05 octubre 2018

El milagro del canto y el mito. Walter F. Otto




El milagro del canto y el mito

Walter F. Otto



El mito de la Musa ha pasado “de moda” entre nosotros; no obstante recuperamos su imagen y volvemos a tratarlo. Ella no tiene su igual en ninguna parte del mundo. Entonces cuando en cualquier otra parte hay espíritus femeninos que cantan y la creencia de que los dioses cantan y de que el canto de los cantores humanos es un regalo del cielo, tal como puede remontarse hasta los viejos tiempos indogermánicos, vemos que la Musa significa infinitamente mucho más.


Ella es el canto mismo. En todo lugar donde se canta, el cantor humano, antes de elevar su voz, es un oyente; inclusive, es la diosa misma la que canta en su voz. Y por ese motivo el canto y la palabra tienen un significado como sólo la verdadera divinidad puede tenerlo: es la manifestación del ser de las cosas; esta manifestación es de naturaleza tal que sin el canto no se plenifica la obra de creación y el mundo no estaría completo. El mito de la Musa posee también un maravilloso conocimiento de la esencia del mundo y al mismo tiempo del significado del canto y del mito; pues posee la lengua, ese don que eleva a los hombres por sobre todos los otros seres vivientes y lo acerca a lo divino. Se sabe que incluso algo precede a la palabra del hombre: esto debe ser escuchado y vivenciado antes que la boca pueda ser perceptible para el oído, y se sabe también que esta voz inspirada, llena de secretos, que precede al habla armoniosa de los hombres, pertenece a la misma naturaleza de la cosa como una manifestación divina que se deja revelar con su esencia y con su excelsitud.


¿Es éste un conocimiento en sentido estricto o sólo una hermosa fantasía? A esto que aún hoy llamamos “musical”, que ha llegado a ser un modelo insuperable, ¿acaso a través de él no llegó el helenismo a poder aprender algo acerca del espíritu que gobierna en el reino del sonido y de la armonía y ha creado nuestro ser alumbrado de forma, de música y de lengua?


¿Qué podemos nosotros mismos responder a la pregunta acerca de dónde proceden la música y la lengua y qué significan? Por medio del habla uno se cree capaz de negar a ser proporcionalmente armonioso, pues ella vibra para satisfacer una comprensible necesidad de la comunicación humana. Y sin embargo, ¡qué poco inspirada nos parece la lengua, comparándola sobre todo con la de los tiempos antiguos, en que hablaba musicalmente era también canto hablado! Y cualquier ostentación acerca de palabras o formas de palabras, acerca de reglas artísticas sobre construcción de oraciones para expresar o comunicar algo, esto era tan simple que, inclusive a menudo, eran meros gestos para hacer algo comprensible. En cambio, el carácter original de la lengua como canto hablado nos lleva necesariamente hacia la música, por lo que no debe sostenerse tan confiadamente que la variedad de sus tonos alcance fines prácticos. Sólo cuando hayamos comprendido la lengua como música podremos aproximarnos a la pregunta acerca de qué ha significado esta clase especial de música.


La música, como se sabe, ya existió en el mundo de los animales, y no por los así llamados animales superiores, los que sólo emiten sonidos ruidosos, sino por ciertos insectos que suavemente se mueven y ante todo por pájaros movedizos de los cuales muchas especies nos han hechizado con su canto. Esta música sin palabras era también específica del hombre de tiempos antiguos. Esto recuerda muy remotas clases de cantos tiroleses y arrebatos emparentados con otras variedades de cantos, los que a pesar de certeras acusaciones respecto de un arte musical esencial, han expirado por aquéllos. Nada sería más equivocado que el intento de explicarlo como un involuntario sonido afectuoso; como el dolor o como el deleite, ¡ellos arrancan lo viviente! Entonces esos gritos, si ellos fueran proferidos por los animales o por los hombres, no serían precisamente de naturaleza musical. También donde siempre brillan sólo las más sencillas series de tonos musicales, está el espíritu de la vida en un estado completamente diferente como si fuera un grito directo. Y llega desde ese estado cuando preguntamos acerca del significado de la antigua música.


