03 febrero 2017

Arte de leer. Hugo de San Victor


Hugo de San Victor (1096-1141)

Arte de leer

Hugo de San Victor



Tres cosas necesitan los que estudian: capacidad natural, ejercicio y disciplina. Por capacidad natural se entiende que el estudiante comprenda fácilmente lo que oye y retenga firmemente lo comprendido; por ejercicio, que se fomente la capacidad natural con el esfuerzo perseverante; por disciplina, que haya congruencia entre la teoría y la práctica, manifestada en una vida honorable. De cada una de estas tres cosas daremos una breve explicación, a modo de introducción.


Los que se dedican al estudio deben estar dotados a la vez de aptitud y de memoria, que están tan estrechamente vinculadas entre sí en todo estudio y disciplina, que si llega a faltar una de ellas, la otra no puede llevar a nadie a la perfección. Es como en el caso de las ganancias, de nada sirven si no son guardadas y, por otra parte, en vano se dispone de lugares de acopio si no hay nada que guardar. La aptitud encuentra la sabiduría, la memoria la guarda. La aptitud es una cierta potencia naturalmente presente en la mente y con un valor intrínseco; procede de la naturaleza, mejora con la práctica, se embota con el excesivo trabajo y se agudiza con el ejercicio equilibrado. Como alguien dijo con bastante buen gusto: “Quiero que por fin te cuides a ti mismo, hay demasiado afán en esos papeles. ¡Sal a que te dé el aire!” Hay dos cosas que mejoran la aptitud: la lectura y la meditación. La lectura permite que nos formemos en las reglas y preceptos que obtenemos de los libros. Hay tres clases de lectura: la del maestro, la del alumno y la del que lee por su cuenta de manera independiente. Por ello decimos: “le leo un libro”, “me asiste en la lectura de un libro”, “leo un libro”. En la lectura hay que tener en cuenta sobre todo el orden y el modo.


El modo como hay que leer un texto se basa en la división de su contenido. Toda división comienza con lo finito y se extiende hasta lo infinito. Ahora bien, todo lo que es finito es más conocido, y puede ser comprendido por el conocimiento. Por otra parte, la enseñanza comienza por aquello que es más conocido y, a través de este conocimiento, llega al descubrimiento de lo que está oculto. Además, investigamos por medio de la razón, cuya función es dividir, cuando descendemos de los universales a los particulares  mediante la división y la investigación de la naturaleza de cada cosa. En efecto, todo universal es más determinado que sus particulares; por tanto, cuando aprendemos, debemos empezar por los universales que son más conocidos, determinados y comprehensivos, y así, descendiendo poco a poco y distinguiendo cada cosa por la división, llegamos a investigar la naturaleza de lo que contienen los universales.


La meditación es una reflexión persistente, acompañada de deliberación, que prudentemente investiga la causa y el origen, el modo y la utilidad de cada cosa. La meditación tiene su punto de partida en la lectura, pero sin verse constreñida por sus reglas y preceptos, pues se complace en recorrer ciertos espacios abiertos donde concentra libremente su mirada penetrante en la contemplación de la verdad y logra captar a veces unas causas de las cosas, a veces otras, y en ocasiones, adentrarse en las profundidades sin dejar nada en la duda o en la oscuridad. Así pues, el inicio de la enseñanza se encuentra en la lectura; su culminación, en la meditación, y si alguien se ha familiarizado amorosamente con ella y ha decidido entregársele con frecuencia, ella le recompensará con una vida verdaderamente agradable y le proporcionará el mejor consuelo en el momento de la tribulación. En efecto, la meditación es la que más aísla al alma del bullicio de las actividades terrenales, y permite que también en esta vida se tenga una especie de gusto anticipado por la dulzura del descanso eterno. Y cuando a través de las cosas que han sido hechas se ha aprendido a buscar y entender a Aquel que todo lo ha hecho, entonces se instruye al espíritu con el conocimiento al mismo tiempo que se le llena de alegría. De ahí resulta que en la meditación se encuentra el máximo deleite. Hay tres clases de meditación: una consiste en la consideración de las costumbres; otra, en el examen de los mandatos; la tercera, en la investigación de las obras divinas. Las costumbres se encuentran en los vicios y en las virtudes. El mandato divino prescribe, promete o amenaza. Obra de Dios es lo que con su poder crea, l o que con su sabiduría gobierna, lo que con su gracia coopera. Y mientras con mayor aplicación se entregue el hombre a meditar sobre las maravillas de Dios, tanto más se convencerá de cuán dignas de admiración son todas ellas.

Hugo fue el iniciador del 
misticismo de la Escuela 
de San Victor (siglo XII)

