Sylvia Molloy lectora de Victoria Ocampo
Maya Conzález Roux
El libro Acto
de presencia puede considerarse fundacional en lo que concierne las
reflexiones de Molloy sobre la autobiografía. Al volver sobre su paradigma de
lectura, debemos retener los estudios teóricos de varios críticos, entre ellos
los de Georges Gusdorf, Michel Foucault y Paul de Man, pilares en su teoría
sobre la autobiografía, pero también la obra de Borges. En líneas generales,
Molloy adscribe a la teoría de Gusdorf según la cual la autobiografía tiende a
manipular el pasado relatado. También atribuye un interés especial al vínculo
entre la lectura y la escritura –es decir, la subjetivación de la escritura,
tal como la analiza Foucault, esencial para la construcción del yo en la
ficción– y adhiere a la perspectiva de Paul de Man para quien la autobiografía
es ante todo una construcción. En el paradigma de lectura de Molloy esta última
corriente se vincula a la concepción de Borges sobre la identidad, concepción
en la que tendremos que detenernos pues pone el acento en la referencia
textual, esencial en lo que atañe a la interpretación del texto autobiográfico.
Recordemos que
Paul de Man representa aquella corriente teórica que, al objetar toda
diferencia entre la autobiografía y la ficción, se opone al pensamiento crítico
que preconizaba la referencialidad del género autobiográfico. De este modo, es
el texto y no su autor ni la historia, el foco de atención. Para de Man lo
esencial de la autobiografía no reside en el conocimiento veraz que ella pueda
ofrecer sobre una persona sino en que ella da cuenta de la imposibilidad de
“totalización”. Este término debe ser entendido en tanto que existencia de un
sistema textual conformado por substituciones topológicas: el texto no puede
constituirse como una “totalidad” del ser en la medida que es dictado por el
lenguaje, el cual resulta insuficiente para captar el sentido total del ser. En
otras palabras, a pesar de las herramientas que el lenguaje ofrece al
autobiógrafo para relatar su vida, la “totalización” se revela imposible. De
Man señala, entonces, que aquello que el escritor “realiza” por medio de la
autobiografía está determinado por los recursos de su medio, es decir el
lenguaje, y que por ello la mimesis que operaría en la autobiografía no
es más que una figuración entre otras producida por la estructura especular del texto. De esta estructura especular deriva la noción central que propone,
esto es el texto autobiográfico como una figura retórica, la prosopopeya, por
medio de la cual la entidad ausente –muerta o sin voz– recibe el poder de la
palabra. Gracias a la prosopopeya, la identidad del autobiógrafo no es
referencial sino el resultado de un movimiento retórico: la prosopopeya es la
máscara textual que anula la afasia al ofrecer una voz, un “yo”, al pasado o a
los muertos a través del lenguaje. De ahí que la autobiografía, para el
crítico, se dedique a otorgar y a despojar las máscaras, a dar y a deformar los
rostros. En otros términos, la autobiografía atañe a “las figuras, a la
figuración y a la desfiguración”.
Esta noción del
“yo” como máscara textual conduce a Borges y, a través de él, a la
autoconfiguración de Molloy en su lectura. Recordemos el ensayo “La nadería de
la personalidad” donde Borges negaba la preeminencia dada al “yo” al despojarlo
de toda realidad para así afirmar su inexistencia como un todo. Allí Borges
sostenía que “el yo es un punto cuya inmovilidad es eficaz para determinar por
contraste la cargada fuga del tiempo. Esta opinión [de Shopenhauer] traduce el
yo en una mera urgencia lógica, sin cualidades propias ni distinciones de
individuo a individuo.” (Borges, “La nadería de la personalidad”). En este
sentido, algunos años antes –en 1922– en la famosa “Proclama” del número 21 de
la revista Ultra, Borges escribía: “Todos quieren realizar obras
apelmazadas i perennes. Todos viven en su autobiografía, todos creen en su
personalidad, esa mezcolanza de percepciones entreveradas de salpicaduras de
citas, de admiraciones provocadas i puntiaguda lirastenia”. Sin embargo, esta denuncia
sobre la inexistencia del “yo”, no impide a Borges postular que toda literatura
es autobiográfica.
