Contribución a la metafísica fascista
Tomas Abraham
El problema de la decadencia de Occidente es de larga data. Los filósofos y los intelectuales tienen la tarea de situar el momento y seguir su evolución, mejor dicho su involución. Porque hubo épocas que los filósofos y pensadores de la Revolución Argentina consideraron ejemplares. Para empezar el Imperio Romano, modelo de civilización, sociedad vital con tendencia a la expansión como toda sociedad que se precie, un patriciado homogéneo y seguro de su destino, una administración ejemplar, un ejército civilizador, un derecho que fija los límites y los alcances de la propiedad privada, que sella con la ley las prerrogativas del poder del padre, que le da su lugar a la esposa, a la casa y a la familia, y, que, en su mejor momento, cae bajo las cenizas de sus excesos, dejando el marco adecuado para la Ciudad de Dios, el Imperio Católico Romano. La otra sociedad ejemplar es la gótica del medioevo, por su integridad, por la cohesión en todas sus partes, por el matrimonio entre el poder terrenal y el divino, por la proliferación de frailes, por la permanente invocación de cada cosa al Señor, feudal y celestial, por la conjunción entre caballeros de la espada y mensajeros de la Cruz, por la bendita cruzada, por Santo Tomás que demostró lógicamente la existencia de Dios y por el paisaje imponente de las Catedrales de la Fe. Después la nada, una nada que fue desparramándose de a poco como gelatina nihilista. Se acostumbra en nuestro país a creer que los filósofos y los pensadores son progresistas por definición y oficio, que resisten al poder, que tiene la rebeldía del que se opone, que tienen barba, miran con recelo y si no son comunistas lo fueron. Se cree además que la única historia de la filosofía es la historia oficial, la de la rutina académica que comienza con la luz griega, sigue con la luz cartesiana, luego la luz kantiana, la luz socialista, o si se es romántico, las tinieblas intensas de Schopenhauer, Nietzsche y Heidegger, y como cerecita de adorno: la última bolilla, el compromiso de Sartre. Para no mencionar a los que focalizan su atención en Frege, Russell, Carnap, y otros maestros de la precisión.
Pero filósofos hay muchos e historias de la filosofía más de una, y ediciones y lectores de la metafísica argentina muchos más de lo que se cree. En aquellos sesenta, en la época de la Revolución Argentina, la filosofía que circulaba entre los fundadores de la Nueva Argentina, tenía su trazo marcado. Porque había filosofía, importaba que la hubiera, el mundo se tensaba por la lucha entre el Dragón rojo y los Caballeros de la fe. Occidente se jugaba su destino, y se había llegado tan bajo que era de máxima urgencia revisar los fundamentos. Mariano Castex lo dice con precisión cuando no encuentra para nuestro destino otro que el que debemos forjar con nuestra sola estirpe, otra tradición que la de nuestros abuelos, la de los centuriones del Grial, que no hay país de la modernidad que no haya sido tragado por el descreimiento y el escepticismo liberal, la jungla del dinero, la compraventa de los principios, o por las hordas del ateísmo, de la sinarquía internacional y de la masonería librepensadora. Para el quiera tomar contacto con ella y no haya recibido la última guía Michelin, se llama Sinarquía según el estudioso Oscar Wast a una mezcla de humanismo laico de todas las tendencias (incluidos los comunistas), como los católicos progresistas, protestantes modernistas, conversos de toda índole, francmasones, tecnócratas, liberales, expertos en demografía, planificadores familiares, ultrahumanitarios... todos los amantes de la paz. La conspiración progresista. El mundo ha caído tan bajo para Castex que ya no se encuentran ejemplos encomiables, tan sólo la dignidad que siempre mantuvo Franco, la neutralidad de los suizos y alguna monarquía nórdica de la zona del séptimo sello. El resto es nihilismo. La decadencia de Occidente comienza a mediados del siglo XIV, hace unos seiscientos cincuenta años. El primer conspirador fue el franciscano Guillermo de Occam u Ockham. El centro de la conspiración fue Oxford, y la doctrina que crea y que da vueltas al mundo y no deja de darlas se llama nominalismo. Porque la sinarquía filosófica tiene la cualidad acumulativa. El nominalismo está en germen en todas las variantes del nihilismo de la modernidad. Jean Ousset, el padre filosófico del entorno doctrinario del General Onganía, el pensador traducido por el coronel J. F. Guevara, prologado por el cardenal Primado de la Argentina y comentado por el Arzobispo de Paraná, dedica a este momento crucial de la caída ética y metafísica, un libro, y la dimensión de un problema: el problema de los Universales.
