Editores romanos
Alfonso Reyes
Tras Ia ruina de Grecia, Roma cayó bajo la mágica influencia de la cultura helénica. Los libros griegos se derramaron en Roma a montones, primeramente en calidad de botín. También se trasladaron a Roma algunos traficantes griegos de libros. Eran a la vez editores y vendedores al detalle.
Pronto el negocio librero comienza a organizarse en forma. A fin de atender a la producción con rapidez y en grande escala, los negociantes mantienen un personal de planta especialmente avezado. Generalmente, se echaba mano de los esclavos, los griegos sobre todo, a juzgar por los nombres que han llegado hasta nosotros. Eran muy solicitados y eran caros. El montar una oficina de libros representaba un capital apreciable. Horacio se burla de cierto aficionado que pagó un precio increíble por esclavos "medio embarrados de griego". Según Séneca, 100 000 sestercios (unas £ 1000 oro) era el valor de un servus literatus. Los esclavos solían también ser maestros de caligrafía para los niños. Adviértase que todo este personal, aunque integrado por esclavos, recibía un pago por su trabajo. Los salarios fueron bajos, al menos en tiempos de los primeros emperadores. Más tarde, mejoraron un poco. El emperador Diocleciano fija por edicto el máximo que se ha de pagar por 100 líneas de la mejor escritura en la suma de 25 denarios (5 ½ peniques oro). Para un trabajo más humilde, el monto era de 20 denarios. Se dice que también las esclavas eran expertas en este oficio, así como hoy han demostrado las mujeres ser aptas para la tipografía.
Pronto el negocio librero comienza a organizarse en forma. A fin de atender a la producción con rapidez y en grande escala, los negociantes mantienen un personal de planta especialmente avezado. Generalmente, se echaba mano de los esclavos, los griegos sobre todo, a juzgar por los nombres que han llegado hasta nosotros. Eran muy solicitados y eran caros. El montar una oficina de libros representaba un capital apreciable. Horacio se burla de cierto aficionado que pagó un precio increíble por esclavos "medio embarrados de griego". Según Séneca, 100 000 sestercios (unas £ 1000 oro) era el valor de un servus literatus. Los esclavos solían también ser maestros de caligrafía para los niños. Adviértase que todo este personal, aunque integrado por esclavos, recibía un pago por su trabajo. Los salarios fueron bajos, al menos en tiempos de los primeros emperadores. Más tarde, mejoraron un poco. El emperador Diocleciano fija por edicto el máximo que se ha de pagar por 100 líneas de la mejor escritura en la suma de 25 denarios (5 ½ peniques oro). Para un trabajo más humilde, el monto era de 20 denarios. Se dice que también las esclavas eran expertas en este oficio, así como hoy han demostrado las mujeres ser aptas para la tipografía.
Las reproducciones comerciales se hacían de tal modo que varios copistas podían trabajar a la vez. Había un lector que dictaba, y es lo más probable, o entre todos compartían de alguna manera el mismo original, lo que ya parece más difícil. Una firma bien organizada podía en unos cuantos días lanzar al mercado cientos de ejemplares de un nuevo libro.
A pesar de la producción en masa y de los bajos salarios, todavía la manufactura resultaba cara. La principal razón está en el capital necesario para un trabajo estimable. No es de asombrar que los empresarios insistiesen en la rapidez del trabajo, para sacar el mayor provecho posible. Pero este apresuramiento redundaba en inevitables descuidos y errores de los copistas. Las quejas de los autores —y no menos de los lectores— sobre los disparates de los copistas son inacabables. Cicerón se muestra tan indignado que habla de "libros llenos de mentiras", donde "mentira" viene a ser nuestra "errata". Si abundan los yerros en un libro latino, ello debe explicarse por el hecho de que los copistas eran griegos y sólo conocían imperfectamente la lengua ajena. Cicerón se quejaba así a su hermano: "Ya no sé dónde buscar los libros latinos, tan pecadores son los que se venden en plaza"
Los empresarios de conciencia quisieron enderezar este daño empleando correctores especiales. Se han encontrado fragmentos de papiros con cuidadosas enmiendas. Desde luego, los autores estimaban en mucho las copias correctas de sus obras. Cicerón prohibe a su amigo y editor Ático el dar a la circulación ciertos ejemplares incorrectos de su obra De finibus. Ático era hombre generoso y respetaba a su autor. Hasta aceptó el mandar hacer enmiendas de última hora ocasionadas por algún descuido en los originales de Cicerón. El autor procuraba siempre algunas copias especiales y limpias, para sus predilectos o protectores.
