19 enero 2015

Recuerdo, transferencia y verdad histórica. Fanny Blank-Cerejido




Recuerdo, transferencia y verdad histórica

Fanny Blank-Cerejido


Los recuerdos están formados por las huellas de la memoria, modeladas por los deseos, los fantasmas, sobre una conjunción inconsciente entre vivencias y cosas oídas y vistas, de acuerdo a una necesidad de volverlos inasequibles. La formación de fantasmas acontece por combinación y desfiguración análogamente a la descomposición de un cuerpo químico que se combina con otro. La primera desfiguración es la falsificación del recuerdo por fragmentación, en la cual son descuidadas precisamente las relaciones del tiempo (el corregir en el tiempo parece depender, precisamente, de la actividad del sistema conciencia) Así, un fragmento de la escena oída, mientras que el fragmento liberado entra en otra conexión. Con ello, un nexo originario se vuelve inhallable.


En caso de sufrimiento psíquico, de síntomas, éstos se deben a situaciones inmanejables, vividas como tales, causadas por traumas que vienen del exterior o hechos percibidos como traumáticos por requerimientos emocionales de ese sujeto. Son circunstancias que en último término aparecen como situaciones de desvalimiento. Si este sufrimiento se establece como enfermedad, se debe a circunstancias que no han podido ser pensadas, tramitadas, ni han entrado en asociación con otras ideas. En el análisis buscamos la escena inconsciente que da lugar al síntoma, a la neurosis; la tarea es develar, o inventar la otra escena, deconstruir los fantasmas. El trauma causante de la enfermedad no es recordado porque no existe huella memorable, o es reprimido porque la conciencia no lo puede aceptar, ya que entraría en contradicción con los preceptos morales del sujeto, con sus creencias, o sería causa de de un sufrimiento insoportable por lo que puede evocar. 


Así como afirmamos que la memoria, la historia de cada sujeto, es la trama identitaria en la que se asienta su vida, no poder olvidar nada impediría las funciones psíquicas. Recordemos a Funes el memorioso que no tenía lugar mental disponible por un exceso de memoria, y al melancólico que no puede olvidar a su objeto perdido y es inepto para proseguir su vida. 


En la historia de la clínica psicoanalítica, al comienzo se pensó que la meta para la cura era la recuperación del recuerdo traumático reprimido; hoy diríamos que lo que buscamos es la construcción de un sentido distinto para la historia y que para conseguirlo el instrumento más valioso es la transferencia que pasó a ser considerada un obstáculo a ser vista como un instrumento privilegiado; la relación transferencial pone en presente las demandas de amor de la infancia, y de la organización subjetiva del individuo, es un lazo afectivo intenso, automático y hasta cierto punto independiente de todo contexto de realidad. La demanda de análisis implica la entrada a un dimensión particular: el paciente se dirige a alguien que supone poseedor de un saber. Afuera del marco del análisis el fenómeno transferencial es constante pero a diferencia de lo que pasa en un análisis, los participantes poseen cada uno su propia transferencia a lo que responden en sus conductas y actitudes. En cambio se espera que el analista, a través de su propio análisis, esté en condiciones de conocer los modos como se ubica en sus relaciones personales con los otros, y sea capaz de intervenir sin interferir en lo que sucede en el analizante, al registrar qué figuras representa para él. Esta discriminación mantenida por el analista, que no asume el rolo que se le atribuye, permite al paciente analizar esa transferencia  y moverse del lugar en el que está ubicado.


La aparición de la transferencia en el analizante está determinada por la existencia y la actitud del analista, porque se ofrece a escuchar. La forma en la que aparece la situación transferencial depende de ambos participantes, de sus características personales e históricas; por eso no es nunca una repetición absoluta del pasado. La transferencia, el amor por el analista, es por un lado lo que permite confiar al paciente, tener deseos de hablar, intentar descubrir y comprender, pero también puede ser el lugar de las resistencias más duras. Cuanto más grande es la resistencia a recordar más se impone la compulsión a la repetición, que el analista tratará de transformar en rememoración o en una comprensión diferente del hecho biográfico.


