08 julio 2014

Cortázar lector. Entrevista





Cortázar lector


Julio Cortázar habla sobre sus influencias



-Tal vez sería interesante empezar por hablar de tus hábitos de lector en un sentido físico social. ¿Cómo llega un libro a tus manos? ¿Lees libros que compras, qué sacas de la biblioteca, qué te prestan, qué te regalan, qué te mandan?


-Mis primeros libros me los regaló mi madre. Fui un lector muy precoz y, en realidad, aprendí a leer por mi cuenta, con gran sorpresa de mi familia, que incluso me llevó al médico porque creyeron que era una precocidad peligrosa y tal vez lo era, como se ha demostrado más tarde. Muy pronto me dediqué directamente a sacar los libros que encontraba en las bibliotecas de la casa. Con lo cual muchas veces leí libros que estaban al margen de mi comprensión a los siete, ocho, nueve años de edad. Pero otros, en cambio, me hicieron mucho bien, porque eran libros en alguna manera superiores a mis posibilidades, pero que me abrían horizontes imaginarios absolutamente extraordinarios. Con las ideas que había en la gente de mi generación, las lecturas de los niños se graduaban mucho. Hasta cierta época eran los cuentos de hadas y después las novelas rosa, y sólo en la adolescencia, los muchachos y las muchachas podían empezar a entrar en un tipo de literatura más amplio. Yo franqueé mucho antes todas esas etapas, y la verdad es que mis primeros recuerdos de libros son una mezcla de novelas de caballería, los ensayos de Montaigne, por ejemplo, que creo leí a los doce años, fascinado. No sé hasta qué punto podía comprenderlos. Pero recuerdo que los leí íntegramente en dos enormes tomos encuadernados y en traducción española. Y eso se mezclaba con novelas policiales, las aventuras de Tarzán, que me fascinaron en aquella época; Maurice Leblanc, y luego la gran sacudida de Edgar Allan Poe.


Pero me estoy saliendo de tu pregunta: ¿cómo llega un libro a mis manos? Sigue llegando de muchas maneras. Están los que yo consigo por mi cuenta cuando paso por una librería y me gusta un libro sin haberlo hojeado demasiado. Hay una especie de contacto simpático en el sentido mágico de la palabra; hay algo que me dice que tengo que comprarlo. No siempre acierto, pero muchas veces sí. Y luego en estos momentos, por razones obvias, medio mundo me manda libros, y soy el hombre más odiado por el correo francés y por sus pobres carteros: llegan todos los días a mi casa con cantidades enormes de paquetes de libros y revistas que vienen de toda América latina, de Estados Unidos, de Francia, de Bélgica e incluso de países cuyos idiomas no puedo leer, pero cuyos autores, que me han leído en traducción, consideran necesario mandarme sus publicaciones, que yo regalo o pongo en la biblioteca, pero sin poder enterarme de una sola palabra de lo que dice ese lejano amigo búlgaro, checo o polaco.


-Una vez que el libro está dentro de tu ámbito físico, ¿qué le pasa? ¿Cuándo lo lees? ¿Lo lees en casa o en el metro? ¿Lees un solo libro o varios al mismo tiempo? ¿Los terminas siempre, aunque te hayan dejado de interesar?


-Cuando un libro está en mis manos, desgraciadamente le pasan cosas malas casi siempre, porque estoy en una época de mi vida en que cada vez tengo menos tiempo. Por razones que no son literarias, que tienen que ver con todo el destino de América latina, con todas las cosas que yo trato de hacer o que me piden que trate de hacer, y que supone con frecuencia muchas horas de reuniones, de escritura, de lectura de documentos, y además largos viajes en el curso de los cuales no me puedo concentrar en la lectura. En la medida de lo posible, esos libros que quiero realmente leer, los dejo ahora en una especie de rincón privilegiado donde los veo con los ojos del deseo, y en cuanto sé que tengo un hueco, tres o cuatro horas que pueden ser bastante mías, entonces los leo, si puedo los leo en mi casa. Hubo una época en que, por razones de mayor resistencia física, podía leer en el metro, en los cafés. Puedo hacerlo ahora también, pero con una menor concentración. Prefiero estar en mi casa y leerlo tranquilo. Además, desde muy joven adquirí una especie de deformación profesional, es decir, que yo pertenezco a esa especie siniestra que lee los libros con un lápiz al alcance de la mano, subrayando y marcando, no con intención crítica. En realidad alguien dijo, no sé quién, que cuando uno subraya un libro se subraya a sí mismo, y es cierto. Yo subrayo con frecuencia frases que me incluyen en un plano personal, pero creo también que subrayo aquellas que significan para mí un descubrimiento, una sorpresa, o a veces, incluso una revelación y, a veces, también una discordancia.


Las subrayo y tengo la costumbre de poner al final del libro los números de las páginas que me interesan, de manera que algún día, leyendo esa serie de referencias, puedo en pocos minutos echar un vistazo a las cosas que más me sorprendieron. Algunos epígrafes de mis cuentos, algunas citaciones o referencias salen de esa experiencia de haber guardado, a veces durante muchos años, un pequeño fragmento que después encontró su lugar preciso, su correspondencia exacta en algún texto mío.


-Antes, en la Argentina, ¿tenías hábitos de lectura diferentes a los de ahora? Me imagino que ahora tendrás mucho menos tiempo para leer que en tus días de maestro de provincia o de traductor oficial. ¿Cómo te ha afectado la necesidad de seleccionar con criterios diferentes a los de tus años de escritor desconocido?


-En principio leo un solo libro, pero quizá para tu sorpresa, leo más poesía que prosa, más ensayos que ficción, más antropología que literatura pura; sucede que, a veces, llevo adelante paralelamente dos cosas muy diferentes. Por ejemplo, en el momento en que te grabo esto estoy leyendo un libro de poemas de Robert Duncan y, al mismo tiempo, un libro de cuentos de Piérrette Flétaux. Me hace bien pasar de uno a otro. No sé, tengo la impresión de que los libros se estimulan, que hay una interacción y que, con bastante frecuencia, esos dos libros que leo, si no simultáneamente, consecutivamente, son dos libros que son amigos, que han nacido para sentirse bien el uno con respecto al otro, aunque haya una diferencia total como puede haber entre los poemas de Duncan y los cuentos de Piérrette Flétaux.

