Génesis del sujeto y el objeto
en El perfume
en El perfume
Jorge Marugán Kraus
En la Francia del siglo XVIII, en un puesto del mercado de París, Jean-Baptiste Grenouille fue arrojado por su madre a los pestilentes restos de pescado en el instante de nacer. Llegó como un deshecho, sin lugar, sólo el hedor lo acogió, sólo el olor para aferrarse a la vida en un desierto de estímulos. Desde entonces, su única marca, su único lazo con el mundo fue su hipertrófico sentido del olfato.En la Francia del siglo XVIII, en un puesto del mercado de París, Jean-Baptiste Grenouille fue arrojado por su madre a los pestilentes restos de pescado en el instante de nacer. Llegó como un deshecho, sin lugar, sólo el hedor lo acogió, sólo el olor para aferrarse a la vida en un desierto de estímulos. Desde entonces, su única marca, su único lazo con el mundo fue su hipertrófico sentido del olfato.
Como su vida a nadie importaba, su milagrosa supervivencia se basó en el aislamiento y en la resistencia a la privación de las necesidades más básicas, “una cantidad mínima de alimento y de ropa bastaba para su cuerpo. Para el alma no necesitaba nada”. Ya desde niño sólo infundía rechazo y su lugar en el mundo era el de un parásito que “esperaba”:
La pequeña y fea garrapata, que forma una bola con su cuerpo de color gris plomizo para ofrecer al mundo exterior la menor superficie posible; que hace su piel dura y lisa para no secretar nada, para no transpirar ni una gota de sí misma […] La solitaria garrapata que vivía en el árbol, ciega, sorda y muda […] Vivía encerrado en sí mismo como una cápsula y esperaba mejores tiempos. Sus excrementos eran todo lo que daba al mundo; ni una sonrisa, ni un grito, ni un destello en la mirada, ni siquiera su propio olor (p. 22).
Así describe la novela de Süskind la infancia del pequeño Grenouille. Disponía de una sola forma de sentir que le impulsaba a una única acción: oler. Como una ameba, va atrapando olores, todos equivalentes, sólo de ellos se alimenta y gracias a ellos sobrevive. Parecería que el autor estuviera dando figuración al comienzo ancestral de la vida, que estuviera elaborando un mito de lo humano primigenio, un pre-sujeto en su funcionamiento más básico: almacén de marcas perceptivas diferenciadas pero equivalentes; como el bombo de la lotería que contiene todos los números antes de extraer los premiados.
En este ser mítico no habita ni siquiera la vida pulsional, no hay zonas erógenas diferenciadas, pues la nariz sólo atrapa y distingue olores como nutrientes, sin emoción, sin sentimiento. Un ser cuyo objeto es un puro objeto de la necesidad percibido bajo el principio del todo-o-nada; no es un objeto regulado, cortado, demandado, suministrado por ese lugar materno, sede de lo que Lacan denomina Otro (para distinguirlo del otro como semejante). Así las funciones de alimentar, defecar, mirar u oír son establecidas, interpretadas por el Otro con sus ritmos particulares de corte-satisfacción. El Otro recorta, separa al sujeto de los cuatro objetos primordiales aislados por Lacan a partir de Freud: pecho, heces, mirada y voz. Pero, ¿por qué no, también, el olor? El propio Süskind ofrece la clave: el olor no puede ser cortado por el Otro porque “el perfume es hermano del aliento” y “todo huele”:
Los hombres podían cerrar los ojos ante la grandeza, ante el horror, ante la belleza y cerrar los oídos a las melodías o las palabras seductoras, pero no podían sustraerse al perfume (p. 137).
El perfume. Historia de un asesino, film del 2006. |
El aislamiento olfativo de Grenouille marca el comienzo de la historia, el punto de partida. Pero había algo más, algo que sostenía esta existencia imposible y que Süskind puntúa enigmáticamente utilizando una sola expresión: “esperaba”. El pequeño Jean-Baptiste pronunció su primera palabra muy tarde, a los cuatro años:
Fue la palabra “pescado” […] Los verbos adjetivos y preposiciones le resultaban más difíciles. Hasta el “si” o el “no” -que por otra parte tardó mucho en pronunciar-, sólo dijo sustantivos o, mejor dicho, nombres propios de cosas concretas […] cuando le sorprendían de improviso por su olor (p. 24).
