05 agosto 2017

El misterio del simio lector. Stanistas Dehaene



El misterio del simio lector

Stanislas Dehaene


En este preciso momento, su cerebro está realizando una proeza asombrosa: está leyendo. Sus ojos analizan la página en pequeños movimientos espasmódicos. Cuatro o cinco veces por segundo, su mirada se detiene el tiempo suficiente para reconocer una o dos palabras. Por supuesto, usted no se percata de cómo esta información va ingresando entrecortadamente. Sólo los sonidos y los significados de las palabras llegan a su mente consciente. ¿Pero cómo es que unas pocas marcas de un papel blanco proyectadas en su retina pueden evocar un universo entero, como hace Vladimir Nabokov en las primeras líneas de Lolita?: 


Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta; la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta.


El cerebro del lector contiene un complicado conjunto de mecanismos que armonizan admirablemente para concretar la lectura. Este talento se mantuvo como un misterio durante muchísimos siglos. Hoy, la caja negra del cerebro se ha abierto y está naciendo una verdadera ciencia de la lectura. Los avances que han hecho la psicología y la neurociencia a lo largo de los últimos veinte años han comenzado a desenmarañar los principios que subyacen a los circuitos cerebrales de la lectura. Hoy, los modernos métodos de neuroimágenes (o imágenes cerebrales) revelan, en apenas minutos, las áreas del cerebro que se activan cuando desciframos palabras escritas. Los científicos pueden rastrear una palabra escrita mientras avanza desde la retina a través de una cadena de etapas de procesamiento, cada una de ellas marcada por una pregunta elemental: ¿estas son letras? ¿Cómo son? ¿Conforman una palabra? ¿Cómo suena? ¿Cómo se pronuncia? ¿Qué significa? Sobre esta base empírica, está materializándose una teoría de la lectura.


Esta teoría postula que los circuitos cerebrales que heredamos de nuestra evolución primate pueden destinarse a la tarea de reconocer palabras impresas. De acuerdo con este enfoque, nuestras redes neuronales se “reciclan”, literalmente, para la lectura. La percepción de cómo la alfabetización cambia el cerebro está transformando profundamente nuestra perspectiva de la educación y de las dificultades del aprendizaje. Se están creando nuevos programas de recuperación que a la larga permitirían encarar la extenuante incapacidad para descifrar palabras conocida como dislexia. Mi propósito en este libro es compartir mi conocimiento acerca de los avances más recientes y poco divulgados de la ciencia de la lectura.  


En el siglo XXI, una persona promedio todavía sabe más acerca de cómo funciona un auto que sobre el funcionamiento interno de su propio cerebro –una situación extraña e impactante–. Quienes toman decisiones en nuestros sistemas educativos oscilan con los vientos cambiantes de las reformas pedagógicas, y a menudo ignoran descaradamente cómo aprende a leer el cerebro en realidad. Los padres, los educadores y los políticos suelen reconocer que hay una brecha entre los programas educativos y los descubrimientos más actuales de las neurociencias. Pero, en general, su idea de cómo puede contribuir este campo a los avances en la educación está basada únicamente sobre un par de imágenes en color del cerebro en funcionamiento. Por desgracia, las técnicas de imágenes que nos permiten visualizar la actividad cerebral son sutiles y, en ocasiones, engañosas. La nueva ciencia de la lectura es tan joven y se mueve tan rápido que todavía es relativamente desconocida fuera de la comunidad científica. 


La adquisición de la lectura es un paso muy importante en el desarrollo de un niño. Y muchos niños tienen que hacer grandes esfuerzos al comienzo para aprender a leer, y hay encuestas que indican que alrededor de un adulto de cada diez no logra dominar incluso los rudimentos de la comprensión de textos. Son necesarios años de mucho trabajo antes de que la maquinaria del cerebro que es la base de la lectura, parecida a la de un reloj, funcione de forma tan aceitada que nos olvidemos de que existe. 


