Los tres estados del capital cultural
Pierre Bourdieu
La condición de capital cultural se impone en primer lugar como una hipótesis indispensable para dar cuenta de las diferencias en los resultados escolares que presentan niños de diferentes clases sociales respecto del éxito “escolar”, es decir, los beneficios específicos que los niños de distintas clases y fracciones de clase pueden obtener del mercado escolar, en relación a la distribución del capital cultural entre clases y fracciones de clase. Este punto de partida significa una ruptura con los supuestos inherentes tanto a la visión común que considera el éxito o el fracaso escolar como el resultado de las aptitudes naturales, como a las teorías de “capital humano”.
Los economistas tienen el aparente mérito de plantear explícitamente la cuestión de la relación entre las tasas de rendimiento aseguradas por la inversión educativa y la inversión económica (y de su evolución). A pesar de que su medición del rendimiento escolar sólo toma en cuenta las inversiones y las ganancias monetarias (o directamente convertibles en dinero), como los gastos que conllevan los estudios y el equivalente en dinero del tiempo destinado al estudio, no pueden dar cuenta de las partes relativas que los diferentes agentes o clases otorgan a la inversión económica y cultural, porque no toman en cuenta, sistemáticamente, la estructura de oportunidades diferenciales del beneficio que les es prometido por los diferentes mercados, en función del volumen y de la estructura de su patrimonio.
Además, al dejar de reubicar las estrategias de inversión escolar en el conjunto de las estrategias educativas y en el sistema de las estrategias de la reproducción, se condenan a dejar escapar, por una paradoja necesaria, las más oculta y la más determinada socialmente de las inversiones educativas, a saber, la transmisión del capital cultural.
Sus interrogantes sobre la relación entre la “aptitud” (ability) por los estudios y la inversión de estudios, demuestran que ignoran que la “aptitud” o el “don” es también el producto de una inversión en tiempo y capital cultural. Y se entiende entonces, que al evaluar los beneficios de la inversión escolar, sólo se pueden interrogar sobre la rentabilidad de los gastos educativos para la “sociedad” en su conjunto, o sobre la contribución de la educación a la “productividad nacional”.
Esta definición, típicamente funcionalista de las funciones de la educación, que ignora la contribución que el sistema de enseñanza aporta a la reproducción de la estructura social, al sancionar la transmisión hereditaria del capital cultural se encuentra de hecho comprometida, desde su origen, con una definición del “capital humano”, la cual a pesar de sus connotaciones “humanistas”, no escapa a un economicismo e ignora que el rendimiento de la acción escolar depende del capital cultural previamente invertido por la familia. Desconoce también que el rendimiento económico y social del título escolar, depende del capital social, también heredado, y que puede ponerse a su servicio. a condición de capital cultural se impone en primer lugar como una hipótesis indispensable para dar cuenta de las diferencias en los resultados escolares que presentan niños de diferentes clases sociales respecto del éxito “escolar”, es decir, los beneficios específicos que los niños de distintas clases y fracciones de clase pueden obtener del mercado escolar, en relación a la distribución del capital cultural entre clases y fracciones de clase. Este punto de partida significa una ruptura con los supuestos inherentes tanto a la visión común que considera el éxito o el fracaso escolar como el resultado de las aptitudes naturales, como a las teorías de “capital humano”.
El capital cultural puede existir bajo tres formas: en el estado incorporado, es decir, bajo la forma de disposiciones duraderas del organismo; en el estado objetivado, bajo la forma de bienes culturales, cuadros, libros, diccionarios, instrumentos, maquinaria, los cuales son la huella o la realización de teorías o de críticas a dichas teorías, y de problemáticas, etc., y finalmente en el estado institucionalizado, como forma de objetivación muy particular, porque tal como se puede ver con el titulo escolar, confiere al capital cultural —que supuestamente debe de garantizar— las propiedades totalmente originales.
El estado incorporado
La mayor parte de las propiedades del capital cultural puede deducirse del hecho de que en su estado fundamental se encuentra ligado al cuerpo y supone la incorporación. La acumulación del capital cultural exige una incorporación que, en la medida en que supone un trabajo de inculcación y de asimilación, consume tiempo, tiempo que tiene que ser invertido personalmente por el “inversionista” (al igual que el bronceado, no puede realizarse por poder): El trabajo personal, el trabajo de adquisición, es un trabajo del “sujeto” sobre sí mismo (se habla de cultivarse). El capital cultural es un tener transformador en ser, una propiedad hecha cuerpo que se convierte en una parte integrante de la “persona”, un hábito. Quien lo posee ha pagado con su “persona”, con lo que tiene de más personal: su tiempo. Este capital “personal” no puede ser transmitido instantáneamente (a diferencia del dinero, del título de propiedad y aún de nobleza) por el don o por la transmisión hereditaria, la compra o el intercambio. Puede adquirirse, en lo esencial, de manera totalmente encubierta e inconsciente y queda marcado por sus condiciones primitivas de adquisición; no puede acumularse más allá de las capacidades de apropiación de un agente en particular; se debilita y muere con su portador (con sus capacidades biológicas, su memoria, etc.). Por estar ligado de múltiples maneras a la persona, a su singularidad biológica, y por ser objeto de una transmisión hereditaria siempre altamente encubierta y hasta invisible, constituye un desafío para todos aquellos que apliquen la vieja y persistente distinción que hacían los juristas griegos entre las propiedades heredadas y las adquiridas —es decir, agregadas por el propio individuo a su patrimonio hereditario de manera que alcance a acumular los prestigios de la propiedad innata y los méritos de la adquisición. De allí que este capital cultural presenta un más alto grado de encubrimiento que el capital económico, por lo que está predispuesto a funcionar como capital simbólico, es decir desconocido y reconocido, ejerciendo un efecto de (des)conocimiento, por ejemplo sobre el mercado matrimonial o el mercado de bienes culturales en los que el capital económico no está plenamente reconocido.
