29 mayo 2023

La piel de los libros. Irene Vallejo

 


La piel de los libros


Irene Vallejo


Antes de la invención de la imprenta, cada libro era único. Para que existiera un nuevo ejemplar, alguien debía reproducirlo letra a letra, palabra por palabra, en un ejercicio paciente y agotador. Había pocas copias de la mayoría de las obras, y la posibilidad de que un determinado texto se extinguiese por completo era una amenaza muy real. En la Antigüedad, en cualquier momento, el último ejemplar de un libro podía estar desapareciendo en un anaquel, devorado por las termitas o destruido por la humedad. Y, mientras el agua o las mandíbulas del insecto actuaban, una voz era silenciada para siempre.


De hecho, esa pequeña obra de destrucción sucedió muchas veces. En aquel tiempo, los libros eran frágiles. Todos tenían, de partida, mayores probabilidades de desvanecerse que de permanecer. Su supervivencia dependía del azar, de los accidentes, del aprecio que sentían sus propietarios hacia ellos y, mucho más que hoy, de su materia prima. Eran objetos endebles, fabricados con materiales que se deterioraban, se rompían o se disgregaban. La invención del libro es la historia de una batalla contra el tiempo para mejorar los aspectos tangibles y prácticos —la duración, el precio, la resistencia, la ligereza— del soporte físico de los textos. Cada avance, por ínfimo que pudiera parecer, incrementaba la esperanza de vida de las palabras.


La piedra es duradera, por supuesto. Los antiguos grabaron sus frases en ella, como seguimos haciendo nosotros en esas placas, lápidas, bloques y pedestales que habitan en nuestras ciudades. Pero un libro solo metafóricamente puede ser de piedra. La piedra de Rosetta, con sus casi ochocientos kilos de peso, es un monumento y no un objeto. El libro debe ser portátil, debe favorecer la intimidad de quien escribe y lee, debe acompañar a los lectores y caber en su equipaje. 


El antepasado más cercano de los libros fueron las tablillas. He hablado ya de las tablillas de arcilla de Mesopotamia, que se extendieron por los actuales territorios de Siria, Irak, Irán, Jordania, Líbano, Israel, Turquía, Creta y Grecia, y en algunas zonas siguieron en uso hasta comienzos de la era cristiana. Las tablillas se endurecían, como los adobes, secándolas al sol. Mojando la superficie, era posible borrar los trazos y escribir de nuevo. Rara vez se cocían en hornos, como los ladrillos, porque entonces la arcilla quedaba inutilizada para nuevos usos. Se guardaban, al resguardo de la humedad, apiladas en estanterías de madera y también en cestas de mimbre y jarras. Eran baratas y ligeras, pero quebradizas

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Hoy se conservan tablillas del tamaño de una tarjeta de crédito o de un teléfono móvil y toda una gama de tamaño creciente hasta los grandes ejemplares de 30 y 35 centímetros. Ni siquiera aunque se escribiera por los dos lados cabían textos extensos. Este era un grave inconveniente: cuando una sola obra quedaba repartida en varias piezas, había muchas posibilidades de que se extraviasen tablillas y, con ellas, partes del relato. 


En Europa, fueron todavía más habituales las tablillas de madera, metal o marfil cubiertas con un baño de cera y resina. Se escribía sobre la superficie de cera con un instrumento afilado de hueso o metal, que acababa por el extremo opuesto en forma de espátula para borrar fácilmente las equivocaciones. Esas piezas enceradas acogieron la mayoría de las cartas de la Antigüedad y también los borradores, las anotaciones y todos sus textos efímeros. Con ellas se iniciaban los niños en la escritura, igual que nosotros en nuestros inolvidables cuadernos pautados.


Las tablillas rectangulares fueron un hallazgo formal. El rectángulo produce un extraño placer a nuestra mirada. Delimita un espacio equilibrado, concreto, abarcable. Son rectangulares la mayoría de las ventanas, de los escaparates, de las pantallas, de las fotografías y de los cuadros. También los libros, después de sucesivas búsquedas y ensayos, han terminado por ser definitivamente rectangulares. 


