19 noviembre 2020

Mujeres y libros. Juan Domingo Argüelles





Mujeres y libros


Juan Domingo Argüelles


Durante toda la historia y hasta buena parte del siglo XX, cuando se hablaba del «ser humano», de lo que se hablaba en realidad era del hombre, es decir del hombre masculino. Aunque el colectivo genérico «hombre» (del latín homo) designaba presuntamente lo mismo al varón que a la mujer (mamíferos racionales), en realidad se aplicaba para denominar al primero, y ya vimos que no a todos los varones, puesto que los esclavos no eran considerados humanos. 


Del mismo modo, por extensión, cuando se hablaba de artistas, escritores, músicos, arquitectos, científicos, sacerdotes, etcétera, o simples «ciudadanos», de lo que se hablaba estrictamente era de los varones. Era obvio, pues a la mujer le estaban vedados el arte, la cultura, la educación, la vida pública y, por supuesto, el derecho a elegir. En el estatuto social, las mujeres tenían deberes, pero no derechos. Por ello, muchos sustantivos femeninos de oficios o profesiones son sumamente tardíos, desde poetisa y autora, hasta médica, jueza o científica. En su Historia social de la literatura y el arte, Arnold Hauser muestra muy claramente que tanto en Grecia como en Roma las mujeres son únicamente símbolos o personajes en las obras literarias y artísticas, pero no son en absoluto público, es decir partícipes de esas obras. La cultura, las letras, las artes son exclusividad de los hombres. Lo mismo ocurre en la Edad Media: las artes y las letras en poder de la Iglesia (es decir, de los monasterios) son asuntos de hombres: abades y monjes, no de mujeres.


Al lado de los monjes, en las bibliotecas, sus ayudantes laicos eran exclusivamente hombres: lo mismo los copistas que los ilustradores y encuadernadores de libros. Sólo hacia el siglo XII, y especialmente en Francia, con la poesía amorosa provenzal, las mujeres intervienen en la vida intelectual de la corte. Las damas se convierten en protectoras de los poetas y éstos se dirigen, en primer término, a las mujeres. Explica Hauser: «Leonor de Aquitania, María de Champaña, Ermengarda de Narbona, o como quiera que se llamen las protectoras de los poetas, no son solamente grandes damas que tienen sus “salones” literarios, no son sólo expertas de las que los poetas reciben estímulos decisivos, sino que son ellas mismas las que hablan frecuentemente por boca del poeta. Los poetas no sólo se dirigen a las mujeres, sino que ven también el mundo a través de los ojos de ellas. La mujer, que en los tiempos antiguos era simplemente propiedad del hombre, botín de guerra, motivo de disputa, esclava, y cuyo destino estaba sujeto aún en la alta Edad Media al arbitrio de la familia y de su señor, adquiere ahora un valor incomprensible a primera vista».


Hauser atribuye este cambio en la vida cortesana no sólo al hecho de la progresiva secularización de la cultura, en el que participan las damas, frente al constante quehacer guerrero de los hombres que los obliga a ausentarse por largos períodos, sino también a la inversión de los códigos estéticos en la que influyen precisamente las mujeres: de los cantares de gesta, obviamente guerreros, obviamente masculinos, se pasa a la canción de amor, con la cual comienza propiamente la historia de la poesía moderna. A lo largo de toda la historia, concluye Hauser, habían sido exclusivamente las mujeres y no los hombres los que cantaban las canciones de amor. Con la poesía provenzal, y gracias a la intervención de las mujeres, se alteran esos valores y es la mujer la que «desdeña» y el hombre el que suplica y, generalmente, se «somete», así sea simbólicamente. De cualquier forma, el lugar más elevado de la mujer en este periodo es el que corresponde a la animadora y a la musa.


