El loco de los
libros
Alberto Manguel
Resulta desconcertante imaginar los muchos siglos
anteriores a la invención de los lentes, durante los cuales entrecerraban los
ojos para abrirse camino a través de los nebulosos arrabales de un texto, y
conmovedor imaginar su extraordinario alivio, una vez que fue posible disponer
de ellos, al ver de repente, casi sin esfuerzo, una página escrita. Una sexta
parte de la humanidad padece de miopía; entre los lectores la proporción es más
alta, casi el 24 por ciento. Aristóteles, Lucero, Samuel Pepys, Samuel Johnsom,
Alexander Pope, Quevedo, Wordsworth, Dante Gabriel Rosseti, Elizabeth Browning,
Kipling, Edgard Lear, Dorothy Sayers, Yeats, Unamuno y James Joyce tenían
problemas de vista. En muchos casos se volvieron ciegos con el paso del tiempo,
desde Homero y Milton hasta James Thurber y Jorge Luis Borges, que empezó a
perder la vista poco después de cumplir los treinta años y a quien en 1955,
cuando ya no veía, nombraron director de la Biblioteca Nacional
de Buenos Aires. Borges comparaba el destino de ese lector en el mundo borroso
de “vagas cenizas pálidas semejantes al olvido y al sueño” con el del rey
Midas, condenado a morir de hambre y sed rodeado de comida y bebida.
Antes de la invención de los lentes, al menos la cuarta
parte de los lectores habría necesitado letras muy grandes para descifrar un
texto. El esfuerzo que los lectores medievales exigían a sus ojos era enorme:
las habitaciones donde trataban de leer estaban a oscuras en verano para
protegerse del calor; en invierno la oscuridad era natural porque las ventanas,
necesariamente para evitar las corrientes heladas, sólo dejaban entrar una luz
cenicienta. Los escribas medievales se quejaban todo el tiempo de las
condiciones en las que tenían que trabajar m y con frecuencia garabateaban
notas sobre sus problemas en los márgenes de los libros, como la redactada a
mediados del siglo XIII por un tal Florencio, de quien ignoramos casi todo
excepto su nombre de pila y esta lúgubre descripción de su oficio: “Era una
tarea penosa que apaga la luz de los ojos, dobla la espalda, aplasta vísceras y
costillas , causa dolor en los riñones y fatiga todo el cuerpo”. Para los
lectores con mala vista debe de haber sido aún más duro.
En Babilonia, en Grecia y Roma, los lectores con problemas
de vista no tenían otra solución que hacerse leer los libros, en general por
esclavos. Unos pocos descubrieron que mirar a través de un disco de piedra transparente
ayudaba a ver mejor. Al escribir sobre las propiedades de las esmeraldas,
Plinio el Viejo comentaba que el miope emperador Nerón contemplaba los combates
de gladiadores a través de una esas joyas. No sabemos si lo hacía para ampliar
los detalles más sangrientos o simplemente para darles un tono verdoso, pero
anécdota siguió circulando durante la Edad
Media y eruditos como Roger Bacon y su maestro, Roger
Grosseteste, hicieron comentarios sobre las notables propiedades de las
esmeraldas.
Pero muy pocos lectores disponían de piedras preciosas. La
mayoría estaban condenados a que otros les leyeran o a realizar penosos
esfuerzos y a avanzar muy despacio mientras los músculos de sus ojos trataban
de subsanar el defecto. Luego, en algún momento de fines del siglo XIII, el
destino de los lectores con una mala vista cambió para siempre. No sabemos exactamente cuándo se produjo el cambio, pero el
23 de febrero de 1306, desde el púlpito de la iglesia de Santa María Novella de
Florencia, Giordano de Rivalto, De Pisa, predicó un sermón en el que recordaba
a los feligreses que la invención de los lentes “uno de los artefactos más
útiles del mundo”, ya tenía veinte años. Después añadió: “He visto al hombre
que, antes que ningún otro, descubrió y fabricó un par de lentes, y he hablad
con él”.