Personalidad,
autobiografía y cita, estrechamente vinculadas para Borges, constituyen una
tríada que Sylvia Molloy también emplea para abordar las preocupaciones
autobiográficas del escritor que aparecen ya desde sus primeras escrituras.
“Cita y autofiguración en la obra de Borges”, texto que explora bajo el signo
de la autobiografía la constitución del sujeto por medio de la lectura, viene a
confirmar su posición según la cual toda empresa autobiográfica no puede más
que conformarse a través del lenguaje, es decir, constituirse en términos de
literatura. Esto significa que a través de sus lecturas, de las citas de textos
y de autores, Borges logra componer un “museo textual” donde el “yo” puede
afirmarse y, en esta afirmación, constituir su autorretrato.
Acto de Presencia (1996) de Sylvia Molloy |
Lecturas
desplazadas
Entre las
distintas autobiografías analizadas en Acto de presencia, interesa
detenerse en particular en el capítulo dedicado a Victoria Ocampo ya que en él
se pone en evidencia una lectura contra canónica que incluso pareciera
proyectar la figura de Ocampo hacia los márgenes de la literatura argentina.
Nos interesa entonces observar las operaciones realizadas por su lectura en
función de la imagen que Molloy desea configurar. En el caso de Ocampo,
adelantemos que se produce un desplazamiento de su imagen, desde el lugar de
autoridad intelectual dentro del campo argentino hacia el de la escritora que
surge bajo el signo de lo ilegítimo.
La lectura de
Molloy se concentra en los seis volúmenes de la autobiografía póstuma de
Victoria Ocampo publicados entre 1979 y 1984, y en menor medida, en algunos
pasajes de los Testimonios, diez volúmenes publicados entre 1934 y 1977.
Ya desde el título del capítulo, “El teatro de la lectura: cuerpo y libro en
Victoria Ocampo”, la autora enmarca su perspectiva: el de las escenas de
lectura que revelan la singularidad del “yo” que Ocampo configura y desea dar a
conocer. La extraordinaria cantidad de libros mencionados en la autobiografía
y, sobre todo, la representación del acto de lectura, son reveladoras para
Molloy y le permiten comparar a Ocampo con la imagen de Hamlet quien se
mostraba con un libro entre las manos. Si bien las referencias literarias –es
decir, qué leía o qué libros decía leer Ocampo– son esenciales para Molloy, su
lectura crítica se enmarca en la problemática de la alteridad y para ello
analiza esta autobiografía a partir de la naturaleza clandestina e ilícita que
Ocampo mantenía con la literatura y en sus relaciones sentimentales. El retrato
que dibuja revela a una Victoria hasta ahora desconocida: tímida y silenciosa,
sobre todo delante de los interlocutores masculinos, ella no pudo –por
prohibición familiar es decir social– cumplir con su vocación de juventud, el
de ser actriz. Esta imagen íntima se opone a la imagen pública que generalmente
se tiene de ella, una oposición por momentos tan desconcertante que no es
anodino preguntarse sobre el efecto que produce este desvío de la lectura de
Molloy y también pensar que, tal vez, esta lectura construya una figura
idealizada de Ocampo. Al tener en cuenta qué representaba Victoria en el campo
cultural argentino, cómo la definía el ambiente intelectual y cómo se definía a
sí misma –como portadora de una voz y de una opinión legítimas–, no es
aventurado pensar en una idealización por parte de Molloy. Pero aquí hay que
señalar que su propósito es precisamente el de idealizar la figura de Ocampo y
que no advertir este aspecto equivaldría a empobrecer los efectos de ciertos
desvíos y silencios que operan en su lectura. Por ello mismo, a partir de estos
efectos de la lectura es posible sugerir un vínculo entre el retrato de
Victoria Ocampo elaborado por Sylvia Molloy y su propio autorretrato.
