12 agosto 2015

La ilusión de la palabra justa (Sobre la traducción). Gastón Sironi




La ilusión de la palabra justa

Sobre la traducción

Gastón Sironi


“El proceso de traducción es mucho más rico que el producto final”, apunta Suzanne Levine en Escriba subversiva: una poética de la traducción. Es que el backstage del trabajo de traducción literaria es un itinerario que comienza en una lectura atenta, seducida por el texto original, nacido en otra lengua, tal vez al otro lado del mar: “La atracción es el motor de la traducción”, dice Louis Jolicoeur, escritor del Quebec, traductor de Onetti y Kociancich, en un libro que en castellano podría llamarse La sirena y el péndulo. Atracción y estética en la traducción literaria. En ese libro encuentro una cita que me interesa. Procuro una traducción:


Tengo sentimientos que varían según las palabras que empleo. Me sucede estar desesperado en una lengua y apenas triste en otra. Cada lengua nos hace mentir sobre nosotros mismos, con excepción de una parte de los hechos; pero en la mentira hay una afirmación, y es una manera de ser en un momento determinado; muchas lenguas a la vez nos desconocen, nos fragmentan, nos dividen en nosotros mismos. 


La cita pertenece a Héctor Bianciotti, quien escribe en castellano y en francés. Posiblemente Bianciotti haya escrito estas palabras en castellano, y luego en francés, traduciéndose a sí mismo. O tal vez Jolicoeur las haya  traducido al francés, y ahora vuelven al castellano, seguramente diferentes. ¿Cuál de las versiones será la más fiel a eso que el autor siente? Inseguridad, insatisfacción, infidelidad. Las angustias que inundan a quien intenta reescribir en una lengua lo que alguien ha escrito en otra. Dice Raúl Dorra en su artículo La fidelidad del traductor: “Cualquier mensaje no sólo dice sino también calla, tiene algo cuyo significado se nos escapa.” Leo en un libro bien ajeno al discurso teórico:


Puede decirse que los Hombres Sabios no son más que una vana multiplicación del Narrador. (...) Casi todos llevan un loro en el hombro. La función de estas aves es repetir las palabras de su dueño, para enfatizarlas o para facilitar su comprensión. Algunos, sin embargo, opinan que no hay tal repetición y que los loros se limitan a pronunciar unas palabras confusas, que se parecen lejanamente a las que acaban de oír. Es el entendimiento turbio (...) el que da por idénticos a ambos discursos (Alejandro Dolina, Bar del Infierno).


En estas palabras se nombran puntos centrales de las teorías sobre traducción literaria. ¿Es posible traducir literatura? ¿La traducción es una repetición? ¿Una operación de equivalencias, como la que se requiere para convertir pulgadas a centímetros, o galones a litros? ¿Es apenas una lejana aproximación, un concierto de palabras semejantes? ¿Una interpretación de una partitura con un instrumento diferente de aquél para el que fue concebida? Y por último, ¿por qué se llega a dar por idénticos a dos discursos escritos en lenguas diferentes? Ocurre que en el bar de Dolina, como en los libros traducidos, tiene lugar esa ilusión según la cual la lectura de un libro traducido es la lectura del libro original: 


“Nadie dice lo que dice, nadie oye lo que oye, nadie escribe lo que escribe.” Nadie. O, como dijera Lawrence Venuti, alguien invisible: el traductor. ¿A quién leemos cuando leemos Hojas de hierba? ¿A Whitman, a Borges? En Memorias de Adriano, ¿leemos a Yourcenar o a Cortázar? ¿Leemos a Kovadloff o a Pessoa en el Libro del desasosiego? En literatura, las ediciones bilingües permiten al lector confrontar las escrituras en ambas lenguas y disipan la ilusión de leer al autor. También dejan entrever el trabajo de reescritura, y participan de la idea de que toda traducción es una de las posibles versiones; un borrador más, con el mismo estatuto del texto original. Como gustaba decir Borges: “El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio”. Podríamos agregar: y al copyright. Pensemos, por ejemplo, en las traducciones al español de los seminarios de Jacques Lacan, cuyos derechos de autor ostenta Miller, su albacea. “Texto establecido por Jacques-Alain Miller - Única edición autorizada”, advierten los libros inmediatamente después de consignar el nombre del traductor.