Otro detalle de deformación profesional es que, en principio, yo termino siempre un libro, aunque me parezca malo. Hubo una época en que esto fue una obsesión y hoy lo lamento, porque he leído muchos novelones y muchos libros de poemas insoportables, confiando siempre en que, en las últimas diez páginas encontraría el gran momento, algo que rescataría la totalidad de la obra. Alguna vez pudo haber sucedido, pero en la mayoría de los casos, cuando cincuenta páginas de un libro son malas, es difícil que el resto se salve. Es como un match de box: si hay una primera mitad que es mala, sólo un milagro puede cambiar la cosa en la segunda mitad. De manera que ahora que tengo menos tiempo, que estoy en los días en que voy a cumplir sesenta y dos años, —te das cuenta, ¿no?, ahora puedo decir “Sesenta y dos, modelo para desarmar”— sucede que algunos libros no los termino. Los latinoamericanos, los jóvenes, me mandan novelas y libros de poemas que, con alguna frecuencia, me parecen malos hacia el primer tercio del libro, y entonces me limito a guardarlos y no los termino.


-¿Lees mientras escuchas música, o hablas por teléfono, o esperas en el aeropuerto?


-Jamás he podido leer escuchando música, y ésta es una cuestión bastante importante, porque tengo amigos de un nivel intelectual y estético muy alto para quienes la música, que en ciertas circunstancias puedan escuchar concentrándose, es al mismo tiempo una especie de acompañamiento para sus actividades. Esto lo comprendo muy bien en el caso de los pintores: tengo amigos pintores que pintan con un disco de fondo o la radio. Pero en el caso de la lectura, yo creo que no se puede leer escuchando música, porque eso supone un doble desprecio o un desprecio unilateral: o se desprecia la música o se desprecia lo que se está leyendo. La música es un arte tan absoluto, tan total como la literatura, y el músico exige que se le escuche a full time lo mismo que cualquiera de nosotros cuando escribimos. Personalmente me apenaría, me decepcionaría, enterarme de que alguien, a quien estimo intelectualmente ha leído un libro de cuentos míos al mismo tiempo que estaba escuchando una fuga de Bach o una ópera de Bertold Brecht. En cambio puedo, sí, leer mientras espero en un aeropuerto o a alguien en un café, porque ésos son los vacíos, los tiempos huecos que uno no ha buscado por sí mismo, sino que los horarios de la vida, digamos, te condenan de golpe a media hora de espera; y entonces, tener un libro en el bolsillo y concentrarse en él, en ese momento, por un lado anula el tiempo del reloj y, por otro lado, te crea una sensación de plenitud. Y no esa especie de mala conciencia que, también por deformación intelectual, tengo yo, en el sentido de que si me paso mas de diez minutos sin hacer algo, sea lo que sea, tengo la impresión de que soy ingrato con ese hecho maravilloso que es estar viviendo, tener ese privilegio de la vida. Y es algo que siento cada vez más, mientras mi vida se acorta y va llegando a su término ineluctable, si me permitís la palabra tan cursi.

Desde luego, en mi juventud en la Argentina, mis hábitos de lectura eran obligadamente diferentes. Tenía mucho más tiempo en mis días de maestro o profesor de provincia o de traductor oficial, y eso, evidentemente, me ha obligado actualmente a seleccionar de una manera mucho más draconiana lo que leo. Por ejemplo, hubo una época en mi vida en que, al margen de la literatura para mí importante —la gran poesía, la gran novelística—, yo encontraba tiempo y momentos para leer una incontable cantidad de tonterías. Por ejemplo, entre los dieciocho y los veintiocho años me convertí en un verdadero erudito en materia de novela policial. Incluso, con un amigo, hicimos la primera bibliografía crítica del género de la novela policial, que dimos a una revista cuyo primer número no alcanzó a salir, lo cual es una lástima, porque era bastante interesante. Sobre todo, porque le habíamos hecho un prólogo firmado por un falso erudito inglés (nosotros dos, naturalmente) y que hubiera impresionado profundamente a muchos intelectuales argentinos. Llegó un día en que la novela policial completó en mí su ciclo y la abandoné después de haber leído, todas las obras maestras del género de aquella época.




Edgar Allan Poe y Alfred Jarry


-¿Lees o leías muchas revistas y periódicos? Al estudiar Rayuela, pongamos por ejemplo, como mapa de tus lecturas, me llevé la impresión de que seguías lecturas sobre física, química y matemáticas. Mencionas cosas de Planck y de Heisenberg. Un colega mío me ha observado de que eso podría ser una especie de turismo de la ciencia, hoy común entre muchos escritores. ¿Hasta qué punto te interesan las ciencias?


-No soy un gran lector de revistas y periódicos, pero llega una cantidad tan enorme a mi casa, que finalmente he comprendido que las revistas latinoamericanas, sobre todo, son importantes en la medida en que por lo menos una lectura en diagonal, una visión general del sumario y un vistazo a los artículos más importantes, son una puesta al día de un montón de cosas que los libros y la mera información no pueden darte. Entonces, cuando me llega un número de Plural, o un número de Cambio, o un número de cualquier revista norteamericana como Review y tantas otras, las miro y me detengo a veces largamente en algún artículo que me interesa por múltiples razones.

Ahora, al final de estas preguntas que me estás haciendo, decís algo que quiero aclarar porque me parece que es una cuestión de honestidad: las menciones de físicos, de científicos como Plank y de Heisenberg que hay en Rayuela responden, sí, a eso que tu colega llama “un turismo de la ciencia”. Pero es un turismo que no es completamente gratuito, porque a lo largo de mi vida, siempre que he podido acercarme a esos artículos de divulgación en donde problemas de física pura o alta matemática son presentados de manera de que alguien como yo, que ignora la física y las matemáticas puede, de todas maneras, tener una idea global y general de la cosa, los he leído siempre apasionadamente porque su reflejo sobre la literatura me parece evidente y total. Es el mismo caso de la filosofía: yo no soy capaz de leer, en su texto original, los grandes textos de la metafísica de Heidegger. Pero, en cambio, he podido leer conferencias de Heidegger en donde él simplifica su punto de vista.

Como es el caso también de Einstein y su teoría de la relatividad. Y de ciertos textos de Heisenberg y de Oppenheimer. Esos textos que te ponen un poco más al alcance de la mano los grandes descubrimientos, las grandes entrevisiones de la matemática y la física moderna tienen una tal relación con nuestra visión literaria y poética, con nuestra nueva manera de sentir e interpretar la realidad como una cosa infinitamente más porosa y menos escolástica que en el siglo XIX y los precedentes, que estoy contento de haber hecho ese “turismo de la ciencia”. Las citas que hay en Rayuela espero que no te den una impresión de pedantería; o sea que te puedan dar la falsa impresión de que yo pretendo conocer a fondo esos textos. No, desde luego que no los conozco. Son simples citas, referencias, frases que en un momento dado han sido para mí una revelación, una iluminación.