De modo que la inicial búsqueda detectivesca del recuerdo deja lugar a su reconstrucción histórica a través del análisis de la repetición. Esta repetición se reedita en la neurosis de transferencia con la persona del analista y los demás sectores de la vida del analizante. El análisis es aquí, ahora, conmigo, pero también la repetición con los personajes o las situaciones que se presten a esa apoyatura transferencial. Es decir que el sujeto ha creado un modo de vivir, de proceder, de relacionarse que incluye conductas que le son dañinas, destructivas e inútiles, o enfermedades o claudicaciones. Lo repetitivo, rígido, aparece en todas la áreas de la vida.


Las repeticiones son las que se encuentran más allá del principio del placer, es decir que son repetidas a pesar de ser perjudiciales, de causar sufrimiento. Aparecen como productos de la pulsión de muerte, tendencia a la autoagresión, a la destructividad, que encontramos en las situaciones melancólicas, en las conductas traumáticas o en las manifestaciones de las neurosis de destino, que aparecen sobre huellas sin palabras ni historia, que no han logrado constituirse en un relato. Hoy son muy frecuentes los cuadros limítrofes o fronterizos, porque pueden oscilar entre la neurosis y la psicosis. En estas personas encontramos la mente invadida por lo negativo, el vacío, la nada, la falta de contenido y representaciones, y actúan en lugar de recordar, dramatizan una historia que tratamos de convertir en un texto intelegible. Han padecido traumas que sólo pueden ser deducidos retroactivamente, como si lo inscripto fuese de índole tan destructiva que hubiera desgarrado el tejido psíquico, dejando una cicatriz que no se puede transformar en recuerdo ni memoria, sino que permanece activa como causa de sufrimiento. En sujetos afectados por estos procesos, el analista no encuentra el recuerdo preexistente, sino que colabora para crear contenidos nuevos, algo que explique, que de forma, razón a lo sucedido. La presencia que alguien que escucha de manera inédita abre un circuito, convierte una situación solipsista en un sistema abierto y el sujeto, sostenido en un vínculo de amor, intenta salidas de universo repetitivo y estéril.


Para el analizante, la construcción
 es también una  deconstrucción

La recuperación de la verdad material no es posible, pero el concepto de realidad histórica ofrece una tentativa de solución a este problema. Se trata de la historia forjada por el analizante, en su versión, de modo que la noción de los acontecimientos sucedidos es modelada por el efecto parcial y fragmentario de deseos y fantasías, dando origen a la propia verdad histórica. 


Para que haya realidad psíquica, pensamiento y lenguaje, el sujeto tiene que haber pasado por una experiencia de pérdida, ya que la posibilidad de simbolización aparece a raíz del alejamiento del mítico objeto primario. Rompiendo con la idea de recuperación fidedigna de la historia, la huella mnémica primera se asienta sobre esa pérdida, excluyendo un aspecto del acontecer o del objeto, que ni siquiera ha podido ser inscripto. De manera que la verdad histórica de cada sujeto se apoya en el carácter de pérdida que tiene la creación del a realidad psíquica.


En ningún campo del conocimiento podemos concebir una realidad externa cognoscible independiente de quien la investigue. Lo que se conserva y es pasible de ser investigado, son restos arqueológicos y documentos que han sufrido una selección inevitable. El dato histórico aparece atravesado por la selección y la interpretación, y es así un dato construido.


¿Cómo pensar los procesos perceptivos que darán origen a la huella psíquica? El sujeto que percibe está afectado por el fracaso de la alucinación primaria, marcado de un modo particular por la pérdida de su objeto primordial. Lo percibido de un modo aparentemente inmediato es fruto de un proceso que parte del negativo de la pérdida del objeto de la satisfacción alucinatoria. La percepción , a pesar de ser concebida como externa, proviene de un trabajo psíquico: la constitución de las representaciones se torna posible en el encuentro con los elementos simbólicos que constituyen el lenguaje que designa lo percibido. Este lenguaje está marcado por el afecto que lo inviste y las asociaciones que evoca. ¿Hasta qué punto no será legítimo considerar a la representación una construcción?


