Dioniso
Michel Maffesoli
Estar poseídos por los objetos que creíamos poseer,
conceder importancia al sentido estético de las cosas, participar en las
múltiples histerias (deportivas, musicales, religiosas, políticas) que ritman
la vida social, es lo que debe hacernos prestar atención a una antigua figura
mitológica cuya significación es difícil calibrar. ¡Al hablar de Dioniso de una
manera insolente, o en cualquier caso poco académica, Nietzsche había
sobresaltado a los lameculos universitarios de su época! Y, todo hay que
decirlo, en los diferentes cenáculos de la intelligentsia moderna el
sobresalto sigue estando a la orden del día.
Por el contrario, grupos musicales, líneas de ropa,
marcas de licores, producciones cinematográficas, instalaciones artísticas, círculos
de reflexión filosóficos e incluso locales de intercambio de parejas, no dudan
en reivindicar el patronazgo de este dios petulante y ambiguo. En efecto, si
hay un icono cuyo renacimiento es difícil negar es, a buen seguro, el de Dioniso.
En sentido estricto, se trata de la reaparición de una corriente subterránea.
De una capa freática que no se veía, pero que irrigaba toda vida en la
superficie. Mito recurrente. Es, más allá o más acá del eclipse moderno, un
mito perdurable. El del placer de ser, del que la posmodernidad proporciona
múltiples y constantes ilustraciones.
Nombre propio, Dioniso puede convertirse en
adjetivo calificativo, dionisiaco. Asimismo, puede designar una forma de
sabiduría, dionisiaca, que incita a gozar, bien que mal, de esta tierra
y sus frutos. Y no es necesario ser un especialista en mitología griega para
comprender que se trata de uno de esos arquetipos eternos que, en determinadas épocas,
vuelven a adquirir fuerza y vigor. Por consiguiente, se trata de un icono
emblemático, una especie de tótem inconsciente en torno al cual se producen
los múltiples agregados sociales que constituyen la sociedad. Dioniso es el
dios «de los cien nombres». Es múltiple y, a semejanza de la vida misma, fluidez
total y perpetuo devenir. Es un dios proteiforme.
Se lo ha comparado con el «Inmortal Proteo» que,
acompañado por su tropa de focas, imita las olas del mar. Un mar a la vez
variado en sus olas y único en su reunión. En este sentido, está cerca de la maya
de los hindúes, con sus innumerables formas. Es pues una entidad que, bajo
nombres variados, repite una sola y única realidad. A título personal, siempre
me pregunté por qué mi pequeño ensayo sobre la significación sociológica y metafórica de
este dios petulante se tradujo, aparte de a otras lenguas europeas, al japonés,
al coreano y al chino. Y es porque, pensándolo bien, este arquetipo entra en
correspondencia, en las cuatro esquinas del mundo, con el resurgimiento de la
función orgiástica en nuestras sociedades. Se trata pues, en un modo
transversal, de un estado de la conciencia o del inconsciente colectivo que,
bajo distintos nombres, expresa el retorno de una nueva, o más bien renovada,
vitalidad. ¡Cuánto desprecio, sonrisitas tácitas o, sencillamente, encogimiento
de hombros suscitó esta orgía¡ ¡Cuando no se producía la famosa y
habitual conspiración de silencio! Y es que en la opinión intelectual moderna
prevalece el espíritu de seriedad. Ese profundismo cuyos perjuicios puso
de manifiesto el mediterráneo Paul Valéry. En pocas palabras, ese miedo a la
vida, ese desprecio por este mundo en nombre de hipotéticos paraísos
futuros, ya sean religiosos o políticos.
El catastrofismo vigente vitupera al Homo festivus que,
en su efervescencia, tiende a eludir la admonición moral. A burlarse incluso,
con una desenvoltura que no puede resultar más irritante. No hay más que escuchar las
innumerables tertulias televisivas para darse cuenta de la obsesión curiosa,
acaso malsana, de la mayoría de los participantes por dar una explicación
en términos políticos o económicos de todos los fenómenos sociales. Y si a un iluso
se le ocurriese proponer una interpretación de esos mismos fenómenos mediante
un recurso al factor emocional o a las pasiones enfrentadas, tras escucharlo
distraídamente, se le conminaría insistentemente a que ¡vuelva a poner
los pies en el suelo! Curiosa denegación, porque es precisamente en este
«suelo» donde arraiga quien fue calificado como «divinidad arbustiva»: Dioniso.
