El papel de los mediadores
Michele Petit
El gusto por leer no puede surgir de la simple frecuentación material de los libros. Un saber, un patrimonio cultural, una biblioteca, pueden ser letra muerta si nadie les da vida. Sobre todo si uno se siente poco autorizado para aventurarse en la cultura letrada debido a su origen social o al alejamiento de los lugares del saber, la dimensión del encuentro con un mediador, de los intercambios, de las palabras "verdaderas" es esencial.
Regresemos por un momento a la institución escolar. Ayer les comentaba que esos jóvenes no eran muy benevolentes con la escuela y que solían decir que la escuela les había quitado el gusto por leer, porque lo había convertido en una obligación, en una disección de textos, textos que no les decían nada la mayor parte de las veces. "Cuando me han obligado a leer, he reaccionado en forma sistemática", dice un muchacho. Y otro más: "¡Qué flojeral ¡Guácalal En los libros no haces más que trabajar". En realidad, el efecto de la escuela sobre el gusto por la lectura es a menudo complejo. Escuchemos a Bopha, por ejemplo. En un primer momento, en la escuela adquirió el gusto de leer, según dice: Recuerdo muy bien cómo fue que le encontré gusto a la lectura. Presentando un libro a mis compañeros en primero de secundaria. Tenía que exponer a mis compañeros un libro que hubiera leído y escogí "Of mice and men ", de Steinbeck. Era la historia de un retrasado mental, la historia de la amistad entre dos hombres. Ese libro me marcó profundamente, y a partir de él empecé realmente a leer otras cosas, a leer libros sin imágenes, a leer autores, a frecuentar las bibliotecas, siguiendo a mi hermana, para ir a ver los libros, hojeando, mirando.
En la preparatoria donde la postura del lector debe ser mucho más distante y el acercamiento más erudito, muchos jóvenes pierden el gusto por leer. Desde luego, hay otros factores que intervienen en esta edad, pero la enseñanza en sí al parecer tiene mucho que ver.
El psicoanalista Bruno Bettelheim decía que para sentir muchas ganas de leer, un niño no necesitaba saber que la lectura le serviría más adelante. En vez de ello -cito-: "Debe estar convencido de que éste le abrirá todo un mundo de experiencias maravillosas, disipará su ignorancia, lo ayudará a comprender el mundo y a dominar su destino. Según él, debe sentir que en particular en la literatura hay un 'arte esotérico' que le revelará secretos hasta entonces ocultos, un 'arte mágico' capaz de ofrecerle un poder misterioso".
Desconozco por completo cómo se enseñan la lengua y la literatura en las escuelas mexicanas; espero que en un rato ustedes me lo expliquen. Pero en Francia, durante los últimos treinta años, me parece que la enseñanza ha evolucionado más bien hacia lo opuesto de la iniciación a un "arte mágico", y que de manera general ha asignado una parte menor a la literatura. Con la mejor intención del mundo, por cierto: era en gran parte el efecto de una critica social mezclada con sociología que sólo veía en la lectura literaria una preciosidad, una coquetería de la gente bien nacida.
De hecho, diversos factores han contribuido a este cambio en la enseñanza del francés. La industria tenía una urgente necesidad de ingenieros, y se elaboraba otra concepción de la cultura general, otros modelos de lectura. Además, cabe señalar que esta enseñanza necesitaba una buena desempolvada. A lo que llevaba era a una especie de panteón, a un monumento austero, pomposo: un corpus de grandes textos clásicos, que te miraban desde arriba a menos que un maestro con genio supiera darles vida. Así pues, en los años sesenta y setenta se criticó mucho esta fonna de dejarles caer encima a los muchachos fragmentos literarios escogidos con fines de edificación moral. En este método se descubrió algo que contribuía a reproducir cierto orden social, pues sólo los niños de los medios favorecidos se sentían en su elemento en esta cultura letrada que era el pan de cada día para sus familias.