El rollo de papiro supuso un fantástico avance en la historia del libro. Los judíos, griegos y romanos lo adoptaron con tanto entusiasmo que llegaron a considerarlo un rasgo cultural propio. En comparación con las tablillas, las hojas de papiro son un material fino, ligero y flexible y, cuando se enrollan, una gran cantidad de texto queda almacenado en muy poco espacio. Un rollo de dimensiones habituales podía contener una tragedia griega completa, un diálogo breve de Platón o un evangelio. Eso representaba un prodigioso adelanto en el esfuerzo por conservar las obras del pensamiento y la imaginación. Los rollos de papiro relegaron a las tablillas a un uso secundario (a las anotaciones, los borradores y los textos perecederos). Eran como esas hojas desechadas de la impresora —a las que llamamos «papel sucio»— que utilizamos para hacer listas de propósitos que incumpliremos, o se las ofrecemos a los niños para que dibujen.


Sin embargo, los papiros tenían inconvenientes. En el clima seco de Egipto, conservaban su flexibilidad y blancura, pero la humedad de Europa los ennegrecía, volviéndolos frágiles. Si las hojas de papiro se humedecen y se secan varias veces, se deshacen. Durante la Antigüedad, los rollos más preciados se guardaban protegidos en jarras, en cajas de madera o en bolsas de piel. Además, solo se aprovechaba un lado del rollo, la cara en la que las fibras vegetales corrían horizontales, en paralelo a las líneas de escritura. En el otro lado, los filamentos verticales estorbaban el avance del cálamo. La cara escrita quedaba en el interior del rollo, para protegerla de la luz y del roce.


Los libros de papiro —ligeros, bellos y transportables— eran objetos delicados. La lectura y el uso habitual los consumían. El frío y la lluvia los destruían. Al ser materia vegetal, despertaban la glotonería de los insectos, y ardían fácilmente. 


Como ya he dicho, los rollos solo se fabricaban en Egipto. Eran productos de importación sostenidos por una pujante estructura comercial que continuó viva, incluso bajo la dominación musulmana, hasta el siglo XII. Los faraones y reyes egipcios, señores del monopolio, decidían el precio de las ocho variedades de papiro que circulaban en el mercado. Y, de forma parecida a los países exportadores del petróleo, los soberanos egipcios aplicaban a su gusto medidas de presión o sabotaje. 


Así sucedió, con inesperadas consecuencias para la historia del libro, a principios del siglo II a. C. El rey Ptolomeo V, corroído por la envidia, buscaba la manera de perjudicar a una biblioteca rival fundada en la ciudad de Pérgamo, en la actual Turquía. La había creado un rey helenístico de cultura griega, Eumenes II, reproduciendo un siglo más tarde la avidez y los métodos poco escrupulosos de los primeros Ptolomeos a la hora de conseguir libros. También se lanzó a la caza de lumbreras intelectuales, y atrajo a un grupo de sabios que formaron una comunidad paralela a la del Museo. Desde su capital, Eumenes intentaba eclipsar el brillo cultural de Alejandría en un momento en que declinaba el poder político egipcio. Ptolomeo, consciente de que los mejores tiempos habían quedado atrás, enfureció ante el desafío. No estaba dispuesto a soportar afrentas contra la Gran Biblioteca, que simbolizaba el orgullo de su estirpe. Se cuenta que hizo encarcelar a su bibliotecario Aristófanes de Bizancio cuando descubrió que planeaba instalarse en Pérgamo bajo la protección del rey Eumenes, acusando al uno de traición y al otro de robo. 


Además de encarcelar a Aristófanes de Bizancio, el contraataque de Ptolomeo a Eumenes fue visceral. Interrumpió el suministro de papiro al reino de Eumenes, para doblegar a la biblioteca enemiga privándola del mejor material de escritura existente. La medida podría haber resultado demoledora pero —para frustración del vengativo rey— el embargo impulsó un gran avance que, además, inmortalizaría el nombre del enemigo. En Pérgamo reaccionaron perfeccionando la antigua técnica oriental de escribir sobre cuero, una práctica cuyo uso hasta entonces había sido secundario y local. En recuerdo de la ciudad que lo universalizó, el producto mejorado se llamó «pergamino». Unos cuantos siglos más tarde, ese hallazgo cambiaría la fisonomía y el futuro de los libros. El pergamino se fabricaba con pieles de becerro, oveja, carnero o cabra. Los artesanos las sumergían en un baño de cal durante varias semanas antes de secarlas tensadas en un bastidor de madera. El estiramiento alineaba las fibras de la piel formando una superficie lisa, que luego raspaban hasta alcanzar la blancura, la belleza y el grosor deseados. El resultado de ese largo proceso de elaboración eran láminas suaves, delgadas, aprovechables por ambas caras para la escritura y, sobre todo —esa es la clave—, duraderas. 


