Juan
Rulfo o la pena sin nombre
La breve y
brillante carrera de Rulfo ha sido uno de los milagros de nuestra literatura.
No es, en el fondo, un renovador, sino al contrario el más sutil de los
tradicionalistas. Pero ahí radica su fuerza. Escribe sobre lo que conoce y
siente, con la sencilla pasión del hombre de la tierra en contacto inmediato y
profundo con las cosas elementales: el amor, la muerte, la esperanza, el
hambre, la violencia. Con él, la literatura regional pierde su militancia
panfletaria, su folclore. Rulfo no filtra la realidad a través del lente de los
prejuicios civilizados, la muestra al desnudo. Es un hombre en oscuro concierto
con la poesía cruel y primitiva de los yermos, las polvaredas aldeanas, las
plagas y las violencias, los odios y las vendettas de familia, las fiestas y
los duelos, la dureza de la vida siempre al borde de la desgracia y la muerte.
Su lenguaje es tan parco y severo como su mundo. No es un moralizador sino un
testigo de la miseria de regiones desérticas que arden como llamaradas bajo un
eterno sol de mediodía, donde la seca y el abandono han convertido zonas que
eran en un tiempo vegas y praderas en tumbas de piedra. Es un estoico que no
blasfema contra la vida, acepta el destino. Por eso su obra brilla con un
fulgor lapidario. «Tanta y tamaña tierra para nada», dice uno de los personajes
de El llano en llamas, la vista perdida en los espacios que se extienden
hasta el horizonte en el bochorno y la desolación. Son estampas impresionistas,
más que cuentos, pequeñas hogueras en
las que se consume el alma. No todos están relacionados entre sí en el
tiempo o el espacio. Pero es la misma vida ancha y ajena del hombre de la
tierra. La región, a grandes rasgos, es la del sudeste de Jalisco, que abarca
desde el lago Chapala, hacia al oeste por Zacoalco hasta Ayutla y Talpa, y al
sur por Sayula y Mazamitla hasta el límite que separa Jalisco de los estados de
Colima y Michoacán. Bandas armadas devastaron la zona durante la revolución.
Enseguida, cuando regresó la población desplazada, estalló la revuelta de los
cristeros, durante la cual, dice Rulfo, «hubo una especie de reconcentración.
El ejército concentraba a la gente en las rancherías, en los pueblos. Cuando la
revolución se hacía más fuerte, entonces se concentraba a la gente de esos
pueblos en las poblaciones más grandes. Entonces había un abandono que se
producía a base de reconcentraciones. La gente buscaba trabajo en otra parte.
Después de unos años, ya no regresaba». La reforma agraria empeoró las cosas.
Fue muy desorganizada. «La tierra, más que entre los campesinos, se distribuyó
entre los obrajeros, entre los carpinteros, albañiles, zapateros, peluqueros.
Eran los únicos
que formaban comunidad. Para formar una comunidad se necesitaban veinticinco
personas. Se reunían veinticinco personas y solicitaban tierras. Los campesinos
no las pedían. La prueba está en que hasta la fecha los campesinos no tienen
tierras. Es que el campesino estaba muy allegado al hacendado, al patrón. Había
el sistema del mediero, es decir, se sembraba la tierra, el patrón entregaba la
tierra al campesino y el campesino entregaba la mitad de la cosecha al patrón.»
La anarquía favorecía la especulación. Y sigue todo igual ahora. En la
actualidad, los pequeños agricultores de Jalisco «ya no tienen medios de vida.
Viven en una forma muy raquítica. Se van a la costa o se van de braceros a los
Estados Unidos. Regresan en la época de lluvias a sembrar algún terrenito allí.
Pero los hijos, en cuando pueden, se van... Esa zona tiende a desaparecer». Los
malos tiempos siguen arrasándola, dice Rulfo. El cuarenta o cincuenta por
ciento de la población de Tijuana es originaria de allí. Las familias son
numerosas, con un mínimo de diez hijos. La única industria es el mezcal, la
planta de la que se obtiene el tequila. No por nada existe una ciudad llamada
Tequila al noroeste de Guadalajara. El mezcal y el maguey —fuente del pulque—
son productos clásicos de tierras empobrecidas en vías de desintegración.