Cuando la percepción despierta afectos insoportables la desmentida conduce a su abolición y el sujeto descree de lo que ven sus ojos. De modo que debemos separar el objeto de la percepción del juicio sobre su existencia, y cuestionar la neutralidad de la percepción. Esto llevó a Bleger a afirmar que la inmaculada percepción no existe, ya que depende de lo deseado y buscado en el campo perceptivo.


Las construcciones que son hipótesis que el analista ofrece al analizante para llevar un hueco en los recuerdos de su vida, están creadas de modo análogo a las alucinaciones y los delirios: el delirio, que consideramos patológico, también es una tentativa de recordar, reconstruir, reinvestir representaciones que han sido desinvestidas al comienzo del proceso psicótico. En los delirios y alucinaciones las experiencias que tuvieron lugar en una edad temprana, que fueron vividas y después abolidas internamente porque no eran representables o porque no podían ser reelaboradas, vuelven a la mente como alucinaciones, como imágenes que corresponden a la realidad externa.


La construcción es también una deconstrucción, un desarmar fantasmas, que también es una construcción. El texto que el paciente produce no posee más verdad histórica que la construida, frente a la tentativa de construir el presente , cuya concepción depende del retorno de lo reprimido. El origen es siempre ficticio, mítico y cada vez que se trata de demostrar aparece la construcción, que suple la ausencia de un real, la pérdida de un fragmento de realidad histórica. Éstas son las historias de vida, las biografías traídas al análisis que acompañan a los sujetos y que, al modo de creencias y mitos, constituyen un sostén a pesar de que debemos ser examinadas y con frecuencia caerán con el paso del tiempo.








Tomado de:
BLANK-CEREJIDO, Fanny (2006): "La memoria en el divan". En Acta Poetica 27(2).Méx, Instituto de Investigaciones Filológicas, UNAM, pp.46-54.

03 enero 2015

Los flujos de la identidad en Milan Kundera.




Los flujos de la identidad
 en Milan Kundera 


Jesús Navarro Reyes


En general, la obra de Kundera se construye sobre un tema recurrente: la comprensión del individuo, de una vida humana encerrada en lo que él llama la trampa del mundo. Esta cuestión es, según Kundera, el problema fundamental de la novela. Por ello se considera heredero de los creadores el género, reivindicando la herencia del Cervantes y Rabelais frente a la tradición teorética de Descartes. La ciencia y la filosofía se han mostrado inútiles ante la labor que Kundera reserva a la novela: la captación de lo individual, la particularidad del yo en una situación existencial concreta.


Mientras que la filosofía y la ciencia trabajan con el concepto, la alternativa histórica de la novela tiene como instrumento de trabajo a la metáfora. La metáfora no pretende subsumir el caso particular en el general, no pretende abstraer lo universal a partir de situaciones concretas e inasibles. Su función en la novela es, más bien, la opuesta a la del concepto, es decir, captar lo individual, asir lo inasible, apuntar en la situación concreta, particular, aquello que irreductible al concepto y la abstracción. La función del a metáfora se sitúa en los límites de la palabra, lugar donde el lenguaje metafórico se hace asombrosamente fructífero. Porque lo que pretende la novela  -la metáfora- no es describir los rasgos del sujeto, analizar la situación física, psicológica o moral en la que se encuentra. Describir rasgos, analizar situaciones, sería labor del discurso teorético, susceptible de ser abstraído y reunido en el concepto. En cambio, lo que la novela pretende es apuntar con la certera flecha del ingenio novelístico una situación existencial concreta en que la irreductibilidad de un individuo se deja intuir más allá de las descripciones. La metáfora trata de desnudar el yo de un personaje para vestirlo exclusivamente con el ropaje de la palabra y hacer accesible su interioridad. Por eso las novelas de Kundera presentan siempre unos personajes que no llegan a identificarse totalmente con lo que hacen o dicen. El personaje de Kundera se rebela contra esas objetivaciones de su identidad que se le presentan como ajenas. 