Este problema tiene las apariencias de ser medieval, pero no lo es. Se trata de la Verdad, si existe o no, si la tiene Dios o el hombre, si es el hombre qué hombres, si son hombres sabios o santos, si son los santos qué santos son, si tienen aura pagana o cristiana, si son santos cristianos habría que ver si son recientemente canonizados o lo fueron hace tiempo, si fue hace tiempo en donde está el Beato, si no está, quien la tiene, la Verdad, y así en más. La Verdad es un problema filosófico que se parece a una cacería del tesoro, de esos que brillan en el Sahara. Pero no es un espejismo la Verdad, y menos para Ousset y los filósofos de aquella Revolución que se llamó Argentina. El problema de los Universales puede resumirse en el famoso ejemplo que dan los escolásticos y otros grandes medievalistas. Tomemos a tres individuos naturales. Uno es Sócrates, el otro es Platón, el tercero es un asno. La pregunta escolástica es: a quién se parece más Sócrates?, al Asno o a Platón?
Aquí hay dos problemas, uno contingente, el otro necesario. El primero llamativo, aunque subsidiario, es el del Asno, animal medieval, ejemplar zoológico al que los filósofos remiten cuando quieren contrastar o llevar al límite del absurdo algún razonamiento. Por eso Occam dice —siguiendo su concepción voluntarista de la divinidad—que si Dios hubiera querido se habría convertido en un asno. El otro no es un asno, es un problema, el de la relación entre el lenguaje, las palabras, y la realidad. La palabra ‘hombre’ que asocia a Sócrates y a Platón, remite a un existente o es un invento de la semántica para que podamos entendernos? Es artificial o es natural? Cómo es posible que la misma naturaleza venga a ser por un lado pensamiento general y por el otro cosa individual? A través del problema del lenguaje se apunta al debate sobre el orden del mundo. Se empieza con el lenguaje porque lo primero es el Verbo, al menos para los humanos. Para discutir el orden del mundo antes que nada debemos ponemos de acuerdo sobre el instrumento: los nombres que les damos a las cosas. Porque si los nombres no tienen densidad, peso específico, si son acreedores de un nulo valor de verdad, mañana diremos que Sócrates rebuzna como el Asno y Platón cacarea y entonces ya serían cuatro los miembros del enigma y el problema jamás tendría solución. Nuestras palabras remiten o no a las cosas? El debate medieval gira alrededor de las relaciones necesarias de las cosas que pasan en el mundo, si pasan por alguna razón, si esta razón puede ser otra que la Divina, o si lo que ocurre en el mundo nada tiene que ver con lo que Dios quiere. Occam decía que Dios hace lo que quiere, y lo que quiere nos es absolutamente desconocido, que si creemos en él es por la fe, y nuestra fe no lo seduce porque sus designios, el modo en que se condujo, conduce o conducirá, sólo Él lo sabe; la suerte que nos toque, quienes de nosotros se salvará y quienes no, no depende de merecimientos porque Dios es altísimo y oculto, indiferente a nuestros desvelos y artimañas, no es una dama que está sola y espera. Por eso cuando nos refiramos al segundo momento de la caída ética de occidente, la que produjo Lutero, los acusadores insistirán en la formación nominalista del Reformador de Wittemberg. Para el nominalista Occam, Dios no quiere las cosas porque son justas sino que son justas porque las quiere Dios. De Dios depende el bien y no al revés. No hay causa para la voluntad divina. El nominalista descarta todo análisis de la voluntad divina. Afirma que no hay relaciones necesarias entre los seres del mundo, no hay leyes que no dependan de la voluntad de Dios; solo conocemos la jerarquía establecida por las Santas Escrituras, por la Iglesia y los Santos, y las recitamos y trasmitimos porque creemos en ellas, pero intentar hallar las verdades lógicas de tal encadenamiento, analizar el porqué, es tragarse la manzana con el gusano adentro. Si existe alguna semejanza entre Sócrates y Platón, o si simplemente, podemos usar abstracciones como los conceptos hombre o mamífero, esto no se debe a que hayan mamíferos celestiales, o porque exista una especie con espesor ontológico, sino por una conveniencia gradual entre una cosa y la otra, por la semejanza entre individualidades. Las cosas individualmente convienen entre sí, y la generalidad que abstraemos no es más que una intención mental que nos ayuda a clasificar pero no a descubrir ningún orden de lo real. Occam dice que la cosa es indivisa, si cada cosa fuera individual y universal a la vez, la forma individual Sócrates se combinaría con la forma universal hombre, y tendríamos una cosa bicéfala, lo que es imposible para Occam que define a la cosa como lo que no puede dividirse.