Nada se sabe del tan notable inventor. Quizá fuera un
contemporáneo de Giordano, un monje llamado Spina de quien se decía que “hacía
lentes y enseñaba gratis el arte a otros”. Tal ve era miembro del Gremio de
Cristaleros Venecianos, donde el oficio de la fabricación de lentes se conocía
al menos desde 1301, puesto que aquel año en unas de las reglas del gremio, se
explicaba el procedimiento a seguir por cualquiera “interesado a fabricar
lentes para leer”. O quizá el inventor fuera un tal Salvino degli Armati, a
quien en una placa funeraria todavía visible en la iglesia de Santa María
Maggiore de Florencia se lo llama “inventor de los lentes” y añade: “Que Dios
perdone sus pecados, 1317”
Otro candidato es Roger Bacon, a quien ya hemos mencionado como un gran
catalogador y a quien Kipling, en un relato de sus últimos años, convierte en
testigo de uso de un antiguo microscopio árabe que un ilustrador para a
Inglaterra de contrabando. En 1268 Bacon había escrito: “Si alguien examina
letras u objetos pequeños por medio de un cristal o lente que tenga la forma
del segmento menor de una esfera, con el lado convexo hacia el ojo, verá las
letras mucho mejor y más grandes. Un instrumento así es útil para todas las
personas. Cuatro siglos después,
Descartes seguía elogiando la invención de los lentes: “Toda la organización de
nuestras vidas depende de los sentidos, y dado que la vista es el más amplio y
más noble de todos ellos, no cabe duda de que las invenciones que sirven para
aumentar su capacidad figuran entre las más útiles.
La primera representación conocida de unos lentes se encuentra
en un retrato del cardenal Hugo de Saint Cher pintado en 1352 por Tommaso de
Modena. En él se ve al cardenal vestido de gala, sentado ante su escritorio,
copiando un libro abierto, situado en una estantería un poco por encima de él,
a su derecha. Los lentes, conocidos como “gafas remachadas”, consisten en dos
cristales redondos sostenidos por una gruesa montura y con una bisagra por
encima del puente de la nariz, para regular la presión.
Hasta bien entrado el siglo XV los anteojos para leer era un
lujo; costaban mucho dinero y, comparativamente, pocas personas las
necesitaban, ya que los mismos libros estaban en manos de unos pocos
privilegiados. Con la invención de la imprenta y la relativa popularización de
los libros, aumentó la demanda de lentes; en Inglaterra, por ejemplo, los
vendedores ambulantes que viajaban de pueblo en pueblo ofrecían “lentes baratos
de continente”. En 1466, en Estraburgo, aparecieron fabricantes de gafas y
monturas, apenas once años después de la primera Biblia de Gutemberg; en 1478
ya los había en Nuremberg y en 1540 en Frankfurt. Es posible que más y mejores
lentes hayan permitido a más lectores leer mejor y comprar más libros, y que
por esa razón los lentes hayan quedado asociados a intelectuales,
bibliotecarios y eruditos.
A partir del siglo XIV en adelante, se añadieron lentes de
muchos cuadros para resaltar la personalidad estudiosa y culta de un personaje.
En numerosas representaciones de la Dormición o Muerte de la Virgen , varios de los
doctores y sabios que rodean el lecho de María llevan gafas de distintas
clases; en un Tránsito anónimo del siglo XI, que ahora se encuentra en el
monasterio Neuberg de Viena, se agregaron, varios siglos después, unos anteojos
a un anciano de barba blanca, a quien un joven desconsolado muestra un grueso
volumen. La insinuación parece ser que ni siquiera los más cultos entre los
eruditos poseen conocimientos suficientes para cuera a la Virgen y cambiar su
destino.
