Mutaciones de la memoria
Jacques Le Goff
Leroi-Gourhan, concentrando su propia atención sobre los procesos constitutivos de la memoria colectiva, ha subdividido su historia en cinco períodos: «El de la transmisión oral, el de la transmisión escrita mediante tablas o índices, el de simples esquelas, el de la mecanografía y el de la clasificación electrónica por serie». Se ha visto el salto cumplido por la memoria colectiva en el Ottocento, del que la memoria sobre esquelas no es más que una prolongación, así como la impresión había sido, en último análisis, la conclusión de la acumulación de la memoria acontecida a partir de la antigüedad. Leroi-Gourhan ha definido bien, por otra parte, los progresos de la memoria sobre esquelas y sus límites: «La memoria colectiva ha alcanzado en el siglo XIX un volumen tal que se ha vuelto imposible exigir a la memoria individual recibir el contenido de las bibliotecas... El siglo XVIII y gran parte del XIX han vivido todavía sobre agendas y catálogos, después se ha llegado a la documentación con esquelas que se organiza efectivamente sólo al comienzo del siglo XX. En su forma más rudimentaria corresponde ya a la constitución de una verdadera y propia corteza cerebral exteriorizada, en tanto se ofrece como un simple fichero bibliográfico, en las manos de quien lo usa, con varias sistematizaciones. Por otra parte la imagen de la corteza cerebral está hasta cierto punto equivocada puesto que, si un fichero es una memoria en sentido estricto, es, sin embargo, una memoria privada de medios propios de memorización, y para animarla es menester introducirla en el campo operacional, visivo y manual del investigador».
Pero las mutaciones de la memoria en el siglo XX, sobre todo después de 1950, representa una verdadera y auténtica revolución de ésta, y la memoria electrónica no es más que un elemento, si bien indudablemente el más espectacular. La aparición, durante la segunda guerra mundial, de las grandes máquinas calculadoras, que se inserta en la enorme aceleración de la historia y más específicamente de la historia de la ciencia y de la técnica desde 1860 en adelante, puede colocarse en una larga historia de la memoria automática. A propósito de los ordenadores, se ha recordado la máquina aritmética inventada por Pascal en el siglo XVII, que, respecto del abaco, agregaba a la «facultad de memoria» una «facultad de cálculo».
La función de memoria se coloca en el modo que sigue en una calculadora que comprende: a) instrumentos de ingreso para los datos y para el programa; b) elementos dotados de memoria, constituidos por dispositivos magnéticos, que conservan las informaciones introducidas en la máquina y los resultados parciales obtenidos en el curso del trabajo; c) instrumentos para un cálculo rapidísimo; d) instrumentos de control; e) instrumentos de salida para los resultados. Se distinguen memorias «factores», que registran los datos a tratarse, y memorias generales, que conservan temporalmente los resultados intermedios y ciertas constantes. Se vuelve a encontrar en la calculadora, en cierto modo, la distinción de los psicólogos entre «memoria a breve término» y «memoria a largo término».
En definitiva, la memoria es una de las tres operaciones fundamentales computadas por una calculadora, que puede subdividirse en «escritura», «memoria», «lectura». Esta memoria puede, en ciertos casos, ser «ilimitada». A esta primera distinción en la duración entre memoria humana y memoria electrónica, es preciso añadir «que la memoria humana es particularmente inestable y maleable (crítica hoy clásica en la psicología de los testimonios judiciales, por ejemplo), mientras que la memoria de la máquina se impone por su enorme estabilidad, análoga al tipo de memoria representada por el libro, pero unida a una facultad evocativa hasta ahora desconocida»
Hijos parecidos a sus padres: la memoria de la herencia. |
Está claro que la fabricación de los cerebros artificiales, que está sólo en los inicios, conduce a la existencia de «máquinas superiores al cerebro humano en las operaciones confiadas a la
memoria y al juicio racional» y a la constatación de que «la corteza cerebral, por más extraordinaria, es insuficiente, exactamente como la mano o el ojo» (Leroi-Gourhan, 1964-1965). Al término (provisional) de un largo proceso, del que se ha buscado aquí bosquejar la historia, se constata que «el hombre está llevado poco a poco a exteriorizar facultades siempre más elevadas» ¡Pero es preciso constatar que la memoria electrónica no actúa sino por orden del hombre y según el programa por él requerido: que la memoria humana mantiene un amplio sector no «informatizable», y que, como todas las otras formas de memoria automática aparecidas en el curso de la historia, la memoria electrónica no es más que una simple ayuda, una servidora de la memoria y del espíritu humano.