Rulfo escribe el
epitafio de esas tierras. El llano en llamas es una áspera oración
fúnebre por una región que expira. La cubren como una mortaja las nubes de la
fatalidad. Pétreas son las horas, amargas las desilusiones, y la regla general
es la resignación. Un coraje espartano disfrazado tras la apatía explota
intermitentemente en arrebatos de violencia y de brutalidad: bandolerismo
salvaje, vendettas sangrientas. Es una región de hombres acosados y mujeres
abandonadas en la que «los muertos pesan más que los vivos». «No se puede
contra lo que no se puede», dice la gente, inclinándose ante la muerte próxima
que los aliviará por fin de la vida rapaz. Porque ésa es su única fe firme, su
última ilusión, que «algún día llegará la noche» y la paz con ella, cuando los
lleve la tumba oscura al descanso final. Los disgustos y las mortificaciones
comienzan en la infancia, como en «Es que somos muy pobres», donde una muchacha
—cuyas hermanas mayores, decididas a exprimir de su indigencia todo el placer
que puedan, han recorrido el camino de la carne— se ve, a su vez, condenada a
la perdición al desvanecerse sus esperanzas de casamiento cuando la inundación
se lleva la vaca y el carnero que constituyen su pobre dote. Peor todavía es la
suerte del niño que da su nombre a «Macario»: un huérfano criado de mal modo en
un hogar adoptivo, cuyo único consuelo es el cariño de una cocinera bondadosa
convertida en nodriza que le da leche con gusto a flores de obelisco. Macario
vive bajo la sombra amenazadora de su madrastra, que lo espanta prometiéndole
el infierno por su mala conducta. Para darle gusto —es una neurótica que pasa
las noches en vela, oyendo ruidos— se pasa matando ranas en un estanque cercano
—su croar no la deja dormir— y cucarachas en la casa. Roído por oscuras
angustias —el encono, la nostalgia por una madre ausente— sufre ataques de epilepsia,
y entonces, golpeando la cabeza contra el suelo, se imagina que oye resonar en
la calle los tambores de las ferias.
Con una especie
de fruición sádica aplasta bichos con los pies, descuartizándolos, y desparrama
las tripas por toda la casa. Sólo perdona a los grillos, que, según la
creencia, cantan para ahogar los lamentos de las almas en el Purgatorio. Los
secretos impulsos que precipitan a la gente a su ruina se encadenan en
«Acuérdate», retrato fugaz de un prototipo aldeano, un fanfarrón que de pronto,
nadie sabe por qué, se corrompe y se convierte en un criminal y un forajido.
Quiere reformarse, y se embarca un rato como policía y hasta piensa en el
sacerdocio. Pero una fuerza ciega lo lanza a la violencia, hasta que finalmente
lo cuelgan de un árbol que, en un último acto de libre albedrío concedido por
el destino irónico, escoge él mismo.
La revolución,
dice Rulfo, desató pasiones que con el tiempo se han vuelto hábitos en algunos
de estos pueblos. Aunque el crimen en épocas más recientes se ha ido
desplazando hacia la costa, próspera todavía en ciertas poblaciones de Jalisco,
donde es un oficio e incluso todo un sistema de vida. Lo vemos haciendo sus
estragos en «La cuesta de las comadres», que relata con sangre fría un narrador
impávido en el que sentimos la indiferencia sufrida de un pueblo para el que la
muerte está siempre cerca y la vida tiene poco valor. Una cuadrilla merodeadora
de bandidos y cuatreros —los Torricos— aterrorizan a
los habitantes de la cuesta de pequeñas parcelas de tierra laborable que da su
título al cuento. Es uno de esos lugares contra los que se ha ensañado el
destino. A lo largo de los años la población, seducida por esas ilusiones
efímeras que obsesionan a todos los personajes de Rulfo, se ha desbandado.
