el epígrafe: “Es tan razonable demostrar una forma de prisión por medio de otra como lo es representar algo que realmente existe por algo que no existe”.
Utilizar la pestilencia como
símbolo no era una idea original de Camus. Es tan viejo como la literatura y
como la Biblia. En 1978, Susan Sontag escribió con erudición sobre la idea
en La enfermedad y sus metáforas, y examinó la historia de la
escritura sobre la “enfermedad como metáfora política”. Burke, nos recuerda,
habla de la Revolución francesa como “una convulsión”. Con cruel ironía, se
centraba en el despliegue de la imagen del cáncer, que más tarde sufriría ella
misma, a la hora de buscar chivos expiatorios políticos: “Si Hitler dijo que
los judíos eran el cáncer de Europa”, escribía, “Trotski dijo que el
estalinismo era el cáncer del marxismo, y en China en el último año la banda de
los cuatro se ha convertido, entre otras cosas, en ‘el cáncer de China’.”
Mientras que Hitler y Mao utilizaban el cáncer para señalar un enemigo en el cuerpo, Camus, desde el otro lado de la lente, muestra la peste como un opresor que llega. Empezó a tomar notas para el libro a finales de 1942, y empezó a escribirlo en 1944. Después de la guerra, Camus permitió que se propagara la leyenda de que había estado desde el principio en la Resistencia francesa. No lo hizo: vivía en un pueblo llamado Le Panelier, cerca de St. Étienne, por razones de salud –padecía tuberculosis– y era consciente del notablemente efectivo círculo de la Resistencia de la ciudad cercana de Chambon, que organizaba un pastor hugonote, André Trocmé: encontraban refugios y falsificaban documentos para judíos que huían del territorio ocupado. Una de las posibles razones para suponer que Camus era consciente de esos esfuerzos se encuentra en las investigaciones del crítico Robert Zaretsky, que descubrió que entre los resistentes había un médico que respondía al nombre de Riou.
Camus solo se unió más tarde
al grupo en torno a Combat, la revista de la Resistencia y núcleo
activista, bajo la dirección local del intelectual católico René Leynaud. La
combinación del retraso de Camus en unirse y de la presencia religiosa en la
Resistencia nos hace pensar en la fascinación del agnóstico Camus por sus
personajes Rambert (y su tardía incorporación a las fuerzas de ayuda) y el
padre Paneloux. Aunque le horroriza el sermón de Paneloux y su idea de una
peste punitiva, también le atormenta: “Fuera le pareció a Rieux que la noche
estaba llena de gemidos. En alguna parte, en el cielo negro, por encima de las
farolas, un silbido sordo le hacía pensar en el invisible azote que abrasaba
incansablemente el aire encendido.” Pronto, sin embargo, Camus había conectado
con los dos hombres activos y más cercanos a su corazón, el escritor Pascal Pia
y el poeta Francis Ponge. Los alemanes eran conocidos como la peste
brune –la peste parda– y tras un viaje a Lyon en 1943 Camus, para
entonces résistent irrevocable, escribió y publicó (en
Ginebra) el prototipo de su obra maestra: Des exiliés de la peste.
La peste está
llena de imágenes de ocupación y Holocausto. Hay detalles como el oportunismo
de Cottard en el mercado, y los campos de aislamiento, donde se ladran órdenes
por los altavoces. Resulta más aterrador, además de las fosas comunes, leer que
“un vapor espeso y nauseabundo planeaba sobre los barrios orientales de la
ciudad”: venía de los muertos incinerados y nos hace pensar en los hornos de
Birkenau. Camus especifica que “un vago olor del Este les recordaba que estaban
instalados en un nuevo orden”. En 1947, la mayor parte de los europeos conocían
la importancia del sintagma “del Este”, donde los internos de los campos de
tránsito eran transportados: era una referencia a Auschwitz. En una visita al campo
cubierto de nieve en 2000, un superviviente, Thomas Buergenthal, me contó que,
cuando partía a la Marcha de la muerte para salir de Auschwitz, con las tropas
rusas acercándose y los hornos detenidos, vio por primera vez volar a los
pájaros sobre Birkenau: antes no se había percatado de su ausencia, debida al
humo. Y Camus escribe: “los golpes de tampón que acompasaban nuestra vida o
nuestra muerte, en medio de los incendios y de las fichas”.