Además de los servicios prestados en diversos campos técnicos y administrativos, donde la informática encuentra sus primeras y principales informaciones, es preciso observar, a nuestros fines, dos importantes consecuencias de la aparición de la memoria electrónica. La primera es el empleo de calculadoras en el ámbito de las ciencias sociales y, en particular, en aquella en la que la memoria constituye al mismo tiempo el material y el objeto: la historia. La historia ha vivido una auténtica revolución documental y, además, también aquí el ordenador no es más que un elemento; y la memoria archivística ha sido trastornada por la aparición de un nuevo tipo de memoria: el «banco de datos». La segunda consecuencia es el efecto «metafórico» de la extensión del concepto de memoria y de la importancia que tiene la influencia por analogía de la memoria electrónica sobre otros tipos de memoria. Entre todos, el ejemplo más evidente es el de la biología. Se tomará aquí, como guía, a Francois Jacob. Entre los puntos de partida del descubrimiento de la memoria biológica, de la «memoria de la herencia», uno de ellos fue la calculadora.
La investigación de la memoria biológica se retrotrae, al menos, al Settecento. Maupertuis y Buffon entrevieron el problema: «Una organización constituida por un conjunto de unidades elementales exige, para reproducirse, la transmisión de una "memoria" de una generación a otra». Para el leibniziano Maupertuis «la memoria que guía las partículas vivientes en el proceso de formación del embrión no se distingue de la memoria psíquica». Para el materialista Buffon «el molde interior representa pues una estructura escondida, una "memoria" que organiza la materia de tal modo que construye el hijo a imagen y semejanza de los padres».
El siglo XIX descubre que «cualesquiera que sean el nombre y la naturaleza de las fuerzas responsables de la transmisión de la organización parental a los hijos, es ahora claro que deben estar localizados en la célula». Pero para la primera mitad del Ottocento «no existe más que el "movimiento vital" al que pueda ser atribuido el rol de la memoria idóneo en garantizar la fidelidad de la reproducción». Al igual que Buffon, también Claude Bernard «localiza la memoria, no en las partículas constitutivas del organismo, sino en un sistema especial que controla la multiplicación de las células, su diferenciación y la formación progresiva del organismo», mientras para Haeckel «la memoria es una propiedad de las partículas que constituyen el organismo». Mendel descubre hacia 1865 la gran ley de la herencia. Para explicarla «es necesario postular la existencia de una estructura de orden más elevado, todavía más oculta en las profundidades del organismo, una estructura de tercer orden donde tiene sede la memoria de la herencia», pero su descubrimiento estuvo, durante largo tiempo, ignorado. Es necesario aguardar al siglo XX y la genética para descubrir que esta estructura está encerrada en el núcleo de la célula y que «en esta estructura reside la "memoria" de la herencia». Finalmente la biología molecular encuentra la solución. «La memoria hereditaria está totalmente encerrada en la organización de una macromolécula, en el "mensaje" constituido por la secuencia de un cierto número de "motivos" químicos a lo largo de un polímero. Esta organización se convierte en la estructura de cuarto orden, que determina la forma de un ser viviente, sus propiedades, su funcionamiento».
Extrañamente la memoria biológica semeja antes bien a la memoria electrónica que a la memoria nerviosa, cerebral. Por una parte, ella también se define gracias a un programa en el cual se funden dos nociones, «la noción de memoria y la de proyecto». Por otra parte, es rígida; «por la agilidad de sus mecanismos, la memoria nerviosa está particularmente adaptada para la transmisión de los caracteres adquiridos; por su rigidez, la memoria hereditaria se le opone». Además, contrariamente a los ordenadores, «el mensaje hereditario no permite la menor intervención partícipe del exterior». No puede existir allí cambio en el programa, ni por la acción del hombre, ni por la del ambiente.
La recherche (1908-1922) de Marcel Proust: la memoria profunda.
La interpretación de los sueños (1900) de S. Freud: la memoria del sueño.
Para volver a la memoria social, las mutaciones que ésta conocerá en la segunda mitad del siglo XX han sido preparadas, según parece, por la expansión de la memoria en el campo de la filosofía y de la literatura. Bergson [1896] encuentra, en el entrecruzamiento entre la memoria y la percepción, el concepto central de «imagen». Después de haber desarrollado un largo análisis de las deficiencias de la memoria (amnesia del lenguaje o afasia), descubre, bajo una memoria superficial, anónima, asimilable al hábito, una memoria profunda, personal, «pura», que no es analizable en términos de «cosa», sino de «progreso». Esta teoría, que encuentra los lazos de la memoria con el espíritu, si no precisamente con el alma, ejerce una gran influencia en la literatura; una huella de ello, el vasto ciclo narrativo de Marcel Proust, A la recherche du temps perdu. Ha nacido una nueva memoria novelística, que se sitúa en la cadena «mito-historia-novela».