La articulación de una palabra en particular le llevó y, a la vez, le salvó del colapso:
No veía, oía, ni sentía nada, sólo el olor de la leña que le envolvía y se concentraba bajo el tejado como bajo una cofia. Aspiraba este olor, se ahogaba en él, se impregnaba de él hasta el último poro, se convertía en madera, en un muñeco de madera, en un Pinocho, sentado como muerto sobre los troncos hasta que, al cabo de mucho rato, tal vez media hora, vomitó la palabra “madera”, la arrojó por la boca como si estuviera lleno de madera hasta las orejas, como si pugnara por salir de su garganta después de invadirle la barriga, el cuello, la nariz. Y esto le hizo volver en sí y le salvó cuando la abrumadora presencia de la madera, su aroma, amenazaba con ahogarle […] Aún días después seguía muy afectado por la intensa experiencia olfatoria, y cuando su recuerdo le asaltaba con demasiada fuerza, murmuraba “madera, madera”, como si fuera un conjuro. (p. 25).
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El olor de la madera lo traspasó de tal modo que tuvo que recurrir a un sonido donado por el Otro para expulsarlo: “ma-de-ra”. Por primera vez el objeto de la necesidad se atraviesa como el hueso de aceituna en la garganta y el olor se vuelve asfixiante. Sólo el conjuro de la palabra, tal y como sucede también en nuestras terapias, permite la extracción del hueso atravesado, del objeto demasiado incrustado en el ser, de lo que se había vuelto demasiado “real”. Por eso Lacan habla de la palabra, del símbolo, como el asesinato de la cosa real. En este sentido la palabra “ejecuta” a la cosa pero, a la vez, es la condición que permite su manejo por el sujeto. Tampoco es ingenuo el ejemplo que toma Süskind: “mad[r]era”.
No obstante, las palabras resultan demasiado limitadas y escasas, “las grotescas desproporciones entre la riqueza del mundo percibido por el olfato y la pobreza del lenguaje hacían dudar al joven Grenouille del sentido de la lengua y sólo se adaptaba a su uso cuando el contacto con otras personas lo hacía imprescindible”. No fue, por tanto, el uso del lenguaje lo que alteró su aislamiento. Su prodigioso talento olfativo se desarrollaba únicamente en su interior y se fue volviendo cada vez más introvertido. Sólo le dominaba la avidez de capturar nuevos olores, “no tenía preferencias. No hacía distinciones, todavía no, entre lo que solía calificarse de buen olor o mal olor”.
Un día el viento le llevó “algo”, algo minúsculo, apenas un indicio de fragancia, pero…:
…de una sutileza y finura tan excepcionales, que no podía captarla, escapaba una y otra vez a su percepción […] Grenouille sufría un tormento. Por primera vez no era su carácter ávido el que se veía contrariado, sino su corazón el que sufría. Tuvo el extraño presentimiento de que aquella fragancia era la clave del ordenamiento de todas las demás fragancias, que no podía entender nada de ninguna si no entendía precisamente ésta y que él, Grenouille, habría desperdiciado su vida si no conseguía poseerla (p. 36).
Ahora sí, ya nada sería igual. La equivalencia del universo de olores quedaba rota. Surge un olor excepcional cuya pérdida hace sufrir a su corazón, una clave para ordenar todos los demás. Podemos definir este encuentro inesperado como identificación imaginaria, Grenouille se identifica con una imagen olfativa que, desde fuera, confiere a su propia imagen una ilusión de orden y completud. Se constituye así el fundamento del Yo para Lacan en el denominado estadio del espejo. Esa imagen le permite reconocerse y asentar su narcisismo: “soy ese olor”.
