12 diciembre 2016

Un último tributo. John Berger


Pablo Picasso (1881-1973)

Un último tributo

John Berger


La mayor parte de los cuadros pintados por Picasso ya viejo, entre los setenta y los noventa años, sólo fueron exhibidos públicamente después de su muerte, y después de que se escribiera este libro. La mayor parte de ellos representan mujeres o parejas observadas o imaginadas como seres sexuales. Ya he señalado cierto paralelismo con los poemas tardíos de W. B. Yeats:


Piensas que es horrible que lujuria y odio
atraigan la atención en estos mis viejos años;
no eran plaga alguna en mi juventud:
¿qué más me queda que me incite al canto?
¿Por qué se adecúa tan bien al medio de la pintura esa obsesión? ¿Por qué la pintura la hace tan elocuente?


Una vez más, Picasso nos obliga a reflexionar sobre la naturaleza del arte, y por esto, una vez más, hemos de estarle agradecidos a ese viejo indomable, violento y resuelto.  Antes de intentar dar una respuesta a la pregunta, hemos de desbrozar un poco el terreno. El análisis freudiano, por más útil que pueda ser en otras circunstancias, no nos presta aquí gran ayuda, porque se refiere primariamente al simbolismo y al inconsciente, mientras que mi pregunta se dirige a lo inmediatamente físico y a lo evidentemente consciente.


Tampoco nos sirven de mucho, creo yo, los filósofos de la obscenidad -como el eminente Bataille porque de nuevo, pero de forma diferente, tienden a ser demasiado literarios y filosóficos para poder responder a la pregunta. Hemos de pensar sencillamente en el pigmento y el aspecto de los cuerpos.


Las primeras imágenes jamás pintadas representaban cuerpos de animales. Desde entonces, la mayor parte de las pinturas, a lo largo y ancho del mundo, han representado cuerpos de un tipo o de otro. No quiero con esto quitar importancia al paisaje o a otros géneros posteriores, ni tampoco pretendo establecer una jerarquía. Sin embargo, si recordamos que el objetivo primario, básico, de la pintura es conjurar la presencia de algo que está ausente, no es de sorprender que lo que se suela conjurar sean cuerpos. Es su presencia lo que necesitamos en nuestra soledad colectiva o individual para consolarnos, coger fuerzas, animarnos o inspirarnos. Las pinturas acompañan a nuestros ojos. Y la compañía suele implicar cuerpos.


Consideremos ahora, aun a riesgo de caer en una simplificación colosal, las diferentes artes. Las historias narrativas entrañan acción: tienen un principio y un final en el tiempo. La poesía se dirige al corazón, a la herida, al hecho: a todo lo que tiene su ser en el reino de nuestras subjetividades. La música trata de lo que está detrás de lo dado: lo invisible, lo carente de palabras y de límites. El teatro reconstruye el pasado. La pintura trata de lo físico, lo palpable, lo inmediato. (Superar esto era el problema insalvable al que se enfrentaba el arte abstracto.) El arte más próximo a la pintura es la danza.


Ambas se derivan del cuerpo, ambas evocan el cuerpo, ambas son físicas en el primer sentido de la palabra. Pero existe una diferencia importante entre ellas: la danza, como la narración y el teatro, tiene un principio y un fin y, por consiguiente, existe en el tiempo, mientras que la pintura es instantánea. (La escultura constituye una categoría en sí misma: es más obviamente estática que la pintura, a menudo carece de color y, por lo general, de marco y, por tanto, es menos íntima: todo lo cual hace que requiera un ensayo independiente.)


La pintura, pues, ofrece una presencia física palpable, instantánea, inquebrantable, continua. Es la más inmediatamente sensual de todas las artes. Cuerpo a cuerpo. Y uno de ellos es el del espectador.


Esto no quiere decir que el objetivo de todas las pinturas sea sensual; el objetivo de muchas es estético. Los mensajes que se derivan de lo sensual varían de un siglo a otro, de acuerdo con las diferentes ideologías. Asimismo, cambia el papel de los sexos. Por ejemplo, las pinturas pueden representar a la mujer como un objeto sexual pasivo, como una compañera sexual activa, como alguien de quien debemos guardarnos, como una diosa, como un ser humano amado. Y, sin embargo, independientemente de cómo se utilice el arte de la pintura, el uso en sí mismo comienza con una profunda carga sensual que luego se transmite en una u otra dirección. Pensemos en una calavera pintada, una azucena, una alfombra, una cortina roja, un cadáver: en todos los casos, sea cual sea la conclusión, el inicio (si la pintura está viva) es una conmoción sensual.


Quien dice sensual -en lo que se refiere al cuerpo y la imaginación humanos-dice también sexual. Y es aquí donde la práctica de la pintura empieza a volverse más misteriosa. Lo visual juega un papel importante en la vida sexual de muchos animales e insectos. El color, la forma, el gesto visual alertan y atraen al sexo opuesto. Para los humanos, este papel de lo visual es todavía más importante, porque las señales no se dirigen sólo a los reflejos, sino también a la imaginación. (Lo visual tal vez juega un papel más importante en la sexualidad de los hombres que en la de las mujeres, pero es algo difícil de valorar dada la cantidad de tradiciones sexistas empleadas en la producción de imágenes.)