La idea de la traducción como reescritura de versiones se hace más palpable cuanto mayor es la distancia, en el tiempo y en el espacio, entre los sistemas lingüísticos en relación. Muchas veces se ponen a dialogar dos lenguas cercanas, en el tiempo, en el espacio o en sus orígenes. ¿Pero qué leemos cuando leemos libros lejanos? Abro el I Ching, quiero decir, uno de los posibles I Ching. Se trata de una edición argentina de 1975. Está en español gracias a la traducción de D. J. Vogelmann. Pero ocurre que éste no ha traducido el texto original chino, sino la versión alemana de Richard Wilhelm, de la década del ‘20 del siglo pasado. Es de esa versión que Vogelmann ha hecho la “estricta traducción”, según proclama en la presentación. Es decir que el I Ching, el Libro de las mutaciones, posiblemente escrito con anterioridad al año 1000 antes de Cristo, ha sufrido dos metamorfosis para llegar a nuestra lectura. Un libro escrito en una lengua muy distante, en un contexto remoto. ¿Se puede leer el I Ching en español, en la Argentina, tres mil años después? ¿El proceso de su traducción es comparable al de esta poesía italiana, escrita en un campo y en un idioma tan cercanos? Dice Vogelmann: 


Las connotaciones y los matices de los caracteres ideográficos chinos son tan ricos y flexibles que a menudo varias formas de traducción (...) pueden considerarse igualmente acertadas. La conjetura y la intuición de los traductores del chino clásico desempeñan un valor indiscutible.” 


La explicación de Vogelmann recuerda al bar de Dolina y a la ilusión de leer el texto original que alimenta este juego de versiones. La palabra justa es también una ilusión. El deseo de comunicación se frustra permanentemente, a menudo cuando parece estar a punto de consumarse. “Un mensaje se constituye en la medida en que se transforma. La traducción es una variedad, una de las múltiples formas de la rotación de los signos”, dice Dorra. En el momento inicial de esa rotación, en el parto del texto primero, la escritura es ya un intento de traducción: ¿se escribe lo que se quiere decir? ¿Son ésas las palabras precisas, y no otras? ¿Existen palabras para decir eso que se quiere decir? Como señala Jorge Accame, en la etimología de la palabra “traducir” se encuentra “transportar”, y también, “hacer cruzar” y “vivir”: hacer cruzar la vida a través del tiempo.


El traductor aparece como “mediador interlingüe”, siguiendo el concepto de Sergio Viaggio (cuyo apellido está en el centro de esta idea). Un barquero que viaja con el texto en la travesía geográfica y lingüística, aproximándolo al puerto de destino, de orilla a orilla; los textos, como barcos cruzando mares; al timón incierto los traductores, atisbando el compás entre la niebla. Como en todo viaje, el traductor siempre deja algo, algo pierde siempre. Dice Sartre en ¿Qué es la literatura?: “Toda cosa que se nombra ya no es la misma: a perdido su inocencia.” En el viaje de la traducción, toda palabra se transforma en una palabra extranjera, es decir, extraña. Me gusta pensar la traducción como un viaje: cuando se exponen los pasos de la escritura de estas traducciones, se están registrando las vicisitudes de ese recorrido; un cuaderno de bitácora de la traducción, indicando en la carta canales y escolleras, naufragios y balizas, faros y bahías y bajofondos.


Si una parte de la vida mora en las palabras, traducir es proyectar la vida de unas palabras en otro tiempo, en otro paisaje, en otras palabras. Sucede que eso que está en las palabras, y sobre todo en la palabra poética, se refugia en un puerto tan inaccesible como necesario. En la travesía de esa navegación, que tiene siempre el nombre de derrota, se juega un juego eterno que encuentra viento en la insatisfacción, en la carencia de puerto. “Más que capturar el objeto lo estamos perdiendo siempre, como a todo objeto que se ofrece a nuestro deseo”, dice Susana Romano en Consuelo de lenguaje. Deseo y pérdida, búsqueda y nostalgia: se llega a puerto, pero ya en el muelle el destino parece siempre diferente del buscado. Leo en el mismo libro: “La pena es no toda. Está el camino del deseo que se va poniendo en escena, a medida que buscamos el objeto perdido de antemano.”



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