También Süskind capta aquí el nacimiento de la “conciencia de sí mismo” de Grenouille:
Tenía la impresión de haber nacido por segunda vez, no, no por segunda, sino por primera vez, ya que hasta la fecha había existido como un animal, con sólo una nebulosa conciencia de sí mismo (p. 41).
La identificación imaginaria otorga a la satisfacción o goce olfativo un cauce; le confiere consistencia y límite. Permite a Grenouille, por primera vez, obtener placer a través del olor. Se establece, entonces, un atisbo de pulsión, de zona erógena y goce parcial. Se constituye así un objeto particular puesto que ese olor especial no queda ahí, a su disposición, para ser atrapado como los demás, es un olor traído por el Otro y luego cortado, separado y perdido; un tormento para su corazón helado, algo que le obliga a buscar, a no seguir esperando. Este objeto será denominado por Lacan “objeto a”.
El objeto a será el agujero presente, real, imposible de llenar, en toda imagen que identifique al yo. Esta imagen será llamada por Lacan “i(a)”, imagen de a, y equiparada al Yo-ideal freudiano. Así mismo, en todo encuentro del sujeto con su imagen i(a), la presencia del agujero, la proximidad de sus bordes, estarán señalados por una manifestación de angustia. Süskind describe ejemplarmente el carácter hueco, inclasificable, de esta imagen agujereada:
Una fragancia incomprensible, indescriptible, imposible de clasificar; de hecho, su existencia era imposible […] la fragancia le había hecho prisionero y ahora le atraía irrevocablemente hacia sí (p. 37).
Precisamente, por escapar a toda clasificación, por encerrar una imposibilidad, esta i(a) puede erigirse como principio clasificatorio del conjunto de olores, “se trataba del principio supremo, del modelo según el cual debía clasificar todos los demás. Era la belleza pura”. Además, el olor introduce al Otro sexo pues pertenece a una mujer:
Ahora olía que ella era un ser humano, olía el sudor de sus axilas, la grasa de sus cabellos, el olor a pescado de su sexo, y lo olía con el mayor placer (p. 39).
En el “a-gujero” de la imagen vendrán a ubicarse los objetos que alcanzarán el estatuto de objetos de deseo para el sujeto haciendo deseable la imagen. Al objeto de deseo así ubicado el psicoanálisis lo nombrará de forma altisonante: falo. ¿Por qué falo? porque hace referencia al atributo anatómico que, según Freud, el niño descubre como faltante en la madre. La presencia imaginaria del falo cubre el agujero angustioso de la imagen, pero otorga a ésta una completud ficticia. Por eso, la naturaleza del falo es la falta, porque nunca puede llenar el vacío que tapa. Además, la característica principal del falo es el hecho de intercambiarse, de sustituirse, de poder circular por diferentes imágenes. Y aquí se produce el primer fracaso de Grenouille: él no soporta la separación de su objeto, que éste se instaure como falo, que circule y adopte nuevas caras, reencontrarlo por otras vías, perderlo para que pueda nacer como deseo. Necesitaba poseer el olor, conservarlo puro, tal cual lo había encontrado. Por eso:
… no la miró. No vio su bonito rostro salpicado de pecas, los labios rojos, los grandes ojos verdes y centelleantes, porque mantuvo bien cerrados los propios mientras la estrangulaba, dominado por una única preocupación: no perderse absolutamente nada de su fragancia (p. 40).
El goce de Grenouille no admite sucedáneos, no se deja domesticar por el deseo sexual, por el amor o la fantasía. Su goce no pasa al lenguaje, al discurso, ya que sus palabras no portan emoción, misterio en la combinatoria, en la producción de sentidos. El lenguaje de Grenouille será puramente nominativo; no duda, no renuncia, no tiene alternativa al impulso de capturar su i(a) para siempre. Süskind describe cómo, en su búsqueda del nuevo olor, el entusiasmo de Grenouille “ardía en una llama fría”. Necesitaba arrancar el alma fragrante de las cosas, pero los atributos: “flores, hojas, cáscara, fruto, color, belleza, vida y todos los componentes secretos que en ellas se ocultaban, no le importaban nada en absoluto. Sólo eran envoltura y lastre”; resto inútil que había que tirar. Su búsqueda desafía a la muerte y está condenada al fracaso. Cuando lo descubre, enferma de una tristeza mortal. Sólo la nueva esperanza de encontrar en la ciudad de Grasse, lejos de París, una misteriosa técnica de conservación del olor le da fuerzas para continuar.