En las obras de Kundera, como en la vida real, cada individuo posee un rostro, realiza unos gestos y construye su propia biografía. Son tres niveles de expresión de la identidad personal que hemos seleccionados como paradigmáticos. cada uno de ellos es más complejo que el anterior, pues requiere de él para realzarse: la biografía precisa gestos y los gestos precisan rostros. Es un constante en la obra de Kundera el fracaso de sus personajes en la búsqueda de la identidad personal a través de estos tres niveles de expresión. Su exclusividad como ser humano, el hecho de ser incanjeable por cualquier otro, se presenta como problema desde el momento en que aparece lo que denominamos flujo de identidad. Por flujo de identidad entendemos esa situación en la que la identidad de un personaje aparece "entrelazada" con la de otro. Es el momento en que el otro irrumpe en la esfera del yo y devela lo que éste está construido a partir de de lo ajeno, que no es más que una confluencia de flujos impersonales. 


Primer flujo de identidad: el rostro.


En la obra de Kundera hay numerosos momentos en los que los personajes se detienen y reflexionan acerca de su rostro. Teresa es una las protagonistas de La insoportable levedad del ser. Kundera nos cuenta acerca de ella que:


"No era la vanidad lo que la atraía hacia el espejo, sino el asombro al ver su propio yo. Se olvidaba de que estaba viendo el tablero de instrumentos de los mecanismos corporales. Le parecía que su alma, que se deba a conocer en los rasgos de su cara. Olvidaba que la nariz no es más que la terminación de una manguera para llevar el aire a los pulmones. Veía en ella la fiel expresión se su carácter"


Según este fragmento, nada aparece más íntimo que el rostro, nada más apropiado para sacar a la luz nuestra interioridad, para identificarnos plenamente con una exterioridad. el rostro nos expresa, expone nuestro yo más oculto, nuestra alma. El siguiente párrafo de la novela resulta más inquietante:


"Se miraba durante mucho tiempo y a veces le molestaba ver en su cara los rasgos de su madre. Se miraba con aún mayor ahínco y trataba, con fuerza de voluntad, de hacer abstracción de la fisonomía de la madre, de restarla, de modo que en su cara quedase sólo lo que era ella misma. Cuando lo lograba, aquél era un momento de embriaguez: el alma salía a la superficie del cuerpo como cuando los marinos salen de la bodega, ocupan toda la cubierta, agitan los brazos hacia el cielo y cantan"


La identificación con el propio rostro es corroborada en este fragmento, aunque está vez ya no ocurre de manera inmediata. El rostro de la madre, su fisonomía, se encuentra entrelazada con la de teresa. La expresión de la identidad de Teresa a través de la su propio rostro está contaminada por un flujo de identidad extraña que se ha instalado en su rostro. La maliciosa genética ha insertado los rasgos de su madre entre los que ella considera exclusivamente propios; la identidad de su progenitora se ha apoderado de su rostro, impidiendo que éste sea el vehículo de expresión que Teresa anhela. Sólo abstrayendo esa alteridad puede Teresa seguir identificándose en su rostro.