Recordemos los
valores aristocráticos con los que Victoria juzgaba y apreciaba la cultura
argentina. Fascinada por Europa –sobre todo Francia e Inglaterra– y los Estados
Unidos, Ocampo sostenía que la cultura argentina debía “absorber” las
manifestaciones culturales europeas y familiarizarse con los movimientos
artísticos extranjeros. Sin lugar a dudas, la tarea de introducción en
Argentina de estos movimientos era el rol de la elite intelectual que
proclamaba ser una suerte de médium. En el plano cultural, prevalecía entonces
el criterio que miraba con atención lo que sucedía en el extranjero.
La lectura de Sylvia Molloy, marcada por desviaciones y silencios, busca
subrayar el carácter teatral de las lecturas de Ocampo, es decir la puesta en
escena del acto de lectura. Este carácter pondría en evidencia, por ejemplo, la
preocupación de Victoria por la autorrepresentación y también el gusto por una
vocación que, como se dijo más arriba, le fue prohibida, por supuesto por ser
mujer. Su autobiografía es un testimonio del sentimiento que albergaba al
sentirse a contracorriente de los “roles” acordados a las mujeres por la
sociedad de su época, los cuales no correspondían al de actriz o escritora. En El
imperio insular da cuenta de ello: Literato es una palabra que sólo
se toma en sentido peyorativo en nuestro medio “Es un literato” (o peor aún “es
una literata”) significa un inservible, un descastado. Si se trata
de una mujer, es indefectiblemente una bas-bleu, una poseuse,
está al borde de la perversión, y en el mejor de los casos es una insoportable
marisabidilla, mal entrazada. En cambio la palabra estanciero tiene prestigio.
Para Ocampo, al
serle negada la posibilidad de ser actriz, la literatura se convierte en una
forma vicaria del teatro ya que descubre en los libros la posibilidad de
autorrepresentarse. Esto se pone en flagrante evidencia, según Molloy, en un
episodio particular descrito por Victoria, cuando asiste a la representación de
L’Aiglon de Rostand. Durante la obra, la fascinación de Victoria por el
protagonista es tal que termina identificándose con él, de acuerdo a lo que
escribe en sus Testimonios: “¿Por qué me reconocí? La cosa parece
descabellada. El problema del hijo de Napoleón no era mío. Pero ese muchacho
enfermo (la tisis galopante me pareció, entonces, un malenvidiable) estaba
preso en Schoenbrunn, como yo en Florida y Viamonte” (Molloy, Acto de
presencia). Recordemos que, prisionero, el protagonista recibe algunos
libros clandestinamente lo que convierte su lectura en una práctica furtiva:
“En esta ilegalidad, asumida desafiantemente como acto de liberación, Ocampo
reconoce la marca de su propia lectura” (Molloy, Acto de presencia).
Este episodio es doblemente revelador en cuanto la identificación de Victoria
se convierte en un proceso complejo de traducción en varios niveles: Si la
lectura es representación, esta particular lectura de L’Aiglon es la
representación de una representación. Y también es, por supuesto, una
traducción: no sólo un traslado de lo textual a lo vital, o de la convención
teatral francesa a la cotidianeidad argentina, sino de un género sexual a la
representación del otro: la joven Ocampo se identifica con un varón pero
también con una mujer que representa a un varón (Molloy, Acto de presencia).
