Enigmas de Hablar de Literatura
Fabricio Ernesto Borja
Un enigma remite a la oscuridad, a lo difícil de comprender o a lo que no está todavía resuelto. Guarda un secreto, abre interrogantes, anula toda certeza, afianza la discusión. Por afecto de la literatura, que en sí misma es también un interrogante, arribamos a una serie de enigmas planteados por R. Dorra en Hablar de literatura (1), en los que la apuesta crítica construye itinerarios para profundizarse (pensarse, discutirse). El enigma nos interpela como lectores, genera inferencias, conexiones y en ese trayecto comprensivo descubrimos cómo las interpretaciones develan una respuesta siempre provisoria en una contradictoria sensación de satisfacción y de fracaso; todo se gesta en el suspenso, en la celebración, en ese prodigioso encuentro entre la imaginación y la letra.
Primer enigma, la muerte.
Una obra literaria puede elegir el camino de su muerte en dos sentidos opuestos: como una entrega al servicio de los hombres o como la consumación de una irreductible soledad, como una suma de o como una atareada sustracción.
El riguroso metaforismo, por ejemplo, en Góngora (2), abre el interrogante sobre si las relaciones entre literatura y realidad son ilusas, y si la literatura puede incorporarse a la vida de los hombres o está condenada a la alienación.
Narrar sin fin, resistir en la precariedad, la vida amenazada insiste en perdurar. Toda la ficción señala y alegoriza este deseo que es deseo de la víctima. La victima acude a la narración para suspender la muerte. Esta narración sin fin que se construye como escritura literaria y es asediada (fragmentada) por la escritura testimonial. Si la ficción es el deseo de la vida, el testimonio es presencia de la muerte, aplazada por la narración. Testimonio se opone a literatura y la complementa.
Muerte en la imagen del espejo roto, la escritura como unidad perdida, violentada. El espejo roto es también una metáfora del cuerpo, por lo tanto tanto, más que hablar de escritura-espejo, es preciso describirla como escritura-cuerpo, pues lo que está más persistentemente metaforizado por el trabajo de la escritura es la presencia del cuerpo. La escritura es cuerpo y metaforiza el cuerpo (y sus desplazamientos). El cuerpo desfallece en la escritura, en su ritmo trabajoso y obsesivo, en la quiebra, el detenimiento y la caída.
Segundo enigma, el rumor del sentido.
La palabra rumor, desde su presencia sonora, evoca la imagen de un ruido difuso y continuo, la suave o inquietante persistencia de una murmuración que va de aquí a allá hablando sin hablar o callando sin hacer silencio. El rumor está siempre comenzado, se deja escuchar como si llegara de lejos, en un instante anterior a su mensaje; es esa persistencia de sonidos ubicuos y multiformes que ocultan el sentido y a su vez prometen su revelación.
El rumor guarda el deseo de la sociedad que lo nutre y por ello podemos tener una imagen de la sociedad poniendo atención a los rumores que ella acoge o propaga. Esto supone que las sociedades masificadas perdieron el rumor y en ello su deseo, cayendo en el puro desconcierto.
Como lectores recibimos el discurso literario ya comenzado y en él nos incorporamos a condición de tomar su forma, de escuchar su rumor y permitir que el discurso se escuche. Toda literatura puede continuar diciendo: al leer el lector siempre será el último eslabón de la cadena y es el principal responsable de propagar el rumor. Así es como ocurre este continuo decir que es hablar de lo imaginario.
Tercer enigma, el deseo.
Para R. Barthes (3) todo es signo, todo es motivo de lectura y desciframiento. El poder aparece de un extremo a otro, en la obligación de afirmar o en la obligación de repetir: al hacer circular los signos el hablante hacer circular las formas del poder. No habría libertad sino fuera del lenguaje, fuera de la lengua. Si renunciamos al lenguaje la única libertad descansa en la posibilidad de usar la lengua, asumiéndola y a la vez transgrediéndola.