Y el orgiasmo, al no ser en absoluto reductible al orgasmo sexual, es ante todo, y
en todos los aspectos, el juego de las pasiones (orgé) colectivas. Pues una libido
generalizada no se limita a un pansexualismo un tanto reductor. Es una especie
de rumor subterráneo, que contamina, progresivamente, todas las maneras de
interpretar el mundo.
¿Cuáles son, por tanto, las grandes características
del icono dionisiaco? En primer lugar, precisamente, esta dimensión «terrena»:
es una divinidad llamada «ctónica», un dios autóctono. Se consagra y
está unido a esta tierra. Con ello, y para retomar un término de la filosofía
clásica, se pone el acento en un fuerte inmanentismo. ¿Qué quiere decir sino no
esperar otro goce que del aquí y el ahora? Podemos decirlo en varios idiomas
sin que la comprensión disminuya para la mayoría. Por ejemplo, el Carpe diem
de larga memoria, y que veremos declinarse en francés textualmente de todas
las formas posibles. Restaurantes, camisetas, grupos de rock, círculos de
meditación, cámpings para el intercambio de parejas, cofradías báquicas, líneas
de ropa, asociaciones zen: ¿acaso hay algo, around the world, a lo que
no se le haya aplicado el viejo adagio latino? Sucede lo mismo con el no menos
célebre, aunque más reciente, No future. También aquí se expresa la
repatriación del goce característica de las variadas prácticas o técnicas dionisiacas.
No posponer el placer para más tarde, sino obtenerlo, aunque sea relativamente,
de lo que se presenta y se vive, con los demás, en este Instante eterno que
se ha logrado arrebatar a las obligaciones sociales.
El momento adecuado, la ocasión propicia, el
sentido de la oportunidad: eso es lo que caracteriza el presenteísmo dionisiaco.
Y no se trata aquí de una simple cuestión de escuela, desde el momento en que
la falta o incluso el rechazo del proyecto es aquello mediante lo cual se puede
caracterizar la sensibilidad juvenil ante el porvenir. No se trata de la angustia existencial ante un futuro
incierto, sino más bien de una actitud vital, en concordancia con el espíritu
de la época. Basta con sacar provecho de lo que el tiempo nos concede. Ya
veremos qué pasará mañana.
Postura trágica donde las haya, que siempre, cuando
reaparece, viene acompañada de júbilo. El goce y lo trágico avanzan cogidos de
la mano. Y el presenteísmo dionisiaco es una forma de sabiduría que
pretende homeopatizar la muerte, reconciliarnos con la intensidad del
momento vivido y, por ello, combatir la angustia del tiempo que pasa. La otra
marca distintiva de este mito es el culto al cuerpo. Pues ya que conocemos su precariedad,
es preciso que lo celebremos y lo valoremos con la mayor intensidad posible. Los
historiadores mostraron cómo en el siglo XIX, y podemos añadir una buena parte del
XX, el cuerpo sólo se legitimaba en su actividad productora o reproductora.
Eso a cuyo comienzo estamos asistiendo es la
reanudación de las grandes épocas culturales que fueron, por ejemplo, la decadencia
romana y el Renacimiento europeo, en las que lo importante era, por retomar el
consejo de Ronsard, aprender a «coger las rosas de la vida». Conocemos su
condición efímera, y eso es un acicate mayor para que apreciemos su fragancia. Un
cuerpo amoroso, un cuerpo gozoso. Es lo que la moda, la dietética o el body building
muestran. Proliferan tiendas y revistas especializadas en él. Y los lugares
en los que se cultiva su bienestar son, en la actualidad, moneda corriente. Por
ejemplo, saunas, spa, diferentes talasoterapias, salones de masaje
thais, californianos, cachemires, coreanos, etc., cuya enumeración pasa por
técnicas ancestrales con denominaciones étnicas reales o inventadas.