¿Por qué la lectura es tan difícil de dominar? ¿Qué modificaciones profundas en el circuito cerebral acompañan su adquisición? ¿Existen estrategias de enseñanza mejor adaptadas al cerebro del niño que otras? ¿Qué razones científicas, si es que hay alguna, explican por qué el método fonético –la enseñanza sistemática de la correspondencia de letras con sonidos– parece funcionar mejor que la enseñanza de palabras completas? Aunque todavía queda mucho por descubrir, la nueva ciencia de la lectura aporta respuestas cada vez más precisas para todas estas preguntas. En particular, subraya por qué las primeras investigaciones de la lectura avalaban erróneamente el enfoque de la palabra completa, y cómo las investigaciones recientes sobre las redes cerebrales de la lectura prueban que esas teorías estaban equivocadas. 


Nuestra habilidad para leer nos pone cara a cara con la singularidad  del cerebro humano. ¿Por qué el Homo sapiens es la única especie que se enseña a sí misma activamente? ¿Por qué es único en su capacidad de transmitir una cultura sofisticada? ¿Cómo se relaciona el mundo biológico de las sinapsis y las neuronas con el universo de las invenciones culturales humanas? La lectura, y también la escritura, la matemática, el arte, la religión, la agricultura y la vida de ciudad han incrementado radicalmente las capacidades innatas de nuestros cerebros de primates. Sólo nuestra especie supera su condición biológica, crea un ambiente cultural artificial para sí misma y se enseña nuevas habilidades como la lectura. Esta competencia únicamente humana es desconcertante y amerita una explicación teórica.


Una de las técnicas básicas de la caja de herramientas del neurobiólogo consiste en “ponerle neuronas a la cultura”, es decir, dejar que las neuronas crezcan en una placa de Petri. En este libro promuevo una “cultura de las neuronas” diferente, una nueva forma de mirar las actividades culturales humanas, basada en nuestra comprensión de cómo estas se proyectan en las redes neuronales donde se asientan. La meta reconocida de las neurociencias es describir cómo los componentes elementales del sistema nervioso conducen a las regularidades que pueden observarse en la conducta de niños y adultos (incluidas las habilidades cognitivas avanzadas). La lectura ofrece uno de los bancos de pruebas más apropiados para este enfoque “neurocultural”. Cada vez entendemos mejor cómo sistemas de escritura tan diferentes como el chino, el hebreo o el inglés se inscriben en nuestros circuitos cerebrales. En el caso de la lectura, esto nos permite trazar con claridad vínculos directos entre nuestra arquitectura neuronal innata y nuestras habilidades culturales, pero esperamos que este enfoque neurocientífico se extienda en el futuro a otros ámbitos importantes de la expresión cultural humana.


Si vamos a reconsiderar la relación entre el cerebro y la cultura, debemos abordar un enigma que llamo la paradoja de la lectura: ¿por qué nuestro cerebro de primates puede leer? ¿Por qué tiene una inclinación a la lectura, aun cuando esta actividad cultural fue inventada sólo hace unos pocos miles de años? 


Hay buenas razones por las que esta pregunta engañosamente simple merece ser llamada una paradoja. Hemos descubierto que el cerebro alfabetizado contiene mecanismos corticales especializados que están exquisitamente dispuestos para el reconocimiento de las palabras escritas. Es aún más sorprendente que los mismos mecanismos, en todos los humanos, estén sistemáticamente alojados en regiones cerebrales idénticas, como si hubiera un órgano cerebral para la lectura. Pero la escritura nació solamente hace cinco mil cuatrocientos años en la zona de la Media Luna Fértil, y el alfabeto en sí mismo tiene sólo tres mil ochocientos años. Estas cantidades de tiempo son una nimiedad en términos evolutivos. De este modo, la evolución no tuvo tiempo de desarrollar circuitos especializados de lectura para el Homo sapiens.




Nuestro cerebro está construido sobre el mapa genético que les permitió sobrevivir a nuestros ancestros cazadores y recolectores. Disfrutamos de leer a Nabokov y a Shakespeare utilizando un cerebro de primates originariamente diseñado para la vida en la sabana africana. Nada de nuestra evolución podría habernos preparado para absorber el lenguaje a través de la visión. Sin embargo, las neuroimágenes demuestran que el cerebro adulto contiene circuitos fijos finamente preparados para la lectura.