No sólo los autores, también los compradores mismos buscaban afanosamente los ejemplares más correctos. Cuando querían comprar volúmenes antiguos, consultaban siempre a los expertos o gramáticos. Como, a veces, los copistas, por negligencia o por pereza, se saltaban algún fragmento, el número de líneas era confrontado con algún ejemplar que hacía de patrón, y se tomaba nota de ello al fin del volumen ya revisado. Esto significan las cifras que aparecen al pie de algunos papiros de Herculano. Y este cálculo de líneas, desde luego, servía también para fijar la cifra del pago a los copistas.
Hay pocas noticias sobre el número de ejemplares de cada edición. Plinio el Joven, en alguna ocasión, cita la cifra de 1000 ejemplares; pero parece que se refiere sólo a un libro que fue distribuido como obsequio entre los amigos y equivale a lo que hoy calificamos de "edición privada". Ni siquiera nos ilustra al respecto la correspondencia de Cicerón con su editor Ático, donde hay referencias al trabajo de correcciones. La obra que fue objeto de tales retoques de última hora es la Defensa de Ligario. El desliz de Cicerón consistió en un error de nombre. Fue rectificado entre líneas, ejemplar por ejemplar, gracias a los copistas Farnaces, Anteo y Salvio, expresamente mencionados en la carta de Cicerón y encumbrados así a los honores de la posteridad. Nuestros tipógrafos debieran conocerlos y considerarlos como abuelos ilustres. Si para tan leve retoque hubo que acudir a tres copistas escogidos, ya se comprende que la edición fue de "gran tirada".
En varios autores encontramos la noticia de que las obras de éxito no sólo circulaban en Roma, sino que se vendían por todas las provincias del Imperio Romano, lo que también nos indica que las ediciones eran extensas. De la gran obra biográfica de Varrón, adornada con ilustraciones —obra a que nos hemos referido—, Plinio asegura que llegó a todos los rincones de la tierra. Horacio se muestra orgulloso de que sus poemas sean leídos en las riberas del Bósforo, en las Galias, en España, en África y en otras partes remotas. Profetiza que su Arte Poética se venderá siempre en abundancia: "El libro —asegura— cruzará los mares." Propercio, por su parte, se jacta de que su fama llegue hasta las frías comarcas septentrionales. Ovidio, en el destierro se consuela pensando que sus escritos recorrerán el mundo del Oriente hasta el Occidente. "Soy —afirma orgullosamente— el autor más leído del mundo." Poco después, añade: "Mis libros andan en las manos de todos los vecinos de Roma"; y añade todavía: "En la hermosa ciudad de Viena (el Delfinado), me leen tanto los jóvenes como los viejos, sin exceptuar a las damas." Grandes cantidades de volúmenes se vendían también a las ya numerosas bibliotecas públicas, que también las había en las poblaciones pequeñas, así como a los bibliófilos para sus ricas colecciones privadas. Tan inmensa demanda no podría haberse satisfecho con ediciones limitadas.
Los negociantes cuidadosos y expertos —Ático, al menos, así lo hacía— llevaban un riguroso registro de todos los libros vendidos u obsequiados. Así pues, para estos días el comercio del libro era ya muy importante y extenso. Pero no podemos presumir que los manufactureros fijaran de antemano, como se hace hoy, la cifra de las ediciones. Sin duda comenzaban por un número limitado de ejemplares, singularmente si el autor era aún poco conocido, para así tantear el comercio. Las recitaciones ante auditorios, a la moda desde los primeros días imperiales, sobre todo en los lugares públicos, eran un buen índice para juzgar del interés que una obra despertaba, y fomentaban de paso la adquisición de la obra. Horacio se ríe de los poetas que endilgaban sus versos a los bañistas de las termas, quienes se veían obligados a resistirlos pacientemente. En el Satiricón de Petronio, esta obra maestra de vulgaridades y aventuras, el bombástico poetastro Eumolpo declama sus versos en una galería de pintura, y el público acaba por echarlo fuera a pedradas.