Ayurveda, baños de barro de varias procedencias,
aceites de perilla, de argán, de higos chumbos, jarabe de espino amarillo, jugo
de abedul, sin olvidar el tantra, el tao o el qigong: todo sirve para celebrar
el bienestar integral o para dar más valor al cuerpo individual. Pero, al
hacerlo, lo que se celebra también es el cuerpo social, porque el hedonismo inducido
mediante estas técnicas y prácticas va contaminando poco a poco el conjunto de la
sociedad. De lo que, en realidad, se trata es de un medio ambiente, en el
sentido fuerte del término, que determina los modos de vida de todos y cada uno
de nosotros. Nada ni nadie permanece inmune. El corporeísmo es, a buen
seguro, el valor dominante. El goce se vive a flor de piel.
Lo propio de estas pasiones vividas en común es todo
menos individualista. Dejemos que los hechizos del coro de vírgenes
desconsoladas, que son los desheredados intelectuales modernos, canten el
reforzamiento del individualismo contemporáneo. Y, empíricamente, observemos
todos esos frenesíes multitudinarios posmodernos
en que el colectivo efervescente disfruta saliéndose de madre.
Lo corroboran investigaciones de prestigio, que
revelan que raros son los ámbitos en que las concentraciones tribales no
constituyan la regla. Desde luego, es el caso de la música, de cualquier tipo:
techno, metal extremo, rock, rap… Encontramos ahí el éxtasis en estado puro. Y
tales concentraciones no son ya excepcionales paréntesis en la tediosa rutina
de la vida cotidiana, sino, muy al contrario, pulsaciones regulares que ritman
y, a menudo, determinan la existencia toda de sus protagonistas. Política, actividad económica, seriedad
de la existencia, todo se deja de lado cuando se celebra un mundial de fútbol o
de rugby, un torneo de tenis o un gran premio de Fórmula 1. También aquí
revelan su pertinencia los factores emocionales, y prevalecen las histerias colectivas
que no desmerecen en nada a las que tenían lugar en las tribus primitivas o las
sociedades tradicionales. De un modo similar es como hay que analizar los
momentos y los lugares del fervor religioso. Concentraciones mundiales de la
juventud, peregrinaciones a Santiago de Compostela o a Chartres, fiestas
rituales hindúes a orillas del Ganges, cultos de posesión afrobrasileños,
fiestas marianas diseminadas por el mundo, celebraciones de Halloween y demás
comidas del Ramadán son miríadas las manifestaciones de este orden cuya
relevancia es imposible negar.
En cada uno de estos casos, el pretexto doctrinal
tiene poca importancia. Ante todo, se trata de vibrar en compañía. De entrar en
comunión y, eventualmente, en trance. La religiosidad ambiente debe entenderse
en uno de los sentidos etimológicos que se atribuyen a esa palabra: el deseo,
el placer, de estar religado al otro. Ya sea este otro el grupo, la
naturaleza o la divinidad. Religancia fundamental,
que relega el individualismo a la categoría del pasado moderno. Basta con
observar, igualmente, el aspecto que cobran las campañas políticas para convencerse
de que Dioniso ha vuelto entre nosotros. El cuerpo doctrinal sólo se murmura en
voz baja: lo único que importa es la excitación no racional propia de los
mítines y diversas galas «a la americana», donde reina la histeria. Y, en todos
los campos, es significativo ver cómo los políticos más teóricos se eclipsan
ante los bufones del estrado.
En efecto, incluso la seriedad política ha perdido su
dimensión apolínea, su armazón racional, para dejar paso a la expresión de las
pasiones colectivas en que la música, los gritos, las escenificaciones y las
invectivas prevalecen con mucho sobre la exposición ordenada de una argumentada
demostración. En suma, al acentuar el factor emocional, también la política
posmoderna se ha vuelto Dionisíaca. Es lo mismo, en fin, que se presenta en lo
que podemos llamar la sociedad de consumo. Ésta adopta múltiples formas.
Sólo aludiré aquí a esos momentos de excitación colectiva que son las épocas de
«saldos y rebajas». También aquí se revela de un modo flagrante el culto al
tumultuoso Dioniso. Sin falsas vergüenzas ni contención alguna, el día «D» y a
la hora «H», una turba desenfrenada de bacantes se precipita sobre los objetos codiciados,
a riesgo incluso de pisotear a los demás o de destrozar lo que se pretende adquirir.