El escritor italiano Vasco Pratolini dijo que la literatura consiste en hacer ejercicios de caligrafía sobre la piel. Aunque no pensaba en el pergamino, la imagen es perfecta. Cuando triunfó el nuevo material de escritura, los libros se transformaron en eso precisamente: cuerpos habitados por las palabras, pensamientos tatuados en la piel. 


***


Nuestra piel es una gran página en blanco; el cuerpo, un libro. El tiempo va escribiendo poco a poco su historia en las caras, en los brazos, en los vientres, en los sexos, en las piernas. Recién llegados al mundo, nos imprimen en la tripa una gran «O», el ombligo. Después, van apareciendo lentamente otras letras. Las líneas de la mano. Las pecas, como puntos y aparte. Las tachaduras que dejan los médicos cuando abren la carne y luego la cosen. Con el paso de los años, las cicatrices, las arrugas, las manchas y las ramificaciones varicosas trazan las sílabas que relatan una vida. 


Vuelvo a leer el Réquiem de la maravillosa poeta Anna Ajmátova, donde describe las largas filas de mujeres delante de la cárcel de Leningrado. Ana conoció a fondo la desgracia: su primer marido fue fusilado; el segundo murió de extenuación en un campo de trabajo del Gulag; su único hijo fue detenido varias veces y pasó diez años preso. Un día, al enfrentarse en el espejo con su aspecto demacrado y los surcos que el sufrimiento estaba abriendo en su cara, ella recordó la imagen de las antiguas tablillas mesopotámicas. Y escribió un verso triste e inolvidable: «Ahora sé cómo traza el dolor rudas páginas cuneiformes en las mejillas». Yo también, en ciertas ocasiones, he encontrado gente cuyas caras parecen arcilla incisa por la pena. Y, después de leer el poema de Ajmátova, ya no puedo evitarlo: las tablillas asirias me sugieren rostros de personas que han vivido —han sufrido— mucho. 


Pero no solo el tiempo escribe en la piel. Algunas personas se hacen tatuar frases y dibujos para adornarse como pergaminos iluminados. Nunca lo he hecho y, sin embargo, comprendo esa pulsión por dejar huella, colorear y convertir en texto el propio cuerpo. Recuerdo las semanas extasiadas que viví con una amiga adolescente cuando ella decidió hacerse su primer tatuaje. Levantó delante de mí la gasa que lo cubría. Miré fijamente las letras todavía tiernas y la carne enrojecida del brazo; cuando el músculo se tensaba, las palabras parecían temblar con un sutil movimiento propio. Me sentí fascinada por aquella frase capaz de palpitar, de sudar, de sangrar (un libro vivo). 


Siempre me ha intrigado saber qué escribe la gente en el libro de su piel. Una vez conocí a un tatuador y hablamos sobre su oficio. La mayoría, me dijo, se tatúa con el deseo de recordar para siempre a una persona o un suceso. El problema es que nuestros «siempres» suelen ser efímeros, y este tipo de tatuajes son los que estadísticamente provocan más arrepentimientos. Otros clientes eligen frases positivas, letras de canciones pop, poemas. Incluso cuando los textos son clichés, malas traducciones o textos sin mucho sentido, tenerlos grabados en el cuerpo les hace sentir únicos, especiales, hermosos y llenos de vida. Creo que el tatuaje es una supervivencia del pensamiento mágico, el rastro de una fe ancestral en el aura de las palabras.


El pergamino vivo no es solo una metáfora, la piel humana puede transportar mensajes escritos y ser leída. En situaciones excepcionales, los cuerpos sirven como canal oculto de información. El historiador Heródoto cuenta una estupenda historia —basada en hechos reales— sobre tatuajes, intrigas y espías de tiempos antiguos. En una época de grandes turbulencias políticas, un general ateniense llamado Histieo quería azuzar a su yerno Aristágoras, tirano de Mileto, para hacer estallar una revuelta contra el Imperio persa. Se trataba de una conspiración altamente peligrosa en la que ambos se iban a jugar la vida. Los caminos estaban vigilados y previsiblemente a los mensajeros de Aristágoras los registrarían antes de llegar a Mileto, en la actual Turquía. ¿Dónde llevar escondida una carta que les condenaba a la tortura y a la muerte lenta si se descubría? El general tuvo una idea ingeniosa: le afeitó la cabeza al más leal de sus esclavos, le tatuó un mensaje en el cuero cabelludo y esperó a que le creciese de nuevo el pelo. Las palabras tatuadas eran: «Histieo a Aristágoras: subleva Jonia». Cuando el pelo nuevo despuntó cubriendo la consigna subversiva, envió al esclavo a Mileto. Para mayor seguridad, el esclavo no sabía nada de la conjura. Solo tenía órdenes de afeitarse el cabello en casa de Aristágoras y decirle que echase una ojeada a su cráneo pelado. Sigiloso como un espía de la Guerra Fría, el mensajero viajó, se mantuvo tranquilo mientras lo cacheaban, llegó a su destino sin que el complot se descubriera y se rapó. El plan siguió adelante. Él nunca supo —nadie puede leer en su propia coronilla— qué decían las palabras incendiarias tatuadas para siempre en su cabeza.