Al parecer, el librero a veces comenzaba por dar sólo un trozo de la obra, y en caso de éxito, seguía con el resto hasta el fin. El primer tratante en libros cuyo nombre nos sea conocido representa un caso excepcional. Ya se ha comprendido que nos referimos a Ático, el amigo de Cicerón. Este hombre rico y señorial unía a una refinada cultura un claro sentido práctico. Negociaba en grande escala, empleaba muchos esclavos y obreros libres, cuyo trabajo vigilaba personalmente. Cornelio Nepote, en su biografía de Ático, nos cuenta que, entre sus esclavos, algunos poseían una excelente educación y que contaba con crecido número de copistas. No sólo publicaba a Cicerón, sino también a otros autores. Lo mismo vendía al por menor que al por mayor. Fue él quien publicó la excelente obra de Varrón sobre el arte del retrato, obra que suponía ya un establecimiento excelsamente provisto y algún equipo para las reproducciones mecánicas por centenares. Sus relaciones mercantiles eran tan extensas que Cicerón lo usaba como distribuidor de sus libros en Atenas y en las demás ciudades griegas. Además de Ático, había varios otros libreros en Roma, puesto que Cicerón le propone, como escogiéndolo entre todos, que sea él quien se encargue de sus discursos, ya que con tanto éxito lo ha hecho para la Defensa de Ligario. Pero no hay el menor rastro de que Cicerón interviniese para nada en la ejecución de las copias o que sacara de la venta el menor provecho económico.
En la época de Augusto, los hermanos Sosii llegaron a hacerse famosos por haberlos mencionado Horacio. En la segunda mitad del siglo I d. c, Trifón es sin duda el librero más importante. Parece que publicó casi toda la obra de Marcial, autor favorito y muy difundido. Las Instituciones de Quintiliano también fue obra publicada por Trifón. En el prefacio, Quintiliano le atribuye el ser el verdadero autor, por figura de cortesía: "Día tras día —dice— me has estado animando a que empiece los preparativos para publicar mi obra sobre la elocuencia." En la antigua Roma como ahora, el editor bien podía ser el auxiliar y aun el consejero del autor. Al final de una carta prefatoria, Quintiliano declara que pone su obra en manos de "su" Trifón. Esta carta demuestra un gran entendimiento amistoso entre ambos.
En ningún autor de la Antigüedad se encuentra la menor queja contra los editores, sin excluir a los epigramatarios y satíricos que eran más bien sueltos de lengua. Esto muestra que los autores vivían satisfechos, pero no quita que algunas veces se refieran, con leve intención maliciosa, a los pingües negocios de los editores. Horacio pinta así, en irónico contraste, el caso de una obra que promete ser todo un éxito: "He aquí un libro que hará ganar dinero a los Sosii (sus editores), y que dará fama a su autor." Marcial, que siempre andaba escaso, se irrita tanto ante los buenos negocios de sus editores que vuelve al tema varias veces en sus epigramas, pero entiéndase que sin quejarse de ello como de una maniobra ilegítima: "El discreto lector podrá comprar un hermoso volumen con todas Xeniae por cuatro sestercios. La verdad es que cuatro es mucho. Ya estaría bien pagar dos. Y aun entonces mi editor habría hecho un buen negocio." Si tomamos estas palabras literalmente —y nadie ha dudado en hacerlo—, el editor ganaría un 100 %, lo que no dejará de poner envidiosos a algunos contemporáneos.