En Grecia, Roma y Bizancio, el erudito-poeta –el doctus
poeta, a quien se representaba sosteniendo una tablilla o un rollo- se
consideraba un modelo digno de imitación, pero ese papel estaba reservado a los
mortales. Los dioses nunca se ocupaban de la literatura; las divinidades
griegas y latinas no aparecían nunca con un libro en la mano. El cristianismo
fue la primera religión que colocó un libro en manos de su dios, y desde
mediados del siglo XIV. El emblemático libro cristiano aparecía acompañado de
otra imagen, la de los lentes. La perfección de Cristo y Dios Padre no justificaría
su representación como cortos de vista, pero a los Padres de la iglesia –santo
Tomás de Aquino, san Agustín- y a los autores antiguos admitidos en el canon
católicos –Cicerón, Aristóteles-, en ocasiones se los retrataba con un volumen
erudito en la mano y sobre la nariz los doctos lentes del conocimiento.
A fines del siglo XV los anteojos habían llegado a ser
instrumento lo bastante familiar como para simbolizar no sólo el prestigio de
la lectura sino también sus abusos. La mayoría de los lectores, tanto en
aquella época como en la actualidad, han experimentado al algún momento la
humillación de que les dijeran que su actividad era censurable. Recuerdo cómo
se rieron de mí, cuando estaba en sexto o séptimo grado, por quedarme a leer en
clase durante un recreo, y cómo la burla terminó conmigo boca abajo en el
suelo, mis anteojos pateados hacia un rincón y mi libro hacia el otro. “No te
divertirás”, fue el veredicto de mis primos cuando vieron mi dormitorio
tapizado de libros y llegaron a la conclusión de que yo no querría acompañarlos
a ver otra película más del lejano Oeste. Mi abuela, si me veía leyendo los
domingos `por la tarde, suspiraba: “Estás soñando despierto”, porque mi
inactividad le parecía un desperdicio, una ociosidad y un pecado contra la
alegría de vivir. Vago, débil, pretencioso, pedante, elitista: esos son algunos
de los epítetos que finalmente quedaron relacionados con el académico
distraído, el lector miope, el ratón de biblioteca, el pelmazo. Enterrado entre
libros, aislado del mundo de los hechos y de la carne, sintiéndose superior a
los no familiarizado con las palabras conservadas entre tapas polvorientas, el
lector con lentes que pretendía saber lo que Dios en su sabiduría había
escondido era visto como un loco, y los anteojos se convirtieron en emblema de
la arrogancia intelectual.
En febrero de 1494, durante el famoso carnaval de Basilea,
el joven doctor en leyes Sebstián Brant publicó un pequeño volumen de versos
alegóricos en alemán con el título de Das Narrenschiff o La nave de los locos.
Su éxito fue inmediato: el primer años el libro se reimprimió tres veces y más
de los cambios sufridos por el texto original de Brant, sus lectores siguieron
aumentando hasta bien entrado el siglo XVII. El éxito se debía en parte a los
grabados en madera que los ilustraban, muchos de ellos salidos de la mano
Alberto Durero. Una de esas imágenes, la primera después del frontispicio,
ilustra la locura del erudito. El lector que abre el libro de Brant se
encuentra con su propia imagen: un hombre en su estudio, rodeado de libros. Hay
libros por todas partes; en las estanterías que tiene detrás, a ambos lados de
su pupitre atril, dentro de los compartimentos del pupitre mismo. Este hombre
lleva puesto un gorro de dormir (para ocultar sus orejas de burro), tras él,
cuelga una capucha de bufón con campanillas, y en la mano derecha tiene un
plumero para aplastar las moscas que se posan sobre sus libros. Es el
Büchemarr, el “loco de los libros”, un hombre cuya locura consiste en
enterrarse en su biblioteca. Sobre su nariz descansan unos lentes.
Esos lentes lo acusan: he aquí un hombre que no quiere ver
el mundo directamente, sino que depende de palabras muertas en una página
impresa. Gracias al libro de Brant, la imagen del erudito y con lentes se
convirtió en un símbolo común; ya en 1505, en De fide concubinarum, de
Olearius, se ve a un asno sentado frente a un escritorio, con los anteojos
sobre la nariz y un matamoscas en la pezuña, leyendo de un gran libro abierto a
una clase donde los alumnos son otros animales- el libro de Brant alcanzó una
popularidad tan grande que en 1509 el erudito humanista Geiler von Kayserberg
empezó a predicar una serie de sermones basados en el repertorio de locos de
Brant, uno para cada domingo.