La alteridad, señalada aquí en términos de traducción, reaparece en la
preocupación por el espacio y la visibilidad de la mujer –tema que Molloy
retomará, pero con otro sentido, en el capítulo sobre Norah Lange en el libro Acto
de presencia. En lo que concierne el teatro y la literatura, aquello que le
era permitido o prohibido a la mujer respondía de modo claro a la división
existente entre el espacio público y el espacio privado. Así, las
representaciones teatrales, alejadas de la mirada pública, quedaban limitadas
al dominio privado, lo que permitía proteger a la mujer de toda exposición
juzgada como poco digna. En este sentido, el caso de Victoria Ocampo no deja de
asombrar pues, como es conocido, se convirtió en uno de los personajes públicos
más importantes e influyentes del mundo intelectual de su época, llegando
incluso a fundar en 1936 la “Unión Argentina de Mujeres”, independientemente de
la célebre revista Sur aparecida en el año 1931. Además, no es de
extrañar que el convertirse en escritora a pesar de su vocación teatral haya
dejado marcas en la escritura: como sostiene Molloy, “la escritora es siempre
una actriz enmascarada que representa un rôle manqué” (Molloy, Acto
de presencia).
Esto recuerda el caso de la propia Molloy quien en su texto “En
breve cárcel: pensar otra novela” señalaba las dificultades que le
impidieron ser considerada como una escritora argentina. En este sentido, y a
partir de la explicación que ofrece sobre Victoria Ocampo, no es aventurado
preguntarse si la propia Sylvia Molloy no representa también un “rôle manqué”
en sus escritos críticos. ¿No cabría pensar que bajo la lectura de la
autobiografía de Victoria Ocampo, cuyo singular funcionamiento es el de revelar
y ocultar al mismo tiempo que desplazar hacia los márgenes, se enmascara la
escritora de ficción literaria? Por otro lado, una parte importante del
capítulo “El teatro de la lectura…” está consagrada a La rama de Salzburgo, tercer
volumen de la autobiografía de Ocampo. Si la lectura de Molloy gravita en la
“naturaleza ilícita” de la relación de Victoria con la literatura y con algunos
hombres, precisamente La rama de Salzburgo es la obra que evidencia con
mayor claridad el cruce entre la vida y la literatura. Al focalizar la atención
en el título –“Le rameau de Salzbourg”, el capítulo seis de De l’amour de
Stendhal– y en la figura de Francesca de Dante que Victoria toma como modelo
para su configuración, Molloy busca poner el acento en la “naturaleza ilícita”
de la relación secreta que mantiene con Julián Martínez, primo de su marido. El
carácter “ilícito” de esta relación forma parte de una “transgresión general”
de la vida de Victoria quien “inscribe sus tres pasiones prohibidas –el teatro,
la literatura y el amor– en los márgenes de lo establecido” (Molloy, Acto de
presencia). En este orden de cosas, llama la atención que la misma idea –el
colocarse por fuera de lo establecido– aparece en un testimonio de Molloy al
referirse a las escritoras que la marcaron –Katherine Mansfield, Colette y
Carson McCullers– en quienes encuentra cierto carácter similar al señalado por
Ocampo: la lectura de estas escritoras, asegura, la habría “condenado a lo
transitorio y lo marginal” (Molloy, “Sentido de ausencias”). Los márgenes que
lee en Ocampo, ¿no son acaso similares a los que ella evoca al revelar que su
propia escritura se ha ido elaborando en los márgenes de otras escrituras, como
si fuera una forma de cita o de comentario apócrifo? (Molloy, “Sentido de
ausencias”). La misma pregunta se presenta al leer su ficción literaria, ¿o
acaso el título En breve cárcel, tomado del soneto de Quevedo “Retrato
de Lisi que traía en una sortija”, no alude al amor confinado –el amor lésbico–
a un espacio cerrado y destinado a ser condenado? Si tenemos en cuenta la
lectura sobre Ocampo, resulta revelador que en esta primera ficción de Molloy
las pasiones, la escritura y el amor, también se inscriben y elaboran a partir
de un lugar que representa la condena de aquello que es juzgado como “ilícito”.
En la misma
lógica, y siempre bajo la misma “naturaleza ilícita” de los vínculos con lo
literario, se evidencia otro entrecruzamiento entre Victoria Ocampo y Sylvia
Molloy. En el texto “Sentido de ausencias”, donde configura su genealogía
literaria, Molloy se libra a reconstruir sus primeras lecturas de la infancia.