Esa misteriosa red que traman el tiempo, la piel y las palabras está en el centro del thriller Memento, dirigido por Christopher Nolan. Su perplejo protagonista, Leonard, sufre amnesia anterógrada a causa de un trauma. No puede almacenar los recuerdos recientes; la conciencia de todos sus actos se desvanece al poco tiempo sin dejar huellas. Cada mañana se despierta sin recordar nada del día anterior, de los meses anteriores, de todo el tiempo transcurrido desde el trágico accidente que le provocó el daño cerebral. A pesar de su enfermedad, Leonard pretende encontrar al hombre que violó y mató a su mujer, y vengarse. Ha creado un sistema que le permite moverse por un mundo que se borra, sembrado de intrigas, manipulaciones y trampas: se hace tatuar en las manos, los brazos y el pecho la información esencial sobre sí mismo, y todos los días reencuentra allí su propia historia. Con una identidad amenazada por el olvido, solo la lectura de sus tatuajes le permite mantener su búsqueda y su propósito. La verdad del relato se nos escapa entre la maraña de mentiras de los personajes, incluido Leonard, de quien acabamos sospechando. La película está construida con la estructura de un puzle fragmentario, como la mente de su protagonista y como el mismo mundo contemporáneo. Indirectamente, es también una reflexión sobre la naturaleza de los libros: extensiones de la memoria, los únicos testigos —imperfectos, ambiguos pero insustituibles— de los tiempos y los lugares adonde no llega el recuerdo vivo.


***


Varias veces al mes entraba por una puerta trasera del palacio Medici Riccardi en la Via de’ Ginori, justo a continuación del muro almenado del jardín. La fachada tenía el color vainilla tan típico de Florencia. Necesitaba respirar la sencillez de esas casas y esos patios antes de afrontar la embestida barroca y la asfixiante cascada de dorados que me aguardaban en el interior de la Biblioteca Riccardiana. Allí tuve por primera vez entre mis manos un manuscrito de pergamino realmente valioso. 


Durante mis largas horas de estudio en la lujosa sala de lectura, pude tramar con cuidado cada detalle del plan para atrapar mi presa. Lo cierto es que no necesitaba consultar ningún manuscrito para mi investigación, pero adopté mi mejor expresión de honradez académica ante los responsables de la biblioteca. El objetivo de mi incursión era exclusivamente hedonista: quería rozar y acariciar ese libro, deseaba experimentar el goce sensual tan severamente custodiado por los guardianes del patrimonio. Me excitaba tocar una obra de arte nacida para el placer de un aristócrata y su pandilla de amigos privilegiados; aquello era la deliciosa transgresión de una pobre chica que hacía malabarismos para pagar el alquiler en Florencia. Nunca olvidaré aquellos minutos de intimidad —casi erótica— con un Petrarca del siglo XIV. Mientras cumplía con el ritual de acceso a los manuscritos de valor incalculable —entregar mi mochila a los bibliotecarios, conservar solo una hoja de papel y un lápiz, colocarme los guantes de algodón, someterme a la vigilancia de los guardianes del tesoro—, confieso que sentí unas agradables punzadas de mala conciencia por los incordios que estaba provocando mi extravagante fetichismo librario. A veces imaginaba que en castigo se iba a abalanzar sobre mí alguna de las alegorías que flotaban en las pinturas del techo entre nubes y escudos heráldicos. Resultaba especialmente amenazadora la mujer rubia y rolliza que levitaba en lo más alto; si no me equivoco, era la Sabiduría blandiendo la esfera del orbe. 