La paradoja de la lectura nos recuerda la parábola con la que el reverendo William Paley quiso probar la existencia de Dios. En su Teología natural (1802), imaginó que en un páramo desierto alguien encontraba un reloj completo, con sus intrincados mecanismos internos claramente diseñados para medir el tiempo. ¿No sería esto una prueba transparente, argumentaba Paley, de que hay un relojero inteligente, un diseñador que creó el reloj deliberadamente? De forma similar, Paley sostenía que los intrincados dispositivos que encontramos en los organismos vivos, como los sorprendentes mecanismos del ojo, prueban que la naturaleza es la obra de un relojero divino.


Charles Darwin nos aportó una famosa refutación para Paley, porque le demostró que la selección natural ciega puede producir estructuras sumamente organizadas. Incluso si los organismos biológicos, a primera vista, parecen diseñados para un propósito específico, al examinarlos más de cerca se revela que su organización está lejos de la perfección que uno esperaría de un arquitecto omnipotente. Imperfecciones de todo tipo demuestran que la evolución no es guiada por un creador inteligente, sino que sigue ca minos aleatorios en la lucha por sobrevivir. En la retina, por ejemplo, los vasos sanguíneos y los cables nerviosos están situados por delante de los fotorreceptores, de modo que bloquean parcialmente la luz que llega y crean un punto ciego: un diseño ciertamente muy pobre.


Siguiendo las huellas de Darwin, Stephen Jay Gould dio muchos ejemplos del resultado imperfecto de la selección natural, incluido el pulgar del panda (Gould, 1992). El evolucionista británico Richard Dawkins también explicó que los delicados mecanismos del ojo o del ala únicamente podrían haber emergido a través de la selección natural, o con el trabajo de un “relojero ciego” (Dawkins, 1996). El evolucionismo darwiniano parece ser la única fuente evidente de “diseño” de la naturaleza. Cuando se trata de explicar la lectura, sin embargo, la parábola de Paley es problemática de una manera sutilmente diferente. Los mecanismos cerebrales que son la base de la lectura son ciertamente comparables en la complejidad y en su fino diseño con los del reloj abandonado en el páramo. Toda su organización está orientada hacia la única meta aparente de decodificar las palabras escritas de forma tan rápida y precisa como sea posible. No obstante, ni la hipótesis de un creador inteligente ni la de un lento surgimiento gracias a la selección natural parecen brindar una explicación plausible de los orígenes de la lectura.


Simplemente, el tiempo fue muy poco para que la evolución haya diseñado circuitos de lectura específicos. ¿Cómo es, entonces, que nuestro cerebro primate aprendió a leer? Nuestra corteza es resultado de millones de años de evolución en un mundo sin escritura: ¿por qué puede adaptarse a los desafíos específicos planteados por el reconocimiento de la palabra escrita? La unidad biológica y la diversidad cultural En las ciencias sociales, la adquisición de habilidades culturales como la lectura, la matemática o las bellas artes raramente, si es que alguna vez, se plantea en términos biológicos. Hasta hace escaso tiempo, muy pocos científicos sociales consideraban que la biología cerebral y la teoría de la evolución eran siquiera relevantes para sus campos. Incluso hoy, la mayoría de ellos apoya implícitamente un modelo simplista del cerebro, ya que lo concibe de manera tácita como un órgano infinitamente plástico, cuya capacidad de aprendizaje es tan amplia que no planteará ningún límite en el alcance de la actividad humana. Esta no es una idea nueva. 