Es un poco el caso también de la metafísica oriental: el budismo Zen, por ejemplo, que durante muchos años, en la época de Rayuela, seguí a través de los textos de Suzuki que en aquel momento llegaba a Francia y podía ser leído en inglés y en francés, y que significó para mí una tremenda sacudida de tipo existencial. Y cuando digo existencial pienso también en mi paciencia bastante meritoria de haber intentado descifrar largos textos muy difíciles y muy abstrusos de Jean Paul Sartre. Y todo eso para mí ha sido una especie de coagulación de muchas cosas necesarias para la literatura. Creo que el novelista que sólo vive en un campo de novelas, o el poeta que sólo vive en un campo de poesía, tal vez no sean grandes novelistas ni grandes poetas. Creo en la necesidad de la apertura más amplia. En el fondo mi gran parangón, mi gran ejemplo ideal en este caso es alguien como Leonardo da Vinci; es decir, un Leonardo que lo mismo se interesa por la conducta de una hormiga que circula en una pared y cuyos movimientos le preocupan porque no los comprende racionalmente, y que dos minutos después está en condiciones de elaborar una teoría estética basada en altas matemáticas, en nociones de perspectivas, etc. Yo no soy Leonardo, mi plano es muchísimo más modesto, pero Rayuela es, de alguna manera, una tentativa de visión leonardesca. Es decir, esa nostalgia que fue la gran nostalgia, el gran deseo del Renacimiento; es decir, una especie de mirada universal que todo lo comprendiera. Yo no comprendo nada, pero el deseo estaba ahí y la intención también.


-En América latina existen dos tipos principales de escritores en cuanto lectores. Los que leen poco o dicen leer poco y, por tanto concluyen que su obra está exclusivamente forjada por la intuición. Los otros, como Borges, Sarmiento y tú, para mencionar sólo argentinos, son voraces lectores. Sin embargo, tú has dicho en más de una ocasión que escribes cuando, en el momento más inesperado, entras en el swing. También has dicho que te consideras un intuitivo. ¿Podrías hablar sobre lo que para ti constituye la relación entre ese swing o intuición y su trasfondo en tu conciencia o experiencia de lector?


-Aquí planteas una cuestión que puedo contestarte, creo, con bastante claridad. Es cierto que hay gente que pretende proteger su intuición manteniéndose en un cierto plano de ignorancia. Esa gente no tiene nada que ver conmigo. Tengo la impresión de que intuición es una facultad que se gana, que se mantiene, y sobre todo, que se incrementa a base de una especie de honestidad profunda frente a la realidad; es decir, tratar en la medida de lo posible de estar abierto a lo que pasa, a lo que se ve, a lo que se siente sin anteponerle anteojeras de tipo erudito, de tipo escolástico, eso que se llama “la educación” e incluso “la cultura”. Pero dicho esto, pienso que un hombre culto que, al mismo tiempo, tenga esa honestidad, esa apertura franca y abierta, tiene mucha más ventaja que un hombre ignorante por lo que se refiere al alcance, en último término, de su intuición. Los niños son intuitivos por naturaleza, pero su intuición no va demasiado lejos. Lo importante es saber guardar esa calidad intuitiva del niño, esa virginidad de la mirada, del olfato, de los sentimientos, y reforzarla a lo largo de la vida con la cultura, con el paralelismo de millones de cosas que se van acumulando en la memoria, que se van entretejiendo entre ellos y que facilitan la intuición.

Por eso, cuando yo he dicho, y tú lo citas aquí, que escribo en esos momentos bastante inesperados en que entro en una especie de swing, es absolutamente cierto. Por ejemplo, estos dos últimos días los he pasado trabajando en un cuento que terminé anoche y que revisé y empecé a copiar en una primera versión esta mañana y que nació, como de costumbre en mi caso, por un swing, es decir, una especie de idea básica de cuyo final no tenía yo una noción precisa y que me obligó a ponerme en la máquina y olvidarme bastante de lo que sucedía en torno de mí hasta terminarlo. Pero, sin embargo, cuando lo releí esta mañana pude perfectamente darme cuenta que todo lo que pueda haber de intuitivo, de espontáneo en ese swing, esa manera de escribir que me conocés bien, está apoyado, respaldado y controlado por una cultura, un backround que me impide caer en eso tan frecuente en los escritores que se inician; es decir, el hecho de mezclar, indiscriminadamente, momentos muy felices, intuiciones extraordinarias seguidas de una serie de tonterías, de repeticiones, de adjetivación inútil, de explicar cosas que no hay que explicar, de repetir cosas que no había que repetir. Es decir, que mi sentido de autocontrol, de la autocrítica es un sentido absolutamente cultural que yo, por supuesto, no tenía cuando era joven. Me basta para eso releer textos míos escritos a los dieciocho años. En este momento el swing sigue operando porque yo cuido mi intuición por sobre todas las cosas y, por lo tanto, espero el swing, espero ese sentimiento rítmico que me lleva al trabajo. Pero detrás de eso y, sobre todo, en el momento de darle el visto bueno está todo el aporte de muchos, muchos años de vida de equivocaciones o de aciertos, de comparaciones, de paralelismo y unas cuantas decenas de miles de libros leídos que no puedo recordar en detalle, pero que están allí en esa memoria que, como la del Funes de Borges, en el fondo guarda todo, hasta la última hojita de un árbol.




John Keats y Jean Cocteau


-La obra de Borges ha sido calificada de ser un ejercicio de agotamiento de la literatura. Uno de tus personajes de Rayuela (p. 503) dice: “¿Para qué sirve un escritor si no puede destruir la literatura?” ¿Cómo difiere para ti la literatura de tus lecturas? Y si no difiere, ¿qué relación guarda tu propósito destructivo, con la lectura de obras que tú consideras afines a la tuya? Digamos, por ejemplo, la obra de Durrell (Alexandria Quartet), Queneau (Les Fleurs Bleues), Breton (Nadja), Butor (Mobile o L’Emploi du temps), Nabokov (Pale Fire).