El flujo de identidad ha roto la primera barrera del yo: la alteridad se impone como constitutiva de la propia fisonomía. Esa ruptura permite un flujo interno de identidad (la madre entra en el rostro de Teresa), pero también permite un flujo externo. Este último es el caso de Tomás, el marido de Teresa. Tomás encuentra sus propios rasgos en el rostro de su hijo repudiado, teniendo una fuerte sensación de desagrado, como si "le amputaran una mano y la se trasplantaran a otra persona"


La insoportable levedad  del ser (1984)




Segundo flujo de identidad: el gesto


Si el rostro y, en general, el aspecto físico del personaje no es un vehículo apropiado para expresar su exclusividad, podríamos creer que ésta se manifiesta cuando ese rostro, ese cuerpo, se pone en movimiento. Mediante la voluntad logro que mi cuerpo, con sus rasgos impersonales y comunes, realice una acción que es exclusivamente mía. Así encontramos el segundo nivel de expresión del individuo, cuya unidad básica es, en Kundera, el gesto como unidad de sentido. Un gesto es así la acción mínima que un individuo puede realizar con su rostro o con su cuerpo para transmitir un sentido determinado. El gesto se muestra ahora como un vehículo adecuado a la hora de expresar la individualidad, pues pone en movimiento el cuerpo impersonal que poseemos, dotando de sentido a nuestro actos, manifestando nuestra interioridad en la exterioridad.


Sin embargo, una vez más se nos muestra estéril lo que creíamos fecundo: esos gestos que el personaje realiza, que considera pura expresión de su yo, ¿son exclusivamente suyos? Hay que afirmar que no, pues los argumentos de Kundera en La Inmortalidad son contundentes:


"Si a partir del momento en que apareció en el planeta el primer hombre pasaron por la tierra uno ochenta millones de personas, resulta difícil suponer que cada una de ellas tuviera su propio repertorio de gestos. Desde un punto de vista aritmético esto es sencillamente imposible: no hay la menor duda de que en el mundo hay muchos menos gestos que individuos. Esta comprobación nos lleva a una conclusión sorprendente: el gesto es más individual que el individuo"


El yo realiza un gesto no lo crea, sino que lo toma del conjunto de los gestos posibles. Así por ejemplo, cuando sonreímos no hacemos otra cosa que realizar una de las sonrisas del "voluminoso herbario de las sonrisas" Al igual que ocurrió con el rostro en el apartado anterior, el gesto no es exclusivo del que lo realiza, es impersonal, por lo que inapropiado a la hora de expresar la individualidad. Así nuestra intimidad es violada de nuevo por los flujos de la identidad. Volvemos el ejemplo de Teresa:


"No sólo era físicamente parecida a su madre, sino que a veces me parece que su vida no era más que una prolongación de la vida de la madre, poco más o menos como trayectoria de una bola de billar es sólo la prolongación de la mano del jugador. ¿Dónde y cuándo empezó aquel movimiento que posteriormente se convirtió en la vida de Teresa?"


Kundera se remonta aquí a dos generaciones anteriores a Teresa: ese movimiento se inició cuando su abuelo ponderó la belleza de su hija, belleza que con los años caducó y se perdió. La madre de Teresa, incapaz de sobrellevar esta pérdida en su madurez, desvalorizó absolutamente la apariencia física, tanto la propia como la de los demás. Su vida se caracterizó así por la desvergüenza, la falta de pudor que es resultado directo de la desvalorización del cuerpo. Esta actitud queda simbolizada en los gestos grotescos que la madre realiza ante sis visitan con los que desprecia la vergüenza por la belleza perdida y exhibe su fealdad con una alegría inapropiada.


"Me parece que Teresa es una prolongación de ese gesto con el que su madre arrojó lejos de sí su vida mujer hermosa (Y si la propia Teresa tienen movimiento nerviosos y gestos poco armoniosos, no podemos extrañarnos que el gran gesto de la madre, salvaje y auto destructivo, ha quedado dentro de Teresa, ¡se ha convertido en Teresa!)"


La vida de Teresa será a partir de ese momento un recuperación del pudor, una constante lucha por liberarse de ese gesto materno, para eliminar ese flujo de alteridad que la asfixia, para conseguir una vía propia de expresión, abrir un camino a su propia identidad.