Para los realistas como Duns Scot, entre nuestro intelecto que concibe lo común en la diversidad, y la naturaleza, existe un parentesco. Para el nominalista no hay tal familiaridad; pone a la cosa de un lado, indivisible, a la palabra por el otro como intención mental, y a Dios afuera de todo. Rey de reyes, amable, adorable pero incognoscible por la naturaleza humana. Esta diatriba medieval sembró el primer germen nihilista; la doctrina de Occam, furibundo opositor del Papa Juan XII en el debate sobre los pobres, dibujó la matriz sobre la que se moldearían los laicismos del futuro.
El filósofo Ousset, ideólogo de la Curia, de la jerarquía militar y del empresariado nacional católico, arremete contra el nominalismo por haber inaugurado la peste de occidente. Dice que es primordial reflexionar sobre el problema de los universales, porque se trata de fundamentar la distinción entre lo que es imperioso y lo que es libre, de lo que se impone universalmente y de lo que puede o debe variar con el tiempo, el lugar o las personas, en la organización de la sociedad humana. El problema de los universales vincula a la lógica del conoci-miento, con la ontología o las categorías del Ser, y con la política, el orden de la comunidad humana. El problema fundamental de la política, dice Ousset, es determinar las relaciones que en el orden humano se establecen entre lo que es contingente y lo que es necesario, entre lo accidental y lo esencial, entre lo particular y lo universal. El nominalismo, como el liberalismo, tiene horror a las definiciones, dice Ousset, prefiere la indeterminación, o la invocación de categorías vaporosas como ‘la vida’ o ‘el sentido de la historia’. La verdad para el nominalismo no es sino se hace, se elabora y evoluciona sin cesar. No se la posee jamás, es sobre todo una búsqueda. Si lo real es sólo singular, si es puro devenir, entonces lo universal y lo general sólo pueden comprenderse como testimonio, como enunciado de una experiencia, como resultado de una encuesta. Es el dominio de la opinión, del azar, de la temporalidad recortada, del rechazo a toda formación doctrinal o dogmática. Por eso el nominalismo es consustancial con el relativismo que pregona la cohabitación general de las ideas que culmina con aquello que se llama respeto por las ideas de los demás, o la tolerancia ante la diversidad. El nominalismo es la vigencia de la pereza y la irresponsabilidad, pretende mostrarse en sociedad con una pose de urbanidad del que da lugar a todo y a todos, pero no hace más que exhibir su indiferencia, gemela de la indeterminación de su lógica. El nominalismo es el primer eslabón de una cadena que se continúa con el liberalismo y el marxismo. Por su base epistemológica no pueden fijar ninguna barrera, ni imponer ninguna regla a la ingeniosidad, al capricho, ni siquiera a la locura de los hombres... Ousset conoce la ciénaga doctrinaria de occidente, conoce la zona que nos chupa. Al nominalismo únicamente se le puede oponer un realismo integral en el que lo universal fundamente las cosas y nuestro pensamiento, en el que las leyes formales de nuestro intelecto y la sustancia del orden del mundo se superpongan sin restos. Si quedan migas, se barrerán. El seres continuo, es absurda la pretensión de Occam de separar fe y razón, de dar lugar al divino arbitrio, a su capricho endiosado.