Y poco a poco se fue privilegiando un enfoque que se creía más democrático, más "científico", inspirado en el estructuralismo y la semiótica. Evidentemente, habría que afinar las cosas, sobre todo para ajustarlas a los momentos de la trayectoria escolar: no se enseña francés de la misma manera en primaria que en secundaria o en preparatoria. Además estoy resumiendo y simplificando este tema en una forma que horrorizaría a los especialistas en historia de la educación. Pero alguien que conoce bien esta historia, Francis Marcoin, escribió: "Apenas es exagerado decir que en 1968, en las universidades, la lingüística era de izquierda y la literatura, de derecha. Esta curiosa dicotomía inspirará durante mucho tiempo la pedagogía del francés, empeñada en borrar del aprendizaje de la lengua cualquier uso literario considerado elitista, normativo, y casi ajeno al público interesado". Menciona también que el esquema de la "comunicación" había sido el pilar de la formación lingüística de los maestros durante diez largos años.
Pero con toda la voluntad de desacralizar las letras, muchos de los que hacían votos por estos cambios, muchos de quienes los pusieron en práctica, olvidaron que en la desigual habilidad para manejar el lenguaje no influye simplemente la posición más o menos privilegiada que uno ocupe dentro del orden social. Y que el lenguaje no es simple vehículo de información, un simple instrumento de "comunicación". Olvidaron que el lenguaje tiene que ver con la construcción de los sujetos hablantes que somos, con la elaboración de nuestra relación con el mundo. Y que los escritores pueden ayudarnos a elaborar esa relación con el mundo. No debido a una inefable grandeza aplastante sino, al contrario, por el desnudamiento extremo de sus cuestionamientos, por brindarnos textos que llegan a lo más profundo de la experiencia humana. Textos donde se realiza un trabajo de desplazamiento sobre la lengua, que nos permite abrirnos hacia otros movimientos.
Al privilegiar las técnicas de desciframiento de los textos, los enfoques inspirados en la semiología y la lingüística lograban una distancia mayor en relación con dichos textos. Hasta el momento en que los profesores fueron sacudidos por el libro de Daniel Pennac, Como una novela, que se presentaba como un alegato a favor de la "lectura placer" y rehabilitaba la oralización. Y que reivindicaba, frente a los que clamaban que "había que leer", el "derecho a no leer". Lo que tal vez es un poco limitado. Nuevamente, estoy caricaturizando la situación para hacerles sentir lo esencial, para que ustedes puedan encontrar las semejanzas o las diferencias entre esta situación francesa y la de su propio sistema de enseñanza. Y, desde luego, hay que decir que en todas las épocas, pese a las limitaciones que se han impuesto, a las modas y a los cambios en los programas, siempre hubo maestros que supieron transmitir a sus alumnos la pasión de leer, como veremos en un momento. También hay que decir que se les pide algo imposible, un verdadero rompecabezas chino. Se espera que enseñen a los niños a "dominar la lengua", como se dice en la jerga oficial. Que los inviten a compartir este supuesto "patrimonio común". Que les enseñen a descifrar textos, a analizarlos, a tomar cierta distancia. Pero, además, que los inicios en el "placer de leer". Todo esto es materia de numerosos debates, de numerosas interrogantes en la profesión.
Pero regreso a mis investigaciones. Durante las entrevistas que realizamos había algo que me llamaba la atención: estos jóvenes tan críticos hacia la escuela, entre frase y frase evocaban a veces a un maestro que había sabido transmitirles su pasión, su curiosidad, su deseo de leer, de descubrir. E incluso hacerlos amar textos difíciles. Hoy, como en otras épocas, aunque la escuela tenga todos los defectos, no falta algún maestro singular, dotado de la habilidad de introducirlos a una relación con los libros que no sea la del deber cultural, la de la obligación austera.