Sin embargo, el camino a Grasse depara un encuentro diferente e inesperado. O quizá aquello que Grenouille realmente buscaba sin saberlo. Se produce en un lugar muy particular:
…supo enseguida que ningún ser viviente había entrado jamás en esa cueva y tomó posesión de ella con una especie de temor respetuoso […] En toda su vida no se había sentido tan seguro, ni siquiera en el vientre de su madre […] Empezó a llorar en silencio. No sabía a quien agradecer tanta felicidad (p.109).
Una cueva donde el olor está casi ausente, donde el objeto no podía manifestar su volatilidad, sin corte del Otro, sin miedo a la pérdida:
Yacía en su tumba de rocas como si fuera su propio cadáver, respirando apenas, con los latidos del corazón reducidos al mínimo y viviendo, a pesar de ello, de manera tan intensa y desenfrenada como jamás había vivido en el mundo un libertino […] El odio brotaba de él con violencia de orgasmo, estallando como una tormenta contra aquellos olores que habían osado ofender su ilustre nariz […] ¡Ah, que momento sublime! […] este acto violento de exterminación de todos los olores […] Aquí sólo mandaba su voluntad, la voluntad del grande, del magnífico, del singular Grenouille (p. 110).
En esta exaltación imaginaria sin límites, el reencuentro con un goce masivo, sin objeto, se manifiesta como pura pulsión de muerte, como un paroxismo que lleva al retorno a cero de la tensión por las vías más cortas. La cueva podía, “debía”, haber sido su tumba puesto que “no le faltaba nada”. Pero, una vez más, surge lo inesperado, un nuevo impulso vital desde una perspectiva completamente diferente a la anterior, “una catástrofe que lo expulsó de la montaña y lo devolvió al mundo”:
Lo cruzaron como jirones fantasmales claros vestigios de un olor […] y Grenouille sabía de qué clase de olor se trataba […] El suyo, el de Greouille, su propio olor. Y lo espantoso era que Grenouille, aunque reconocía este olor como el suyo, no podía olerlo (p. 118).
Reconocía su olor pero no podía olerlo. Süskind describe así algo que va más allá de aquel encuentro que ordena y limita el goce a través de la identificación con la imagen bella e inconsistente. Ahora se trata de una caída que, desde lo real, se manifiesta en lo simbólico: “si carezco de olor que me identifique, que me distinga, ¿quién soy?” Este encuentro supone una catástrofe porque provoca el derrumbe del teatro, la caída de las identificaciones imaginarias, de la promesa de una satisfacción plena a través de un objeto revestido de belleza, a través de i(a). Ahora el objeto a, agujero real, resurge en lo simbólico, “se trataba de una especie opuesta a la anterior, ya que de éste no podía escapar, sino que debía hacerle frente”. El objeto se atraviesa en la garganta y es necesario extraerlo:
Y su propio grito despertó a Grenouille […] si el grito no hubiera rasgado la niebla, se habría asfixiado a sí mismo: una muerte espantosa […] sabía ya una cosa con absoluta seguridad: cambiaría su vida, aunque sólo fuera porque no quería tener aquella horrible pesadilla por segunda vez […] era bueno que el mundo exterior existiese, aunque sólo le sirviera de lugar de refugio (p. 119).