Pero el corte de la alegoría
es más profundo, y Tarrou es el filo de la navaja. Tarrou, como Rambert, está
varado en Orán, y tiene un diario del tiempo que pasa allí, en el que señala
detalles más cercanos que evidentes. Es un refugiado moral de su propio padre,
un fiscal que pedía la pena de muerte para los criminales. Tarrou piensa que
cualquier asociación, por distante o indirecta que sea, con esa máquina
judicial de matar es culpable. En una conversación con Rieux, Tarrou confiesa
que solo por ser el hijo de un fiscal siente “vergüenza de haber sido, aunque
desde lejos y aunque con buena voluntad, un asesino yo también”. Y: “cada uno
lleva en sí mismo la peste”. Le dice a Rieux: “no he tenido nada que aprender
con esta epidemia, si no es que tengo que combatirla al lado de usted”. Como
dijo John Stuart Mill: “Para lograr sus fines los malvados solo necesitan que
los hombres buenos se queden mirando sin hacer nada.” Según ese punto de vista
–y el de Tarrou–, no hay menos culpa en las neutrales Suiza, España o Suiza, o
la colaboracionista Vichy, que en los propios nazis. En el mundo de la
literatura, y en el Premio Nobel que Camus ganó, si seguimos a Tarrou, la
galardonada Olga Tokarczuk, al aplaudir que Peter Handke aceptara el mismo
precio, suscribió las apologías de Handke del genocidio en los Balcanes, cuando
ambos recibieron el premio –a mi juicio profanado– que había obtenido Camus.
Incluso apartarse del mal implica una culpa; para Tarrou, hay que resistir a
plena luz.
Camus hace una observación
intrigante: “Los hombres son más bien buenos que malos y, a decir verdad, no es
esta la cuestión. Solo que ignoran más o menos, y a esto se le llama virtud o
vicio, ya que el vicio más desesperado es el vicio de la ignorancia que cree
saberlo todo y se autoriza entonces a matar.” Frente a esa pretensión de
conocimiento, contra esa ignorancia asesina, el “más bueno que malo” se
organiza. La idea de establecer una fuerza, preparada para arriesgar la vida y
exponerse a la peste para combatirla, no viene de Rieux sino de Tarrou. Ahí
está la alegoría tan moral como física entre los maquisards de
la resistencia, las fuerzas de Tarrou y la medicina de Rieux, y ahora nuestros
médicos, enfermeros y personal auxiliar: hombres y mujeres dedicados a combatir
la enfermedad, lo que los “hacía más vulnerables a ella”. Junto a Rieux: “Y los
otros, los desahuciados, lo sabían perfectamente, ellos también.”
El aplanamiento y final
declive en muertes –atisbos de un final de la plaga– reflejan el periodo que
siguió a Stalingrado y el Día-D, el giro del remolino. Como la Wehrmacht, se
diría que la peste “estaba desorganizándose por enervamiento o cansancio y que
perdía, al mismo tiempo que el dominio de sí misma, la eficacia matemática y
soberana que había sido su fuerza”.
Pero Camus pone un aguijón en
la cola. Las masas que celebran el final de la peste representan a aquellos que
festejaban la liberación de París, el Día del armisticio y la caída de Berlín.