-Esto que estoy diciendo creo que empalma con tu pregunta con respecto a esa frase de uno de los personajes de Rayuela, que dice: “¿Para qué sirve un escritor si no puede destruir la literatura?” Esto hay que entenderlo como una paradoja, si querés. Es decir, cuando se habla allí de literatura, se está hablando justamente de la literatura no intuitiva, de la literatura únicamente basada en la cultura. Lo que yo podría llamar la literatura de herencia. Supongo que sabés muy bien, que conocés muy bien esos escritores que pueden escribir una obra bastante decorosa, pero que basta rastrear un poco para darse cuenta de que no contiene absolutamente nada de original, sino que es una habilidad estilística lograda escolarmente y experimentalmente, y luego apoyada en una serie de valores heredados y de ninguna manera en aperturas que aquí podemos calificar de destructivas en la medida en que son nuevas, en que ponen en crisis toda una manera de ver el mundo, toda una manera de concebir la relación entre los seres humanos, una especie de “disjunción”, si existe la palabra, una especie de salir por la ventana en vez de salir por la puerta, o quizá salir por el espacio que existe entre la puerta y la ventana. Ese es el escritor que yo he tratado de ser y que quizá, en algunos momentos, he podido ser; acaso en algunos momentos de Rayuela, justamente. En ese sentido, de ninguna manera tienes que entender en esa frase una intención ilícita; es decir, yo no soy alguien que quiere destruir la literatura por la literatura misma. Está implícita en esa frase la noción de lo que yo considero literatura mala o inútil: digamos inútilmente repetitiva. Y es por eso, te lo digo incidentalmente, —a lo mejor más adelante me preguntás sobre eso— no sé, es por eso que siempre me ha fascinado, en la literatura y en las artes, todo lo que es marginal, todos los francotiradores: los pequeños escritores que en un libro o dos, y a veces en muy pocos textos, han conseguido lo que luego grandes académicos con 25 tomos no consiguieron jamás. Es decir, que la obra de un Alfred Jarry, con todo lo que tiene de mediocre en muchos planos, alcanza en algunas instancias lo que no consiguen las obras completas de François Mauriac. Y entonces Jarry y Daumal o tantos otros, o Boris Vian, me interesarán a mí infinitamente más que los François Mauriac. Y es por eso que, por ejemplo, en el plano del Río de la Plata, me interesa alguien como Felisberto Hernández.


-¿Existiría algún paralelo entre el lector macho, es decir, edificador de un orden, con el escritor capaz de destruir la literatura para conseguir desde ahí elaborar una nueva obra? ¿Qué tipo de lector (hembra/macho) eras tú, digamos, al leer Don Quijote, Dr.Fausto, Impressions d´Afrique, Nostromo, The Alexandrian Quartet, Zazie dans le metro?


-No comprendo demasiado esa referencia a un posible paralelo entre el lector macho, es decir, edificador de un orden, según vos, con el escritor capaz de destruir la literatura para conseguir desde allí elaborar una nueva obra. Creo que estás mezclando elementos heterogéneos. En todo caso no lo comprendo demasiado. Cuando me preguntás qué tipo de lector —si lector hembra o lector macho— era yo cuando leía una serie de libros que citás, empezando por El Quijote, te diré que yo como lector nunca tengo una actitud agresiva que parecería a priori ser el signo de la virilidad. Aunque todo esto, sabemos muy bien que es un juego muy relativo. Mi conducta de lector, tanto en mi juventud como en la actualidad, es profundamente humilde. Es decir, te va a parecer quizá ingenuo y tonto, pero cuando yo abro un libro lo abro como puedo abrir un paquete de chocolate, o entrar en el cine, o llegar por primera vez a la cama de una mujer que deseo; es decir, es una sensación de esperanza, de felicidad anticipada, de que todo va a ser bello, de que todo va a ser hermoso. No tengo ninguna prevención previa. Y te lo digo porque estoy acostumbrado a hablar con lectores que abren un libro casi como quien pega una bofetada: es decir, están enojados por adelantado. Si el libro es realmente muy bueno, los aplasta y los vence. Pero, en la mayoría de los casos, su actitud es agresiva y se diría casi que están esperando que el libro sea malo y que ese va a ser el gran triunfo de ellos como lectores si es que el libro es malo, para que les sea posible decir después que es malo. Eso se advierte con frecuencia en la crítica de tipo periodístico. Es cierto que cuando se habla de crítica periodística el adjetivo anula al sustantivo, si crítica es sustantivo… vos sabés que yo en materia de gramática soy un animal. Pero para volver a lo mío, mi actitud es una actitud ingenua y me alegro profundamente de eso. Me alegro de que cuando abro un libro lo abro como una especie de premonición de goce, de que todo va a estar muy bien. Y claro, si las cosas no salen así, bueno, abandono el libro o lo termino con una cierta decepción. Pero no importa, en ese sentido soy un gran cronopio… ¿te acuerdas aquello de que los cronopios cuando viajan, aunque todo les salga mal siempre están convencidos de que todo está bien y que la ciudad es muy linda, y que a todo el mundo le sucede lo mismo y que ellos no son ninguna excepción? Bueno, a mí me pasa lo mismo leyendo…


-¿Al leer estás consciente de que utilizas abordajes distintos a diferentes géneros o tipos de discurso? Pongamos, al leer, Paradiso de Lezama Lima, te vas perfilando en un tipo de conciencia lectora diferente de la que se te formaría al leer un libro de Wittgenstein?


-Por lo que te dije antes, tu pregunta no tiene ya mayor sentido. Cuando leo un libro, no me pongo nunca en lo que llamas “un tipo de conciencia lectora”, diferente o especializada, tanto si se trata de Paradiso o de un libro de Wittgenstein. En los dos casos los asumo con la misma actitud ingenua y esperanzada. Es evidente que luego el libro influye en vos y te obliga a adoptar ciertos módulos, seguir ciertos parámetros, ser más serio o estar en una actitud de ensoñación mayor, leerlos con un margen más grande de imaginación o literalidad. Pero mi actitud central es exactamente la misma frente a cualquier cosa que lea; es decir, no hay presupuesto, no hay ningún a priori. Yo abro un libro sin tener en cuenta, en principio, el tipo de literatura o de ciencia o de poesía que voy a encontrar dentro.


-¿Qué huella ha dejado entre tus estrategias de lectura el haber trabajado en traducciones?


-Bueno, ha debido dejarme muchas huellas en materia de lectura. Hay una, a veces bastante desagradable y es que cuando yo leo traducciones, digamos, el conocimiento profesional de la técnica de la traducción hace que yo sea hipersensible a los macaneos del traductor; macaneos que conozco demasiado bien por cuanto yo soy uno de los muchos que ha macaneado como traductor. No hay traductor perfecto, y con mucha frecuencia me molesta cuando leo una traducción del inglés o del francés si no tengo el original a mano; me molesta ver las imperfecciones, los malentendidos, las pequeñas torpezas por una falta de conocimiento del lenguaje oral o por un simple descuido. Pero al margen de eso, yo no creo que el hecho de traducir haya modificado mi conducta de lector, porque la magia de lo que estoy leyendo me atrapa enseguida y luego en algunas páginas ya no sé si estoy leyendo un original o una traducción, depende simplemente de la calidad del libro, de que él consiga poseerme lo suficiente como para que yo me olvide de la letra y esté profundamente metido en la textura total del libro, ya sea en versión original o traducida.