También en el canto de los animales, en muchos casos se conoce que él se basta a sí mismo, que no desea servir a ninguna finalidad ni producir ningún efecto. Tales cantos se han señalado acertadamente como “auto-expresiones”. Ellos brotan de la inherente necesidad del ser de dar expresión a su esencia. Pero la auto-presentación exige una presencia, para la cual ella se manifiesta. Esta presencia es el ambiente. Ningún ser existe para sí solo; todos están en el mundo y a esto lo llamamos: cada uno en su mundo. La criatura que canta se presenta por lo tanto en su mundo y para él mismo. Al preguntarse se da cuenta del mundo y se alegra, lo llama y alegremente hace uso del mismo. Así se eleva la alondra en la columna de aire que es su mundo hasta una altura vertiginosa y canta sin otra finalidad que su canto y su mundo. El lenguaje de su propio ser es al mismo tiempo el lenguaje de la realidad cósmica. En una canción resuena un conocimiento viviente. 


El hombre que practica música tiene sin duda un ámbito mucho más amplio y mucho más rico. Sin embargo, el fenómeno es, en esencia, el mismo fenómeno. También él debe expresarse tonalmente, sin finalidad, ya sea o no escuchado por otros. Empero, su autopresentación y manifestación del mundo son también aquí una y la misma. Al presentarse a sí mismo, la realidad del ser abarcante llega a expresarse en sus tonos. Lo que tiene validez en general para la música hay que tenerlo también para el lenguaje. Puesto que él siempre es una especie de música, aún cuando él también, en comparación con el canto hablado originario, pudo llegar a ser tan pobre en cuanto a tonalidad. Por lo tanto preguntamos: ¿qué hay en esa clase especial de música?


Cuando aquí contemplamos la naturaleza particular de la música-hablada, por lo pronto desde el lado formal ella no fluye como la música pura, en libre juego de armonía, sino que será demorada por una tendencia a lo estático. De la melodía de la oración resalta la construcción autónoma de la palabra, de la que W. von Humboldt dice tan bellamente que sería “la primorosa, floreciente floración (de la lengua)”. La palabra es un cuerpo sonoro demarcado y estructurado para sí mismo, a través de sonidos, de mido, las así llamadas consonantes. De ahí tiene su origen la música-hablada, sin perjuicio de su penetrante melodía, en cierto modo, siempre de nuevo, bajo el influjo de detención de la forma tonal de la palabra encerrada en sí misma. Sin embargo, la palabra como cuerpo sonoro propio, inmóvil y reposante, manifiesta en sí a un mismo tiempo todo lo objetivo y todo lo concreto; ésa es la peculiar objetividad o conceptualidad de la lengua, que a causa de su contenido la diferencia de la música pura. 



Euterpe, musa de la música 


¡No como si la música no fuera objetiva! Ella lo es en cierto sentido aun más que la lengua, aun cuando a veces prevalezca en ella lo sentimental; el verdadero músico sabe que sus estructuras tonales significan el ser del mundo, y los grandes maestros, como Beethoven, la han explicado como más verdadera que todas las manifestaciones de los pensadores. Empero, la objetividad especifica de la lengua reside en que en ella alcanzan a aparecer las cosas que existen. La cosa es lo que es, lo que existe. El lenguaje no la encuentra, pues, para darle solamente una expresión tal como el hombre superficial piensa.


