03 marzo 2018

La literatura sublime. Harold Bloom




La literatura sublime

Harold Bloom


Durante más de medio siglo he intentado enfrentarme a la grandeza cara a cara, una postura muy poco de moda, pero no veo que la crítica literaria tenga ninguna otra justificación en las sombras de nuestra Tierra del Ocaso. Con el tiempo, los poetas poderosos dirimen estas cuestiones por sí mismos, y los precursores perviven en su progenie. En nuestro paisaje inundado, los lectores utilizan su propia perspicacia. Pero dar un paso adelante puede ser de ayuda. Si crees que con el tiempo el canon lleva a cabo su propia selección, puedes seguir sintiendo un impulso crítico para acelerar el proceso, como hice con Stevens, Ashbery, Ammons, y más recientemente, Henri Cole.


En mi papel de crítico veterano sigo leyendo y dando clases porque no es un pecado que un hombre trabaje en su vocación. Mi héroe de la crítica, Samuel Johnson, afirmó que sólo un asno escribiría por cualquier cosa que no fuera el dinero, pero esta es sólo una motivación secundaria. Yo sigo escribiendo con la esperanza stevensiana de que la voz que es grande dentro de nosotros se levante para responder a la voz de Walt Whitman o a las cientas de voces que inventó Shakespeare. A mis alumnos y a los lectores que nunca conoceré sigo insistiéndoles en que cultiven la sublimidad: que se enfrenten sólo a escritores que son capaces de darte la sensación de que siempre hay algo más a punto de aparecer


El tratado de Longino nos dice que la literatura sublime transporta y engrandece sus lectores. Al leer a un poeta sublime, como por ejemplo Píndaro o Safo, experimentamos algo parecido a la autoría: “Llegamos a creer que hemos creado aquello que solo hemos oído”. Samuel Johnson invocaba precisamente esta ilusión de autoría cuando elogiaba la capacidad de Shakespeare de convencernos de que ya conocíamos lo que el él de hecho nos estaba enseñando. Freud identificaba este aspecto de lo sublime en lo misterioso, que regresa de la huida de la represión como “algo familiar y arraigado dese mucho tiempo atrás en la mente”.


Todavía no estamos del todo seguros de quién escribió De lo sublime ni cuando; con toda probabilidad los fragmentos que han sobrevivido se compusieron en el siglo I o III de nuestra era. Pero la teoría de Longino alcanzó una amplia influencia sólo después de la publicación francesa de Nicolas de Booileu en 1674. Le siguió la traducción inglesa de William Smith en 1739., que culminó en lo que Wimsaff deploraba como “el sesgo longiniano” de “la totalidad del siglo XVIII”.


El tratado de Longino exalta lo sublime aunque también deja paso a la ambivalencia: “Lo que es maravilloso siempre va acompañado de una sensación de turbación” Pero esa ambivalencia es poca en comparación con las abiertas paradojas de los herederos modernos de Longino. Desde Edmund Burke a Immanuel Kant, de William Wordsworth a Percy Bysshe Shelley, lo sublime es al mismo tiempo magnífico y peligroso. La “Investigación filosófica del origen de nuestras ideas de lo sublime y hermoso” (1757), de Burke explica que la grandeza del objeto sublime provoca placer y terror. “El infinito tiene la tendencia de llenar la mente con esa especie de delicioso horror, que es el efecto más genuino y la prueba más fidedigna de lo sublime” La experiencia sublime consiste en una combinación paradójica de placer y dolor. Para Shelley lo sublime es un placer difícil, una experiencia abrumadora mediante la cual renunciamos a los placeres sencillos por los que son casi dolorosos. 


El crítico de finales de siglo XIX Walter Pater contribuyó a las teorías de lo sublime en su concisa descripción del romanticismo al afirma que añadía la extrañeza a la belleza. Para mí, la “extrañeza” es la cualidad canónica, la señal de la literatura sublime . En el diccionario se puede descubrir que el origen latino de la palabra extraño significa “extranjero”, “exterior”, “ajeno”. La extrañeza es lo misterioso: el alejamiento de lo que nos es familiar o banal. Este alejamiento es probable que se manifieste de manera distinta es escritores y lectores. Pero en ambos casos este alejamiento hace palpable la profunda relación entre sublimidad e influencia.