La angustia de Grenouille es la de todos, ¿quién puede reconocer su propio olor? Estamos condenados a ese grito en la niebla. Y a inventar al Otro, a aquel que pueda otorgarnos nuestro lugar, nuestra consistencia simbólica, ya que sólo podemos “olernos” a nosotros mismos desde fuera:
El hecho de que no huela mi propio olor se debe a que no he parado de oler desde mi nacimiento y por ello tengo la nariz embotada para mi propio olor. Si pudiera separarlo de mí, todo, o por lo menos en parte, y volver a él al cabo de cierto tiempo de descanso, conseguiría olerlo muy bien y, por lo tanto, a mí mismo (p.120).
Entonces, ¿cómo, por qué vías obtenemos esa consistencia del Otro? establezcamos tres: ser amados, que nos sea dado un sentido y ser deseados. Según Süskind, a Grenouille “el temor que ahora le atenazaba era el de ignorar algo de sí mismo”; es decir, su regreso al mundo, su nueva búsqueda pasa por el encuentro de un sentido, por la obtención de una identidad no ya imaginaria sino simbólica a través del amor:
¡Sí, deberían amarle cuando estuvieran dentro del círculo de su aroma, no sólo aceptarle como su semejante, sino amarle con locura, con abnegación, temblar de placer, gritar, llorar de gozo sin saber por qué, caer de rodillas bajo el frío incienso de Dios sólo al olerle a él, Grenouille! (p. 137).
Un amor sin límites. La búsqueda y conservación de su fragancia no serviría ya para la posesión y disfrute de lo bello, sino para la obtención del amor que él merecía. Al contrario que en la cueva, al trazar su plan de dominación “no sintió ninguna euforia”, no se trataba de una nueva exaltación yoica, simplemente “se dijo que lo quería porque era absolutamente malvado”. Y el asesinato de las mujeres que contenían su aroma era el medio necesario. Encontró entonces en la bella Laure, la culminación perfecta para su perfume. Ese día, “el inhumano Grenouille que nunca había sentido amor y nunca podría inspirarlo, aquel día de marzo, ante la muralla de Grasse, amó y fue invadido por la bienaventuranza de su amor”. Numerosas jóvenes son encontradas muertas, desnudas y rapadas. Todos quedan aterrorizados, sobre todo al comprobar que su virginidad está intacta. Antoine Richis, el padre viudo de Laure, intuye el propósito del asesino e intenta protegerla. Pero, aunque fuerte y lúcido, Richis es neurótico. El amor infinito que siente por su hija queda sometido a la ley edípica:
Richis, cuando contemplaba a su hija, se daba cuenta de pronto que durante un tiempo indeterminado, un cuarto de hora o tal vez media hora, se había olvidado del mundo y de sus negocios -lo cual no le pasaba mientras dormía-, absorto por completo en la contemplación de la espléndida muchacha, y después no sabía decir qué había hecho. Y, últimamente, -lo notaba con inquietud-, cuando la acompañaba a la cama por la noche o muchas veces por la mañana, cuando iba a despertarla y ella aún estaba dormida, como colocada allí por las manos de Dios, y a través del velo del camisón se adivinaban las formas de caderas y pechos y del hueco del hombro, codo y axila mórbida, donde apoyaba el rostro, emanando un aliento cálido y tranquilo… sentía un malestar en el estómago y un nudo en la garganta y tragaba saliva y, ¡Dios era testigo!, maldecía el hecho de ser el padre de esta mujer y no un extraño, un hombre cualquiera ante el cual ella estuviera acostada como ahora y quien sin escrúpulos pudiera yacer a su lado, encima de ella y dentro de ella con toda la avidez de su deseo. El sudor le empapaba y los miembros le temblaban mientras ahogaba en su interior tan terrible concupiscencia y se inclinaba sobre ella para despertarla con un casto beso paterno (p. 177).
La resolución de Richis fue escapar de Grasse y escapar de sus propios deseos entregando a Laure en casamiento.
Y cuando se alejan, la deja dormir sola. Pero Grenouille, libre de neurosis, no duda. Cuando la mata, Süskind sugiere la presencia de otro objeto, un sonido que sugiere un leve atisbo de culpa:
El ruido del golpe fue seco y crujiente. Lo detestaba. Lo detestaba sólo porque era un ruido en una operación por lo demás silenciosa. Sólo podía soportar este odioso ruido con los dientes apretados y cuando se hubo extinguido continuó todavía un rato inmóvil y rígido, con la mano aferrada a la maza, como si temiera que el ruido pudiese volver de alguna parte convertido en potente eco (p. 190).