Daoud, un muchacho al que ya he citado, establece la diferencia entre la "institución" -donde dice él: "hay profesionales que están allí para instruir a la gente"- y lo que él llama "la creación", donde: Hay gente que rebasa, que va más allá de sus funciones, de su trabajo, para aportar lo que es en realidad. Me he topado con profesores de francés que tenían en su clase a gente desagradable que no los escuchaba pero que en cuanto veían que alguien se interesaba, trataban pese a todo de aportar algo más que sus horas contabilizadas. Su propia historia está marcada por encuentros con profesores y bibliotecarios que lo ayudaron a avanzar, mediante una atención personalizada que iba más allá de sus funciones estrictas. Hice los peores estudios posible en el sistema escolar francés. Es decir, el diploma técnico, las tecnologías, cosas sin ningún interés. Si embargo, los profesores de francés eran muy interesantes. Fueron ellos quienes me llevaron a leer, por ejemplo, "1984" de George Orwell, cosas como esa, que yo nunca habría leído por mi cuenta. No es la escuela, no es la institución: son los maestros quienes me enseñaron.
Pero si el maestro es presentado por esta población rural como alguien que inspiró el gusto por leer, es a menudo en una relación personalizada, individual, fuera del marco escolar. Esta dicotomía entre la escuela como institución y un maestro singular no es exclusiva de Francia. Por ejemplo, un investigador alemán, Eric Schon, que ha estudiado las biografías de muchos lectores jóvenes, señala que para ellos "la escuela aparece como la institución con mayor responsabilidad por la pérdida del encanto amable de las lecturas de infancia". Leer fue primero "algo maravilloso hasta que hubo que tomar los cursos de literatura alemana". Pero aquí también, "la imagen negativa que se atribuye a los cursos de literatura contrasta con los numerosos enunciados positivos acerca del profesor como individuo y su influencia positiva sobre la motivación del alumno".
Con esos maestros, la lengua, el saber, que hasta entonces eran ámbitos que los repelían, se vuelven acogedores, hospitalarios. Esos textos absurdos, polvorientos, de repente cobran vida. Curiosa alquimia del carisma. Del carisma o, una vez más, de la transferencia. Evidentemente, no toda la gente puede desencadenar esos movimientos del corazón. Pero, en cambio, creo que todos: maestros, bibliotecarios o investigadores, podemos interrogamos más sobre nuestra propia relación con la lengua, con la lectura, con la literatura. Sobre nuestra propia capacidad para vemos afectados por lo que surge, de manera imprevisible, a la vuelta de una frase. Sobre nuestra propia capacidad para vivir las ambigüedades y la polisemia de la lengua sin angustiamos. Y para dejamos llevar por un texto, en vez de intentar dominarlo siempre.
Traspasar umbrales
No sólo para iniciar a la lectura, para legitimar o revelar un deseo de leer, resulta primordial el papel de un iniciador a los libros. También para acompañar, más adelante, durante el recorrido. Por ejemplo, en los barrios marginados, para quienes han elegido la biblioteca en vez de la vagancia, que osaron atravesar la puerta una primera vez y luego regresar regularmente, no significa que todo está ganado. Aún falta traspasar numerosos umbrales.
Cuando alguien no se siente autorizado a aventurarse en los libros todo está por hacerse: cuando niño, uno puede haber adorado los cuentos que le leía un bibliotecario y sin embargo no volver a abrir un libro más adelante. Porque los recorridos de los lectores son discontinuos, marcados por momentos de interrupciones breves o largas. Algunos de estos momentos de suspensión son inherentes a la naturaleza de la actividad de la lectura; todos nosotros sabemos que hay periodos de la vida en que se siente de manera más imperiosa la necesidad de leer. No hay por qué inquietarse por las interrupciones de ese tipo: no se entra en la lectura o en la literatura como se abraza una religión.
Pero existen también suspensiones debidas a que un joven -o no tan joven- no pudo traspasar un .umbral, no pudo pasar a otra cosa, porque se sintió perdido, porque la novedad lo asustó, o bien porque le faltó algo, porque sintió que ya agotó el tema. Y el mediador, el bibliotecario en particular, puede ser quien le dé precisamente una oportunidad de atravesar una nueva etapa.