Donde no hay lenguaje, no hay cosas, ni ningún pensar de ellas. Sólo en el lenguaje, en el pensar hablado están ellas presentes como cosas.  Que las cosas, en tanto que tales, nacen de cierto modo en el lenguaje, se conoce también en el modo como ellas aquí aparecen. Ellas ocurren en la palabra como realidades míticas y a este carácter mítico, la palabra, a pesar de toda su transformación a lo abstracto, nunca puede perderlo completamente. Cuando quiera y donde quiera, la lengua no sólo sirve a una finalidad, sino, por así decirlo, es ella misma por sí misma, tal como en las palabras del poeta figuran las cosas nuevamente en su vitalidad, su personalidad e inclusive su divinidad originales. Hasta en las etapas tardías del desarrollo o de la decadencia, en muchas lenguas ha quedado conservado que las cosas aparecen en la palabra como actuando o sufriendo, que se mueven de modos variados según una ley propia y a la medida del ambiente y situación en la que se encuentran; también ellas, como verdaderos seres, tienen un género, el mismo género que en el verdadero mito o culto. Así, como es sabido, en griego los árboles son femeninos, los ríos masculinos, análogamente a su veneración religiosa como Ninfas y dioses fluviales. Sin embargo, la lengua va aun más allá que el mito reconocido y ve también las cosas, que nosotros tenemos por inanimadas, como estructuras vivientes. En eso, sin embargo, corresponde ella exactamente al mito genuino, que para ella también las relaciones ante las cosas, sus calidades, sus composiciones, sus eventos, sus estados, sus diferencias y otros por el estilo, valen como esencia personal y hasta divina. Eso lo conocemos precisamente en las lenguas antiguas.


Como la vida mítica, también la música quiere volver a despertarse siempre en ella. Así, a menudo, ella se eleva a sí misma desde la utilización de todos los días, ella quiere llegar a ser cantable, así como también inversamente la música pura siempre de nuevo aspira a la palabra. El primitivo canto hablado muestra su carácter también en un fenómeno lateral que no se debe olvidar al determinar su esencia. Las musas no sólo cantan y hablan, sino que con ello también danzan. Cantando, ellas caminan tal como narra Hesíodo, después de haber danzado en rueda en la cima del Helicón, desde la cumbre hasta el valle y de ahí a la montaña del Olimpo. También en el mundo de los hombres el movimiento rítmico del cuerpo pertenece desde el comienzo al canto hablado. Sin embargo, la lengua es en todo sólo humana o divina, la danza tiene, al igual que la música, sus precursores conocidos ya en el mundo de los animales.


El comportamiento bailarín de ciertas especies de animales está vinculado en parte con notorias intenciones para provocar atención o cariño. Lo mismo vale también para ciertas danzas primitivas de los hombres, que en parte hoy se practican. Pero con eso no se explican las variadas formas artísticas de tales danzas, y con referencia a efectos mágicos, sólo se enmascara el problema de su esencia. Con asombro vemos que existen danzas ya en el reino animal, las que no tienen nada que ver con fines de tal naturaleza, sino que manifiestamente llevan su sentido en sí mismas.


En la danza el cuerpo es completamente él mismo, dirigido con postura y movimiento a ningún efecto hacia el exterior, sino sólo a sí mismo. El ritmo que lo ha poseído lo desenlaza de las ataduras con las cuales las cosas lo enredan y cargan, lo libera y lo devuelve completamente a sí mismo. Entonces todo se vuelve liviano. Los movimientos etéreos —para lo cual han sido creados— pueden gozar sin limites la perfección y la belleza. La vida nacida libre se asolea en el brillo de su origen. Así puede decirse que lo viviente revela en la danza la forma pura de su ser y en ello experimenta la delicia más gozosa. Pero al ser, el bailarín, tan él mismo, sucede el milagro de todo ser en sí mismo genuino: al mismo tiempo, él no es más él mismo. Él ha sido elevado en un encuentro más alto con el ser de las cosas, el cual ahora eleva su voz encantadora. La tierra que toca su pie ya no es un mero suelo; a través de ella su antiquísima eterna divinidad se filtra y santifica sus pasos. La cabeza está suspendida, embriagada en la luz, hacia la cual remolinean los brazos. O bien las manos toman las de los co-bailarines para conducir el corro alegre hacia el milagro del mundo.