De la memoria


Pienso que al hablar de la memoria por ningún motivo debe pasarse por alto aquí que así como la aptitud natural investiga y descubre mediante la división, así la memoria conserva mediante la recolección. Es preciso, por tanto, que lo que dividimos en el proceso del aprendizaje lo recojamos ahora para encomendarlo a la memoria. Recoger significa reducir a un resumen breve y sustancioso aquello de lo que se escribió y se discutió con mayor detalle; es lo que los antiguos llamaron “epílogo”, es decir, una breve síntesis de lo expuesto antes. Todo tema que se trata tiene un principio en el que se apoya toda la verdad del asunto y la fuerza del pensamiento, y de él depende todo lo demás. Buscar y examinar este principio es lo que significa recoger. Existe una sola fuente y muchos arroyos que de ella emanan. ¿Para qué seguir las sinuosidades de las corrientes? Mantente en la fuente y dominarás todo. Digo esto porque la memoria del hombre es débil y disfruta de la brevedad, por lo que si tiene que abarcar muchas cosas va perdiendo fuerza en cada una de ellas. Debemos, por tanto, en todo aprendizaje recoger ciertos datos breves y seguros que se puedan guardar en el cofrecito de la memo ria, de donde posteriormente, cuando las circunstancias lo exijan, se puedan sacar las debidas conclusiones. Es también necesario repasar todo esto con frecuencia y llevarlo desde el vientre de la memoria hasta el gusto del paladar, para evitar que desaparezca a consecuencia de un descuido prolongado. Por todo esto te pido, lector, que no te alegres demasiado por haber leído mucho, sino por haber comprendido mucho, y no sólo por haberlo comprendido, sino por haberlo sabido retener. De lo contrario, de poco sirve leer o comprender mucho. Por ello, quiero repetir aquí lo que dije antes: los que se dedican al estudio necesitan estar dotados de aptitud natural y de memoria.


De la humildad


El principio de la disciplina es la humildad, cuyas manifestaciones son muchas, pero de especial importancia para el lector son las tres siguientes: la primera, que no debe despreciar conocimiento ni escrito algunos; la segunda, que no debe avergonzarse de nadie que pueda enseñarle algo; la tercera, que una vez alcanzado el saber, no mire con desprecio a los demás.


Hay muchos que se ven dominados por el deseo de parecer sabios antes de serlo, y por ello son víctimas de un ataque de arrogancia que los lleva a comenzar a simular lo que no son y a avergonzarse de lo que realmente son; y se alejan tanto más de la sabiduría cuanto que su propósito no es convertirse en sabios, sino que se piense que lo son. He conocido a muchos que actúan de esta forma, quienes, aunque todavía carecen de los conocimientos básicos, sólo se dignan interesarse en las cuestiones más elevadas, y creen que llegarán a ser grandes con sólo leer los escritos y escuchar las palabras de los grandes y de los sabios. “Nosotros”, dicen, “los hemos visto, hemos seguido sus lecciones. Con frecuencia conversaban con nosotros. Esos grandes, esos hombres famosos nos conocen”. Pero ¡ojalá que a mí nadie me conociera y que yo conociera todo! Ustedes se glorían de haber visto a Platón, no de haberlo comprendido. Pienso luego que es indigno de ustedes que sean mis discípulos, porque yo no soy Platón, y ni siquiera tuve el mérito de verlo. Mejor para ustedes, porque han bebido en la fuente misma de la filosofía, pero ¡ojalá que todavía estuvieran sedientos! El rey, después de haber bebido en una copa de oro, bebe ahora en un vaso de barro. ¿De qué se avergüenzan? Ya escucharon a Platón, escuchen ahora a Crisipo. Como dice el proverbio: “Lo que tú ignoras, tal vez Ofelo lo sepa”. No hay nadie a quien le haya sido concedido saber todo, como tampoco hay nadie a quien no le hubiera tocado recibir algún don especial de la naturaleza. Así pues, el estudiante prudente escucha a todos con gusto, lee todo, y no desprecia escrito alguno, a persona alguna, ni enseñanza alguna. Sin hacer distinción, busca en cada uno lo que sabe que le hace falta, sin tomar en cuenta lo que conoce, sino lo que ignora. De ahí el dicho platónico que algunos repiten: “Prefiero aprender modestamente lo que otros dicen que exponer con descaro lo que yo pienso”. ¿Por qué, pues, te ruborizas de ser enseñado y no te avergüenzas de tu ignorancia? Mayor debe ser la vergüenza en este caso. O ¿por qué aspiras a las alturas cuando yaces en las profundidades? Examina más bien cuál es la capacidad de tus fuerzas. Muy bien avanza el que lo hace gradualmente. Hay algunos que al pretender dar un gran salto adelante caen por tierra. Así pues, no te apresures demasiado y de este modo llegarás más pronto a la sabiduría. Aprende alegremente de los demás lo que tú ignoras, porque la humildad puede hacer que compartas lo que la naturaleza ha dado a cada quien como un bien propio. Serás más sabio que todos si estás dispuesto a aprender de todos. Los que de todos reciben son más ricos que todos. Por último, no desprecies conocimiento alguno porque todo conocimiento es bueno. No desdeñes, si tienes tiempo, la lectura por lo menos de ningún escrito. Si no obtienes provecho, tampoco pierdes nada, sobre todo si se tiene en cuenta que, a mi juicio, no existe libro alguno que no ofrezca algo de interés si se lee en el lugar y en el momento adecuados; o que no contenga algo especial que el atento escudriñador de las palabras no haya encontrado en otros escritos, y que con tanto mayor gusto acoge cuanto más raro es el hallazgo.Sin embargo, nada puede ser bueno si se elimina lo que es mejor. Si no es posible que leas todo, lee entonces lo que sea de mayor utilidad; y aunque pudieras leer todo, no debes dedicarle el mismo esfuerzo a todo. Se deben leer ciertos escritos para que no nos sean desconocidos; otros se deben leer para que por lo menos hayamos oído hablar de ellos, porque suele suceder que otorguemos más valor del que realmente tiene a aquello de lo que no hemos oído hablar, y se valora mejor aquello cuyos frutos se conocen.








Tomado de:
DE SAN VICTOR, Hugo (2016): Didascalicón. Del arte de leer. Colección 17 pp. 65-72

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