“Nunca más” era el grito cuando se publicó el libro de Camus en 1947,
resucitado en los años setenta por el movimiento antifascista del que formé
parte. Camus no era víctima de ese espejismo: Rieux “sabía que, sin embargo,
esta crónica no puede ser el relato de la victoria definitiva. No puede ser más
que el testimonio de lo que fue necesario hacer y que sin duda deberían seguir
haciendo contra el terror y su arma infatigable, a pesar de sus desgarramientos
personales, todos los hombres que, no pudiendo ser santos, se niegan a admitir
las plagas y se esfuerzan, no obstante, en ser médicos. [...] Pues él sabía que
[...] el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer
durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente
en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos”.
La alegoría de Camus es buena para todas las épocas –“escribía para el futuro”, me comenta un editor catalán justo ahora– y ahora el fascismo ha vuelto. El odio, y el discurso del odio contra el otro, el xenos: el racismo, el antisemitismo, un neocolonialismo antiindígena, la islamofobia y la visión intolerante de la identidad sexual. Desde aquellos días efímeros de esperanza internacionalista producidos por la resolución posterior a la guerra y los años sesenta, la construcción de la Unión Europea y las instituciones interamericanas, que culminaron en la caída del comunismo estalinista y el Muro de Berlín, las fronteras han proliferado y se han reforzado. Muros, barreras y puestos de guardia atraviesan Tierra Santa; se extienden en la frontera entre Estados Unidos y México y en torno a la Unión Europea contra la migración desesperada, incluso en torno a su ridículo antiguo miembro, la Pequeña Bretaña. Esto no se limita a la derecha, la izquierda también lo hace: frente a las sirenas de niebla de Trump en Estados Unidos, de Johnson en el Reino Unido, de Orbán en Hungría, de Kaczyński en Polonia y de Bolsonaro en Brasil suenan figuras alter idem como Xi Jinping en China, Putin en Rusia, López Obrador en México, el dúo de Fernández y Kirchner en Argentina, el superfluo Corbyn en el Reino Unido. Cortados por el mismo patrón, balando “la voluntad popular, el pueblo soy yo” y la pertinencia de fortalezas y fronteras nacionales. La izquierda y la derecha llaman a los que querrían trascender esas fronteras “cosmopolitas”, el insulto antiguo pero eficaz que Hitler y Stalin dirigían contra los judíos.
La ventaja de desplegar un
símbolo tan intangible como la peste para denotar el fascismo es que puede ser
–era y es– adaptable a cualquier tiempo y circunstancia. El aspecto más
insidioso de la ventriloquia de Shostakóvich, y su reducción al comentario
crítico sobre la Unión Soviética –nada menos, pero tampoco más– en libros de
Solomon Volkov, Ian Macdonald, Julian Barnes y otros, es lo que les quita su
universalidad. Camus, por suerte, no ha sido sometido al mismo destino, en
parte porque algunas de las críticas más violentas le llegaron de marxistas
franceses, que se oponían filosóficamente al rechazo del progreso escatológico
que había en La peste, y porque puede utilizarse, y se utiliza,
contra cualquier tiranía o enfermedad política, incluyendo la Unión
Soviética. La peste situaba a Camus, cuando empezó la Guerra
Fría, firmemente en el lado opuesto a los comunistas franceses, entre los que
destacaba Jean-Paul Sartre, que estaban obligados a defender lo indefendible.
“Sin duda por eso me lo reprochan”, escribió Camus a Roland Barthes en 1955,
“porque La peste puede servir para cualquier resistencia
frente a la tiranía”. Eso es fundamental: la alegoría de Camus, como la de
Shostakóvich, es universal, universalmente aplicable y de ahí viene su actual
valor político.
Un problema de utilizar la pestilencia como símbolo del mal es que elimina la agencia humana. Los nazis eran seres humanos, desde los líderes a la masa, como demuestran innumerables estudios, y en este contexto, el libro de Christopher Browning, Aquellos hombres grises. Como observa el crítico John Cruickshank en Albert Camus and the literature of revolt, La peste “habla de la desdicha humana pero no de la maldad humana”. Si la novela tiene un defecto, es que no hay villanos, mierdas o personajes aburridos o estúpidos. Sin embargo, la mayor ventaja de una encarnación amorfa del mal llega en el tercer nivel: crucial, universal, existencial y filosófico.