Parte de la culpa del éxodo la tienen los Torricos. El narrador los conoce
bien. En su día robaba sacos de azúcar con ellos y estuvo a punto de dejar el
pellejo en la aventura. Más tarde, cuando Remigio Torrico lo amenaza con un
machete, acusándolo de haber asesinado a su hermano Odilón, que en realidad
murió en una pendencia en el pueblo, lo mata a Remigio clavándole una aguja de
embalar en las costillas. Todo esto lo cuenta como si tal cosa, con una
naturalidad que congela la sangre. El escenario es la tierra de nadie que rodea
a Zapotlán. Rulfo dice que en esos lugares ocurren las cosas más lóbregas sin
que nadie se altere por ellas. «Hace un tiempo, en Tolimán, estaban
desenterrando a los muertos. Nadie sabía la razón, la causa. Sucedía en etapas.
Era cosa cíclica...» Recuerda otro caso: «De todos estos pueblos, hay uno que
se llama El Chantle, donde se han ido a refugiar forajidos. Allí no hay ninguna
autoridad. Ni las mismas fuerzas del gobierno intentan llegar allí. Es un
pueblo de proscritos.
Usted encuentra esas personas en otras partes. Generalmente son las más calmadas del mundo. No traen armas, porque los desarman. Usted habla con ellos y parece que no matan una mosca. Son una gente muy tranquila, una especie de campesino, así, un poco ladino, avispado, pero al mismo tiempo sin malas intenciones. Sin embargo, detrás de aquel hombre puede haber muchos crímenes. Entonces uno no sabe con quién está tratando, si con el pistolero de algún cacique o con un simple campesino de cualquier parte». Muchas veces las fuerzas del orden no son más civilizadas que los delincuentes que persiguen. En «La noche que lo dejaron solo» vemos a un pandillero fugitivo acechado por siniestros perseguidores que acaban con toda su familia. Cuando vuelve a hurtadillas a su choza por la noche, ve a través del humo de una fogata los cadáveres de sus dos tíos que cuelgan de un árbol en el corral. Los soldados están reunidos alrededor de los cadáveres, esperándolo. Se larga de cabeza por el matorral para zambullirse en el río, y oye a sus espaldas una voz que dice con una lógica salvaje: «Si no viene de hoy a mañana, acabalamos con el primero que pase y así se cumplirán las órdenes».
El llano en llamas (1950) de Juan Rulfo |
Otro perseguido
es el protagonista de «El hombre», cuya fuga lo precipita a un horizonte tras
otro llevando íntegro el peso de su culpa. Es un asesino que ha terminado con
toda una familia. Puntos de vista en constante flujo iluminan de a poco las
incógnitas de la historia, anticipando técnicas perfeccionadas después en Pedro
Páramo. La primera parte del cuento transcurre objetivamente en dos
tiempos: uno que corresponde a las percepciones del perseguido, y el otro a las
del perseguidor. A medio camino hay un desvío a un narrador en primera persona
—el fugitivo— y luego al punto de vista de un testigo casual: un pastor que
hace su declaración ante las autoridades policiales de la localidad. Todas son
figuras huidizas, destellos humanos que se esquivan pronto en la vastedad de la
llanura. En la tierra de los condenados nadie es responsable de sus faltas y
sin embargo todos son culpables. Porque aun despojados de su humanidad, los
hombres siguen pagándola. La culpa puede ser desconocida —sin por eso ser menos
onerosa— como en el cuento «En la madrugada», donde despierta en la cárcel un
peón de granja acusado de haber matado a su patrón en una pelea, y aunque no
recuerda nada se dice, casi con regocijo: «Desde el momento en que me tienen
aquí en la cárcel por algo ha de ser». O puede ser muy precisa y concreta, como
en «Talpa», donde una pareja de adúlteros —un hombre y su cuñada— llevan al
marido engañado, afligido por la peste, en una larga peregrinación a la Virgen
de Talpa, a la que esperan llegar «antes que se le acaben los milagros». El
viaje tiene un doble propósito (y también un doble sentido). El enfermo es una carga
para sus parientes; saben que el esfuerzo lo agotará y así saldrán de él más
pronto. Pero también ellos padecerán en el camino. Es lo que descubren cuando
el apestado, que tal vez sospecha la verdad —aunque ellos mismos sólo la
perciben a medias— se vuelve una especie de mártir y
flagelante. En un arrebato de fervor ciego, se lacera los pies en las rocas, se
venda los ojos y se arrastra a gatas con una corona de espinas. Su sufrimiento
es el de ellos, su pérdida también. Dramatizan una desesperanza común. Cuando
muere, los sobrevivientes no se ven absueltos de su culpa. El amor que se
alimentaba a expensas del enfermo muere con él.