El surrealismo, modelado por el sueño, es llevado a interrogarse sobre la memoria. Hacia 1922 André Bretón se preguntaba, en sus Carnets, si la memoria no se ría más que un producto de la imaginación. Para saber sobre aquélla por encima del sueño, el hombre debe estar en condición de confiarse principalmente a la memoria, de ordinario tan frágil y engañosa. De aquí la importancia que tiene en el Manifesté du Surréalisme (1924) la teoría de la «memoria educable», nueva metamorfosis de las artes memoriae. Indudablemente es preciso aquí mencionar como inspirador a Freud, y en particular al Freud de La Interpretación de los sueños, donde se afirma que «el comportamiento de la memoria durante el sueño es sin duda de enorme importancia para toda teoría de la memoria» [1899]. Ya en el capítulo II Freud trata de la «memoria del sueño»: aquí, retomando una expresión de Scholz, cree constatar que «nada de lo que una vez hemos poseído intelectualmente puede perderse completamente». Critica, con todo, la idea de «reducir el fenómeno del sueño en general al de recordar, puesto que hay una elección específica del sueño en la memoria, una memoria específica del sueño». Esta memoria, también en este caso, es elegida. Freud, sin embargo, no tiene en este punto la tentación de considerar la memoria como una cosa, como un gran depósito. Pero, vinculando el sueño a la memoria latente, y no a la memoria consciente, e insistiendo sobre la importancia de la infancia en la formación de esta memoria, contribuye, contemporáneamente a Bergson, a profundizar el conocimiento de la esfera de la memoria y a iluminar, al menos respecto de lo que atañe a la memoria individual, aquella censura de la memoria tan importante en las manifestaciones de la memoria colectiva.
Con la formación de las ciencias sociales, la memoria colectiva ha experimentado grandes transformaciones, y desempeña un rol importante en lo interdisciplinario que entre ellas tiende a instaurarse. La sociología ha representado un estímulo para explorar este nuevo concepto, así como para el tiempo. Para Halbwachs [1950], la psicología social, en la medida en que esta memoria está ligada a los comportamientos, a las mentalidades, objeto nuevo de las nuevas historias, ofrece su propia colaboración. La antropología —en la medida en que el término «memoria» le ofrece un concepto más adaptado a las realidades de las sociedades «salvajes» por ella estudiadas, de lo que no sea el término «historia»— ha acogido el concepto y lo examina con la historia, y en especial dentro de aquella «etnohistoría» o «antropología histórica» que es uno de los más interesantes entre los recientes desarrollos de la ciencia histórica.
Investigación, salvamento, exaltación de la memoria colectiva, no más en los acontecimientos sino a largo plazo; investigación de esta memoria, no tanto en los textos, sino más bien en las palabras, en las imágenes, en los gestos, en los rituales, y en la fiesta: es un convergir de la atención histórica. Una conversión compartida por el gran público, obsesionado por el temor de una pérdida de memoria, de una amnesia colectiva, que encuentran una grosera expresión en la llamada mode retro, o moda del pasado, explotada descaradamente por los mercaderes de memoria a partir del momento en que la memoria se ha convertido en uno de los objetos de la sociedad de consumo que se vende bien.
Pierre Nora observa que la memoria colectiva —entendida como «lo que queda del pasado en lo vivido por los grupos, o bien lo que estos grupos hacen del pasado»— puede, a primera vista, oponerse casi palabra por palabra a la memoria histórica, así como una vez se oponían memoria afectiva y memoria intelectual. Hasta nuestros días, «historia y memoria» habían estado sustancialmente confundidas, y la historia parece haberse desarrollado «sobre el modelo de la recordación, de la anamnesis y de la memorización». Los historiadores brindan la fórmula de las «grandes mitologías colectivas», yendo de la historia a la memoria colectiva. Pero toda la evolución del mundo contemporáneo, bajo la presión de la historia inmediata, fabricada en gran parte al abrigo de los instrumentos de la comunicación de masas, marcha hacia la fabricación de un número siempre mayor de memorias colectivas, y la historia se escribe, mucho más que hacia adelante, bajo la presión de estas memorias colectivas. La llamada historia «nueva», que se emplea para crear una historia científica derivándola de la memoria colectiva, puede interpretarse como «una revolución de la memoria» que hace cumplir a la memoria una «rotación» en torno de algunos ejes fundamentales: «Una problemática abiertamente contemporánea... y un procedimiento decisivamente retrospectivo», «la renuncia a una temporalidad lineal» además de múltiples tiempos vividos, «a aquellos niveles a los cuales lo individual se arraiga en lo social y en lo colectivo» (lingüística, demografía, economía, biología, cultura). Historias que se harían partiendo del estudio de los «lugares» de la memoria colectiva: «Lugares topográficos, como los archivos, las bibliotecas y los museos; lugares monumentales, como los cementerios y las arquitecturas; lugares simbólicos, como las conmemoraciones, los peregrinajes, los aniversarios o los emblemas; lugares funcionales, como los manuales, las autobiografías o las asociaciones: estos monumentos tienen su historia». Pero no deberían olvidarse los verdaderos lugares de la historia, aquellos en donde buscar no la elaboración, la producción, sino a los creadores y a los dominadores de la memoria colectiva: «Estados, ambientes sociales y políticos, comunidades de experiencia histórica o de generaciones lanzadas a construir sus archivos en función de los diversos usos que ellas hacen de la memoria».
Tomado de:
LE GOFF, Jacques (1991): El orden de la memoria. El tiempo como imaginario. Bs. As. Paidós, pp. 173-180.
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