Frontispicio de Alberto Durero para la 1° edición de La nave de los locos de Sebastian Brant. |
Mediante las imágenes intelectuales de Brant, Geiler, el
intelectual, suministró argumentos a los antiintelectuales de su tiempo, que
vivían llenos de zozobra en una época en las que las estructuras civiles y
religiosas de la sociedad europea se agrietaban por causa de guerras dinásticas
que alteraron su concepto de la historia, de descubrimientos geográficos que
cambiaron para siempre su concepto de quiénes eran y por qué y para qué estaban
en la Tierra. Geiler
les proporcionó todo un catálogo de acusaciones que les permitió, como
sociedad, encontrar defectos no en sus propias acciones sino en los
pensamientos sobre sus acciones, en lo que imaginaban, en sus ideas, en sus
lecturas.
Muchos de quienes se sentaban en la catedral de Estraburgo
domingo tras domingo a escuchar los ataques de Geiler contra las locuras del
lector descaminado, probablemente eco del rencor popular contra el hombre de
libros. Me imagino la incomodidad de aquellos que, como yo, usaban anteojos, y
que tal vez se los quitaban subrepticiamente cuando esos mansos colaboradores
se convertían de repente en un insignia de deshonor. Pero ni los lectores ni
sus lentes eran el blanco de los ataques de Geiler. Al contrario: sus
argumentos eran de un clérigo humanista, crítico de la competición intelectual
inexperta y vacua, pero defensor, con la misma energía, de la necesidad de
conocimientos obtenidos a través de la lectura y del valor de los libros.
Geiler no compartía el creciente resentimiento de la mayoría de la población,
que veía a los eruditos como privilegiados sin merecerlo, aquejados de los que
John Donne describió como “defectos de soledad”, apartados de los verdaderas
tareas del mundo en lo que varios siglos después Gerard de Nerval, siguiendo a
Saint Beauve, llamaría “la torre de marfil”, el refugio “donde subimos cada vez
más alto para aislarnos de la multitud”, lejos de las gregarias ocupaciones de
la gente común.
Jorge Manrique, contemporáneo de Geiler, dividía a la
humanidad entre “los que viven por sus manos y los ricos”. Pronto esa división
pasó a percibirse como entre “los que viven por sus manos” y “el loco de los
libros”, el lector con gafas. Es curioso que los lentes no hayan perdido nunca
esa asociación con el desinterés por el mundo. Incluso quienes, en nuestro
tiempo, quieren aparentar sabiduría –o al menos relación con los libros- se
aprovechan de ese símbolo; un par de anteojos, recetados o no, socavan la
sensualidad de un rostro y sugieren, en su lugar, preocupaciones intelectuales.
En Con faldas y a lo loco, Tony Curtis se pone unos lentes robados mientras
intenta convencer a Marilyn Monroe de que sólo es un millonario ingenuo. Y,
según las palabras de Dorothy Parker, “los hombres rara vez intentan
conquistar/ a las chicas que usan lentes”. Por otra parte, en el siglo XVIII
António José de Silva hizo que su diablillo señalara al aventurero soldado Peralta
que aquellas mujeres hermosas y sensuales que el Diablo quiere que el soldado
seduzca han caído en pecado de pereza por haber “leído demasiado”: los libros
las han corrompido. Pero en la mayoría de los casos, para oponer la fortaleza
del cuerpo al poder de la mente, separar al homme moyen sensual del erudito, es
necesario utilizar argumentos complicados. A un lado están los trabajadores,
los esclavos que no tiene acceso a los libros, las criaturas de huesos y
nervios, la mayoría de humanidad; al otro, la minoría, los pensadores, la elite
de los escribas, los intelectuales supuestamente aliados de la autoridad. Al
estudiar el significado de la felicidad, Séneca concedía a la minoría el valuarte
de la sabiduría y despreciaba la opinión de la mayoría, “La mayoría”, dijo,
“debería preferir lo mejor, pero, en cambio, el populacho elige lo peor… No hay
nada tan perjudicial como escuchar lo que dice la gente, considerar justo lo
que aprueba la mayoría, y tomar como modelo el comportamiento de las masas, que
no viven de acuerdo con la razón, sino para amoldarse.