Ni siquiera en el Renacimiento, sino hasta el siglo XVIII, con la Ilustración y, especialmente en el siglo XIX con los salones artísticos y literarios, las mujeres volverán a ocupar una participación más activa en la sociedad. En cuanto a la lectura de libros propiamente, si pensamos que «el único género de libros que en el siglo XVII y principios del XVIII tenía un público más amplio era la literatura de edificación religiosa», es obvio que aún no se podía hablar siquiera de un «público lector» ni siquiera conformado mayoritariamente por hombres. Advierte Hauser: «La lectura de libros no era a finales del siglo XVII un placer muy extendido; de la literatura no religiosa, que consistía en gran parte en historias de amor y de prodigios pasados de moda, no podía ocuparse sino la gente noble y desocupada, y los libros científicos no eran leídos más que por los eruditos. La educación literaria de la mujer, que en el siglo siguiente había de desempeñar un papel tan importante, era todavía muy imperfecta. Sabemos, por ejemplo, que la hija mayor de Milton no sabía escribir en absoluto, y que la mujer de Dryden, que por otra parte procedía de una noble familia, luchaba desesperadamente por dominar la gramática y la ortografía de su lengua materna».


Será hasta la segunda mitad del siglo XVIII y principios del XIX cuando se pueda hablar propiamente de un público lector y de la prosperidad del negocio de las librerías Hacia fines del XVIII la lectura se convierte ya en una necesidad vital lo mismo para hombres que para mujeres, «y la posesión de libros es, en los círculos que Jane Austen describe, una cosa tan natural como sorprendente hubiera sido en el mundo de Fielding». Los periódicos, además, hacen crecer a ese público lector, porque cumplen funciones de extensión educativa y traen secciones destinadas especialmente a las mujeres. Es a partir de entonces, es decir muy tardíamente, cuando las mujeres (no todas, obviamente, sino las del sector más privilegiado) participan activamente en la cultura y, especialmente, en la literatura y en el pensamiento. A esa época (fines del siglo XVIII y principios del XIX) pertenecen las obras de Charlotte Turner Smith, Mary Wollstonecraft y Jane Austen, quienes junto a Pope, Defoe, Diderot, Chateaubriand, Schiller, Boswell, Goethe, Swift, Sterne, Choderlos de Laclos, Samuel Johnson, Voltaire y Scott, entre otros muchos, resultan una minoría.





El correr de los siglos XIX y XX traerá no sólo más escritoras sino también más lectoras. De hecho, el género literario burgués por excelencia, la novela, desde su modalidad del folletín, alcanzará su auge en estos siglos gracias, sobre todo, a las lectoras. Aunque estaba destinado a un público heterogéneo, las mujeres, cada vez más cultas e informadas, hacen que este género se imponga sobre los demás aún en nuestros días. A decir de Hauser, la novela se convierte en el género literario predominante a partir de entonces «porque expresa del modo más amplio y profundo el problema cultural de la época: el antagonismo entre individualismo y sociedad. En ninguna otra forma alcanzan vigor tan intenso los antagonismos de la sociedad burguesa, y en ninguna se describen de manera tan interesante las luchas y derrotas del individuo». Pero aquí cuando se habla del «individuo», éste ya no es únicamente el varón, sino también la mujer, y un ejemplo extraordinario de ello es la novela Orgullo y prejuicio (1813), de Jane Austen. Y, pese a ello, todavía algunas grandes escritoras tuvieron que recurrir a seudónimos masculinos para sortear prejuicios y atraer a los lectores; casos concretos los de Cecilia Böll de Faber, Mary Ann Evans y Amandine Aurore Lucile Dupin, que trascendieron en la historia literaria como Fernán Caballero, George Eliot y George Sand, respectivamente.