La economía de las grandes colecciones de pintura, de las grandes fundaciones culturales, así como la economía de la beneficencia, de la generosidad y del legado, descansan sobre propiedades del capital cultural que los economistas no pueden explicar. Por su naturaleza, al economicismo se le escapa la alquimia propiamente social por la que el capital económico se transforma en capital simbólico, capital denegado o más bien desconocido. Paradójicamente también ignora la lógica propiamente simbólica de la distinción que asegura provechos materiales y simbólicos a los poseedores de un fuerte capital cultural, quienes reciben un valor de escasez según su posición en la estructura de la distribución del capital cultural (en ultimo análisis, este valor de escasez se basa en el principio de que no todos los agentes tienen los medios económicos y culturales para permitir a sus hijos proseguir sus estudios, más allá de un mínimo necesario para la reproducción de la fuerza de trabajo menos valorada en un momento dado).
Sin duda, en la lógica de la transmisión del capital cultural es donde reside el principio más poderoso de la eficacia ideológica de este tipo de capital. Por una parte se sabe que la apropiación del capital cultural objetivado —y por lo tanto, el tiempo necesario para realizarla— depende principalmente del capital cultural incorporado al conjunto de la familia, incorporación que se da mediante el efecto Arrow generalizado y todas las formas de transmisión implícita, entre otras cosas. Por otra parte, se sabe que la acumulación inicial de capital cultural, condición de acumulación rápida y fácil de cualquier tipo de capital cultural útil, comienza desde su origen, sin retraso ni pérdida de tiempo, sólo para las familias dotadas con un fuerte capital cultural. En este caso, el tiempo de acumulación comprende la totalidad del tiempo de socialización. De allí que la transmisión del capital cultural sea sin duda la forma mejor disimulada de transmisión hereditaria de capital y, por lo mismo, su importancia relativa en el sistema de las estrategias de la reproducción es mayor, en la medida en que las formas directas y posibles de transmisión tienden a ser más fuertemente censuradas y controladas.
Inmediatamente se ve que es a través del tiempo necesario para la adquisición como se establece el vínculo entre el capital económico y el capital cultural. Efectivamente, las diferencias entre el capital cultural de una familia, implican diferencias, primero, en la precocidad del inicio de la transmisión y acumulación, teniendo por límite la plena utilización de la totalidad del tiempo biológico disponible, siendo el tiempo libre máximo puesto al servicio del capital cultural máximo. En segundo término, implica diferencias en la capacidad de satisfacer las exigencias propiamente culturales de una empresa de adquisición prolongada. Además y correlativamente, el tiempo durante el que un individuo puede prolongar su esfuerzo de adquisición, depende del tiempo libre que su familia le puede asegurar, de decir, liberar de la necesidad económica, como condición de la acumulación inicial.
El estado objetivado
El capital cultural en su estado objetivado posee un cierto número de propiedades que se definen solamente en su relación con el capital cultural en su forma incorporada. El capital cultural objetivado en apoyos materiales —tales como escritos, pinturas, monumentos, etc.—, es transmisible en su materialidad.
Una colección de cuadros, por ejemplo, se transmite también como el capital económico, si no es que mejor, ya que posee un nivel de eufemización superior que aquél. Pero lo que es transmisible es la propiedad jurídica y no (o necesariamente) lo que constituye la condición de la apropiación específica, es decir, la posesión de instrumentos que permiten consumir un cuadro o bien utilizar una máquina, y que por ser una forma de capital incorporado, se someten a las mismas leyes de transmisión.