Pude gozar los frutos de mi impostura durante casi una hora, y las notas que tomé —representando el papel de una paleógrafa aplicada— describían solo mis felices impresiones sensoriales. Al pasar las hojas, el pergamino crepitaba. El susurro de los libros, pensé, es distinto en cada época. Me impresionó la belleza y la regularidad de la escritura trazada por una mano experta. Vi los rastros del tiempo, esas páginas salpicadas de manchas amarillentas como las manos pecosas de mi abuelo.


Tal vez el impulso de escribir este ensayo nació entonces, al calor de aquel libro de Petrarca que susurraba como una suave hoguera. Después he tenido otros manuscritos de pergamino entre las manos, y he aprendido a mirarlos mejor, pero la memoria siempre se aferra a la primera vez.


Al acariciar las páginas del códice, vino a mi mente la idea de que aquel maravilloso pergamino había sido un día el lomo de un animal después degollado. En solo unas semanas, el ganado podía pasar de la vida en el prado, el establo o la pocilga a convertirse en la página de una biblia. Durante el periodo mejor documentado, la Edad Media, los monasterios compraban pieles de vaca, oveja, cordero, cabra o cerdo, elegidas en vida del animal para poder apreciar la calidad del ejemplar. Como en los seres humanos, las pieles de los animales varían según la edad y la especie. La piel de un cordero lechal es más tersa que la de una cabra de seis años. Algunas vacas tienen el pellejo más deteriorado porque les gusta frotarse contra la corteza de los árboles o porque los insectos se ensañan con ellas a picotazos. Todos estos aspectos, junto con la habilidad del artesano, tenían importancia para el resultado final. Para pelar y retirar la carne del pergamino, se extendía la piel, tensa como en un tambor, y se raspaba de arriba abajo con gran cuidado utilizando un cuchillo de hoja curva. En la gigantesca tensión del bastidor, un corte demasiado profundo del cuchillo, un folículo de pelo mal cicatrizado o el orificio diminuto de una antigua picadura podían crecer hasta convertirse en agujeros del tamaño de una pelota de tenis. Los copistas aguzaban la imaginación para reparar los desperfectos de la materia prima y a veces su ingenio embellecía aún más el manuscrito. Un hueco en el pergamino podía convertirse en una ventana por la que asomaba la cabeza de una miniatura de la página siguiente. También conozco el curioso caso de un boquete reparado por las monjas de un convento sueco con una labor de ganchillo que teje una hermosa celosía de hilos entre las letras.


Mientras sostenía aquel delicado pergamino entre las manos enguantadas para no dañarlo, pensé en la crueldad. Igual que en nuestra época las crías de foca mueren a bastonazos sobre la nieve para que podamos arrebujarnos en cálidos abrigos de pieles, también los manuscritos más lujosos del medievo exigían considerables dosis de sadismo. Existieron ejemplares bellísimos fabricados con pieles de color blanco profundo y textura sedosa, llamadas «vitelas», que procedían de crías recién nacidas o incluso de embriones abortados en el seno de su madre. Imagino los gemidos de los animales y su sangre derramada durante siglos para que las palabras del pasado hayan llegado hasta nosotros. Detrás del exquisito trabajo del pergamino y la tinta se esconden, como hermanos gemelos rechazados, la piel herida y la sangre —la barbarie que acecha en los ángulos ciegos de la civilización—. Preferimos ignorar que el progreso y la belleza incluyen dolor y violencia. En consonancia con esa extraña contradicción humana, muchos de esos libros han servido para difundir por el mundo torrentes de palabras sabias sobre el amor, la bondad y la compasión.


Un gran manuscrito podía causar la muerte de un rebaño entero. De hecho, hoy no habría animales suficientes en el mundo para la descomunal matanza que exigirían nuestras publicaciones. Según los cálculos del historiador Peter Watson, si suponemos que cada piel ocupara un área de medio metro cuadrado, un libro de ciento cincuenta páginas exigiría el sacrificio de entre diez y doce animales. Otros expertos asignan cientos de pieles a un solo ejemplar de la biblia de Gutenberg. Producir copias en pergamino de una obra, que era la única forma de favorecer su supervivencia, suponía un gasto enorme, al alcance de muy pocos. No es extraño que poseer un libro, incluso un ejemplar corriente, fuera durante largo tiempo privilegio exclusivo de nobles y órdenes religiosas. En una biblia del siglo XIII, el escriba, agobiado por la escasez de material, anota al margen: «Oh, si el cielo fuera de pergamino y el mar fuera de tinta». 