Las Xeniae de Marcial forman el libro 13º de los Epigramas. Esta obra consta de 127 títulos y 274 versos, o sea unas 400 líneas en total. El precio de venta es 4 sestercios, o sea 11 peniques oro, sin tomar en cuenta que el poder adquisitivo de la moneda era entonces mayor que ahora. Según Marcial, el primer libro de epigramas se vendió a 5 denarios (4 chelines y 3 peniques), al menos en la edición de lujo. En opinión del poeta el precio no es barato. Hoy nos parece realmente dispendioso. El libro contiene 119 epigramas, y un total de 800 líneas más o menos. Cinco denarios son más de lo que hoy pagaríamos por un buen ejemplar de los 14 libros enteros de Marcial. Si, sin embargo, consideramos el valor mercante del denario en aquellos días (unos 2 chelines y 6 peniques), entonces el precio de las Xeniae resultaría ser hoy de 12 chelines y 6 peniques. No es de asombrar que tales ganancias atrajesen aun al que menos se preocupaba de las letras. Lo cual explica por qué Luciano, que vivió en el siglo II d. c, habla con desprecio de algún librero, lo declara lerdo y bárbaro, y dice que ignora el contenido de los libros que vende. Pero en cambio se expresa elogiosamente de dos editores —Calino, el de las bellas copias, y Ático, el de la cuidadosas ediciones— cuyos volúmenes eran justamente cotizados en todo el mundo.
En tanto que los editores se enriquecían, los autores de Roma, no menos que sus colegas de Grecia, tenían que conformarse con lo que llamaba Juvenal "la hueca fama". Los autores antiguos nunca esperaron que su trabajo, con ayuda de los editores, les resultase remunerativo. El derecho de propiedad literaria aún es ignorado en el derecho romano, que cubre las eventualidades de la vida con tan minuciosa perfección, y ni en las letras ni en los escritos legales del tiempo hay el menor asomo de semejante preocupación. A despecho de las constantes quejas sobre el mal uso de su nombre o el saqueo perpetrado contra sus obras, los antiguos jamás se preguntaron cómo podrían defenderse. El silencio de los juristas al respecto no puede explicarse más que por la absoluta falta de recursos legales.
Cicerón escribe a Ático: "¿Te propones publicar mi obra contra mi voluntad? Ni siquiera Hermodoro se atrevió a hacer cosa semejante." (Se refiere a aquel discípulo de Platón que negoció con la obra de su maestro y mereció en la Antigüedad ser considerado por eso como un infame.) No dice, pues, Cicerón: "Si publicas la obra contra la voluntad del autor violas el derecho de propiedad", sino que sólo acude a un argumento ético. Pues si hubiera habido, en el caso, un argumento jurídico, ¿es imaginable que lo hubiera olvidado un abogado como Cicerón?
Marcial se queja de que los piratas saqueen su obra y de que su célebre nombre sirva de reclamo para amparar obras indignas. Com. para el plagio con el hurto, sí, pero no amenaza con apelar a la ley que, en el caso, es muda. Nótese que la misma palabra "plagiario" es aquí usada en este sentido por primera vez (Epigramas, I, 53). En el derecho romano, plagiarius sólo se aplica al robo, al rapto (Dig, 48, 15; Cod. 9, 20). A partir de Marcial, el uso metafórico se generaliza.
Quintiliano compartió la suerte de muchos profesores modernos. Los estudiantes copiaban sus conferencias y las publicaban a hurtos. Se vio obligado a proceder él mismo a la publicación, y sólo para evitar el robo se decidió a hacerlo, aunque no se lo había propuesto en un principio. Así, en su prefacio, nos dice: "Creo que los jóvenes lo hicieron como prueba de su estimación para mí." Pero no dice que en ello haya la menor violación jurídica.
Galeno tuvo tan ingratas experiencias con los plagiarios y libreros que, aparte de sus innumerables obras de medicina, publicó unos cuantos artículos sobre estos curiosos percances. Como cuestión de principio, había suspendido, de tiempo atrás, el comunicar el1 resultado de sus exámenes de pacientes. Sus notas eran al instante copiadas y dadas a la publicidad, con frecuencia bajo falsos nombres. No !e quedaba, pues, más recurso que juntar tales notas y publicarlas en debida forma, para invalidar las falsificaciones.