-Creo que ha sido en La Vuelta donde dijiste que habías leído Impressions d’Afrique en un verdadero estado de alucinación. ¿Qué otras lecturas te han provocado una reacción parecida? ¿Qué otras de Roussel has leído?


-Es cierto, hay obras que crean en mi un estado alucinatorio. Ese mismo estado que luego, en el curso de mi vida, se puede desencadenar mientras estoy viajando en el metro, o hablando con alguien o tomando café, o despertándome; una especie de estado de pasaje en que me coloco del otro lado del puente y veo las cosas de otra manera. Eso a veces, en mi caso, da un cuento o un comienzo de una novela. Como lector, la impresión, la sensación, el estado alucinatorio me lo provocan ciertos libros, y Impressions d’Afrique, de Roussel, lo mismo que Locus solus, son dos excelentes ejemplos.


Como mi memoria declina, en este momento no te puedo decir qué otras lecturas han podido provocar en mí una reacción parecida salvo, —y te vas a reír mucho—- La Ilíada. Fijate que yo leí La Ilíada a los dieciocho años en una versión española basada en la traducción francesa de Leconte de Lisle, es decir, la versión de una traducción. Bueno, a pesar de todas las mediaciones que eso significaba, la lectura de La Ilíada fue para mí un choque tan tremendo que recuerdo que avancé en la lectura, sobre todo hacia la última etapa del desenlace, la lenta aproximación al combate final de Héctor y Aquiles, en un estado que puedo perfectamente llamar alucinatorio. Incluso recuerdo que en mi casa se habían dado cuenta de eso y andaban un poco preocupados porque, desde luego, yo daba vueltas como un zombi por la casa y lo único que me interesaba era volver a mi habitación para terminar la lectura. Eso, claro, tiene mucho que ver con la ingenuidad de la juventud. 

Ahora, por un juego de la memoria, me viene un recuerdo de fines de mi juventud, cuando leí Taras Bulba, de Gogol. Recuerdo el estado de emoción profunda en que llegué al final. Todos los episodios últimos, y eso también vale para las grandes novelas de Dostoievski, me sorprendieron en un estado en el que yo no era, no estaba en condiciones normales. En ese caso, cada uno de esos autores, cada una de esas obras descargaba en mí un contenido que me sacaba totalmente de mi vida, de mi manera de ser y de mi manera de pensar.


Cuando algunos lectores míos me han escrito para decirme que libros como Rayuela y Sesenta y dos, y algunos cuentos habían provocado en ellos sensaciones y estados parecidos, yo he tenido siempre un sentimiento maravilloso de recompensa. Como si, a mi vez, me hubiera sido dado, con respecto a algunas personas, crear, despertar, desatar ese mundo diferente que crea una lectura, que crea un universo de ficción.


-En Rayuela uno de tus personajes habla de que lleva el surrealismo en la memoria. La relación de tu búsqueda con la del surrealismo en cuanto ambas intentan una integración de la filosofía con la literatura ha quedado ya establecida por la crítica. Lo que no se ha tomado en cuenta es la relación del surrealismo con los poetas románticos ingleses. Digo, de los visionarios. ¿Qué lugar ocupan en tu biblioteca?


-Con respecto al surrealismo, tenés razón al decir que mucho de lo que me toca ya ha sido bastante bien estudiado y establecido por la crítica. Ahora, con respecto a la relación del surrealismo con los poetas románticos ingleses, yo no la veo de una manera objetiva. Mi reacción ha sido diferente en los dos casos, aunque los leí paralelamente porque mi descubrimiento del surrealismo allá en Buenos Aires coincidió con el de los poetas románticos ingleses. Pero creo recordar, y es un sentimiento que mantengo hoy, una diferencia bastante precisa. Lo que podemos llamar los visionarios de la poesía romántica inglesa no alcanzan, para mí, la especial dimensión que tiene el surrealismo francés, aunque van mucho más allá que él en algunos planos. Yo creo que los momentos mas altos de William Blake, y en otro terreno de Shelley, y sobre todo de John Keats, van mucho más allá de lo que pueden haber escrito o entrevisto los surrealistas franceses contemporáneos. Pero es un más allá diferente; un más allá dentro de una línea—diríamos— tradicional, dentro de la noción humanística del hombre; como salir de la tierra para llegar a la luna siguiendo una continuación coherente. En el caso de los surrealistas franceses, no se trata de salir de la tierra para llegar a la luna, sino de salir de la tierra para volver a ella y encontrarla diferente: el “il faut changer la vie”, de Rimbaud. Y si te cito a Rimbaud, sabés muy bien que aunque no se le puede incluir concretamente entre los surrealistas, éstos últimos no existirían sin él. Y en el fondo, Rimbaud contiene el árbol como lo contiene la semilla; es decir, todo está ya en él.


-¿En que época leíste a los románticos de habla inglesa: Blake, Poe, Keats? ¿Los leíste en conjunto o se te han ido presentando desconectadamente a través de los años?


-Bueno, primero fue Poe de niño; leí los cuentos en español y luego los poemas, también en la famosa traducción de Blanco Belmonte, que circulaba en las casas de nuestros padres y nuestros abuelos. Cuando aprendí por mi cuenta el inglés, llegué a Blake y a Keats casi enseguida. Casualidades: probablemente debo haberme enterado de su existencia en historias de la literatura, artículos que uno lee en la juventud, y fui encontrando en librerías las obras de ellos. Nunca los leí de manera sistemática. Se me presentaron siempre desconectadamente antes o después. Por ejemplo, la lectura de Keats me llevó más sistemáticamente a los isabelinos; por la gran admiración que él tenía por Shakespeare, para empezar. Y luego, el ciclo isabelino me llevó a leer a Philip Sidney, por ejemplo; a ver cómo era la famosa traducción de Homero de Chapman, que tanto había impresionado a Keats y que le hizo escribir el maravilloso soneto en donde al final confunde a Balboa con Cortés. Y de allí pasé a los sonetistas: a Walter Raleigh, a toda la gente del ciclo isabelino. Y por ahí llegué a John Donne, que también ha sido una de las grandes experiencias de mi vida. A pesar de la dificultad de interpretación que tengo con Donne, porque su inglés es realmente muy difícil y nunca tuve paciencia como para leerlo con diccionario y trabajo crítico. Luego, naturalmente, Byron y Shelley llegaron prácticamente junto con Keats. Y creo que el ciclo romántico del siglo XIX y el ciclo isabelino fueron lecturas paralelas en mi caso.


-¿Verlaine, Nerval, Mallarmé y compañía?