La noche de los bastones largos. 29 de julio de 1966: Durante el gobierno de facto del general Onganía, la policía reprimió a estudiantes y profesores de la UBA. |
El orden del mundo carece de vacíos, su cemento es la fe, su estructura la lógica del ser. Las divisiones, el dualismo del mundo, se enlazan hacia una unidad superior. El sistema binario es el que le da forma a la luz, es el vitró arbóreo por el que pasan los rayos verticales, pero el Ser nunca deja de ser el mismo. Existe la verdad y la podemos conocer. ‘El mal que ataca como veneno a los individuos es la ignorancia de la verdad’, dice Ousset. Si Occam combatió los realismos, fue por razones políticas y económicas. Se opuso a la propiedad de los bienes eclesiásticos. Prefería que la tierra fuera administrada por los emperadores y no por los Papas. Pero su política ensamblaba con su lógica. Si no hay arquetipos, si no hay mediadores ideales entre sujeto y objeto, si no existe la posibilidad de la santa interpretación, tampoco existirían los santos lectores de la ley suprema. Si Dios hace lo que quiere sin postular un orden fijo de preferencias, no hay lugar para la jerarquía episcopal que trasmite la sacralidad de las escrituras. No habría Poder, y sin Poder no hay Dios. Ahí nos lleva el nominalismo, a combatir la tesis de la verdad que dice: omnia instaurare in Christo. Sin Poder no hay Verdad, y sin Verdad no hay Poder. Jordán Bruno Genta define a la filosofía como la ciencia de las esencias y de los fines de la existencia. Es la ciencia de la Verdad que el hombre debe servir. La filosofía, agrega, es el pilar del occidente cristiano, la ciencia de la eternidad y delo que es eterno de las cosas, la doctrina positiva que se funda en la Verdad de Dios o Revelación y en dos verdades objetivas del orden natural: la filosofía del Ser con su lógica de la identidad y el derecho romano como estructura básica del Estado o Poder político. Las instituciones de la fe y de la tradición que derivan de estas afirmaciones son: la Iglesia, la Patria, la Familia, la propiedad, la profesión, el municipio y el Estado —servidor del Bien común— más las Fuerzas Armadas. La familia se asienta en la Mujer, cuyo paradigma, dice Bruno Genta, es la Santísima Virgen María, Madre de Dios. Pero algo salió mal y la gestión ecuménica del catolicismo se vio perturbada.
Pero lo que el protestantismo ha valorado es la ética comercial. La figura del comerciante ha sido deplorada en la metafísica argentina. Martínez Zuviría o Hugo Wast —Ministro de Educación de 1943 y nombre de honor que identifica a la primera sala de nuestra nueva Biblioteca Nacional— cada vez que debe describir a un comerciante o banquero, es decir para lo que entiende por judío típico, lo hace con bolsitas vomitaderas. En su gran obra de 24 ediciones El Kahal, da al banquero el nombre de Zacarías Blumen y lo ve así: “Perfil de tucán, cuello corto, espaldas cargadas, labios exangües, como la carne koscher, de un cordero sangrado por el rabino; fisonomía marcada por el talmud indeleble; traje pulcro y de buena tijera, pero demasiado nuevo...”; este no es el modo en que a partir de la ética protestante y de sociólogos como Weber y Sombart (sociología, una típica ciencia judía para los cruzados) se percibe a la figura del mercader. La piedad cristiana en el mundo mercantil ha generado lo que Sombart llama ‘el romanticismo de los números que opera con magia irresistible sobre los poetas que hay entre los mercaderes’. Poetas y virtuosos en el mundo del dinero es algo inconcebible para los amos de la tierra, de la tradición, de los antepasados, del Ser, de la Gracia, del Soldado, del Santo, de la Virgen, del Sabio, de la Sangre y del Intelectual Pudoroso. Ni qué decir de las virtudes empresariales como la agudeza, la comprensión rápida de lo esencial y la capacidad de descubrir el momento oportuno. O, siguiendo a Sombart, la viveza de espíritu que debe tener el especulador, representada por la caballería ligera. Por lo que, si el lector recuerda, las imágenes de Castex de la caballería de los jesuitas armados en su lucha contra la Bestia, y estas figuras de viajantes y textiles de una nueva caballería, presenciamos una agitada disputa por el privilegio ontológico de guardarse al hombre montado. Otra virtud mercantil es la perspicacia y la capacidad de conocer a los hombres y al mundo; capacidad de negociación que suma a la docilidad un gran poder de sugestión. Esta ética del capitalista que forma hombres que tienen un resorte en tensión, que los hostiga y que transforma en verdadero suplicio calentarse el andamiaje frente a las llamas de una chimenea, convierte al tiempo en algo que permanentemente se escapa, vuela, siempre nos falta. Ha dejado de ser el tiempo eterno en el que el Sabio contemplaba el orden del mundo. Esta valoración de los personajes del dinero es algo que también trajo el protestantismo. Una religión fatalista, de ascendencia nominalista, creyente en la predestinación, en la voluntad secreta de Dios, que produjo el efecto inverso al quietismo.