El argumento que coloca a quienes tienen derecho a leer,
porque pueden hacer lo “bien” (como los temibles lentes parecen indicar) en oposición
a quienes debe negárseles la lectura, porque “no entenderían”, es tan antiguo
como engañoso. “Cuando una cosa se pone por escrito, sostenía Sócrates, “el
texto, sea el que fuere, se lleva de un sitio a otro y caen en manos de no sólo
lo que lo entienden, sino también de aquellos que nada tienen que ver con él.
El texto no sabe como dirigirse a las personas adecuadas y no hacerlo con las
que no lo son. Y cuando es maltratado e injustamente denigrado, siempre
necesita que su progenitor acuda en su ayuda, por ser capaz de defenderse”.
Lectores adecuados e inadecuados: para Sócrates parece haber una interpretación
“correcta” de un texto, sólo disponible para unos pocos especialistas bien
informados.
Ambos estereotipos son invenciones y los dos son peligrosos,
porque con el pretexto de una crítica moral o social, son empleados con el fin
de restringir una facultad que, en su esencia, no es limitada ni limitadora. La
realidad de la lectura se encuentra en otra parte. Al tratar de descubrir en la
gente común una actividad afín a la escritura creativa, Sigmund Freud sugirió
que podría trazarse una comparación entre las invenciones de la ficción y las
de quienes sueñan despiertos, puesto que cuando leemos ficción “el goce genuino
de la obra poética proviene de la liberación de tensiones en el interior de
nuestra alma… nos habilita para gozar en lo sucesivo sin remordimiento ni
vergüenza algunos, de nuestras propias fantasías”
Aunque, sin duda, eso no coincide con la experiencia de la
mayoría de los lectores. Según el momento y el lugar, nuestro estado de ánimo y
nuestros recuerdos, nuestras experiencias y nuestros deseos, el placer de la
lectura, en el mejor de los casos, aumenta, más que reduce, las tensiones de
nuestra mente, tensándolas para hacerlas cantar, lo que nos hace no menos sino
más conscientes su presencia. Es verdad que en algunas ocasiones el mundo de la
página se incorpora a nuestra imaginaire consciente –nuestro cotidiano
vocabulario de imágenes-, y entonces vagamos sin rumbo por esos paisajes
inventados, maravillados como Don Quijote. Pero la mayor parte del tiempo
caminamos con paso firme. Sabemos que estamos leyendo incluso al mismo tiempo
en que ponemos en suspenso la incredulidad; sabemos por qué leemos aunque no
sepamos cómo, reteniendo en la cabeza al mismo tiempo, por así decirlo, la
ilusoria realidad del texto y el acto de leer. Leemos para averiguar el final,
por consideración a la historia. Leemos no para alcanzar la última página, sino
por amor a la lectura misma. Leemos minuciosamente, como rastreadores, sin
prestar atención a o que nos rodea; leemos distraídamente, saltándonos páginas.
Leemos con desprecio, con admiración, con negligencia, con furia, con pasión,
con envidia, con anhelo. Leemos con ráfagas repentinas de placer, sin saber qué
las ha provocado. Y a veces, cuando las estrellas nos son propicias, leemos
conteniendo la respiración, con un estremecimiento, como si alguien o algo
hubiera “caminado sobre nuestra tumba”, como si, de repente, hubiéramos
rescatado un recuerdo de lo más hondo de nosotros mismos; el reconocimiento de
algo que antes ignorábamos que estaba allí, o de algo que vagamente sentimos
como un parpadeo o una sombra, cuya silueta fantasmal se eleva y vuelve a desaparecer en nuestro interior
antes de que podamos ver lo que es, pero volviéndonos más viejos y más sabios.
Tomado de:
MANGUEL, Alberto (2014): Una historia de la lectura. Bs.
As. Siglo XXI, pp. 301-315.
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