El pecho, los pezones, el pubis, el vientre son focos ópticos naturales de deseo, y la pigmentación natural acrecienta su poder de atracción. El que esto no se suela decir con la sencillez necesaria -el que se lo suela abandonar al dominio del graffiti espontáneo en las paredes públicas-no es más que un reflejo del peso de la moral puritana. La verdad es que todos estamos hechos así. En otros tiempos, otras culturas han subrayado el magnetismo y la centralidad de esas partes sirviéndose de los cosméticos. Unos cosméticos que añaden más color a la pigmentación natural del cuerpo.


Dado que la pintura es el arte propio del cuerpo y dado que el cuerpo, a fin de llevar a cabo la función básica de la reproducción, utiliza signos que estimulan la atracción sexual, podemos ver por qué la pintura nunca está muy alejada de lo erógeno.


Pensemos en La dama que descubre el seno, de Tintoretto. Esta imagen de una mujer descubriéndose el pecho es también una representación del don, el talento, de la pintura. Al nivel más básico, la pintura (con todo su arte) imita a la naturaleza (con toda su astucia) al atraer la atención hacia un pezón y su areola. Dos tipos muy diferentes de pigmentación usados para el mismo fin.


Pero así como el pezón es sólo una parte del cuerpo, así también el hecho de descubrirlo es sólo una parte de la pintura. La pintura es también la expresión distante de la mujer, el gesto no tan lejano de las manos, los vaporosos ropajes, las perlas, el peinado, los cabellos sueltos en la nuca, la pared o la cortina color carne del fondo y, en toda la pintura, el juego entre los verdes y los rosas, tan del gusto de los venecianos. La mujer pintada nos seduce con todos estos elementos, sirviéndose de los medios visibles de la mujer real. Las dos son cómplices en la misma coquetería visual.


Tintoretto recibió este apodo porque su padre era tintorero. El hijo, aunque hasta cierto punto se apartó del oficio y pasó, consiguientemente, al reino del arte, era, como todos los pintores, un «coloreador» de los cuerpos, la piel, los miembros.


Tintoretto. La dama que descubre el seno
 (Museo del Prado, Madrid)

Giorgione. Anciana (Galleria dell Accademia, Venecia)



Supongamos que ponemos la Anciana, de Giorgione, pintada unos cincuenta años antes, al lado del Tintoretto. Puestas juntas, las dos obras muestran que la relación peculiar e íntima existente entre el pigmento y la carne no entraña necesariamente una provocación sexual. Por el contrario, el tema de la pintura de Giorgione es la pérdida de ese poder de provocación.


Encontré al obispo en mi camino y muchas fueron las cosas que nos dijimos. «Ese pecho que ahora se ve flácido y caído, esas venas que pronto habrán de quedar secas, viven en una mansión celestial, y no en una inmunda pocilga.»


«La belleza y la inmundicia son parientes, y la belleza necesita la inmundicia», exclamé. Y, sin embargo, ninguna descripción en palabras -ni siquiera los versos de Yeats-pueden registrar, como lo hace la pintura, la tristeza de la carne de la anciana, cuya mano derecha muestra un gesto tan similar y, al mismo tiempo, tan diferente del de la mujer descubriéndose. ¿Por qué? ¿Tal vez porque el pigmento se ha convertido en carne? Podría ser así, pero no lo es exactamente. Más bien se diría que el pigmento ha pasado a ser la comunicación de esa carne, su lamento.


Finalmente, añadamos a estas dos pinturas Vanidad del mundo, de Tiziano, obra en la que una mujer se ha despojado de todas sus joyas (a excepción de su alianza) y de todos sus adornos. Los «perifollos» que ha rechazado por ser signos de la vanidad se reflejan en el enigmático espejo que sostiene en una mano. Pero incluso ahí, en el menos apropiado de los contextos, su cabeza pintada y sus hombros son una llamada de atención a su atractivo. Y el pigmento es esa llamada.


Tal es el vínculo, antiguo y misterioso, entre el pigmento y la carne. Este vínculo permite que las grandes Vírgenes con Niño ofrezcan una profunda seguridad y delicia sensual, del mismo modo que confiere a las grandes Pietàs todo el peso de su dolor: el peso terrible de la esperanza imposible de que la carne vuelva a estar viva. La pintura pertenece al cuerpo.


La materia de los colores posee una carga sexual. Cuando Manet pinta Merienda campestre (un cuadro que Picasso copió muchas veces durante su última etapa), la obvia palidez de la pintura no se limita a imitar, sino que pasa a ser la desnudez evidente de las mujeres recostadas sobre la hierba. Lo que exhibe la pintura es el cuerpo exhibido. La relación íntima (el punto de contacto) entre la pintura y el deseo físico, que uno ha de sacar de las iglesias y museos, academias y juzgados, tiene muy poco que ver con la especial textura mimética de los óleos, tal como lo expongo en mi libro Modos de ver. La relación comienza con el acto de pintar. Lo que cuenta no es la tangibilidad ilusoria de los cuerpos pintados, sino sus señales visuales, que tienen una complicidad tan asombrosa con las de los cuerpos reales.