Eso es la danza en su impulso elevado hasta lo estático, donde se apaga la palabra y con ella el pensamiento objetivo. Aquí, como en la música pura, se abre el ser del mundo, pero nada objetivo. Sin embargo, cuando la danza más tranquila acompaña al canto hablado originario, entonces salen a la luz seres y cosas existentes, se iluminan las formas divinas y todo lo real figura en el esplendor del mito. Ése es el fenómeno originario del pensamiento y del conocimiento humanos. Dioses y esencias míticas de todo rango no pueden ser imaginadas, ellas sólo pueden aparecer y mostrarse. Y ellas surgen con el canto hablado, el cual ha nacido, no de una voluntad arbitraria, sino del milagro de la percepción y de la recepción. Danza y música, pertenecientes desde el comienzo a la lengua, permiten conocer claramente el carácter fundamental de todo hablar originario. Es la automanifestación del hombre en medio de su mundo y el llegar a manifestarse de ese mundo en Uno.


El cantar y decir debe pues tener su razón en la necesidad de un entendimiento de índole superior; de un entendimiento no con los semejantes sino con el ser de las cosas mismas, el cual quiere hacerse patente en el cantar y en el decir del hombre. Dado que esta manifestación se produce en tonos, lo musical tiene que co-pertenecer al ser de las cosas, una voz sobrenatural perceptible sólo al oído interior, que impulsa irresistiblemente al sensible a ella, a oír como canto-hablado. Eso corresponde exactamente al mito griego de la Musa y a la relación del cantor griego para con su diosa, tal como ha sido expuesto en lo que antecede.


Que las secuencias de tonos y armonías musicales son la voz innata de la esencia del mundo lo ha experimentado Goethe y lo ha expresado con palabras inolvidables cuando informó a su amigo Zelter (21 de junio de 1827) al escuchar obras de órgano de Bach, que von Schütz le había ejecutado en Berka: “Allí, en un sosiego pleno y sin distracción exterior me había nacido por primera vez una noción de vuestro gran maestro. Yo me lo expresé para mí como si la armonía eterna se entretuviera consigo misma, tal como probablemente pudiera haber acontecido en el seno de Dios recién ante la creación del mundo. De ese modo se movía también mi interior y era para mí como si yo ni poseyese ni necesitase, ya sea oídos, menos todavía vista, ni ningún otro sentido”. 


Al significado de la música para todo lo que significa crear, es decir, para el encuentro fecundo con la verdad del ser, también Goethe ha sido llevado a través de su propia experiencia artística. Él, que sería vidente, escribe una vez a Zelter (6 de septiempre de 1827): “Tengo la intuición de que el sentido para la música debería acompañar a todos y a cada uno de los sentidos artísticos; yo quise sostener mi afirmación a través de la teoría y de la práctica”. La excelente revelación en que parecen estar los tonos musicales para con la estructura elemental del mundo tal como es conocido, ha sido expuesta por Schopenhauer en su obra principal; Richard Wagner ha intentado continuar los pensamientos schopenhauerianos en su opúsculo sobre Beethoven (1870). 


¿No se explicaría precisamente en eso la razón para el hecho de que toda acción significativa en el reino de lo natural desde siempre ha convocado necesariamente al canto? Eso podría señalarse en muchos ejemplos. En vez de en cualquier otra cosa, piénsese solamente en los cantos que acompañan al trabajo, los que en todos los tiempos han trocado la fatiga de la ocupación en un placer, pero que por cierto no fueron expresamente creados para ese fin, sino que se han presentado por sí mismos en contacto con las fuerzas de la naturaleza ¿Pero, desde que el hombre ha comenzado a traspasar ese contacto con la naturaleza a las máquinas, y a colocar progresivamente —en todas las situaciones imaginables— la máquina entre sí y la naturaleza, la música está enmudeciendo.


Las canciones populares, como hemos dicho, son sólo un ejemplo para muchos. En todo lugar donde el hombre sea conmovido con fuerza elemental por la realidad viviente, surge el canto hablado o la canción, a menos que no permanezca atrapado en un concernimiento inmediato que sólo pueda callarse o gritarse, sino que pertenece entre los susceptibles, en un sentido más elevado, a los cuales el ser de las cosas se hace patente como tal, ya los toque con goce o con pena. Eso lo vemos en los poetas y músicos; ellos son para nosotros en general los representantes del habla original.




















Tomado de:
OTTO, Walter F. (1954): Las musas. El origen divino del canto y del mito. Siruela, pp. 76-83.  

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