En Francia, en muchas bibliotecas, se ha concedido gran atención desde hace una veintena de años a la llegada del niño, a los primeros pasos que da. Se ha desarrollado el trabajo conjunto con la escuela. Ha habido esfuerzos por iniciar al niño precozmente en el funcionamiento de la biblioteca, con plena conciencia de que saberse manejar en ella, apropiarse de los lugares, conocer las reglas necesarias para compartir un espacio público no son cosas evidentes. Se le han leído historias, se han creado espacios a su medida, se le ha enseñado a utilizar los catálogos, ya sean de papel o automatizados.
Sin embargo, se necesitó más tiempo para entender que, una vez iniciado el niño, no estaba ganada aún la batalla. Es en parte lo que decía ayer: había la idea de que el usuario era autónomo, pese a que la biblioteca estaba allí para que él construyera su autonomía. Muy a menudo esto se inspiraba en los mejores sentimientos: en el respeto por el usuario, al que se suponía lo bastante capaz como para saber lo que le convenía, así que había que dejarlo en paz. Muchos bibliotecarios tienen un espíritu un tanto libertario. Su oficio se ha constituido en parte deslindándose del maestro, y la idea de monitorear al lector, de imponerle cualquier cosa, resulta de lo más chocante para muchos de ellos. Y los jóvenes perciben muy bien esta especificidad. Aun cuando vienen a la biblioteca a hacer sus tareas, marcan claramente la diferencia entre la escuela, a la que ven como el lugar de la obligación, para desgracia de los profesores, y la biblioteca, una tierra de libertad, de elección.
Esto está muy bien: evidentemente no se trata de cuestionar este aspecto, esta libertad del usuario. Pero, en ciertos momentos, es vital ayudar a ciertos usuarios, a ciertos lectores, una vez más, a superar algo. En efecto, cualquier umbral nuevo puede reactivar una relación ambivalente con la novedad. Y estos umbrales son numerosos: pasar de la sección juvenil a la de adultos, a otras formas de utilización, a otros registros de lectura, a otros anaqueles, a otros tipos de lectura. En particular para muchos chicos, es como si la elaboración, en la biblioteca, de una alternativa a la pandilla, de otra forma de grupo, con una fuerte cohesión, fuera por sí sola capaz de brindar una protección, de darles fuerzas para seguir adelante.
Pero en estos casos, si se aventuran por los anaqueles, es ante todo para encontrar documentos relacionados con el tema que están viendo en la escuela. y para algunos de ellos la utilización de la biblioteca parece terminar allí. Habrán pasado jornadas enteras en la biblioteca, rodeados de libros, pero nunca habrán buscado nada más que lo que les pidieron, nunca le encontraron gusto a la lectura. O incluso, en el caso de otros, quizá pudieron disfrutar del placer de leer durante su infancia gracias a la biblioteca, y al parecer lo perdieron más tarde. Y dejarán de asistir a ella en cuanto termine su trayectoria escolar.
En realidad es complicado entender qué es lo que permite la transición a los usos más "autónomos", que no estén inducidos únicamente por las exigencias escolares, sino también donde intervenga el gusto de descubrir. Al parecer esta transición es más dificil en el caso de los adolescentes que acostumbran acudir únicamente en grupo. Ya lo mencioné antes: es el reverso de la medalla: de tanto caminar juntos, no pueden moverse solos, y entonces ni siquiera se les ocurre la idea de levantarse a rebuscar en los anaqueles. Desde ahora podemos señalar que el inicio de una búsqueda personal, no dirigida por un maestro, se realiza a menudo autodocumentándose sobre temas tabú. Muchos buscan así en la biblioteca conocimientos sobre temas que no se abordan en familia, y casi nunca en la escuela; entre ellos, por excelencia, el de la sexualidad. Este tema puede asociarse en las entrevistas a otros temas prohibidos: el sexo y la religión, el sexo y la política, etc. Esta autodocumentación es importante por varias razones: ayuda a encontrar palabras para no ser presa de angustias incontrolables, o para evitar la burla de los compañeros, siempre listos a tranquilizarse a expensas de los demás en este campo; y la curiosidad sexual de la infancia es también, ya lo he mencionado, la base misma de una pulsión hacia el conocimiento. Pero no son únicamente los manuales de educación sexual o los libros de medicina lo que se consulta en estas investigaciones. Puede ser también una historieta, testimonios, biografía, o literatura erótica, como en el caso de una joven mujer de origen magrebí, para quien la lectura de Anais Nin fue toda una revelación y el inicio de un itinerario como lectora. "Cuando hablo de Anais Nin. es verdad que descubrí a una mujer que escribe literatura erótica sumamente bien. reconocida en el mundo entero. Aprendí cosas sobre mi vida sexual. sobre mi intimidad. que nadie hasta entonces pudo enseñarme. Al mismo tiempo me permitió comprender las cosas. descubrir el mundo, a Mark Twain. pasando por grandes sagas históricas. Descubrí que había vidas apasionantes y también temas íntimos".