-También fueron paralelas las lecturas de los simbolistas franceses que citás: Verlaine, Nerval, Mallarmé y todos los demás. Yo aprendí, es decir, me acordé del francés de nuevo —porque lo guardaba evidentemente en el subconsciente por mi nacimiento en Europa—, recordé el francés al mismo tiempo que aprendí el inglés, y como me fascinaban los dos idiomas, la lectura de los simbolistas franceses se hizo paralelamente con mi lectura de los ingleses. Luego llegó el día en que entré en la literatura moderna francesa, y esto —aunque te parezca extraño— por la puerta de Jean Cocteau. Al azar compré un libro de Cocteau que se llama Opio-Diario de una desintoxicación, un libro para mí maravilloso porque Cocteau habla de sus amigos, de sus lecturas, de sus gustos y sus disgustos, y por la puerta de sus paradojas, de sus frases brillantes, de su admirable capacidad de síntesis de lo literario y de lo poético me metió de golpe en todo el mundo contemporáneo de Francia, salvo los surrealistas, con los que él no tenía la menor afinidad y que yo descubrí luego por mi cuenta y riesgo.

Curiosamente, al ir envejeciendo, hay poetas que se me caen, como te pasará a vos. Se me caen, se me olvidan, dejan de serme vitales. No es así el caso de los románticos ingleses. Cada tanto tomo mi Shelley, mi Blake, mi Coleridge —ése es uno de los grandes— y, por encima de todos para mí, —no hablo en sentido absoluto— por encima de todos, John Keats… Ellos siguen teniendo la misma fuerza, la misma eficacia poética que tenían en el momento en que más ingenuamente y más juvenilmente los leí por primera vez. Si eso es una prueba de permanencia poética, pues, en mi caso creo que soy una buena prueba de la calidad invariable de esos poetas que te cito.


-Además de Wallace Steven, Poe, Whitman y Ginsberg, ¿qué otros poetas angloparlantes lees? ¿Los encuentras también visionarios?


-¿Qué otros leo? Oh, leo montones. Hace rato te cité a Robert Duncan; todo ese movimiento de San Francisco de los años cincuenta. Yo los seguí bastante de cerca. Sabes que yo fui muy amigo, como un hermano, de Paul Blackburn, y Blackburn, como poeta y como amigo, me puso en las manos montones de libros de los que yo no tenía idea y que me revelaron todo ese mundo, no sólo digamos la escuela de San Francisco, sino de la llamada escuela de Nueva York. Cada vez que he ido a los Estados Unidos en estos últimos años me he venido con una brazada de libros y de plaquetas comprados allá porque en Francia es más difícil conseguirlos. Y, además, los leo en las múltiples revistas que me llegan de los Estados Unidos. Pero en su conjunto, y respondo a tu pregunta, no los encuentro particularmente visionarios. Lo que me gusta en ellos es esa manera de buscar contacto con la realidad. La mayoría son en el fondo profundamente realistas, pero no en el sentido pedestre del término, sino descubriendo en la realidad lo que yo mismo, a mi manera, trato de descubrir en cuentos y en novelas, es decir, todos esos aspectos, esas facetas, esos reversos que se le escapan a la visión condicionada y cotidiana. No, no creo que sean visionarios, pero, acaso, en nuestro tiempo ser visionario sea justamente eso y no caer en la manera de ser visionario de Shelley, es decir, en la utopía irrealizable, en la extrapolación de esperanzas y de deseos que terminan siempre un poco evaporados, un poco abstractos y fuera de esta terrible pero siempre hermosa realidad que vivimos.




 Felisberto Hernández y Adolfo Bioy Casares



-¿A estos escritores, a quienes mencionas a menudo, los relees? ¿O es más bien que te persigue la memoria de una lectura única?


-Sí, soy fiel a ellos. En la medida de mis posibilidades, yo soy ese hombre que cada tres años relee Los tres mosqueteros. Esto tómalo como una especie de fórmula metafórica, porque ya cada vez tengo menos tiempo para eso; además, me gusta leer cosas nuevas, pero en mi biblioteca hay libros a los que mi mano vuelve y vuelve cada vez que tengo algún momento. Thomas de Quincy, por ejemplo, es un escritor que me gusta abrir en cualquier página y releer diez o quince páginas. De William Hazlitt, por ejemplo, me fascina su estilo, y pienso también en La vida de Johnson, de Boswell. Te estoy citando sobre todo anglosajones porque vos me ponés en la pista. Pero luego, hablando de latinoamericanos, vuelvo a Felisberto, vuelvo a Borges, vuelvo a Neruda, vuelvo a Vallejo. Sí, una vez por mes o quince días yo sé que tengo en las manos durante diez o quince minutos algún texto de ellos o algún recuerdo, en todo caso, de ellos.


-En Rayuela uno de tus personajes dice: “No le atribuyamos a Morelli los problemas de Dilthey, Husserl y Wittgenstein” (p.503). ¿Es tu lectura de estos tres filósofos contemporánea a la escritura de Rayuela?


-Bueno, ya te expliqué antes que mi lectura de esos filósofos no es profunda y especializada, sino que conozco más bien la divulgación de su obra. Y luego algunos textos accesibles. Por lo demás, después de llegar a Francia he leído menos filosofía que en mis tiempos de la Argentina, por la misma razón que he leído menos de cualquier otra cosa, en la medida que tengo menos tiempo. Naturalmente hay una acumulación a lo largo de los años, pero calculándola por horas o por días, he leído digamos menos en Francia que en la Argentina, donde, como Mallarmé, “J’ai lu tous les livres”.


-¿Registran tus más recientes preferencias en filosofía algún viraje distanciador de tus antiguos gustos (Kant, Spinoza, Vico)?


-No te puedo decir que lo que he leído de filosofía aquí haya podido producir un viraje con relación a mis antiguos gustos. No estoy demasiado al tanto de lo que sucede en la filosofía pura, que por lo demás, como vos sabés, ha salido un poco del circuito de los legos, de los aficionados. En realidad, yo pasé de la filosofía pura que leía en Argentina: Aristóteles, Platón, Kant, pasé, digamos a la antropología, un poco a través de Cassirer, a quien leí enormemente en mis últimos años de la Argentina y que me influyó mucho. Y luego la antropología en la línea de Lévy-Bruhl y luego, más tarde, Lévi Strauss. Yo pienso que ese tipo de antropología me mostró una serie de dimensiones que funcionaban dentro de la órbita de mis intereses literarios, que eran al mismo tiempo y son mis intereses de tipo vital. Esa nueva concepción de la mentalidad primitiva con todas las diferencias que hay entre los dos Lévi me fascinó y me fascina, porque la lectura de esos estudios amplifica enormemente la concepción cotidiana de la inteligencia humana, de la conducta humana, de la relación del hombre con su universo. Y eso, pienso yo, en libros como Rayuela y, entre líneas, en muchos de mis cuentos y otros textos, se hace sentir de manera bastante marcada. Aquí, por ejemplo, en este pueblito de Saignon donde paso el verano, cada vez que me encuentro con los campesinos de la región, de quien soy muy buen amigo, nos tomamos juntos un trago y hablamos; me fascina escucharlos, dejarlos hablar y darme cuenta cuál es su weltanschauung, cómo ven el mundo, cómo es. Hasta qué punto llega su visión, cuál es el peso de la tradición y los prejuicios y el trabajo de la propia inteligencia, muchas veces agudísima y crítica. Para eso me ayuda mucho el conocimiento previo de los comportamientos, de la mentalidad humana en contextos históricos diferentes. No quiero decir que cualquier otro no podría sacar las mismas conclusiones. Pero creo que la lectura de escritores como Malinovsky o Lévy-Bruhl o Lévi Strauss me vuelve más receptivo a determinadas cosas que dicen aquí los campesinos y que, con mucha frecuencia, no es comprendido o produce una cierta sorpresa o escándalo o risa en la gente “culta” que los escucha.