Vuelve a repetirse el grama del flujo de identidad: tampoco el gesto es expresión pura de individualidad, pues no es exclusivo de aquél que lo realiza. La otredad que el personaje quería expulsar de sí mismo para encontrarse aparece de nuevo, hasta el punto de convertir al individuo en un instrumento utilizado por el gesto para transmitirse de generación en generación.


Se pierde el individuo, una vez más, en el flujo de l impersonalidad. Pero aún queda otra posibilidad de expresión: si bien los gestos no nos pertenecen en exclusiva, tal vez se aporque se trata de una unidad de acción exclusivamente simple. Los gestos son una unidad de sentido. Esta unidad mínima puede aumentar de complejidad abarcando cada vez un terreno más amplio de la vida práctica. Llevado al extremo, la unidad práctica más compleja, la vía de expresión más elevada que tiene el personaje, es su biografía.


Tercer flujo de identidad: la biografía


Kundera define la biografía en La inmortalidad como la "cadena de acontecimientos que consideramos importantes para nuestra vida" La biografía introduce una jerarquía en nuestras acciones dotando a nuestra vida de un orden que pretende ser transmisor del sentido. La construcción de ese orden es lo que ahora intentamos ver como vehículo de expresión del individuo con la que el personaje trata de apropiarse su vida, de asumir una exterioridad (los hechos de su vida) como reflejo de su interioridad.


Así, la vida se presenta como una proceso de apropiación de lo extraño en el que el personaje se expresa en lo externo, en los acontecimientos, a través de la composición musical que es su vida. La casualidad que nos gobierna se torna necesidad cuando el sujeto elige su propia vida. La propia abra asumiendo por sí mismo los motivos que quiere incluir en ella, eliminando aquellos que le son impuestos y aceptando sólo los que son pura expresión de su interioridad.


En esta composición aparece el substrato del individuo como el tema común que subyace a todos sus movimiento. Por eso la obra musical que es la vida de una persona tiene la forma de variaciones sobre un mismo tema: el sujeto se deja entrever a través de su composición como la presencia constata que da unidad a su vida, que permite mantener el hilo conductor de su biografía. El logro de la identidad personal es plasmado en la obra biográfica. El logro de identidad personal es plasmado en la obra biográfica de cada cual, que queda para la posteridad como el más fiel retrato de uno mismo.


Pero una vez más vuelven a aparecer problemas: el fantasma del kitsch (1) acecha, de los inauténtico, del "dejarse llevar" por lo que se hace, complacido en el "acuerdo categórico con el ser" y "ninguno es un superhombre como para poder escapar por completo del kitsch. Por más que lo despreciemos el kitsch forma parte del sino del hombre"


Lo impersonal se cuela en la biografía, aunque aún es superable , pues "En el momento en el kitsch es reconocido como mentira, se encuentra en un contexto del no kitsch. Pierde su autoritario poder y se vuelve enternecedor, como cualquier otra debilidad humana" Según esto es posible la autenticidad, la liberación del kitsch impersonal, la plasmación auténtica del individuo en su biografía.


Hemos dicho que el individuo lucha por escapar del kisch, de la inautenticidad, narrando su propia vida como una variación sobre un mismo tema que, en el fondo, pretende ser él mismo. Pero no podemos olvidar que su labor es dramáticamente contingente: la labor de toda una vida puede ser destrozada en un instante. Una frase malintencionada, una situación desafortunada, puede echar abajo toda una biografía, poner de cabeza la jerarquía de los acontecimiento que uno había llamado vida.


La obra de Kundera está llena de ejemplos en los que la biografía de un personaje es tergiversada hasta deformar totalmente el ansiado autorretrato. En La inmortalidad, Bettina se inmiscuye en la vida del gran Goethe, le da una vuelta a su biografía. Un solo gesto de Goethe, debidamente resaltado por Bettina en su libro, basta para conferir a la vida del poeta una inmortalidad totalmente distinta de la que él quería para sí, una inmortalidad ridícula. No se trata más que de otro flujo de identidad: Bettina se introduce en la inmortalidad de Goethe como un parásito indeseado que fluye con su corriente de alteridad por la vida de Goethe hasta tergiversada totalmente.