Más tardía es Karen Blixen, mejor conocida como Isak Dinesen, seudónimo masculino al que recurrió cuando el manuscrito de su primer libro, Siete cuentos góticos, fue rechazado por editores de Dinamarca e Inglaterra; entonces lo envió a Estados Unidos, como si fuera el libro de un hombre y, de inmediato, fue aceptado y publicado. A pesar de toda esta historia de prejuicios y de marginaciones, hoy las escritoras tienen un amplio legado cultural con obras fundamentales sin las que no se podría entender el desarrollo intelectual del ser humano. Las obras maestras y los nombres de estas autoras son muchísimos. Por sólo mencionar a un grupo plural y prestigioso, diríamos Mariana Alcoforado, Anna Ajmátova, Hannah Arendt, Jane Austen, Djuna Barnes, Simone de Beauvoir, María Luisa Bombal, Charlotte y Emily Brontë, Pearl S. Buck, Rosario Castellanos, Agatha Christie, Colette, Sor Juana Inés de la Cruz, Emily Dickinson, Isak Dinesen, Marguerite Duras, George Eliot, Ana Frank, Elena Garro, Nadine Gordimer, Lilian Hellman, Patricia Highsmith, Elfriede Jelinek, Julia Kristeva, Selma Lagerlöf, Doris Lessing, Clarice Lispector, Dulce María Loynaz, Mary McCarthy, Carson McCullers, Katherine Mansfield, Gabriela Mistral, Toni Morrison, Anaïs Nin, Joyce Carol Oates, Olga Orozco, Emilia Pardo Bazán, Dorothy Parker, Alejandra Pizarnik, Sylvia Plath, Katherine Anne Porter, Jean Rhys, Arundhati Roy, Safo, George Sand, Santa Teresa, Nathalie Sarraute, Mary W. Shelley (hija de Mary Wollstonecraft), Susan Sontag, Madame de Staël, Gertrude Stein, Wislawa Szymborska, Marina Tsvetáieva, Simone Weil, Eudora Welty, Edith Wharton, Virginia Woolf, Marguerite Yourcenar y María Zambrano. 


Las lectoras, por su parte, han aumentado exponencialmente desde el siglo XVIII y aunque muchas de las obras de estas mujeres forman parte de sus lecturas, tampoco se reducen a los libros escritos por mujeres. Es importante insistir en que, durante mucho tiempo, el término «hombre de letras» jamás tuvo ninguna amplitud. Se refería, estrictamente, al hombre, no a la mujer. Pero, a partir de que ingresaron al mundo de la cultura, antes sólo restringido a los varones, las mujeres fueron no sólo escritoras, pensadoras y lectoras, sino muy especialmente alfabetizadoras, mediadoras, divulgadoras y promotoras del libro, mucho más que los hombres, porque, desde la Revolución Francesa, la educación formal de los niños se dejó en sus manos. Ya no sólo educaban a sus hijos, sino también a los hijos de otras familias. Hoy está probado con estadísticas que el aumento del público lector femenino ha conseguido superar a ese «público lector» antes sólo constituido, en su gran mayoría, por hombres. 


Lo que no hay que perder de vista es que, desde el momento mismo en que las mujeres tuvieron acceso a la cultura y, especialmente, a los libros, el poder masculino se encargó de establecer mecanismos de control y censura bajo las formas del canon de lo que podían y debían leer las mujeres, y el índex de lo que les estaba vedado. Transgredir, es decir, salirse de ese canon y penetrar a ese índex fue lo que permitió el desarrollo de la cultura de las mujeres. Padres, maridos, sacerdotes, profesores, escritores, pensadores y aun los intelectuales más «liberales», aconsejaban, aprobaban, prescribían y proscribían las lecturas: por un lado las «apropiadas» y por el otro las «inconvenientes». El discurso androcéntrico es que debían vigilar que esas lecturas no corrompieran el corazón y el espíritu de las mujeres; que esas lecturas no atentaran contra su castidad, su pureza, su debilidad; lecturas que, como es obvio, no tenían el poder de dañar a los hombres porque éstos eran más fuertes, más inteligentes, más capaces. En Amor y Occidente, Denis de Rougemont cita al ubicuo Nietzsche en este tema y su coincidencia con Kierkegaard: «hay que escoger entre criar libros o criar niños». Como es obvio, los hombres escogen criar libros y les dejan la tarea de criar niños exclusivamente a las mujeres. Mucho más allá del siglo XVIII las lectoras seguían siendo consideradas personas vulnerables a la palabra escrita: personas sin criterio ni juicio que se podían dejar engatusar por ideas ajenas a su abnegación, su entrega y sumisión incondicional al marido, los padres, los hijos y el hogar. Por ello, los preceptores de todo tipo establecían lo que debían leer y lo que no. Había libros buenos (adecuados) para ellas, y otros muy malos para su salud mental y espiritual. Y, como era de esperarse, casi todos esos libros (lo mismo buenos que malos) estaban escritos por hombres, y muy rara vez por mujeres, pero aun en este caso eran libros doctrinarios que aprobaban los hombres. Lo mismo en Europa (cuna de la cultura occidental) que en los demás continentes, cuando las mujeres acceden a la cultura escrita, y especialmente a la lectura de libros, se establecen filtros desde el poder (obviamente masculino) para que los libros que llegan a sus manos y a sus ojos sean los «adecuados». Lo mismo ocurrió en Inglaterra que en Alemania, lo mismo en Francia que en España, y lo mismo en Estados Unidos o en México.