Filosóficamente, escribe Cruickshank, La peste viene de la “metafísica desesperada” de Camus y de su visión del “abandono metafísico del mundo por parte del hombre”, y en ese caso las aplicaciones son infinitas y están a nuestro alcance.
El abismo entre el poder y la
belleza de la naturaleza y la desolación de la condición humana son esenciales
para el aislamiento existencial y metafísico de Camus. Desde joven Camus
adoraba el mar y los desiertos, y miraba la mortalidad humana a la luz de su
escala indiferente. No hay un lugar moral para la humanidad en la naturaleza.
La distancia con respecto a la magnitud y grandiosidad de la naturaleza son
casi una forma de tortura: en la primera novela importante de Camus, La
muerte feliz, donde el protagonista, Mersault, medita sobre “la belleza
inhumana de la mañana de abril”. Solo una letra separa el nombre de Mersault de
su sucesor más desagradable, complejo y ambiguo, Meursault, antihéroe de El
extranjero, un hombre de preguntas aunque no de respuestas. Pero incluso el
nihilista Meursault deduce al matar a un árabe en la playa: “Entendí que había
destruido la armonía del día.” Cuando escribí sobre La peste durante
el brote del ébola, mi impulso era ver que la peste representaba a la propia
humanidad (paradójicamente, quizá, teniendo en cuenta el humanismo de Camus),
en guerra con la naturaleza y destruyéndola, y al materialismo, como un virus
relacionado. Utilicé el ensayo de Camus El desierto, donde hablaba
de un “repugnante materialismo” en nuestra relación con la naturaleza. Desde
entonces, los acuerdos del clima de París, el impacto de Greta Thunberg, las
huelgas escolares por el clima, las revueltas de Extinction Rebellion serían,
espero, elementos que reivindican esa visión, del mismo modo que el
negacionismo del cambio climático por parte de los presidentes Trump y
Bolsonaro se debería considerar una forma de peste.
En lo que respecta a la
naturaleza, hay casi un panteísmo neopagano en Camus. Al final de El
extranjero, Camus escribe de la “benigna indiferencia del universo”. Ahora,
en La peste, el mar y el cielo son constantes correctivos, aunque
indiferentes. Cuando llega la peste “Solo el mar, al final del mortecino marco
de las casas, atestiguaba todo lo que hay de inquietante y sin posible reposo
en el mundo”. Orán es una ciudad que da la espalda al mar, escribe Camus, y el
único punto de contacto en el libro entre el hombre y el mar, cuando Rieux y
Tarrou nadan (un episodio del que hablaré luego) es el único momento de verdadera
liberación que hay en el libro, más que el final de la peste y la apertura de
las puertas. También está el cielo, “hermosos cielos azules desbordantes de luz
dorada”. A medida que la peste se extendía: “Cada uno tuvo que aceptar vivir al
día, solo bajo el cielo. [...] Llegó un momento en que quedaron entregados a
los caprichos del cielo, es decir, que sufrían y esperaban sin razón.” Hay “una
especie de secuestro, bajo la cobertera del cielo”. Y cuando el doctor Rieux ve
morir a su verdadero amigo, Tarrou, “Fuera quedaba la misma noche fría, las
estrellas congeladas en un cielo claro y glacial”.
La naturaleza no es absurda,
lo que es absurdo es la relación que tenemos con ella, como la de Sísifo y la
roca, que debe subir por la ladera una y otra vez. (Camus no cuenta las razones
del castigo, ni la artimaña de Sísifo, que quería embaucar a la muerte y a los
dioses). En su magnífico discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura
en 1957, Camus fue lúcido al organizar su obra en tres temas: los del absurdo,
la revuelta y el amor. Empezó a escribir La peste en lo que se
puede considerar la apertura del segundo y central panel del tríptico, en la
estela de El mito de Sísifo, y sus deliberaciones sobre el absurdo.