La culpabilidad
vuelve a ser el tema central de «Diles que no me maten», una historia de
venganza. Un viejo crimen que el tiempo no ha derogado alcanza al protagonista,
al que ata a una estaca el hijo del hombre al que asesinó años atrás,
ofreciéndole primero con paradójica compasión unos tragos de aguardiente que le
mitigarán el dolor, para después despacharlo sin miramientos. Aunque en
realidad el peor castigo habría sido perdonarlo, porque con su mala conciencia
ya había muerto de terror mil veces antes. Es la ironía de siempre. Las balas
que lo acribillan arreglan cuentas muchas veces saldadas. Son el remate, nada
más: golpes de gracia en un cadáver. El dolor crea fallas por dentro. La
pobreza física es indigencia moral. Difunde sus venenos hasta en los rincones
más íntimos de la vida privada, contagiando el amor y socavando la confianza y
la amistad. Tal es el tema de «No oyes ladrar los perros», donde seguimos los
pasos de un padre que lleva a su hijo herido al pueblo para que lo vea un
médico, y amontona los reproches en el camino. En Rulfo hay casi siempre rencor
y recriminación entre padres e hijos; se desgarran entre ellos aun cuando
tratan de ayudarse. Lo que una generación puede transmitir a la siguiente es
poco más que una impotencia secular. Los jóvenes, desheredados, son arrojados
al mundo indefensos, para arreglárselas como puedan.
Los que tienen
vigor y ánimo se defienden. Los otros se marchitan, o se hacen maleantes. «Los
hijos se te van... no te agradecen nada... se comen hasta tu recuerdo», dice un
cuento. Las relaciones entre hombre y mujer no son más felices que las
relaciones entre padres e hijos. En «Paso del Norte» se nos cuenta lo que le
sucede a un joven que deja a su familia para cruzar ilegalmente la frontera de
los Estados Unidos. Lo reciben del otro lado a los balazos, y cuando regresa
con su derrota a la aldea se encuentra con que su mujer lo ha dejado.
Abandonando a sus hijos, desaparece tras ella, destinado a vagar por la región
como un alma en pena.
Hay siempre los
que de alguna manera, aun desde el infortunio total, medran con los males
ajenos. Es el caso de los bandidos errantes de «El llano en llamas», que
saquean los ranchos e incendian los campos galopando a través de la llanura
perseguidos por tropas del gobierno que no los alcanzan nunca o los dejan
escapar cuando ya casi los tienen entre las manos. Son la banda parasitaria de
los Zamora, que «aunque no tenemos por ahorita ninguna bandera por qué pelear,
debemos apurarnos a amontonar dinero», y se entrenan cortando gargantas y
acumulando botín. El jefe juega al «toro» con los prisioneros, que desarma para
luego arremeterlos con su espada. Descarrilan trenes y raptan mujeres. La mala
suerte quiere que el narrador pase un tiempo en la cárcel, de donde sale algo
corregido. Tal vez una mujer que le abre los brazos a la salida —en un
desenlace un tanto sentimental— lo salvará. Pero probablemente volverá a sus
andanzas. O encontrará alguna otra manera ambigua de ganarse la vida, como
Anacleto Morones, en el cuento del mismo nombre, que revela mejor que ninguno a
Rulfo como un ironista mordaz. Anacleto se enriquece como santero, combinando
el arte del negociado con la charlatanería religiosa. Su fama le rinde grandes
beneficios. Entre sus devotos partidarios hay una recua de viejas brujas
hipócritas que se han dejado seducir de más de una manera por sus encantos.