San Jerónimo se quejaba en una carta de que "en cuanto escribía algo, amigos y enemigos se apresuraban a publicarlo" sin su intervención. Pero, entre estos casos y otros muchos que pudieran citarse, la queja de los autores se queda en el terreno moral y no llega nunca a relatar una violación de derecho, pues que no existía tal derecho. A pesar de todo, a pesar de esta falta de protección legal, sería lícito suponer que los autores recibían alguna compensación sobre el provecho que los libreros obtenían de sus obras. Pero quien así lo piense se equivoca.
Cicerón se muestra muy complacido por lo mucho que se ha vendido su alegato en pro de Ligario. Pero no nos figuremos por eso que ha ganado nada con tal venta. Ni él nos dice de ello una palabra, ni en su voluminosa correspondencia con el librero Ático, donde tantas veces se habla de asuntos financieros, hay el menor rasgo que autorice semejante suposición. Al contrario, algunas veces ofrece ayudar en los gastos de sus publicaciones.
La mayoría de los autores se reclutaba entre los más altos círculos sociales, los patricios y la aristocracia financiera. Los nobles romanos sólo acostumbraban escribir sobre asuntos pertinentes a sus ocupaciones. ¿Qué podían importarles las royalties a hombres como Sila, Lúculo, Salustio, César, o a emperadores como Marco Aurelio, hombres que disponían de millones? Pero ni aun los poetas, que en general procedían de clase más modesta, esperaban nada de sus editores. Horacio no soñaba en adelantos ni porcentajes sobre sus obras, sino en tener buenos protectores, y al cabo encontró uno en Mecenas. Virgilio también tuvo que agradecer a Mecenas algunos favores. En tiempos de la república, los poetas contaban con el auxilio de los poderosos. El sarcástico Sila concedió un sueldo a un mal poeta que le consagró un poema bombástico y bajamente laudatorio, pero imponiéndole la condición de que no escribiera más en su vida.
La Tebaida del poeta Estacio fue recibida con admiración entre los que oyeron su lectura, pero no aportó al poeta la menor ganancia. El pobre se sustentaba escribiendo escenas para los pantomimos. Marcial, que era lo que hoy se llama un best-seller, constantemente pide dinero a sus amigos y se queja de lo que le exigen sus protectores. Cuando volvió de Roma a su nativa España, tras unos treinta y cuatro años de constantes triunfos literarios, su amigo Plinio tuvo que costearle el viaje. Y decía con resignación que no le importaba el éxito de sus libros: "¿Qué medro yo con ello? Mis finanzas no lo aprovechan." De aquí que buscara mecenas y aun se rebajara a escribir burdos elogios al emperador, que de cuando en cuando le soltaba un mendrugo: "Sólo pido —exclamaba— tener un rincón donde tumbarme a descansar." Parece que oímos a Jorge Isaacs cuando se quejaba con Justo Sierra de los editores que se enriquecieron con la María sin que él ganara un centavo y le preguntaba si podrían nombrarlo cónsul de México.
Marcial, Juvenal y Plinio, todos ellos convienen en que "el escribir da renombre y nada más". Tácito ni siquiera eso concede: "El versificar no da honor ni dinero —dice—. Aun la fama que tanto anhelan como único premio los poetas, a cambio de sus luchas y afanes, menos les sonríe a ellos que a los oradores públicos."
La venta de manuscritos originales, para el personal disfrute del comprador, fue práctica conocida de griegos y romanos. Sabemos de dos ventas célebres. Según Suetonio, el muy erudito Pompilio Andrónico vendió uno de sus manuscritos por 16 000 sestercios (£ 4000 oro) para hacerse de algún dinero. Plinio el Mozo cuenta que a su abuelo le ofrecieron 400000 sestercios (£4000 oro) por sus colecciones escogidas. En uno ni en otro caso el comprador era un comerciante o librero.
También había autores que vendían sus obras para que se publicasen con nombre ajeno. Marcial lanza pullas contra dos poetastros de dudosa reputación, Galo y Luperco, que se dedicaban a estos feos negocios. Aunque es cierto que el editor se guardaba todo el provecho, también, en lo general, corría con todo el riesgo de las reproducciones. Cicerón consolaba a Ático de las pérdidas por éste sufridas cuando se le quedó en las bodegas buena parte de la edición de las primeras Cuestiones académicas.