Si Calígula, El extranjero y Sísifo se
pueden considerar la trilogía del absurdo, La peste es el
primer libro en el que Camus buscó –más que trazar una descripción– abordar las
implicaciones del absurdo y nuestra “revuelta” contra él. Pero al absurdo ahora
se suma el mal; como dice Todd, “el mundo ya no parecía absurdo sino terrible”.
Sin embargo, después de El mito de Sísifo, ¿qué implica el absurdo
del universo, o de la creación, para los humanos? A nivel alegórico/político,
la resistencia al fascismo plantea su reivindicación legítima, pero
filosóficamente, sobre la base de la obra temprana de Camus (aunque no su vida
activista), el absurdo puede y debería hacer ridícula cualquier idea de la
empresa humana, y alentar el ennui y el nihilismo. Pero, como
contestó Samuel Beckett cuando un taxista parisino le preguntó si era inglés, “au
contraire”.
Es útil considerar las
deducciones sobre una existencia absurda con las de su casi contemporáneo y
maestro del absurdo, Beckett. Beckett nació siete años antes que Camus, pero
fue activo en la resistencia francesa en la misma época. En Los días
felices, Winnie, enterrada hasta el cuello, señala que “A veces todo ha
pasado para el resto del día, todo hecho, todo dicho, todo listo para la noche,
y el día no ha terminado, ni mucho menos, la noche no está lista, ni mucho
menos.” Suspendidos en el limbo, como en la espera de Godot, no hay una agencia
humana con propósito. El perseguidor del Molloy de Beckett
concluye: “Luego volví a casa y escribí. Es medianoche. La lluvia golpea la
ventana. No era medianoche. No llovía”: hasta la narración se niega a sí misma.
El crítico Declan Kiberd, en una conferencia en el Enniskillen International
Beckett Festival en 2014, planteó la idea de “Beckett acampando en el vacío”,
con una aterradora analogía con la no-man’s land entre las
trincheras de la Primera Guerra Mundial. Así que, ¿por qué se molestó Beckett
en apoyar a la Resistencia en la guerra posterior, para riesgo tanto de sí
mismo como de su mujer, Suzanne, que también estaba en la Resistencia?
La respuesta está en La
peste. Camus (y sus personajes), a diferencia de Sartre (y de los suyos)
nunca reivindicaron ser coherentes. Lo que importaba era la honestidad, y Camus
cuestionaba a menudo sus posiciones y argumentos, en la mejor tradición
clásica. Camus había avisado en El mito de Sísifo de que sus
observaciones eran “provisionales” y ya en el libro había subvertido una
respuesta nihilista al absurdo. “El cuerpo, la ternura, la creación, la acción,
la nobleza humana, retomarán su lugar en este mundo sin sentido. El hombre
encontrará ahí por fin el vino del absurdo y el pan de la indiferencia del que
nutrir su grandeza. [...] En cierto punto de su camino, el hombre absurdo se ve
tentado.” ¿Tentado por qué?
El absurdo de la peste hace
absurdas las vanidades de la vida: la escena más melodramática del libro
presenta a un actor que interpreta a Orfeo en una troupe de
gira, que, varado en la ciudad, se desploma por la peste cuando le arrebatan a
Eurídice. El público corre apresuradamente a la salida, y Rieux y Tarrou miran
“los restos inútiles del lujo, en forma de abanicos olvidados y encajes
desgarrados sobre el rojo de las butacas”.