***


Durante un año viví en Florencia. Era extraño ir cada mañana a trabajar protegiendo el ordenador portátil de los codazos y acometidas de las multitudes turísticas. En mi ruta, esquivaba la histeria fotográfica de cientos de personas posando con sonrisa congelada. Veía filas perpetuas — ondulantes ciempiés humanos— ante los mismos museos. Sentada en la calle, la gente comía alimentos envasados. Los guías conducían sus rebaños, vociferando a través de sus micrófonos en todas las lenguas posibles. Algunas veces la muchedumbre bloqueaba el paso, como hordas de fans esperando la llegada de una estrella del pop. Todo el mundo empuñaba su móvil. Gritos. Había que abrir paso a las calesas tiradas por caballos apáticos. Olor a sudor, a boñigas, a café, a salsa de tomate. Sí, era extraño ir al trabajo en medio de ese festival de aglomeración humana y selfis. Cuando me acercaba al edificio de la universidad y veía desde lejos el mural del Guernica pintado en la pared, respiraba con el alivio de quien emerge, un poco magullado, de una estación de metro en hora punta. 


La paz y el recogimiento también son posibles en Florencia, pero hace falta salir a buscarlos, dejando los circuitos trillados: hay que ganárselos. Yo los encontré por primera vez una luminosa mañana de diciembre en el Convento de San Marcos. Por la planta baja merodeaban un par de visitantes silenciosos, pero en el primer piso me encontré sola, incrédula como alguien que ha escapado a una feroz estampida de animales en la sabana. Sedada por la atmósfera cristalina, visité una a una las celdas de los monjes, donde Fra Angelico pintó frescos de una dulzura franciscana que parecen una declaración de amor a los seres humildes, a los inocentes, a los esperanzados, a los mansos, a los ilusos. Cuentan que precisamente allí, rodeado por ese desfile de hermosísimos pánfilos, Cosme, patriarca de la familia Médici, se retiraba a hacer penitencia por los atropellos que cometía para multiplicar su fortuna y extender sus filiales bancarias por toda Europa. El gran hombre de negocios se había reservado una celda doble; los poderosos, ya se sabe, necesitan más comodidades que el resto del mundo incluso en sus horas de expiación.


Entre dos celdas, en el arranque de un amplio corredor, descubrí un rincón extraordinario del convento. Los expertos creen que ese lugar acogió la primera biblioteca moderna. Allí recalaron los espléndidos libros que el humanista Niccolò Niccoli legó a la ciudad «para el bien común, para el servicio público, para que permanezcan en un lugar abierto a todos, donde las personas hambrientas de educación puedan cosechar en ellos, como en campos fértiles, el rico fruto del aprendizaje». Por su parte, Cosme financió la construcción de una biblioteca renacentista, diseñada por el arquitecto Michelozzo, que reemplazó las habitaciones oscuras y los libros encadenados del mundo medieval por un emblema de los nuevos tiempos: una sala amplia, bañada en luz natural, diseñada para facilitar el estudio y la conversación. Las fuentes describen con admiración el aspecto original de la biblioteca: una arcada aérea sostenida por dos filas de delicadas columnas, ventanales a ambos lados, piedra serena, paredes de color verde agua para inspirar sosiego, anaqueles cargados de libros, y sesenta y cuatro bancos de madera de ciprés para los frailes y visitantes que acudían a leer, escribir y copiar textos. Un acceso desde el exterior hacía realidad el sueño de Niccolò: su colección de cuatrocientos manuscritos permanecía abierta a todos los letraheridos florentinos y extranjeros. Inaugurada en 1444, fue, tras la destrucción de sus antepasadas helenísticas y romanas, la primera biblioteca pública del continente. 


Caminé lentamente por la alargada sala. Han desaparecido las mesas, sustituidas por vitrinas donde se exponen valiosos manuscritos. Ya nadie viene a leer a este espacio renacentista de luz y silencio, convertido en museo, y, sin embargo, entre estas paredes se respira la atmósfera cálida de los espacios habitados. Tal vez se han refugiado aquí los fantasmas, que, como todo el mundo sabe, son criaturas asustadizas que prefieren los lugares solitarios porque temen a las terroríficas hordas de los vivos.








Tomado de:

VALLEJO, Irene (2019): El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo. Siruela, pp. 75-84.

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