Algunos bibliotecarios inventan diferentes tipos de animación y eventos para estimular el interés de los adolescentes en otros temas, para hacerlos pasar a otras lecturas distintas de los libros de consulta. Por ejemplo, ante el miedo que sienten los muchachos a perder su virilidad si se arriesgan a leer, ante el hecho de que en Francia, como en muchos otros países, los mediadores del libro son generalmente mujeres, los profesionales invitan a escritores que pueden romper con los estereotipos. Tenemos así autores de novelas policiacas con un aspecto de supermachos, que suelen recorrer el territorio francés en una gran motocicleta, con chamarra de cuero, para hablar de los libros y de su pasión por la escritura. En sentido más amplio, ver a un autor de carne y hueso modifica la impresión que estos jóvenes tienen de los libros. Pues más de uno pensaba hasta entonces que un escritor era forzosamente alguien muerto.
Otros profesionales, en el interior de la biblioteca o fuera de ella, animan clubes de lectura, talleres de escritura, actividades teatrales, e introducen así a los jóvenes en otras formas de compartir, diferentes de aquellas donde todos están pegados unos a otros, amontonados. Cabe señalar, de paso, que para un bibliotecario es muy sutil tener siempre en mente un doble aspecto: por un lado la importancia de compartir, de conversar acerca de los libros; por el otro, la importancia del secreto, de la dimensión transgresora de la lectura.
El papel del mediador, en todo momento, es, en mi opinión, tender puentes. Puentes hacia universos culturales más amplios Así pues, el iniciador a los libros es aquel o aquella que puede legitimar un deseo de leer no bien afianzado. Aquel o aquella que ayuda a traspasar umbrales, en diferentes momentos del recorrido. Ya sea profesional o voluntario, es también aquel o aquella que acompaña al lector en ese momento a menudo tan difícil, la elección del libro. Aquel que brinda una oportunidad de hacer hallazgos, dándole movilidad a los acervos y ofreciendo consejos eventuales, sin deslizarse hacia una mediación de tipo pedagógico.
El iniciador es, pues, aquel o aquella que está en una posición clave para hacer que el lector no se quede arrinconado entre algunos títulos, para que tenga acceso a universos de libros diversificados, ampliados. Porque una de las especificidades de los libros es la infinita variedad de sus productos. Pero en los espacios rurales, en los barrios urbanos marginados, ¿quién tiene acceso a esta diversidad?. Hoy en día, en nuestros países, el proceso de control de la difusión del libro incumbe rara vez a los censores. Pero hay otras formas de reglamentación que se aplica, comenzando por las que tienen que ver con los distribuidores o prescriptores.
Los lectores privilegiados, quienes tendrían acceso a una verdadera posibilidad de elección. De hacerlo así, se estaría perpetuando una vieja tendencia histórica: lo íntimo, la "preocupación por sí mismo", no era para los pobres. A éstos se les ha considerado por mucho tiempo "al mayoreo", en forma homogeneizadora. Si tenían diversiones, éstas generalmente se organizaban de manera colectiva y estaban debidamente enmarcadas, con fines edificantes y de higienización social. Sólo los privilegiados tenían realmente el derecho a la diferenciación, a ser considerados como personas. También dije en una jornada anterior que la lectura podía ser una especie de atajo que lleva de la intimidad rebelde a la ciudadanía. Puede ser pero, una vez más, no seamos ingenuos: ya lo dije, esto no siempre funciona así. Si bien hay un tipo de lectura que ayuda a simbolizar, a moverse de su lugar, a abrirse al mundo, hay otra que sólo conduce a las delicias de la regresión. Y si algunos mediadores ayudan a que algo se mueva, otros limitan su papel a una especie de patrocinio donde la lectura no tendría más que una función adormecedora.