En el caso del lector poderoso, la extrañeza a menudo asume una guisa temporal. En su maravilloso ensayo “Kafka y sus precursores” Jorge L. Borges evócale misterioso proceso en el cual el novelista y ensayista Franz Kafka parece haber influido en el poeta Robert Browning, su precursor por muchas décadas. Lo más extraño de esos momentos borgianos no es que el poeta anterior parezca haber escrito el nuevo poema, sino que el nuevo poeta parece haber escrito el poema del poeta anterior. Ejemplos de este tipo de reordenación cronológica, en los que un poeta poderoso parece haber precedido milagrosamente a sus precursores, abundan en las páginas que siguen.


La influencia de Freud en nuestra idea de los sublime es un ejemplo de esta invención borgiana. La idea de los sublime, desde Longino hasta el romanticismo y más adelante, queda subsumida en la atrevida apropiación que hace Freud en das Unheimliche (de Friedrich Schelling), de manera que el sabio e Viena se convierte en la fuente parental a la que regresa en “Lo misterioso”. Si en este caso Freud triunfa sobre la tradición crítica literaria o queda subsumido por ella es algo que me resulta ambiguo. Pero en el siglo XX, y ahora en el XXI, se puede reformular lo sublime sin enfrentarse a Sigmund, cuyo nombre hebreo, Salomón, estaba mucho más acorde con él, pues no era una persona nada wagneriana y sí parte integrante de la sabiduría hebrea. Longino, Kant, Burke y Nietzsche son todos herederos de Freud.


Para un escritor poderoso, la extrañeza es la ansiedad de la influencia. La ineludible condición de los sublime o de la alta literatura es el agón: Píndaro, las tragedias atenienses, y Platón anfrentándose a Homero, que siempre gana. La gran literatura comienza de nuevo con Dante, y prosigue con Shkespeare, Cervantes, Milton y Pope. Implícita en la famosa celebración de lo sublime de Longino –“Llenos de placer y de orgullo creemos haber creado aquellos que sólo hemos oído”- estaba la ansiedad de la influencia. ¿Qué parte es creación mía y qué parte he oído antes? La ansiedad es una cuestión de identidad personal y literaria. ¿Qué es mi yo y que es mi no-yo? ¿Dónde acaban las voces de otros y empieza la mía? Lo sublime transmite poder y debilidad imaginativos al mismo tiempo. Nos transporta más allá de nosotros mismos, provoca el misterioso reconocimiento de que uno nunca es completamente el autor de su propia obra o de su propio yo.


El elemento de la extrañeza en la belleza posee el efecto contrario. Surge del contacto con una conciencia distinta a la nuestra, diferente, aunque no tan remota que no podamos compartirla en parte, como de hecho da a entender, a ese aspecto, la mera palabra “contacto”. La extrañeza, de hecho, provoca el asombro cuando no comprendemos: la imaginación estética cuando sí comprendemos.


Shakespeare, cuando te entregas por completo a su lectura, te sorprende por su extrañeza, que para mí es su cualidad sobresaliente. Sentimos la conciencia de Hamlet o Yago, y nuestra conciencia extrañamente se expande. La diferencia de leer a Shakespeare y leer prácticamente a cualquier otros escritor es que nuestra conciencia se ensancha más allá de lo que al principio parecía una aflicción o un asombro extraños. Cuando nos disponemos a encontrarnos con una conciencia más vasta, nos metamorfoseamos en una aceptación provisional que deja de lado cualquier juicio moral, mientras que el asombro se trasmuta en una comprensión más imaginativa.


Kant definió lo sublime como aquello que rehuye la representación. A lo que yo añadiría que la turbulencia de lo sublime necesita una representación si no queremos que nos supere. Comencé este libro especulando que el autor de Anatomía de la melancolía escribía para curarse de su propio saber, y que yo también escribo para curarme de la sensación de haberme visto demasiado influido desde mi infancia por las grandes obras del canon occidental. Mi precursor crítico Samuel Johnson también consideraba la escritura como una defensa contra la melancolía. Johnson a quien se puede calificar de poeta de la experiencia más que a ningún otro, tenía "el apetito de la imaginación”, y sin embargo cedía a él cuando leía la poesía que más le gustaba. Su mente, prodigiosamente activa, bordaba la depresión siempre que estaba indolente, y necesitaba estar en funcionamiento para alcanzar la libertad. Se trata de algo bastante distinto del Shakespeare de múltiples mentes, del implacable Milton, o del genial Pope. Entre los poetas, a quién más se parecía el reo que el moralista cristiano desaprobaba, o a Leopardi, un visionario del abismo que habría llenado de temor al gran ensayista inglés.



















Tomado de:
BLOOM, Harold (2011): Anatomía de la influencia. La literatura como modo de vida. Bs. As. Taurus,  pp. 35-39.

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