La escena de lectura que recrea, muy similar a lo que observa en Victoria
Ocampo, es por ello mismo muy elocuente. Al recordar la lectura de un libro en
inglés de cuentos de hadas, se detiene en la “mirada tutelar” de una tía que
seguía con minuciosidad su lectura). La descripción que ofrece,
particularmente el peso de la mirada y la violencia que la niña siente,
constituye la primera escena de lectura que deja la marca de un acto “ilícito”
en su memoria, una marca que se repetirá más tarde para convertirse en epíteto
de su propia práctica de escritura. Por otro lado, al observar la lectura de la
autobiografía de Victoria Ocampo a partir del vínculo con lo literario, sin
lugar a dudas las referencias literarias merecen especial atención. Los
eslabones de la lectura de Molloy, que se teje alrededor de varias reflexiones
acerca de la dimensión literaria, están elaborados por distintas referencias:
se trata principalmente de los intertextos de Stendhal y de Dante, éste por
medio de la presencia de Francesca, pero
también hay una gran acumulación de referencias literarias, Proust, Shakespeare,
Eliot, entre otros autores, todos asociados a esa pasión no legítima que siente
Victoria. De ahí entonces la afirmación de Molloy, según la cual “Ocampo piensa
y siente ‘en literatura’” puesto que comprende mejor su pasado gracias a sus
lecturas, como por ejemplo las de Proust que le permitieron nombrar la fuente
del fracaso de su relación con Julián Martínez (Molloy, Acto de presencia).
Es decir, gracias a la literatura Ocampo logra poner en palabras la experiencia
vivida. Pero quien tiene un rol aún más sobresaliente es la figura de
Francesca: Ocampo se lee a sí misma en una figura [la de Francesca] que
lee y para quien la lectura está aliada con lo prohibido.
Más importante
aún, se lee a sí misma en una figura que reflexiona sobre los efectos del
proceso de lectura. La forma del trayecto
de la lectura se descubre pues así como Victoria Ocampo se configura a través
del personaje de Francesca, Molloy decide detenerse en una figura que elige,
por voluntad propia y en razón de su época, cristalizar su propia imagen de
escritora en los márgenes de lo permitido. Por ello la lectura marginal de
Molloy, al situarse en clara oposición a aquello que Ocampo representaba en
tanto que figura central al interior del campo cultural argentino, reenvía a la
lectura que ella hace de sí misma al momento de considerar la recepción de En
breve cárcel. En otros términos, al analizar la escritura de Victoria
Ocampo, Molloy reflexiona al mismo tiempo sobre su propia escritura elaborada
desde una marginalidad necesaria, según sus palabras, para pensar también toda
literatura creada a partir de un “lugar desplazado” y silenciada por los
grandes discursos. En este punto de la reflexión, es importante subrayar que el
hecho de elegir la figura de Victoria Ocampo y de proponer una lectura basada
en la cuestión de “la diferencia” –esto es, el carácter ilícito de las lecturas
de Ocampo–, le permiten pensar su propia diferencia, no en términos biográficos
sino en términos de literatura.
Es decir, ella
se lee en la figura de Victoria que ella misma ha creado y, en este gesto, se
dibuja un diálogo entre su ficción -particularmente En breve cárcel– y
su escritura crítica. A partir de este diálogo entre ambas escrituras no
sorprende que la siguiente declaración, a pesar de referirse al propio lugar de
Molloy, se aproxime también al caso de Victoria, o al menos a aquello que la
lectura de Molloy quiere hacernos creer: “ese lugar
desplazado era mi lugar, donde podía por fin pensar la escritura (otraescritura),
pensar la sexualidad (otra sexualidad), y hacer obra de ficción” (Molloy, En
breve cárcel).