En México, si dejamos atrás la historia de la evangelización que tenía al catecismo cristiano como medio alfabetizador y como mecanismo de control religioso y formación moral, veremos que incluso hombres de letras e intelectuales de avanzada siguen manteniendo ideas paternalistas sobre el concepto de «educación de la mujer». Caso particular el de Manuel Payno (1810-1894), autor de El fistol del diablo y Los bandidos de Río Frío, entre otras obras con las que incursiona en el folletín. Pues bien, este meritorio escritor mexicano del siglo XIX creía tener ideas avanzadas sobre la educación de la mujer, pero como lo documenta muy bien Anne Staples («La lectura y los lectores en los primeros años de vida independiente»), sus «actitudes y opiniones acerca de la lectura adecuada para una mujer pueden ser tomadas como representativas del punto de vista de un sector importante de la opinión pública masculina». En otras palabras, sus actitudes y opiniones eran las actitudes y opiniones del poder cultural masculino.


Citado por Staples, Payno sentenciaba: «Una mujer que no sabe coser y bordar, es como un hombre que no sabe leer ni escribir». A veces ironizaba, y en sus ironías dejaba ver sus prejuicios al desnudo: «Hay mujeres que les causa hastío sólo ver un libro, y esto es malo. Hay otras que devoran cuanta novela y papelucho cae en sus manos, y esto es peor». Staples muestra las grandes contradicciones intelectuales de Payno, pues si por un lado señalaba que «no hay ocupación más útil para toda clase de gentes que el leer», puesto que «el entendimiento se fertiliza, la imaginación se aviva y el corazón se deleita»; por otro lado, afirmaba que, en el caso de las mujeres, la lectura debía sujetarse a reglas precisas. Un hombre podía leerlo todo: desde Lutero, Bossuet, Bocaccio, Voltaire y Chateaubriand, no tenía límites porque daba por hecho su sólido criterio. Pero en el caso de la mujer, Payno era un feroz guardián de las puertas de la biblioteca. Escribía: «Una mujer no debe jamás exponerse a pervertir su corazón, a desviar a su alma de esas ideas de religión y piedad que santifican aun a las mujeres perdidas. Tampoco deberá buscarse una febril exaltación de sentimientos que la hagan perder el contento y tranquilidad de la vida doméstica».


Anne Staples describe del siguiente modo, y siempre citándolo, la febril labor «educativa» de Payno en relación con las mujeres: «Payno condenaba a las atrevidas que incursionaban en esos campos peligrosos. “Una mujer que lee indistintamente toda clase de escritos, cae forzosamente en el crimen o en el ridículo. De ambos abismos sólo la mano de Dios puede sacarla”. En tono moralista, proseguía Payno: “Mujer que lee las Ruinas de Volney, es temible. La que constantemente tiene en su costurero a la Julia de Rousseau y a Eloísa y Abelardo, es desgraciada. Entre la lectura de las Ruinas de Volney y la de Julia, es preferible la de novenas”, es decir, ninguna de las dos». Payno proscribía a las mujeres toda lectura de libros románticos: «Siempre que oigáis decir de una obra que es romántica, no la leáis; generalmente lo que se llama romántico no deben leerlo ni las doncellas ni las casadas, porque siempre hay en tales composiciones maridos traidores, padres tiranos, amigos pérfidos, incestos horrorosos, parricidios, adulterios, asesinatos y crímenes, luchando en un fango de sangre y lodo».