Por ello me parece que nunca se insistirá demasiado en esta característica del libro, la diversidad, y en la importancia de esta diversidad para poder elaborar la propia historia, la propia combinación y no perderse en identidades postizas. Ahora bien, los jóvenes poco familiarizados con los libros no perciben muy a menudo la diversidad de los textos escritos. Para ellos, es un mundo monocromático, o más bien gris. En Francia, el estudio de los textos clásicos durante la vida escolar parece reforzar esta representación. Algunos sociólogos se han preguntado incluso en qué medida la "imposición masiva de grandes títulos literarios no es vivida por los jóvenes poco familiarizados con el universo literario como una información". Mientras nos mantenemos en el registro de un panteón por visitar, como vimos, todo el mundo bosteza de aburrimiento. Pero cuando se permiten encuentros singulares con esos mismos textos -o con otros-, la batalla está ganada. La apropiación es un asunto individual: un texto viene a damos noticias de nosotros mismos, a enseñamos más sobre nosotros, a damos claves, armas para pensar nuestra vida, para pensar la relación con lo que nos rodea.
Cuando se aborda esta cuestión de la diversidad de textos, también hay que recordar que no todo es intercambiable, que leer literatura, ya se trate de ficción, de poesía o de ensayos con un estilo cuidado no pertenece al mismo orden que leer una revista de motociclismo o un manual de informática - aunque, desde luego, sea válido apropiarse de la mayor variedad posible de soportes para la lectura-. Y que leer a García Lorca o a Kafka no es lo mismo que leer novelas de espionaje de baja calidad y quiero alentar a los bibliotecarios a que naden contra la corriente, en estos momentos en que los encargados de la programación televisiva de casi todo el mundo suelen recetamos programas de una estupidez y una vulgaridad pasmosas, aduciendo el mal gusto del público. En efecto, hay algo que me parece profundamente viciado, incluso perverso, en esta manera de escudarse en los más desprotegidos para bajar el nivel de los productos que ofrecen, pretextando que eso es lo que piden ellos.
Tras haber visitado varias bibliotecas de los barrios marginados, me ha impactado el hecho de que algunas sólo ofrezcan revistas u obras de un nivel muy bajo, mientras que otras proponen estas mismas obras pero también otras. Por ejemplo, el otro día mencioné a un joven obrero laosiano que cultivaba bonsais y leía sonetos de Shakespeare. A veces también se lleva prestados libros de pintura. Si Guo Long hubiera frecuentado otra biblioteca de su ciudad, jamás habría descubierto los bonsais, ni a Shakespeare, ni a los grandes pintores románticos que tanto le gustan. Él tuvo la suerte de que los bibliotecarios de su barrio, por cierto muy marginado, pensaran que el lector puede evolucionar. El imaginario no es algo con lo que se nazca. Es algo que se elabora, crece, se enriquece, se trabaja con cada encuentro, cada vez que algo nos altera. Cuando siempre se ha vivido en un mismo universo de horizontes estrechos, es difícil imaginar que existe otra cosa. O cuando se sabe que existe otra cosa, imaginar que tenga el derecho de aspirar a eso. Además, cuando se ha vivido en ese estrecho marco de referencia para pensar la relación con lo que nos rodea, la novedad puede verse como peligrosa, como una invasión, una intrusión. Es todo un arte saber conducir a ella, y por eso es que tampoco se trata de ponerse en los zapatos del otro, de asestarle listas de "grandes obras", convencido de lo que es bueno para él. De lo que se trata en el fondo es de ser receptivo, de estar disponible para hacer proposiciones, para acompañar al joven usuario, para buscar con él, inventar con él, para multiplicar las oportunidades de lograr hallazgos, para que el juego esté abierto. Se trata de tender puentes, de inventar ardides que permitan a quien frecuenta una biblioteca no quedarse arrinconado durante años en un mismo anaquel o una misma colección.