Asimismo, sin
por ello disminuir el carácter polémico y transgresivo de la figura de Ocampo,
señalemos que sus palabras y sus actos estaban respaldados por su apellido,
célebre por su capital simbólico y cultural. El apéndice del segundo volumen de
su autobiografía, El imperio insular, es elocuente: compuesto
principalmente de cartas y tarjetas postales –predominan las de Domingo F.
Sarmiento, Nicolás Avellaneda, Carlos Pellegrini, Julio A. Roca y Bartolomé
Mitre–, dirigidas a distintos miembros de la familia Ocampo –incluso Victoria
decide incluir el acta de nacimiento de una tía abuela–, el apéndice tiene como
fin ilustrar los orígenes de la “dama de letras”, unidos a la historia y al
futuro de la Argentina (Ocampo, Autobiografía II ).
Consideremos una
vez más el desplazamiento de la imagen de Victoria Ocampo, de autoridad
intelectual hacia el espacio de lo ilícito. Conviene para ello detenerse en un
breve comentario de Molloy acerca de la tapa de la edición de La rama de
Salzburgo. Al tratarse de una publicación póstuma es difícil saber con
certeza si Ocampo pudo haber participado o no en la elección de las imágenes,
elección que, de modo certero, busca inducir la lectura hacia un sentido
particular. Molloy revela la diferencia entre la cubierta de La rama de
Salzburgo, un retrato de la figura de Victoria, y las cubiertas de los
otros volúmenes, constituidos por fotografías. Describe así el retrato:
Mientras que hay fotografías en la tapa de los otros, en éste hay un
impresionante retrato de cuerpo entero: una Ocampo sensual y físicamente
desafiante, el cuerpo manifestándose de manera conspicua, con un libro en la
mano. Es éste el retrato de Dagnan Bouveret mencionado con anterioridad,
del que se borró el busto de Dante. En cierto sentido esta portada,
construida alrededor de la ausencia de Dante, vuelve esa ausencia en una presencia, y re-presenta
a Francesca: el cuadro une el cuerpo del amor con el cuerpo del libro,
expresando de manera desafiante –como una actriz en el escenario– la unión de
los dos (Molloy, Acto de presencia).
No es de
extrañar la importancia que Molloy otorga a la portada como creadora de
sentido. No sólo delimita y vehicula una interpretación sino que, dado el tema
que la autora analiza, la portada se convierte en una marca indeleble de la
imagen que el autobiógrafo desea transmitir. Esta importancia también se
observa en el cambio de la portada que la autora realiza para la segunda
edición de su novela En breve cárcel en la que la pintura “Lectura de
una carta” de Jan Vermeer Van Delft reemplaza a la de Miguel Ángel, “Mujer
arrodillada con los instrumentos de la Pasión”, de la primera edición. Los
trazos sobresalientes de la pintura de Miguel Ángel muestran el perfil del
cuerpo entero de una mujer, arrodillada y desnuda. A pesar de su desnudez, la
mujer no revela ningún carácter femenino, salvo su rostro, de lo que resulta un
cuerpo asexuado. Entre sus manos sostiene una corona de espinas que ella
observa. La ligereza de su cuerpo desnudo contrasta con su cabeza cubierta por
lo que parece ser una larga y densa trenza. En su conjunto, la desnudez del
cuerpo y la corona de espinas contrastan con la otra pintura, la de Vermeer,
que presenta a una joven dama burguesa, de pie delante de una ventana abierta y
con una carta entre sus manos que ella lee. Sylvia Molloy explicó este cambio
de la portada en función del deseo de focalizar la escena de lectura que, en la
pintura de Vermeer, se encuentra en gran parte oculta por una cortina (Molloy, En
breve cárcel). La pintura elegida opera como una cita en la medida que
convoca al lector, le da cita como diría Antoine Compagnon, para evocar un sentido
preciso. En este caso, la escena de lectura de la pintura de Vermeer invita al
lector a alejarse de una interpretación biográfica de la novela de Molloy, tal
como fue leída por las críticas en su primera edición, y recuerda en
consecuencia el carácter textual del libro en detrimento del atributo
biográfico.