Trabajar, obrar, crear, producir, para no pensar en el paraíso y no tentarse con el más allá y mucho menos en pedirle al Señor, rogarle, prometerle, confesarle, comprarlo. Las buenas obras para desprenderse de la angustia por la buenaventuranza y la profesión como ejercicio ascético y consecuente de la virtud. Genta se tomó demasiado a la letra la palabra protestante como de alguien que hace el libre examen de todo y protesta. El protestante, en realidad, es un trabajador austero que planifica su voluntad hasta en el baño, que no demuestra el más mínimo de sus afectos por temor a cometer el sacrilegio de la idolatría, que recorta un círculo de soledad interior infranqueable y que también se ha destacado por hacer la limpieza étnica de los perfiles de tucán.
Pero Lutero provocó la escisión, fue una herejía triunfal, debilitó al Imperio Religioso y sentó las bases del nihilismo de la modernidad. Aunque el laicismo que tanto inquietó a Genta está lejos de ser tan victorioso en vísperas del Nuevo Milenio, porque el protestantismo se ha descompuesto en innumerables sectas que desde el Norte de América llena los estadios en nombre de lo que Harold Bloom llama la religión norteamericana, un gnosticismo evangelista que grita Jesús! por las radios y las T.V., compra todos los teatros y todos los cines abandonados, hacen cruzadas de salvataje de almas y fundamentalmente de cuerpos, realiza milagros por segundo, que cuando hay comunistas sopla quienes son y cuando ya no hay los inventa. Estas sectas de Dios, desde la Ciencia Cristiana, los Testigos de Jehová, diferentes alquimias entre anabaptistas, mormones y cuáqueros, desde los pulpitos universales de Billy Graham, hasta Jimmy Swaggart y el Pastor Giménez, esta plaga apocalíptica y mística que le disputa a la Curia su clientela, puede hacer descansar a Genta y otros en paz. El trueno del Señor sigue vigente. En este curso de filosofía para cruzados, en esta genealogía de la caída de occidente y de lenta lucha contra la Bestia, no hay que olvidar el paso siguiente, el del nacimiento de la ciencia como otro avatar del libre examen. Occam y Lutero son dos traiciones en el interior de la Iglesia, el debilitamiento del Poder de la Iglesia permitió el alarde de los futuros doctores de la Sorbona, es decir de Descartes.
Descartes hace radicar en el yo pensante el principio de la Verdad, más aún, si tomamos la palabra de Descartes, dice: el libre arbitrio es lo más noble que hay en nosotros. Y nos hace semejantes a Dios. Descartes inicia el liberalismo dando a la inspiración del sujeto el criterio supremo de validez. Protestantismo en el plano religioso; idealismo en el filosófico, uno y otro son expresiones del libre examen, principio, dice Genta, del liberalismo en todas sus formas. Pero lo que fundamentalmente trajo al mundo el pensamiento cartesiano es el fetiche de la ciencia. El Doctor de la Sorbona no dejó de rendirle loas al Señor, pero lo convirtió en una idea innata, en un huevo que empollamos en la cabeza por necesidad lógica. Una idea de lo infinitamente grande no puede ser creada por un débil y finito como el hombre. Este frágil homenaje no puede ocultar que es a través de Descartes, lector crítico de Galileo, que nace una modernidad que afirma que la ciencia concierne directamente la existencia de los hombres. Que un dominio de la naturaleza es indispensable para la liberación de los hombres. Control por la mecánica de la naturaleza exterior a los hombres, y por el conocimiento médico de la naturaleza interior a los hombres. Esta idea de una naturaleza como una entidad físico matemática que se establece por la idea de ley y no de Fin como en el pensamiento clásico, la afirmación de que cada cosa, lo singular, la parte, no es una expresión de un Todo, su mínimo reflejo, la aseveración de que el reino de las cosas se define y relaciona si es conmensurable, que la medida es el patrón de la cadena universal; la idea, en fin, de que para poner en movimiento las premisas de este saber no se duda como el escéptico que descree por decepción y distancia, sino que la duda es actividad, ejercicio motor, método aplicable para la discriminación entre lo verdadero y lo falso, que la única certeza posible es que estamos ejerciendo el método, que el pensamiento es el sello real del existir, estas definiciones marcan una ruptura con el pensamiento clásico.
Tomado de:
ABRAHAM, Tomás (1994): "Introducción a la vida fascista". En: La caja revista del ensayo negro 7, pp. 41-59.