La escena del asesinato es recreada por Tiwker en la versión cinematográfica de la novela introduciendo algunos matices diferentes: cuando él se dispone a golpearla, ella, absolutamente bella, gira la cabeza dispersando su cabello rojo y lo mira. Y, por un instante, él parece dudar. Se sugiere así la esperanza de que el amor brote y venza al mal. La escena, entonces, queda en suspenso. Después, en una deslumbrante mañana, el pobre Richis descubre a Laure acostada en la cama “desnuda, muerta y calva”. Más tarde, “cuando ya lo tenía todo”, Grenouille es capturado. Unos días después la muchedumbre se agolpa enardecida para contemplar su ejecución. Pero cuando desciende de la carroza que lo conduce al cadalso se obra el milagro: a las diez mil almas que esperaban y clamaban venganza “les dominó una abrumadora sensación de afecto, de ternura, de absurdo cariño infantil y sí, Dios era testigo, de amor”. Y también estalla el deseo:
Y todos se sentían reconocidos y cautivados por él en su lugar más sensible; había acertado su centro erótico. Era como si aquel hombre poseyera diez mil manos invisibles y hubiera posado cada una de ellas en el sexo de las diez mil personas que le rodeaban y se lo estuviera acariciando exactamente del modo en que cada uno de ellos, hombre o mujer, deseaba con mayor fuerza en sus fantasías más íntimas (p. 208).
El resultado fue una gran bacanal, “el aire estaba lleno del olor dulzón del sudor voluptuoso y resonaba con los gritos, gruñidos y gemidos de diez mil animales humanos”. Grenouille, con su perfume, había hecho de su imagen la imagen perfecta, había conseguido el engaño perfecto, emular el perfecto objeto de deseo: portaba el falo sin la falta. Había proporcionado a todos un objeto sexual que no sólo cubría, sino que llenaba el agujero dejado por la pérdida inaugural de objeto. Y todos respondían; sin matices, sin particularidades. Había conseguido llenar la falta intrínseca de la sexualidad humana con el objeto sexual para todos. Sin embargo, mientras todos quedaban hipnotizados por el reclamo, él, el único consciente del engaño, lloraba:
Tuvo una horrible sensación porque no podía disfrutar ni un segundo aquel triunfo […] volvió a invadirle la enorme repugnancia que le inspiraban los hombres […] Lo que siempre había anhelado, que los demás le amaran, le resultó insoportable en el momento de su triunfo, porque él no los amaba, los aborrecía (p. 210).
Grenouille, portador también de la verdad, lloraba. Y sus lágrimas muestran la impotencia del hombre en el encuentro con los otros. Y, “como aquella vez en la caverna […] sintió un miedo y una angustia terribles y creyó que se ahogaba”. Pero “aquí no le ayudaría ninguna huida hacia el mundo bueno, cálido y salvador”. Hubo alguien más que no participó de la orgía. Un hombre que se lanzó hacia él “como un ángel vengador”:
Y abrió los brazos para recibir al ángel que se precipitaba hacia él. Ya creía sentir en el pecho la magnífica punzada de la espada o el puñal y cómo penetraba la hoja en su frío corazón, atravesando todo el blindaje del perfume y las nieblas asfixiantes […] ¡Por fin, por fin algo en su corazón, algo que no fuera él mismo! Ya se sentía casi liberado […] En lugar de esto, la mejilla húmeda de lágrimas de Richis pegada contra la suya y unos labios trémulos que le susurraron:
- ¡Perdóname, hijo mío, querido hijo mío, perdóname!
Tomado de:
MARUGÁN KRAUS, Jorge (2010): "Génesis del sujeto y el objeto en El perfume de Süskind" En: Revista Clínica Contemporánea Vol 1, n°3, pp. 169-176.
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