Como los editores sólo emprendían la reproducción de un número limitado de ejemplares, y nunca más, los autores parece que podían acudir a la vez a varias firmas del mercado, sin el menor obstáculo. Marcial, además de Trifón, cita a Secundo y a Atrecto como sus editores habituales; estos dos últimos publicaron simultáneamente sus Epigramas. Las ediciones, por lo demás, no tenían igual presentación: la de Secundo era una miniatura hecha en pergamino, y la de Atrecto era el rollo habitual de papiro que circulaba en plaza.
Lo mismo que hoy, en la antigua Roma se acostumbraba obsequiar libros en los festejos, rollos que iban desde el tipo más barato hasta el más lujoso. Marcial nos ha dado una lista de las obras preferidas a este fin, en unos epigramas propios para dedicatorias. Es de creer que los nombres que allí constan eran entonces los más difundidos y cotizados.
Homero encabeza la lista; después viene Virgilio, ambos como textos escolares. Pero Horacio, que contaba entre los autores de nota y también se usaba en las escuelas, no figura en la lista. En cambio, aparecen Cicerón, mártir de la república, Tito Livio como su historiador, y el gracioso Ovidio con sus Metamorfosis. Como obsequios para lectores más refinados, Marcial recomienda a Menandro en su comedia Tais, a Propercio, a Salustio, a Tibulo, a Catulo. El único moderno que se menciona es Lucano, autor de la Farsalia. Y el epigrama relativo dice que varias sectas de pensadores lo rechazan, pero que los libreros, por lo bien que lo venden, son de diferente opinión. Ya tenemos aquí la inevitable distinción entre el gusto popular y gusto literario.
Había libreros que se atrevían a las falsificaciones de autores muy cotizados. Ponían el nombre ilustre a la cabeza de cualquier mamotreto, y todavía hay algunos adefesios que siguen disfrutando este beneficio, aun después de que los eruditos han esclarecido el fraude. Aunque no hay noticia de ataques por parte del Estado contra la libertad literaria durante la era democrática, el poder despótico de la era imperial incurrió en arbitrariedades contra los autores y editores.
Esta practica comenzó con el propio Augusto, aunque era tan amigo y protector de poetas. Llegó a confiscar y a hacer quemar públicamente dos millares de libros, modesto precursor de los tiranos contemporáneos. Su sucesor Tiberio, que las daba de literato, ni siquiera respetó la vida de ciertos autores y editores. He aquí lo que nos cuenta Suetonio: Un poeta fue acusado de hacer morir a Agamemnón en una tragedia, y un historiador, de haber llamado a Casio y a Bruto "los últimos romanos". Estos escritores fueron muertos al punto, y sus obras fueron destruidas, aunque el público los leía con agrado pocos años antes, y aun habían sido leídos a presencia del propio Augusto (Tiberio).
Tácito confirma este caso y observa que Tiberio vio en el fragmento de la referida tragedia una alusión contra sí mismo y contra su madre. El loco Domiciano aprovechaba el menor pretexto para lanzarse contra los libros, los autores y los editores. "Por Decreto del Senado", ordenaba quemaderos públicos de cuantas obras le parecían ofensivas, hacía matar a palos a los autores y mandaba crucificar a los editores y a los copistas. En todas las épocas los tiranos muestran singular inquina contra la inteligencia, y siempre ha habido quien cubra los crímenes con el manto de la legalidad.
Tácito muestra, en cambio, la completa inutilidad de la censura con estas dos sencillas frases: "La indiferencia hace olvidar las cosas, el ensañamiento las fija en la memoria", y poco después: "Mientras en ello hubo peligro, los hombres buscaron estos libros y se desvivieron por leerlos; en cuanto se los pudo obtener sin dificultad, nadie volvió a acordarse de ellos."
Tomado de:
REYES, Alfonso (1955): Libros y libreros en la antigüedad. Ed. Forcola, pp. 10-18.
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