Data de las teorías de los empiristas británicos John Locke, David Hume y George Berkeley, quienes planteaban que el cerebro humano debía ser comparado con una página en blanco que progresivamente recibe a través de los cinco sentidos las marcas del ambiente natural y cultural del hombre. Esta visión de la humanidad, que niega la existencia misma de una naturaleza humana, ha sido a menudo adoptada sin cuestionamientos. Pertenece al “modelo estándar de las ciencias sociales” (Barkow, Cosmides y Tooby, comps., 1992; Pinker, 2002), compartido por muchos antropólogos, sociólogos, algunos psicólogos e incluso unos pocos neurocientíficos que ven la superficie cortical como “en general equipotencial  y libre de estructura de dominio específico” (Quartz y Sejnowski, 1997). Este modelo sostiene que la naturaleza humana se construye, de manera gradual y flexible, a través de la impregnación cultural. Como resultado, de acuerdo con esta perspectiva los niños nacidos dentro de la cultura inuit, entre los cazadores recolectores del Amazonas o en una familia de clase media de Nueva York, tienen poco en común. Incluso la percepción del color, la apreciación musical o la noción de lo que está bien y lo que está mal deberían variar de una cultura a otra, simplemente porque el cerebro humano tiene pocas estructuras estables más allá de la capacidad de aprender.

Los empiristas sostienen además que el cerebro humano, sin importar las limitaciones biológicas y a diferencia del de muchas otras especies animales, puede absorber cualquier forma de cultura. Desde esta perspectiva teórica, hablar sobre las bases cerebrales de los inventos culturales como la lectura es, pues, absolutamente irrelevante, algo muy similar a analizar la composición atómica de una obra de Shakespeare.  En este libro, refuto dicha visión simplista de una adaptabilidad infinita del cerebro a la cultura. La nueva evidencia acerca de los circuitos cerebrales de la lectura demuestra que la hipótesis de un cerebro equipotencial es errónea. Si el cerebro no fuera capaz de aprender, no podría adaptarse a las reglas específicas de la escritura del inglés, el japonés o el árabe. Este aprendizaje, sin embargo, está restringido de manera muy firme, y sus mecanismos en sí mismos están rígidamente especificados por nuestros genes. La arquitectura cerebral es similar en todos los miembros de la familia de los Homo sapiens, y se diferencia muy poco de la de otros primates. A lo largo y a lo ancho del mundo, las mismas regiones cerebrales se activan para decodificar una palabra escrita. 


Ya se trate de francés o de chino, el aprendizaje de la lectura recorre un circuito genéticamente condicionado. Sobre la base de estos datos, propongo una teoría novedosa de las interacciones neuroculturales, radicalmente opuesta al relativismo cultural, y capaz de resolver la paradoja de la lectura. La llamo la hipótesis del “reciclaje neuronal”. Desde este punto de vista, la arquitectura del cerebro humano obedece a restricciones genéticas muy fuertes, pero algunos circuitos han evolucionado para tolerar un margen de variabilidad. Parte
de nuestro sistema visual, por ejemplo, no está programado de antemano, sino que permanece abierto a cambios en el ambiente. En el marco de un cerebro bien estructurado en otros aspectos, la plasticidad visual les dio a los antiguos escribas la oportunidad de inventar la lectura. En general, un conjunto de circuitos cerebrales, definido por nuestros genes, brinda “pre-representaciones” o hipótesis que nuestro cerebro puede tener sobre los futuros desarrollos en su ambiente.


Durante el desarrollo del cerebro, los mecanismos de aprendizaje seleccionan qué pre-representaciones pueden adaptarse mejor a determinada situación. La adquisición cultural se da gracias a este margen de plasticidad cerebral. Lejos de ser una pizarra en blanco que asimila todo lo que se encuentra a su alrededor, nuestro cerebro se adapta a una cultura dada cambiando mínimamente el uso de sus predisposiciones para darles un uso diferente. No es una tabula rasa en la cual se acumulan construcciones culturales, sino un dispositivo cuidadosamente estructurado que se las arregla para adaptar algunas de sus partes para un nuevo uso. Cuando aprendemos una nueva habilidad, reciclamos algunos de nuestros antiguos circuitos cerebrales de primates, en la medida, por supuesto, en que esos circuitos puedan tolerar el cambio.


















Tomado de: 
DEHAENE, Stanislas (2014): El cerebro lector. Últimas noticias de la neurociencia sobre la lectura, la enseñanza, el aprendizaje y la dislexia. Bs. As. pp. 14-22

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