La muchedumbre furiosa se mueve por el deseo de poseer
tal o cual objeto que la atrae, pero se ve rápidamente poseída por eso mismo
que cree poseer. ¿Seguimos estando en el terreno de la economía cuando en el
origen de estos movimientos consumistas multitudinarios actúa una
especie de pulsión animal? Pues es innegable que el «efecto desencadenante»
resulta de la acción subterránea de Dioniso, ese «bribón divino».
Una mitología de efervescencia, un tanto gregaria, se
está esbozando. Es el retomo de un societal profundo en que la simpatía,
incluso la empatía, prevalecen sobre la racionalidad que se había impuesto durante la
modernidad. Nada resiste ante las bruscas acometidas del Dioniso polimorfo. Pero
lo que destruye es, al mismo tiempo, garantía de creación. Esta creación, que adopta
formas múltiples y minúsculas, es la misma que caracteriza a las pequeñas
utopías o libertades intersticiales que, mediante sedimentaciones sucesivas,
constituyen el imaginario social del momento.
Hedonismo
El hedonismo tiende a contaminar el conjunto de la
vida social. Observemos asimismo cómo el término lúdico, algo anticuado,
se utiliza a cada paso. En nuestros días, cualquier motivo es bueno para celebrar
su fiesta. Fiesta de la música, por supuesto, pero también del patrimonio,
de la ciencia, de la empresa, de las madres, de los padres, de las abuelas (¡y
la lista está muy lejos de haberse acabado!). En pocas palabras, la estética
está en el aire de los tiempos.
Lo propio de un mito radica en captar la vida en su
totalidad. Y cuando una figura mítica se impone, todo, progresivamente, queda
sometido a su dominación. Poco o mucho, su acción contamina todas las formas de
socialización. Así, la educación, el trabajo, la temporalidad, la cultura,
etc., se ven determinadas por una concepción del mundo dominante en un momento
dado. Al mismo tiempo, un mito expulsa a otro. O, como mínimo, lo vuelve
marginal o relativo. Eterna guerra de los dioses, cuyos efectos se pueden ver a
largo plazo. Y que hace que el triunfo de un dios nunca sea duradero. Tan
cierto es eso, que debe, una vez agotados sus encantos, ceder su sitio al que
lo ha suplantado. La forma más común de esta guerra de antigua memoria es la
que enfrentó a Dioniso y Prometeo.
Y si los entendemos en un sentido metafórico, es
imposible evacuar, con un simple encogimiento de hombros o con un guiño ingenioso, su
profunda significación antropológica. Así, la figura de Prometeo, tal como se
impone a lo largo de la modernidad, es otra manera de expresar lo que
adecuadamente se llama el mito del Progreso. A partir de entonces, se le
subordinan tanto los aspectos de la existencia individual como los de la vida
colectiva. Los historiadores han mostrado cómo, en el siglo XIX, la actividad
laboral se realizará bajo la égida del imperativo categórico que es
el valor trabajo. Educación nacionalizada, lucha contra el vagabundeo
endémico, establecimiento de instituciones sociales, todo eso se elabora en
función y bajo la mirada de la figura prometeica. Se puede decir que en su apogeo,
en el siglo XIX, suscita una movilización generalizada. Y precisamente porque
ejerce ese dominio, la figura alternativa, la de Dioniso, queda relegada en
cierto modo a la museografía. Desde luego, sigue existiendo, pero permanece arrinconada
al abrigo de las paredes de la vida privada, y deben producirse las
mínimas incidencias posibles en la dimensión pública de la sociedad.
Es cierto que hubo la eflorescencia romántica, y luego
la simbolista, pero lo que retrospectivamente nos parece de una gran
importancia cultural no incumbió, en la época, más que a pequeños grupos de happy
few. Algunos bohemios desmelenados, exaltados poetas o artistas decadentes.