En lo que
concierne el libro con el que Victoria Ocampo aparece en su retrato, objeto que
Molloy subraya, éste se relaciona con la ausencia del busto de Dante ordenada
por sus padres. Esta representación de Victoria tiene una similitud con la
pintura de Vermeer elegida por Molloy para su novela pues aquí la desnudez de
la mujer, en la pintura de Miguel Ángel, fue reemplazada por una ausencia
vedada –aquello que esconde la cortina corrida en la pintura de Vermeer-, tal
como sucede con la ausencia/presencia de Dante en el retrato de Ocampo.
Precisamente, en esta ausencia significativa –interpretada como un silencio– se
cifra una representación marginal compartida por las dos: mientras que Molloy insiste
en el hecho de que Ocampo se relaciona –o juega a representarse así, tal una
actriz– con la “figura furtiva” de Francesca, mujer seducida por la lectura y
marcada por su relación sentimental clandestina, ella misma decide también
vincular su ficción al secreto, sugerido por aquello que queda oculto tras la
cortina en la pintura de Vermeer.
Por último, lo
“ilícito”, más allá de los vínculos sentimentales y literarios de Victoria
Ocampo, reaparece cuando Molloy se detiene a analizar la visibilidad de Victoria.
En aquella época, todo acto o gesto que se producía por fuera de aquello
permitido para la mujer era fácilmente percibido como “ilícito”. Por ejemplo,
el libro De Francesca a Beatrice, publicado en 1924, tuvo críticas
desfavorables justamente por ser demasiado “exhibicionista”. Sin embargo, allí
donde la crítica percibía una actitud a contracorriente de Victoria, Molloy
leerá este gesto de otro modo. De acuerdo a ello, la presencia de Ocampo habría
entonces sido diferente según las circunstancias, ya sea la mujer de letras, ya
sea la mujer elocuente y fascinante que se permitía grandes extroversiones
gracias a su posición social. Para decirlo de otro modo, la lectura de Molloy
señala una vacilación en el modo de presentarse de Victoria pues, a pesar de su
imagen imponente que suscitaba admiración entre sus amigos, en la escritura
autobiográfica se presenta como privada de voz frente a sus interlocutores, la
mayoría hombres siempre locuaces. Cabría entonces pensar que en los Testimonios
Ocampo se muestra propensa al silencio para favorecer, paradójicamente, su
propia voz: “En los Testimonios la tendencia de Ocampo al silencio es
reemplazada por las voces de otros, voces que se habrán de volver, a medida que
las escribe, su propia voz” (Molloy, Acto de presencia).
El silencio se
convierte así en un dispositivo esencial para su configuración, dispositivo que
no oculta ningún secreto sino que, al contrario, tiende a otorgar una voz. ¿Por
qué Molloy lee esta autobiografía con una mirada atenta hacia el silencio? Este
es fundamental en la medida que está relacionado con la alteridad de la voz.
Pues si por un lado favorece la creación de una voz, la de Victoria Ocampo, por
el otro el silencio revela, de modo oblicuo, el vínculo de Ocampo con las otras
voces, las femeninas, raramente citadas por ella. Con este último silencio
Victoria se propone presentarse sola, como también lo observa Molloy en su
lectura de Domingo F. Sarmiento, para poder mostrarse como “la” escritora. A
través del doble silencio que opera en la escritura de Victoria –aquél que le
es propio en vista de la apropiación de las otras voces, apropiación posible a
través de la cita, y el silencio de las voces femeninas– Molloy muestra la
inserción de Ocampo en el sistema masculino, el único que tendría a su
disposición. En lugar de ver allí una contradicción de Victoria –se define por
medio de un sistema masculino al tiempo que desea escribir como mujer–, Molloy
lee una marca de su genio: “Careciendo de voz propia y de un sistema femenino
de representación, se apropia de voces canónicas masculinas y, por el mero
hecho de enunciarlas desde un yo femenino, logra, como Pierre Menard cuando
reescribe a Cervantes, diferenciar su texto” (Molloy, Acto de
presencia). Es decir, Ocampo logra componer su voz por medio de las
lecturas masculinas, al mismo tiempo que conserva su alteridad, la de su propia
voz. Al leer diferentemente, ella “desfamiliariza” el texto conocido, operación
que Molloy denomina la alteridad de la configuración autobiográfica. Esta
afirmación permite una última constatación que entrecruza, una vez más, la
figura de Ocampo con la de Molloy: las dos leyeron de modo diferente –la
primera los textos canónicos masculinos, la segunda una figura canónica– y las
dos lograron, en consecuencia, introducir su propia alteridad. Si la lectura y
la escritura están íntimamente unidas en la autoconfiguración y si Ocampo logró
conservar e inscribir su diferencia, Molloy viene entonces a dilucidar las
escrituras de aquélla, logrando por consiguiente su propia configuración en
tanto lectora de la diferencia.