Tal vez ahora podemos comprender un poco mejor lo que hizo Picasso durante los últimos veinte años de su vida, lo que se vio impulsado a hacer y lo que, como se podría esperar, nadie había hecho antes igual.


Estaba envejeciendo, era más orgulloso que nunca, amaba a las mujeres tanto como lo había hecho siempre y se enfrentaba al absurdo de su propia impotencia relativa. Una de las bromas más antiguas del mundo pasó a convertirse en su dolor y su obsesión e, igualmente, en un reto para su inmenso orgullo. Al mismo tiempo, vivía en un extraño aislamiento del mundo: un aislamiento que, como ya he observado, no había escogido él mismo, sino que era una consecuencia de su inmensa fama. La soledad de este aislamiento no aliviaba en modo alguno su obsesión; por el contrario, le alejaba cada vez más de toda preocupación o interés alternativo. Estaba condenado, sin posibilidad de escape, a un solo objetivo, a una suerte de manía, que tomó la forma de un monólogo. Un monólogo que se dirigía a la práctica de la pintura y a aquellos pintores del pasado que admiraba o amaba o envidiaba. El monólogo trataba del sexo. Su humor cambiaba de una obra a otra, pero el tema era siempre el mismo.


Las últimas pinturas de Rembrandt, en particular los autorretratos, son proverbiales por el modo en que ponen en tela de juicio todo lo que el artista había hecho o pintado antes. Todo se ve bajo otra luz. Tiziano, que murió casi tan viejo como Picasso, pintó hacia el final de su vida El desollamiento de Marsias y La Piedad, ambas en Venecia: dos extraordinarias obras últimas en las que la pintura, en cuanto que carne, se enfría. En el caso de Rembrandt y Tiziano, el contraste entre las primeras obras y las últimas es muy marcado. Pero también hay una continuidad, cuya base es difícil de definir en pocas líneas. Una continuidad del lenguaje pictórico, de la referencia cultural, de la religión y del papel del arte en la vida social. Esta continuidad matizaba y reconciliaba, hasta cierto punto, la desesperación de los dos pintores en su vejez: la desolación que sentían se convirtió en una triste sabiduría o en una súplica.


Tiziano. El desollamiento de Marsias


Con Picasso no sucedió lo mismo, tal vez porque, debido a múltiples razones, no se dio esa continuidad. En lo que al arte se refiere, él mismo había hecho mucho por destruirla. No porque fuera un iconoclasta, ni porque fuera impaciente con el pasado, sino porque odiaba las medias verdades heredadas de las clases cultas. El suyo fue un rompimiento en nombre de la verdad. Pero este rompimiento no tuvo tiempo de reintegrarse en la tradición antes de la muerte del pintor. Sus copias, durante el último período de su vida, de los antiguos maestros, como Velázquez, Poussin o Delacroix, eran un intento de encontrar compañía, de restablecer una tradición rota. Y le permitían unirse a ellos.


Pero ellos no podían unirse a él. Y así, se quedó solo: como siempre se quedan los viejos. Pero su soledad era irremediable porque, como persona histórica, se separó del mundo de su tiempo, y, como pintor, de una tradición pictórica que se había continuado hasta él. Nada podía responderle, nada le forzaba, y por ello su obsesión se convirtió en un delirio: lo opuesto a la sabiduría.


El delirio de un viejo con respecto a la belleza de algo que él ya no puede hacer. Una farsa. Una furia. ¿Y cómo se expresa el delirio? (Si no hubiera sido capaz de seguir pintando cada día, se habría vuelto loco o habría muerto: necesitaba el gesto de pintar para demostrarse a sí mismo que estaba vivo.) El delirio se expresa volviendo directamente a aquel vínculo misterioso que existe entre el pigmento y la carne y los signos que comparten. Es el delirio de ver la pintura como una zona erógena ilimitada. Pero los signos compartidos, en lugar de indicar un deseo mutuo, ahora sólo exhiben el mecanismo sexual. Toscamente. Con ira. Con una palabrota. Es ésta una pintura que echa pestes contra su propio poder, contra su madre. Una pintura que insulta a lo que antes celebró como sagrado. Nadie antes había imaginado hasta qué punto la pintura podía ser obscena con sus propios orígenes, como algo diferente de la ilustración de obscenidades. Picasso lo descubrió.


¿Cómo se pueden juzgar estas obras tardías? Es demasiado pronto para hacerlo. Quienes pretenden que son la cumbre del arte del pintor se muestran tan absurdos como siempre lo han sido los hagiógrafos de Picasso. Quienes las rechazan diciendo que no son sino las ampulosas repeticiones de un viejo saben muy poco del amor o de las crisis humanas. Los españoles se sienten orgullosos de su proverbial manera de soltar tacos. Admiran el ingenio de sus palabrotas y saben que el decirlas puede ser un atributo, incluso una prueba de dignidad. Nadie antes había sido un malhablado en términos pictóricos.





















BERGER, John (2013) Fama y soledad de Picasso. Madrid, Santillana. pp. 111-116.

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