Así los bienes culturales pueden ser objeto de una apropiación material que supone el capital económico, además de una apropiación simbólica, que supone el capital cultural. De allí que el propietario de los instrumentos de producción debe de encontrar la manera de apropiarse, o bien del capital incorporado, que es la condición de apropiación específica, o bien de los servicios de los poseedores de este capital: es suficiente tener el capital económico para tener máquinas; para apropiárselas y utilizarlas de acuerdo con su destino específico (definido por el capital científico y técnico que se encuentra en ellas incorporado) hay que disponer, personalmente o por poder, del capital incorporado. Tal es sin duda el fundamento del estatuto ambiguo de los “cuadros”: si se enfatiza el hecho de que no son los propietarios (en el sentido estrictamente económico) de los medios de producción que utilizan, y que solamente sacan provecho de su capital cultural vendiendo los servicios y los productos que les es posible, se les ubica del lado de los dominados; si se insiste en el hecho de que se benefician con la utilización de una forma particular de capital, son colocados del lado de los dominadores. Todo parece indicar que en la medida en que se incrementa el capital cultural incorporado a los instrumentos de producción (al igual que el tiempo incorporado necesario para adquirir los medios de apropiárselo, o sea, para atender a su intención objetiva, su destino y su función) la fuerza colectiva de los propietarios del capital cultural tendería a incrementarse, a menos de que los dueños de la especie dominante del capital no estuvieran en condición de poner a competir a los poseedores del capital cultural (éstos, además, tienen una inclinación a la competencia, dadas las condiciones mismas de su selección y formación, particularmente en la lógica de la competencia escolar y el concurso).
El capital cultural en su estado objetivado se presenta con todas las apariencias de un universo autónomo y coherente, que, a pesar de ser el producto del actuar histórico, tiene sus propias leyes trascendentes a las voluntades individuales, y que, como lo muestra claramente el ejemplo de la lengua, permanece irreductible ante lo que cada agente o aún el conjunto de agentes puede apropiarse (es decir, de capital cultural incorporado). Sin embargo, hay que tener cuidado de no olvidar que este capital cultural solamente subsiste como capital material y simbólicamente activo, en la medida en que es apropiado por agentes y comprometido, como arma y como apuesta que se arriesga en las luchas cuyos campos de producción cultural (campo artístico, campo científico, etc.) —y más allá, el campo de las clases sociales— sean el lugar en donde los agentes obtengan los beneficios ganados por el dominio sobre este capital objetivado, y por lo tanto, en la medida de su capital incorporado.
El estado institucionalizado
La objetivación del capital cultural bajo la forma de títulos constituye una de las maneras de neutralizar algunas de las propiedades que, por incorporado, tiene los mismos límites biológicos que su contenedor. Con el título escolar —esa patente de competencia cultural que confiere a su portador un valor convencional, constante y jurídicamente garantizado desde el punto de vista de la cultura— la alquimia social produce una forma de capital cultural que tiene una autonomía relativa respecto a su portador y del capital cultural que él posee efectivamente en un momento dado; instituye el capital cultural por la magia colectiva, a la manera (según Merleau Ponty) como los vivos instituyen sus muertos mediante los ritos de luto. Basta con pensar en el concurso, el cual a partir del continuum de las diferencias infinitesimales entre sus resultados, produce discontinuidades durables y brutales del todo y la nada, como aquello que separa el último aprobado del primer reprobado, e instituye una diferencia esencial entre la competencia estatutariamente reconocida y garantizada, y el simple capital cultural, al que se le exige constantemente validarse.
No existe sino una frontera mágica, es decir impuesta y sostenida (a veces arriesgando la vida), por la creencia colectiva (“verdad del lado de los Pirineos, error más allá de ellos”). Es la misma diacrisis originaria la que instituye el grupo como realidad a la vez constante (es decir, trascendente a los individuos), homogénea y diferente, mediante la institución (arbitraria y desconocida en tanto tal) de una frontera jurídica que instituye los últimos valores del grupo, aquellos que tienen como principio la creencia del grupo en su propio valor y que se definen en oposición a los otros grupos.
Al conferirle un reconocimiento institucional al capital cultural poseído por un determinado agente, el título escolar permite a sus titulares compararse y aun intercambiarse (substituyéndose los unos por los otros en la sucesión). Y permite también establecer tasas de convertibilidad entre capital cultural y capital económico, garantizando el valor monetario de un determinado capital escolar. El título, producto de la conversión del capital económico en capital cultural, establece el valor relativo del capital cultural del portador de un determinado título, en relación a los otros poseedores de títulos y también, de manera inseparable, establece el valor en dinero con el cual puede ser cambiado en el mercado de trabajo. La inversión escolar sólo tiene sentido si un mínimo de reversibilidad en la conversión está objetivamente garantizado. Dado que los beneficios materiales y simbólicos garantizados por el título escolar dependen también de su escasez, puede suceder que las inversiones (en tiempo y esfuerzos) sean menos rentables de lo esperable en el momento de su definición (o sea que la tasa de convertibilidad del capital escolar y del capital económico sufrieron una modificación de facto). Las estrategias de reconversión del capital económico en capital cultural, como factores coyunturales de la explosión escolar y de la inflación de los títulos escolares, son determinadas por las transformaciones de las estructuras de oportunidades del beneficio, aseguradas por los diferentes tipos de capital.
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