El
lector desenmascarado.
Entre las
distintas singularidades de la autobiografía hispanoamericana, apuntadas por Sylvia
Molloy a lo largo de su estudio crítico, una en particular requiere una
particular atención. Se trata de la exhibición a la cual se somete el
autobiógrafo. Así lo señala:
"La
autobiografía es una forma de exhibición que solicita ser comprendida, más aún,
perdonada. Que me perdonen la vida: más de un autobiógrafo
hispanoamericano haría suya la frase con que Victoria Ocampo cifra su actitud
ante el lector. La expresión ha de leerse en su doble sentido. Literalmente,
que se perdone al autobiógrafo, que se lea su vida con simpatía. Pero también,
de modo más drástico, que se lo perdone como se perdona a un condenado, que se
posponga su ejecución. La idea de transgresión evocada por la frase y el poder
que en apariencia da al lector para que conceda un indulto, son frecuentes en
estos textos" (Molloy, Acto
de presencia).
A su vez, cabría
agregar que todo género literario ofrece cierta protección al escritor. Si esto
es así, y ante la fragilidad de la autobiografía hispanoamericana durante el
período estudiado por Molloy, el escritor se vería tentado a solicitar cierta
indulgencia para su texto. Pero en la reflexión de la autora interesa subrayar
el término exhibición pues comprender bajo este sentido la autobiografía
supone que la imagen que ella ofrece es una representación y, además, que hay
algo velado que el texto está desenmascarando.
Pero hay más
pues si escribir una autobiografía presume un grado de exhibición de parte del
escritor, es posible que la operación inversa –leer y escribir acerca de este
género– se convierta en una práctica signada no sólo por la exhibición sino
también por la máscara, término en resonancia con la teoría de Paul de Man
evocada al comienzo. Exhibición y máscara son las dos operaciones de la lectura
de Molloy cuyo funcionamiento revela entonces una práctica específica propensa
a cierta marginalidad, característica que le permite leer autores no canónicos, al tiempo que sella la
interpretación contra canónica de autores como Sarmiento y Ocampo entre otros.
Molloy lee como el lector inventado por Borges cuya clave, de acuerdo a Piglia,
es la libertad y todavía más: “Una de las claves de ese lector inventado por
Borges es la libertad en el uso de los textos, la disposición a leer según su
interés y su necesidad. Cierta arbitrariedad, cierta inclinación deliberada a
leer mal, a leer fuera de lugar, a relacionar series imposibles”. De esta
libertad de la lectura o, mejor aún, desviación de la lectura, el retrato de
Ocampo libra una posible configuración de Molloy. O, como sostuvo ella misma
respecto a Borges, por el camino de la alografía Molloy llega a la
autobiografía.
Tomado de:
GONZALEZ ROUX,
Maya: "Lecturas y autoconfiguración: Sylvia Molloy lectora de Victoria
Ocampo". En: Revista Iberoamericana, Vol. LXXXI, n° 250,
Enero-Marzo de 2015, pp. 201-216.
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