En un universo absurdo, eres
libre. Pero la libertad en sí se convierte en una forma de prisión, como en la
Eva de Masaccio, que grita cuando la expulsan del Jardín del Edén, como símbolo
de la certeza del edificio del cristianismo medieval. O en la escultura de
madera de Donatello de María Magdalena: desolada, rezando, evidentemente, a
nada. Esas sobrecogedoras obras maestras emplean la imaginería cristiana, pero
se hicieron cuando el Renacimiento había desgarrado a Dios y proclamado al
hombre como medida de todas las cosas. Para la mayor parte de Florencia, era
una liberación, pero para esos artistas, entrañaba algo más cercano a la
observación crucial de Camus: “Rambert encontraba allí esa especie de espantosa
libertad que se encuentra en el fondo de la miseria.”
¿Qué hacemos, exiliados en la
celda de la libertad, en un universo absurdo? En La peste, el
absurdo –el vino del absurdo– es una fuente de valor, valores e incluso acción.
Los personajes de Camus muestran que, aunque saben que son impotentes frente a
la peste, también pueden ser sus testigos, y esto en sí tiene valor. También
pueden luchar con ella, aunque sea en vano. No es necesario que haya una
contradicción entre el vacío en el centro de El extranjero, el
universo absurdo de El mito de Sísifo y los esfuerzos de La
peste.
Cuatro escenas nucleares
de La peste lo demuestran. La primera es una conversación
entre Rieux y Tarrou hacia el final de la segunda parte; la segunda es la
muerte del niño, la tercera es cuando Rieux y Tarrou van a nadar, y la tercera
es la muerte de Tarrou.
En la primera conversación de
Tarrou con Rieux, hablan del padre Paneloux, y el médico dice que la plaga
puede engrandecer a algunos. Tarrou le pregunta a Rieux si cree en Dios. Rieux
duda: “No, pero ¿eso qué importa? Yo vivo en la noche y hago por ver claro.
Hace mucho tiempo que he dejado de creer que esto sea original.” Pero Rieux va
por “el camino de la verdad, luchando contra la creación tal como es”.
–¡Ah! –dijo Tarrou–, entonces,
¿esa es la idea que se hace usted de su oficio?
–Más o menos –respondió el
médico
Ha visto morir a la gente y
“me di cuenta en seguida de que no podría acostumbrarme a ello. [...] No sé
más”. Tarrou señala que “Sus victorias siempre serán provisionales”, a lo que
Rieux responde: “Ya lo sé. Pero eso no es una razón para dejar de luchar.” “No,
no es una razón. Pero me imagino, entonces, lo que debe de ser esta peste para
usted.” “Sí”, contesta el médico: “una interminable derrota”. Luego Rieux
dirige la pregunta a Tarrou:
–Vamos, Tarrou, ¿qué es lo que
le impulsa a usted a ocuparse de esto?
–No sé. Mi moral,
probablemente.
–¿Cuál?
–La comprensión.
Ninguno de los dos hombres
tiene ningún sentido o ilusión de éxito o victoria, pero ninguno busca
justificar lo que hace por esa medida; lo que importa es “comprender” y, tras
hacerlo, luchar. La lucha por sí misma, podemos llamarla heroica, pero no es
así como se ven los que combaten contra la peste. Sobre la razón por la que
actuaban “Tarrou y Rieux y sus amigos podían responder esto o lo otro, pero la
conclusión era siempre lo que ya se sabía: hay que luchar [...] Esta verdad no era
admirable: era solo consecuente”.
A veces, Camus se desliza
hacia un humanismo clásico y renacentista, poco característico de los
“absurdistas”, y contrario a las burlas de sus conciudadanos “humanistas”. Un
momento parecido sigue a la muerte del hijo de Othon. “Una marea de sollozos
estalló en la sala cubriendo la plegaria de Paneloux [...] –¡Ah!, este, por lo
menos, era inocente, ¡bien lo sabe usted!” Paneloux sugiere que Rieux “también
trabaja por la salvación del hombre. Rieux intentó sonreír. –La salvación del
hombre es una frase demasiado grande para mí. Yo no voy tan lejos.”