Los testimonios traicionados es una obra repleta de este tipo de parásitos: el máximo ejemplo es la vida de Kafka, falseada por el parásito de Max Brod, por la kafkología que da prioridad a la compresión de vida de Kafka, la vida del autor, antes que a su obra. Así nos muestra Kundera que la traición puede venir de la propia familia, del amigo más íntimo. Nadie está a salvo de este flujo de identidad que introduce al parásito en la obra del individuo homogeneizado las biografías, arrastrándola al fondo de lo impersonal, al kitsch, la "estación de paso entre el ser y el olvido"


La inmortalidad (1988)

La identidad personal y la novela


Hemos visto que no es posible la identificación de lo irreductible del individuo ni en su rostro, ni en sus gestos, ni en su biografía. Entonces, ¿para qué sirve la novela? ¿No se trataba de encontrar al individuo, de comprender lo que la theoria dejaba atrás? Si nada es exclusivo, si nada está a salvo del flujo de la identidad, ¿qué queda del yo? ¿No es la historia de la novela la historia de un desengaño, una búsqueda inútil de algo inexistente?


Tal vez no, porque el instrumento de la novela no es el concepto, sino la metáfora. Mediante el concepto podemos hablar de rostros, gestos y biografía, pues se trata, en definitiva, de objetos que, en tanto que tales, son describibles como pura exterioridad, se los puede categorizar y agrupar. El concepto es el instrumento adecuado para tratar los objetos, lo impersonal, aquello que es algo. En cambio, la metáfora es el instrumento con que intentamos captar al sujeto, a alguien. Pero sólo puede captarse a alguien a través de algo: la metáfora "existencial" siempre nos habla de máscaras, es decir, de rostros, gestos y biografías, aunque su verdadero objetivo no está ahí. Al novelista sólo le interesan esas máscaras para denunciarlas como tales, para quitarlas. Por eso Kundera se enfrenta a la novela psicológica, que reduce al individuo a pensamientos, sentimientos, deseos, puesto que éstos no son menos impersonales que los rasgos de la cara: cualquiera puede tenerlos, no son exclusivos de nadie.


¿Qué vía le queda entonces al hombre para encontrarse a sí mismo? Hemos visto que la salida puede ser la vacía identificación con el flujo de la identidad que arrastra al individuo a lo impersonal, lo común y compartido, lo kitsch. Pero tampoco podemos optar por el polo opuesto, pues no es posible renunciar a la necesidad de expresarse en la exterioridad, en lo ajeno, en lo impropio. Aún a riesgo de caer en lo kitsch, de ser tergiversado, de perderse a uno mismo, es preciso lanzarse al flujo impersonal de la identidad con autenticidad. Toda exteriorización es traición, pero peor es la interioridad no desplegada.


La autenticidad estará entonces en reencarnar estos esquemas míticos, en imitarlos pues, por sincero que el individuo esa, no puede realizar más que reencarnaciones. en el lenguaje que hemos utilizado hasta ahora diríamos que el individuo sólo puede ser el mismo si se decide a nadar en ese flujo de identidad, a integrarse con autenticidad en la alteridad y realizarse en ella. El drama de Kundera es del individuo que lucha por ser el mismo en el flujo impersonal de la identidad, apropiándose esos rostros, gestos y biografías que, en el fondo, son y serán impersonales




Notas:

(1) El kitsch en terminología filosófica equivale al (das) Man eideggeriano o la Masa de Ortega y Gasset; es la impersonalidad misma que nos acecha con su halo de complacencia. Se refleja en la dictadura del corazón que unifica los criterios de valoración estética y moral de una comunidad impidiendo toda disidencia.


Tomado de:
NAVARRO  REYES, Jesús (1999): "Los flujos de la identidad en Milan Kundera" En Concepciones y narrativas del yo. Revista Thémata 22, pp. 233-239.