La literatura sería entonces un uso perverso de la lengua: un habla escindida que al mismo tiempo la acata y la ataca desgastando sus códigos morales y sociales organizados por la sintaxis. La perversión sería este uso descarriado del lenguaje que asume la lengua y la desajusta, la corroe, que se desvía del objeto y del fin que la propia lengua tiene programados.
Entrega al placer como subversión, como sustracción y desarreglo del saber constituido. Lo que mueve al hombre es el deseo; el deseo organiza la escritura, el lenguaje. Este deseo es lo oculto, lo reprimido, y sólo podemos descubrirlo en su movimiento hacia el placer, movimiento oblicuo, desplazado u disfrazado de múltiples maneras. El placer es el momento en que aparece lo reprimido del deseo y por ello se lo señala como sospechoso. El texto y su placer conducen a las zonas oscuras de la materialidad, al momento en que lo reprimido insiste en aparecer.
Cuarto enigma, la obra.
La obra se constituye por la complejidad de un proceso que excede al autor y que quizá nunca cierre. Se va haciendo por obra de los lectores, es decir, como resultado de la intervención de ese agente ubicuo, incesante, polimórfico que es la lectura. Lectura constituyente: una mirada que descubre, desecha, interpreta, selecciona, instaura asociaciones que antes no estaban y, en fin, se convierte en ese agente que da forma a la obra.
La obra al constituirse habla a la vez del autor, construye su imagen –enunciado que enuncia al autor-. Qué alcance debe tener esta voz, de qué forma será escuchada es resultado de la conformación de los textos, de su transformación. Texto e imagen de autor tienden hacia la obra, la van prefijando de manera impredecible hacia un fin que no se conoce. Por la lectura los textos tienen una vida histórica y pueden mudar su naturaleza o, dicho más exactamente, mostrar otra naturaleza que era también la suya pero que estaba oculta o postergada.
Los géneros determinan la lectura, orientan el recorrido de los signos. No obstante la relación entre texto y género es siempre más compleja y conflictiva, porque la distribución de los géneros puede desbordar los ámbitos marcados por la rigidez de las disciplinas; la escritura se orienta en varias partituras, en varias direcciones posibles, una de las cuales aparece más visible en la superficie.
Quinto enigma, el valor.
Lo que hace que un mensaje verbal se convierta en una obra literaria es un juego dialéctico que relaciona la organización objetiva, intrínseca, de un discurso con una mirada histórica que tiene una determinada voluntad y en ese sentido la definición de lo literario está siempre en función de las instituciones o las transformaciones reales de la cultura y de la ideología.
Es en la lectura como instancia objetiva y como espacio de operaciones en la que se pone en juego la complejidad real de la cultura y no en el lector como entidad subjetiva y resistente a toda sistematización donde están las respuestas al problema del valor. Dos operaciones entran en juego (4): una clasificatoria y otra valorativa. La clasificación, al ser institucional, tiene un alto grado de estabilidad, e implica una operación funcional: sanciona el lugar que debe ocupar un discurso entre los discursos que circulan por el cuerpo social, legisla y administra. La valoración, por su parte, proviene de la lectura, es decir, de ese contacto entre una escritura y una mirada que deja su marca sobre aquella. Para la clasificación la lectura es prescindible, si se incorpora a la tradición lo hace bajo acatamiento. En cambio la valoración permite una lectura discontinua: lo que se exalta un día puede menospreciarse al otro.
Notas
(1) Para este artículo se toma la 1º edición de 1989 (México, FCE).
(2) Al respecto ver el ensayo “Polifemo” y las “Soledades” de Góngora (1976).
(3) Al respecto ver el ensayo "Roland Barthes o el placer del texto" (1981).
(4) Al respecto ver el ensayo "El problema del valor en los estudios literarios" (1984).
No hay comentarios.:
Publicar un comentario