“Profundamente conmocionado” por la agonía del niño, Paneloux también se une a
los voluntarios y muere por la peste.
En su segunda larga
conversación, Tarrou le dice a Rieux:
–En resumen –dijo Tarrou con
sencillez–, lo que me interesa es cómo se puede llegar a ser un santo.
–Pero usted no cree en Dios.
–Justamente. Puede llegarse a
ser un santo sin Dios; ese es el único problema concreto que admito hoy día.
La santidad es una aspiración
inferior a la verdadera humanidad.
Pero ¿qué hay del exilio? El
exilio, existencial y físico, es el ancla de la vida y la obra de Camus, que
nunca están instaladas. Al margen de la alienación metafísica, la vida de Camus
era una de falta de pertenencia (una de las razones por las que siempre he
adorado su escritura). Era un pied noir de habla francesa y
orígenes franceses y españoles, nacido y criado en la Argelia colonial, con
afinidad tanto por ese legado como por su país natal. Cuando empezó a escribir La
peste, había intentado trabajar como periodista en París, que no sentía
inicialmente como su ciudad, y estuvo aislado cerca de St. Étienne, con su
mujer, y su corazón en Argel. (Cuando llegó el momento en que Argelia se alzó y
luchó por la independencia, Camus, que vivía en Francia, estaba en el alambre,
exiliado no de uno sino de los dos países.) Su exilio existencial lo articula
Tarrou, que dice que su lucha con la peste y la decisión de negarse a matar
marcan su vida: “a partir del momento en que renuncié a matar me condené a mí
mismo en un exilio definitivo”.
Ahí está la soledad de la
“metafísica desesperada”, pero, a su vez, el valor de su némesis en la
revuelta. Por eso la amistad entre Tarrou y Rieux es tan conmovedora; en ella,
los dos encuentran un efímero alivio del exilio. Nace de la lucha que libran
uno junto al otro, pero se alcanza simbólicamente en el pasaje más poético del
libro: cuando nadan juntos en el mar, simbióticos no solo el uno con el otro,
sino con la fuerza de la naturaleza. El mar “apareció a su vista espeso, como
de terciopelo, flexible y liso como un animal”. “Tenían el mismo ánimo y el
mismo recuerdo dulce de esa noche”, pero es breve; deben volver a la peste, a
arrimar el hombro.
Con la amistad así forjada, la
muerte de Tarrou es insoportable. Tarrou es abrasado por “el mal sobrehumano” y
“la tempestad que sacudía su cuerpo, con estremecimientos convulsivos” da a la
injusticia una palabra final: le puso a él contra su padre, luego contra la
peste, solo para ser una de las últimas víctimas. “Ninguna buena acción se
queda sin castigo”, dice una canción hortera pero bien titulada del
musical Wicked. Y aparte de su madre –un refugio eterno pero
mortal–, la desaparición de Tarrou deja a Rieux totalmente solo, en un exilio no
solo existencial y ontológico sino también personal. La mañana después de la
muerte de Tarroux, Rieux recibe la noticia de que su mujer ha fallecido en el
sanatorio al que fue antes del estallido.
La consecución de la paz –y su
búsqueda– es como una corriente marina que pasa por debajo de la superficie del
libro. El problema es que para Camus la paz y la esperanza están entrelazadas.
Rieux le había preguntado a Tarrou si tenía “una idea del camino que había que
escoger para llegar a la paz. –Sí, la simpatía.” Cuando Rieux le pregunta a
Tarrou: “–¿Cree usted conocer todo en la vida? –preguntó Rieux. La respuesta
sonó en la oscuridad con la misma voz tranquila. –Sí.” Pero Tarrou, dice Rieux,
había vivido en el desgarramiento y la contradicción y no había conocido la
esperanza. Añade: “No puede haber paz sin esperanza.” Por eso Rieux, tras la
muerte de Tarreau, “creía saber que para él ya no habría paz posible”.