Atreverse a preguntar supone vencer el sentimiento de mostrarse "egoísta", de "molestar" al bibliotecario. Aquí se observa de manera ejemplar su dificultad para reconocer el derecho que tienen ellos mismos a tener voz en el asunto para afirmarse como actores o incluso como simples consumidores Les daré ahora un ejemplo para mostrarles que es posible ponerles metas muy ambiciosas pese a trabajar con "públicos" poco familiarizados con el libro y tener éxito. Se trata de una de las bibliotecas donde hemos hecho encuestas, en Bobigny, situada en los suburbios parisinos. Por ejemplo, hay un periódico que se distribuye entre niños por medio de la escuela: en él se presenta una selección anual de novelas y un juego-concurso. Hay otro periódico, destinado a los adolescentes, en el que los propios muchachos redactan artículos sobre las novelas que han leído. Un jurado formado por adolescentes otorga un premio literario; hay talleres de lectura conducidos por autores famosos, etcétera. Estas actividades llegan a un gran número de niños: aproximadamente uno de cada dos niños y uno de cada tres adolescentes están inscritos en la biblioteca. Durante nuestra investigación, observamos que los universos culturales de los jóvenes que encontramos en Bobigny parecían más abiertos que en otras ciudades donde habíamos trabajado. Allí encontramos más jóvenes que se abrían camino por su cuenta entre los libros y que se movían en varios registros de lectura.
Por medio de los niños, los profesionales de esta biblioteca también han tratado de llegar hasta los padres. Pero los resultados en este punto son más bien frágiles. Y de paso añado que en casi todas partes se percibe la necesidad de un mayor trabajo de acompañamiento con los padres, y en especial con las mujeres. Como lo expresa una bibliotecaria: En África, un niño, aunque se hagan cargo de él los programas alimentarios, muere una vez que lo sueltas si sus padres no están allí. Los programas deberían apoyar a los adultos y a los niños. Creo que esa bibliotecaria tiene razón. El desarrollo de estructuras de alfabetización y de acogida, de lugares de intercambio, es tanto más importante porque las mujeres en casi cualquier parte del mundo suelen ser los agentes privilegiados del desarrollo cultural: ellas devuelven mucho de lo que adquieren sosteniendo a su familia, ayudando a los niños, desarrollando intercambios, vínculos sociales, aportando sus fuerzas y sus conocimientos a la vida de la sociedad civil. Algunos ejemplos durante la jornada anterior han mostrado que ciertas mujeres, a las que en un principio asustaba la cultura letrada, cambiaron radicalmente de actitud. Y que el miedo a leer, a saber, era algo ambivalente, que podía acompañarse de un fuerte deseo.
Sería deseable que un equipo de bibliotecarios conociera bien la pluralidad de la producción editorial y la diversidad de la literatura juvenil, pero jamás se podrá establecer una lista definitiva de las obras más adecuadas para ayudar a los adolescentes a construirse a sí mismos. Si me refiero a las entrevistas que hemos realizado, ¿quién habría podido imaginar que Descartes sería la lectura preferida de una joven turca preocupada por escapar de un matrimonio arreglado, o que la biografía de una actriz sorda le permitiría a un joven homosexual asumir su propia diferencia, o que los sonetos de Shakespeare inspirarían a un joven laosiano, trabajador de la construcción, a escribir canciones? Esto nos habla de los límites de esos libros escritos sobre pedido para satisfacer tal o cual "necesidad" supuesta de los adolescentes. Los textos que más les dicen algo a los lectores son aquel los donde algo pasa de inconsciente a inconsciente.
Tomado de:
PETIT, Michele (1999): Los nuevos acercamientos de los jóvenes y la lectura. Buenos Aires, FCE.
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