-Felisberto Hernández se está poniendo de moda entre los críticos. El que tú lo menciones en Último round y La vuelta debe haber sido un factor en eso. Además de Tierras de la memoria, ¿qué has leído de su obra? ¿Verdaderamente la encuentras tan compenetrada con la tuya?


-Bueno, eso de que Felisberto se está poniendo “de moda” entre los críticos no me gusta nada, porque no es una cuestión de moda. Los críticos tienen con Felisberto una deuda muy grave y ya sería tiempo de que la pagaran. Uno de los que le está pagando y muy bien es Ángel Rama, que ahora en Caracas me pidió un prólogo para la gran edición que está preparando de Felisberto; y justamente en estos días tengo que ponerme a trabajar en eso: quiero escribir diez o quince páginas sobre él como presentación para la edición. Si yo menciono tanto a Felisberto es porque es un gran escritor. Felisberto es un hombre monocorde; es un hombre marginal; es uno de esos hombres, uno de esos escritores que, como te decía antes, me interesan porque no son los François Mauriac ni los grandes bonetes de la literatura; hombre humilde y marginal que escribió toda su obra en primera persona, hablando siempre de él, y que, a partir de eso, te saca de las casillas casi inmediatamente y te mete en otras casillas, en otro mundo. No sé lo que vos pensás de él, pero haber escrito La casa inundada o Las hortensias o Nadie encendía las lámparas, son textos que ya quisiera haber escrito yo, y muchos otros que pretenden ignorar a Felisberto.


-Al hablar de Jarry y la eliminación de la frontera entre los sólito y lo insólito (La vuelta, p. 24) también hablas de Macedonio, Ponge y Michaux. ¿Los leíste a todos más o menos en la misma época?


-Es difícil saberlo. Macedonio y Michaux, probablemente sí; Ponge, un poco después. A Macedonio lo leí porque es lo de siempre, las remisiones de un libro a otro. Leyendo a Borges me enteré de la existencia de Macedonio y entonces lo busqué. En esa época, en la Argentina, no te creas que era fácil conseguir a Macedonio, porque las ediciones habían sido hechas probablemente por cuenta de él y no se las encontraba; pero ahí unos amigos me pasaron algunas cosas de él y lo leí con mucho cuidado. No toda es vigilia la de los ojos abiertos me acuerdo que lo leí en Chivilcoy, y que como coincidía con mis lecturas de filosofía de esa época, —y ése es en el fondo un libro de filosofía, pero de una filosofía como a mí me gusta, es decir, profundamente teñida de locura—, me produjo una impresión tremenda. Me gustan mucho sus tentativas literarias; me gusta el Macedonio humorista y me gusta el Macedonio de No toda es vigilia.

En cuanto a Michaux, claro, leí Plume; fue el primer libro suyo que leí en la edición de Gallimard en francés, y esos pequeños cuentecitos tienen que haber ejercido una influencia en mis cronopios que iban a nacer muchos años después. Son esas cosas de las que uno se da cuenta más tarde; no sé si algún crítico lo ha visto, pero yo creo que, sin esos textos de Michaux, a mí tal vez no se me hubiera ocurrido escribir a los “cronopios”. Ponge vino después, ya con toda la gran tanda de la literatura francesa que leí en esa época, y no ha tenido excesiva influencia en mí.


-Al humor tuyo se le ha llamado humor negro, lo que te situaría en esa antología de Breton que, si no me equivoco, pone tal nomenclatura de moda. ¿Te sitúas en la misma coyuntura que los menos conocidos de esa lista, es decir, Borel, Corbiere, Brisset, Carrington?


-Esto de que al humor se le pueda llamar un “humor negro” es sumamente relativo. Yo creo que tengo un alto grado de sentido del humor, y ese humor a veces puede ser negro. Pero, en general, pienso que no lo es: no sé si se puede hablar de “humor rosa” o “humor blanco”; yo lo llamaría humor en estado puro, es decir, simplemente el hecho de —¿cómo decirte?— desacralizar situaciones más o menos sacralizadas en el plano del lenguaje, de la tradición, de las escalas de valores y colocarlas en una perspectiva que las vuelven divertidas y que, al mismo tiempo, no eliminan su profundidad, y su necesidad, y su seriedad. El humor negro es siempre mucho más agresivo y no creo que sea el mío.

En cuanto a esa antología de Breton que se llama Antología del humor negro, es tan mala, en mi opinión, que incluso en mi ejemplar que está en la biblioteca le cambié el lomo y en vez de llamarse André Breton, Antología del humor negro, ahora se llama Andrés Negro, Antología del humor Breton, para mostrarte hasta qué punto me parece mala, porque mezcló lo bueno y lo mediocre; realmente, si algo le faltaba a André Breton era el sentido del humor; le faltaba a un extremo que se puede considerar como patético y que lo llevó a sus peores extravíos en el campo de la conducción del movimiento surrealista; todo lo cual no suprime sus grandes cualidades y su profunda calidad de poeta y de visionario en otros planos.

Pero en esa lista que agregás después, como Borel, Corbiere, Brisset y Carnngton, de todos ellos con quien me reconozco una afinidad más profunda es con Leonora Carrington, porque ella sí es una surrealista auténtica y no contagiada, y lo fantástico para ella funciona en un nivel que a mí me es profundamente familiar. Acabo de leer una novela suya que no conocía; la he leído en versión francesa porque no ha salido en inglés. Se llama Le cornet accoustique, es decir, La trompetilla acústica; esa que se ponían los sordos en tiempo de nuestros abuelos y que es una verdadera maravilla (la novela, no la trompetilla). Ese tipo de libros que uno lee preguntándose por qué no hay más, por qué realmente hay tan pocos así en la historia de la literatura.