Cuando Tarreau muere, “las
lágrimas de la impotencia le impidieron ver”. Y estamos condenados a derramarlas,
si nos unimos a la Resistencia, porque debemos aceptar que lo que hacemos lo
hacemos solo por hacerlo y más allá de ahí, todo es en vano. No solo la paz
depende de la esperanza, sino la esperanza de la eficacia, y La peste atestigua
que no la hay.
Pero Camus ha demostrado que
esas lágrimas no son un argumento contra la acción. Cuando recibió el Premio
Nobel, señaló que era el honor y la carga del escritor “hacer mucho más que
escribir”. Este quizá sea el momento para señalar que Rieux siempre ha sido mi
modelo e inspiración como periodista y escritor. Estoy cansado de los
escritores que piensan que ellos –o “los medios”– tienen un impacto benéfico.
Intenta explicar a los que informamos desde Bosnia-Herzegovina durante tres
años mientras la “comunidad internacional” permitía –alentaba– la carnicería
que tuvimos algún “impacto”. No tuvimos ninguno. O a los que insistimos en que
el camino a la invasión de Irak en 2003 se basaba en mentiras; si no se nos
censuraba, tampoco teníamos ningún efecto. Pero eso no quiere decir que “no
escribamos”. Lo que la mayor parte de nuestra profesión hace en un negocio
generalmente corrupto e inmoral es seguir una línea recta y ceñirse a la
verdad, al margen de la eficacia que eso tenga. ¿Intenta Rieux salvar al hijo de
Othon, sabiendo que fracasará? Por supuesto. Sí. Rieux le dice que “no se trata
de heroísmo. Se trata solamente de honestidad. [...] No sé que es, en general.
Pero, en mi caso, sé que no es más que hacer mi oficio”.
Cuando la peste es vencida y
las puertas de Orán se abren, la gente celebra como corresponde. La estación de
tren es un carnaval de abrazos y lágrimas, esta vez de alegre alivio, cuando
las familias y los amantes se reúnen. Rambert “dejaba correr las lágrimas, sin
saber si eran causadas por su felicidad presente o por el dolor tanto tiempo
reprimido”. Pero la mujer de Rieux no está entre los que llegan, así que por
razones personales y filosóficas, él se siente, con respecto a las celebraciones,
“de los que no podían mezclarse enteramente con ella”.
Mientras observa la feliz
reunión, Rieux contempla el amor. El tema del amor, frente al del deber, llena
el libro, y los personajes responden con una inconsistencia laudablemente
compleja. Al abandonar su plan para escapar, Rambert cambiaba su posición
inicial, que daba más importancia al amor: “Sé que este es mi sitio, lo quiera
o no”. Pero Rieux contesta repitiendo el argumento original de Rambert, que él
mismo había rechazado al principio: “Nada en el mundo merece que se aparte uno
de los que ama. Y sin embargo, yo también me aparto sin saber por qué.” Más
tarde, “Rieux sabía lo que estaba pensando en aquel momento el pobre viejo que
lloraba, y también como él pensaba que este mundo sin amor es un mundo muerto,
y que al fin llega un momento en que se cansa uno de la prisión, del trabajo y
del valor, y no exige más que el rostro de un ser y el hechizo de la ternura en
el corazón.”
Así que al parecer puede
haber, después de todo, esperanza y por tanto paz, para los que tienen un amor
verdadero y correspondido. Del mismo modo, Rieux ahora da a los amantes
reunidos lo que merecen: “Aquellos que, aferrándose a su pequeño ser, no habían
querido más que volver a la morada de su amor habían sido a veces recompensados.
[...] Sabían, ahora, que hay una cosa que se desea siempre y se obtiene a
veces: la ternura humana.”
Tomado de:
VELLIAMY, Ed: "El regreso de la peste". En: Revista Letras libres, n° 257, Mayo de 2020.
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