Cuando muere, de vulgar buhonero se convierte en «el santo niño Anacleto». Las
viejas quieren hacerlo canonizar oficialmente y acuden a Lucas Lucatero, el
yerno de Anacleto, para que testifique los presuntos milagros. Pero Lucas
Lucatero sabe de memoria que Anacleto fue un farsante. Resulta que su mayor
milagro fue dejar embarazada a su propia hija, la mujer de Lucas. Lucas lo ha
matado y enterrado con todo y sus milagros bajo el piso.
Tal vez, en la
balanza final, Lucas Lucatero y el mismo Anacleto no fueron alguna vez peores
que los honrados campesinos del adusto y fúnebre «Nos han dado la tierra», que
sigue siendo uno de los cuentos más conmovedores de Rulfo. Con una especie de
compasión impersonal que hace al cuento doblemente sugestivo, habla de un grupo
de hombres a los que se han otorgado tierras en una región estéril bajo un
programa de distribución gubernamental. Los envían lejos de los campos fértiles
que bordean el río, donde han impuesto sus prerrogativas poderosos
terratenientes. El grupo, reducido ahora a cuatro hombres, ha marchado durante
once horas, con el corazón en la boca, a través del desierto, en el que «nada
se levantará... ni zopilotes». Sin embargo, la vida continúa. «Es más
dificultoso resucitar un muerto que dar vida de nuevo», dice Rulfo en alguna
parte, resumiendo la actitud general. De esta frágil esperanza se alimentan las
vidas exiguas. Haber sabido captar lo que tienen de fuerza elemental ha sido el
mérito de Rulfo. En los pequeños detalles está la mano maestra. Tiene
debilidades como narrador. La excesiva poetización congela algunas de sus
escenas. Sus personajes son a veces demasiado tenues y fragmentarios para darse
con toda su humanidad. Son voces y gestos que pasan y se desbaratan. Por su
falta de recursos internos, al final inspiran poco más que compasión. Ese
patetismo es un peligro. Pero hay entradas a otra dimensión: un escenario de
alegoría y tragedia. Vivir, en Rulfo, es morir desangrado. El llano es la
condición humana. Late en cada gesto la mortalidad. Rulfo puede evocar la
fatiga de un largo día de marcha a través del desierto con una frase sencilla:
«A mí se me ocurre que hemos caminado más de lo que llevamos andado», o la
angustia y el anhelo inexpresables de toda una vida en la voz quieta de una
mujer que dice de su marido ausente: «Es todavía la hora en que no ha vuelto».
De la madre que ha perdido a todos sus hijos comenta simplemente: «Se dice que
tuvo su dinerito, pero se lo acabó en los entierros». Rulfo es trágico porque
abre a algo más grande. Los conflictos entre padres e hijos y entre hermanos,
la culpa y la orfandad, son los del teatro griego y el antiguo testamento. El
estilo, en sus mejores momentos, es tan sobrio como sus paisajes. Las voces van
formando un coro que dice profecías.
Uno de los
cuentos más característicos de El llano en llamas es «Luvina», el nombre
de una aldea situada en una colina de piedra caliza, que sufre una oscura
maldición en una zona barrida por una polvareda que parece transportar cenizas
volcánicas. Es «un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros». Como
la antiguamente fértil cuesta de las comadres, es un pueblo fantasma destinado
al olvido. «Yo
diría que es el lugar donde anida la tristeza, donde no se conoce la sonrisa,
como si a toda la gente le hubieran entablado la cara», advierte el narrador,
un antiguo residente, a un viajero encaminado en esa dirección. Él sabe,
porque: «Allá viví. Allá dejé la vida». Estos días no vive nadie en Luvina más
que «los puros viejos y los que todavía no han nacido... y las mujeres solas».
Los que no se han ido, como de costumbre, es porque los retienen los muertos al
lugar. «Ellos viven aquí y no podemos dejarlos solos», dicen. Se las aguantan
como pueden, pensando: «Durará lo que debe durar».
Tomado de:
HARSS, Luis ([1966]
2012): Los nuestros. Bs. As. Alfaguara, pp. 129-144.