-Por otra parte, parece que te gusta el humor de Bioy Casares y de Albee en Who is afraid of Virginia Wolf. ¿En qué les encuentras parecido o cómo es que te gustan dos cosas que a mí me parecen tan distintas?


-El humor de Bioy, por ejemplo, me gusta mucho porque, al igual que el humor de Borges, es de directa raíz anglosajona, y no se puede negar que los ingleses son, no diré los inventores, pero sí los usuarios más geniales del humor en la literatura, e incluso en la vida personal. Bioy y Borges, rechazando como rechacé yo eso que los españoles llaman humor y que no es nada más que el chiste macabro y, en general, de muy mala calidad, han sabido meterlo en la estructura mental y lingüística del español y darle una especie de derecho de ciudad que le quita, digamos, el fondo anglosajón y lo vuelve perfectamente argentino y latinoamericano. En ese sentido yo encuentro una gran afinidad de mi propio humor con el de Bioy y con el de Borges.


-En uno de tus ensayos caracterizas a lo fantástico de “ser la aprehensión de lo subyacente, el sentimiento de que los reversos desmienten, multiplican, anulan los anversos, son la modalidad natural de lo que vive para esperar lo inesperado” (La vuelta, p. 44) El libro de Todorov —¿lo has leído?— pone como requisito esencial del género el que cause terror en el espectador o lector. ¿Qué piensas al respecto?

-He leído el libro y me decepcionó, pero quizá la culpa no sea de Todorov, porque creo que nadie ha conseguido hasta ahora dar una explicación, una presentación coherente del mundo de lo fantástico. Sabés muy bien que en algunos ensayitos, más o menos marginales, yo lo he intentado también, pero lo único que se consigue es una especie de fenomenología exterior de la cosa; uno le anda dando vueltas a lo fantástico, pero realmente no se consigue explicar de manera concreta cuál es la mecánica, literaria o mental que desencadena, que determina lo fantástico. Es cierto que el hecho de que la mayoría de los relatos fantásticos se traduzcan en terror, en miedo, parece una pista o una guía para encontrar la verdad definitiva. Yo pienso, por ejemplo, que he escrito entre cincuenta y sesenta cuentos y no hay entre ellos ni uno sólo que se pueda considerar un cuento feliz o un cuento alegre; todos ellos son trágicos, algunos de ellos son terroríficos; en todo caso, todos ellos son dramáticos; lo fantástico desencadena siempre, como en el caso de Edgar Allan Poe, la fatalidad, la muerte, la multiplicación de esos hechos que culminan en lo negativo, en la nada, en la desgracia.

El problema de lo fantástico es que cuando no es trágico, cuando no es dramático, asume enseguida una especie de matiz que toca más lo maravilloso que lo fantástico; es decir, se va acercando, por así decirlo, vuelve un poco a la noción del cuento de hadas; las cosas son fantásticas, son divertidas, son bellas, suceden de una manera insólita, pero falta esa calidad que tiene La caída de la casa Usher o un gran cuento fantástico de Borges, en que esa misma juntura de los elementos de lo cotidiano y de lo llamado normal desencadenan siempre una fatalidad a cuyo término esperan el horror o la muerte. Se diría que es la condición esencial para que, por lo menos en la literatura, lo fantástico funcione eficazmente hasta este momento.


-Harold Bloom, crítico norteamericano, ha escrito un libro The anxiety of influence en que sostiene que “Poetic history, is held to be undistinguishible from poetic influence, since strong poets make that history by misreading one another so as to clear imaginative space for themselves”. ¿Hasta qué punto te parece esta teoría descriptiva de tu propia búsqueda de lector y autor?


-Te diré que esa referencia a la teoría de Harold Bloom no me interesa demasiado, porque esta cuestión del autor singular, la noción de originalidad y de influencia, es una cuestión que depende del temperamento del escrito; y, en mi caso, todo lo que sea influencia no me ha molestado jamás. Conozco gente que se desespera, que se enferma si los críticos le señalan determinadas influencias en sus libros. Para ellos es una especie de culpabilidad haber trabajado bajo una determinada influencia. En mi caso eso no existe porque, cuando yo trabajo, ese tipo de influencias, si existe, y vaya si existe, cumple su labor subconscientemente o subterráneamente. Yo no los estoy utilizando como modelos, no pienso en ellos; y cuando, en el curso de un trabajo, surge concretamente un poema, un verso, una línea, una referencia, entonces lo que me parece más honesto es citarla y liquidar el asunto así.


-En Último round tú dices que quieres abolir la idea del autor singular y añades que citar es citarse. ¿Te parecería que la empresa de mostrar el anverso del tapiz en tus libros es una forma de hacerle frente a la “anxiety of influence“?


-Puesto que, efectivamente, citar es citarse, para qué decir mal o disimulado lo que otro dijo ya mejor y de una manera definitiva. Es evidente que un escritor que lo sea cabalmente no puede trabajar en un clima de inseguridad y de temor frente a las eventuales y posibles influencias que podrían modificar o insertarse en su obra. Eso es una prueba de debilidad que sólo puede dar obras mediocres. La originalidad absoluta sabés muy bien que no existe; la originalidad relativa es la única a la que podemos aspirar. Pero dentro de eso relativo entra la noción exacta de originalidad, es decir, que lo que cuenta es que la suma de todas esas influencias, esa especie de caldo cultural y vital de donde procede un escritor, se traduzca en un nueva apertura, en una nueva visión. Y entonces, por qué tener miedo, por qué crearse the anxiety of influence.


-¿Dirías que tus libros al proponer tus propios intereses y experiencia de lector como una posible lectura del texto, provocan la necesidad de pensar en libros como objetos abiertamente intertextuales?


-Creo que sí, que mis libros, al proponer más de un plano de lectura como posible lectura del texto, provocan la necesidad de pensar en libros como objetos abiertamente intertextuales. Pero creo que es también una cuestión de cultura. Una persona con un nivel cultural más o menos primario leerá un libro sin comprender la intertextualidad. Para él, lo que leerá es el texto de ese escritor, no se dará cuenta de las alusiones. En tanto en un nivel superior de cultura, con una pantalla, un horizonte cultural más amplio, todas las guiñadas de ojos, las referencias, las citas no directamente citadas pero evidentes, pues, deberán serle claras y además enriquecerán profundamente no sólo la experiencia del lector, sino el libro que está leyendo.






Entrevista realizada por Sara Castro-Klaren en Saignon, Francia, 1976. En: Cuadernos Hispanoamericanos, Madrid, octubre-diciembre de 1980, pp. 364-366.

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