Nada que haya tenido una real influencia sobre el conjunto de la vida social. Salvo
que —y ahí reside la misteriosa alquimia de las metamorfosis culturales— son los
valores de lo que Serge Moskovici llama las «minorías activas» que irán
contaminando poco a poco la totalidad del cuerpo social. Para entender
adecuadamente este fenómeno, propongo una ley de los tres estados: primero,
algo es secreto; luego, se vuelve discreto; y finalmente, se hace ostensible
como valor dominante. La estética es el valor secreto característico de los
pequeños grupos románticos en el siglo XIX. Se vuelve discreta, pero algo más
llamativa, en el período de entreguerras, con el dadaísmo, el surrealismo y
demás movimientos vanguardistas. Luego, tras la Segunda Guerra Mundial, y más
precisamente en los años sesenta del siglo XX, se vuelve visible y se
capilariza en el conjunto del cuerpo social.
A este respecto, es instructivo observar cómo la
dimensión lúdica, y un tanto insolente, de la existencia que se encuentra en
los letristas, los situacionistas y, luego, en la efervescencia
propia de las rebeliones de la década de 1960, se volverá a encontrar, incluso
convertida en espectáculo, en la publicidad, la prensa y las distintas
prácticas de la vida cotidiana. Contemplar la vida como un juego, anteponer su
dimensión lúdica, tal es la forma que adopta la estetización galopante, otra
forma de decir el retorno de ese icono que es Dioniso.
Estetización. ¿Qué
significa si no, en un sentido cercano al de su etimología, el hecho de
anteponer las pasiones comunes? Fue así cómo la cultura griega, en su momento fundador,
entendía la estética (aisthesis): el hecho de experimentar con otros una
emoción ante una estatua, un templo, al escuchar una tragedia o una obra
musical. En su aspecto dinámico, la estética se apoyaba en las vibraciones
comunes.
Por el contrario, se ha llamado estético al objeto
(estatua, templo) al que se refería esta emoción. Emoción, por lo demás, cada
vez más individual. De ahí la «museocratización» a la que nos hemos referido.
La estética se ha vuelto, en el siglo XIX, estática. El retomo del dinamismo
estético es lo que parece prevalecer en nuestros días. Todo es una buena
ocasión para vibrar juntos. El sociólogo Alfred Schütz hablaba, a este
respecto, de «sintonía». Tocar música juntos. Participar en una multiplicidad
de prácticas deportivas. Recorrer el Camino de Santiago, u otras reuniones
religiosas. Dejarse arrastrar por la histeria en época de rebajas. Participar
en los éxtasis colectivos durante los grandes mítines políticos. Todo es una
ocasión propicia para salirse.
Los múltiples festivales que rompen, cada vez más, la
rutina de la existencia cotidiana, como la «Noche Blanca» instaurada por el
Ayuntamiento de París y que tiende a exportarse a otras ciudades del planeta,
todo eso demuestra que lo festivo se ha convertido en una realidad
ineludible de consecuencias económicas, culturales, sociales y políticas incuestionables.
Desde luego, es posible mofarse de este Homo festivus. Se trata incluso
de una de las especialidades de una clase intelectual a la que le gustaría que
su morosa introspección fuera reconocida como un valor colectivo. De
hecho, resalta la (re)novación de una arquitectónica social en la que el juego
y el sueño concuerdan con la razón para devolver sus cartas de nobleza a la
idea de creación.
Ese es el sentido en que, como he señalado con
frecuencia, la «sombra de Dioniso» se proyecta sobre las megalópolis
posmodernas. La orgía vuelve a estar de moda. Si en lugar de reducirla,
evidentemente, a una simple dimensión sexual, le asignamos su sentido pleno: el
de expresar y vivir las pasiones (orge) colectivamente. Durkheim, a
propósito de las fiestas de algunas tribus australianas, mostró de qué modo la
efervescencia que engendraban «fortalecía el sentimiento que la comunidad tenía
de sí misma». Eso
lo llevó inmediatamente a hablar de la necesidad de los «ritos expiatorios»,
ritos de llantos (de alegría, de tristeza) que poseían una función de aglutinante
social.
Tomado de:
MAFFESOLI, Michel (2009): Iconologias. Nuestras idolatrías posmodernas. Barcelona, Península, pp. 33-38 y 50-53.
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