¿Y qué era lo que, contrariamente, prescribía? Los clásicos españoles (el Quijote, El lazarillo de Tormes, El diablo cojuelo, el Guzmán de Alfarache), las obras de Walter Scott y las poesías de Navarrete, Ochoa, Pesado y Ortega; todo aquello que puede ser leído, sin peligro, «por las niñas tiernas, por las castas doncellas y por las virtuosas casadas». La idea de que los libros corrompen el corazón, el espíritu y el cerebro es una idea eminentemente religiosa, siempre asociada al poder. La misión del filtro masculino en las lecturas de las mujeres era «ilustrar su espíritu sin corromper su corazón», según palabras de la época. Pero los términos con los que califica Payno a las mujeres disidentes de sus recomendaciones (ridículas, temibles, desgraciadas) delatan un temor inocultable: las mujeres que leen lo que no deben leer son peligrosas. O, para decirlo con palabras de Sara Sefchovich en relación con este estereotipo de la misoginia protectora: «Los modos de comportamiento que se supone corresponden a las mujeres muestran sólo dos posibilidades: o se es dulce, suave, trabajadora, fiel, madre amorosa y esposa abnegada, o se es una traidora, simuladora, rastrera, ambiciosa, explotadora, manipuladora y zorra. La mujer no es un ser humano en sí misma, sino en función de cómo se porta con los demás, que la clasifican como buena o mala, santa o puta, salvadora o perdición. Es pues, un objeto que se ve desde el punto de vista de su uso y de la felicidad o infelicidad que proporciona al hombre, y como tal se le cataloga entre los diversos objetos que socialmente conviene tener, poseer y hasta presumir o esconder, pero usar y gozar».


En 1946, en Suiza, Paul Morand escuchó decir a Coco Chanel: «Hace falta mucha valentía para no ver a las mujeres como diosas». Y es que incluso cuando las mujeres son elevadas a la categoría de diosas «seductoras» y representan una «tentación» (de acuerdo también a la versión histórica masculina, ya que son los hombres los que han narrado la mayor parte de la historia), o son viciosas o son destructivas, como bien lo hace notar Jane Billinghurst: «o sus encantos pueden distraer al hombre de su importante tarea de gobernar el mundo». Por ello, concluye la investigadora, «el modo de presentar a las tentadoras depende de la confianza que tengan los narradores en la supremacía masculina. Cuando los hombres se sienten seguros, las tentadoras son fuertes y están llenas de vida. Cuando los hombres se sienten débiles, las tentadoras son crueles depredadoras con mentes caóticas». De cualquier forma son «inconvenientes» (porque siembran el caos en donde antes había sólo recta inteligencia), capaces incluso de desviar los altos pensamientos de Aristóteles y ponerlo a gatear y a suplicar por deseos carnales, como cuenta el poeta normando Henri d’Andeli que hizo Filis con el anciano filósofo al que ensilló y montó como si de un caballo se tratara. ¡Qué mejor muestra para probar que las mujeres debilitan el pensamiento!


Todo lo anterior quizá se resuma en el lúcido señalamiento que hizo Rosario Castellanos en las primeras páginas de su libro Mujer que sabe latín: «La mujer, a lo largo de los siglos, ha sido elevada al altar de las deidades y ha aspirado el incienso de los devotos. Cuando no se la encierra en el gineceo, en el harén a compartir con sus semejantes el yugo de la esclavitud; cuando no se la confina en el patio de las impuras; cuando no se la marca con el sello de las prostitutas; cuando no se la doblega con el fardo de la servidumbre; cuando no se la expulsa de la congregación religiosa, del ágora política, del aula universitaria». Concluye Castellanos que el poder masculino anuló por mucho tiempo, sobre todo, el intelecto de la mujer, a cambio de cantar su belleza, con un planteamiento misógino-racista: «¿Para qué gastar la pólvora en infiernitos y querer inculcar, donde es imposible y superfluo, la cultura?»










Tomado de:
AA.VV. (2012): Lectoras. Conversaciones con Juan Domingo Argüelles. México, Ediciones B, pp. 26-31. 

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