25 diciembre 2013

Elogio de Abraham. Sören Kierkegaard


El sacrificio de Issac (1600) de Caravaggio

Elogio de Abraham

Sören Kierkegaard


Si no existiera una conciencia eterna en el hombre, si como fun­damento de todas las cosas se encontrase sólo una fuerza salvaje y desenfrenada que retorciéndose en oscuras pasiones generase todo, tanto los grandioso como lo insignificante, si un abismo sin fondo, imposible de colmar, se ocultase detrás de todo, ¿qué otra cosa po­dría ser la existencia sino desesperación? Y si así fuera, si no existiera un vínculo sagrado que mantuviera la unión de la humanidad, si las generaciones se sucediesen unas 88a otras del mismo modo que renueva el bosque sus hojas, si una generación continuase a la otra del mismo modo que de árbol a árbol continúa un pájaro el canto de otro, si las generaciones pasaran por este mundo como las naves pasan por la mar, como el huracán atraviesa el desierto: actos inconscientes y estériles; si un eterno olvido siempre voraz hiciese presa en todo y no existiese un poder capaz de arrancarle el botín ¡cuan vacía y descon­solada no sería la existencia! Pero no es este el caso, y Dios que creó al hombre y a la mujer, modeló también al héroe y al poeta u orador. El poeta no puede hacer lo que el héroe hace, sólo puede admirarlo, amarlo y regocijarse en él. Y es tan feliz como él y su par, puesto que el héroe es como si fuese lo mejor de su ser, lo que más estima, y aún no siendo él mismo, se regocija de que su amor esté hecho de admira­ción. El poeta es el genio de la evocación, no puede hacer otra cosa sino recordar lo que ya se hizo y admirarlo; no toma nada de sí mis­mo, pero custodia con celo lo que se le confió. Sigue siempre el im­pulso de su corazón, pero en cuanto encuentra lo que buscaba, co­mienza a peregrinar por las puertas de los demás con sus cantos y sus palabras, para que a todos les sea dado admirar al héroe del mismo modo que él, y para que se puedan sentir tan orgullosos de aquél co­mo él se siente. Esa es su hazaña, ese su acto de humildad, ese el leal cometido que desempeña en la morada del héroe. Y si quiere mante­nerse fiel a su amor, habrá de luchar día y noche contra las astucias y artimañas del olvido que trata de burlarlo para arrebatarle su hé­roe, precisamente cuando, ya cumplida la propia hazaña, se une en vínculo de paridad con éste, quien lo ama con idéntica devoción, por­que el poeta es como si fuera lo mejor del ser del héroe, tan débil y a la vez tan persistente como sólo puede serlo un recuerdo. Por eso nunca será olvidado quien de verdad fue grande, y aunque transcurra el tiempo y aunque la nube de la incomprensión oculte la figura de héroe, su devoto amigo sabrá esperar, y cuanto más tiempo trans­curra tanto más fiel a el se mantendrá.



¡No! No será olvidado quien fue grande en este mundo, y cada uno de nosotros ha sido grande a su manera, siempre en proporción a la grandeza del objeto de su amor. Pues quien se amó a sí mismo fue grande gracias a su persona, y quién amó a Dios fue, sin embar­go, el más grande de todo. Cada uno de nosotros perdurará en el re­cuerdo, pero siempre en relación a la grandeza de su expectativa: uno alcanzará la grandeza porque esperó lo posible y otro porque esperó lo eterno, pero quien esperó lo imposible, ese es el más grande de to­dos. Todos perduraremos en el recuerdo, pero cada uno será grande en relación a aquello con que batalló. Y aquel que batalló con el mundo fue grande porque venció al mundo, y el que batalló consigo mismo fue grande porque se venció a sí mismo, pero quien batalló con Dios fue el más grande de todos. En el mundo se lucha de hombre a hom­bre y uno contra mil, pero quien presentó batalla a Dios fue el más grande de todos. Así fueron los combates de este mundo: hubo quien triunfó de todo gracias a las propias fuerzas y hubo quien prevaleció sobre Dios a causa de la propia debilidad. Hubo quienes, seguros de sí mismos, triunfaron sobre todo, y hubo quien, seguro de la propia fuerza, lo sacrificó todo, pero quien creyó en Dios fue el más grande de todos. Hubo quien fue grande a causa de su fuerza y quien fue grande gracias a su sabiduría y quien fue grande gracias a su esperan­za, y quien fue grande gracias a su amor, pero Abraham fue toda­vía más grande que todos ellos: grande porque poseyó esa energía cu­ya fuerza es debilidad, grande por su sabiduría, cuyo secreto es locu­ra, grande por la esperanza cuya apariencia es absurda y grande a causa de un amor que es odio a sí mismo.


Por la fe abandonó Abraham el país de sus antepasados y fue ex­tranjero en la tierra que le había sido indicada. Dejaba algo tras él y también se llevaba algo consigo: tras él dejaba su razón, consigo se llevaba su fe; si no hubiera procedido así nunca habría partido, porque habría pensado que todo aquello era absurdo. Por su fe fue extranjero en la tierra que le había sido indicada, donde no encontró nada que le trajese recuerdos queridos, antes bien, la novedad de to­das aquellas cosas agobiaba su ánimo con una melancólica nostal­gia. ¡Y, sin embargo, era el elegido de Dios, en quien el Señor tenía toda su complacencia! En verdad, habría podido comprender mejor aquello que parecía una burla contra él y su fe en el caso de haber sido un réprobo a quien se le hubiese retirado la gracia divina. Tam­bién ha habido en el mundo quien ha vivido desterrado del país de sus antepasados, y no ha sido olvidado, como tampoco lo han sido sus tristes lamentos, cuando en su melancolía buscó y encontró lo que había perdido. De Abraham no conservamos canto elegiaco alguno. Humano es lamentarse, humano es llorar con quien llora, pero creer es más grande y contemplar al creyente es más exaltante.



Gracias a su fe le fue prometido a Abraham que en su semilla serían benditos en él todas los linajes de la tierra. Pasaba el tiempo, la posibilidad continuada como tal y Abraham seguía creyendo; pa­saba el tiempo, la posibilidad se hizo absurda, pero Abraham conti­núa en su fe. También hubo en este mundo quien alimentó una espe­ranza. Transcurrió el tiempo, la tarde dio paso a la noche, pero él no era tan mezquino como para olvidar una esperanza, y por eso, tam­poco él será olvidado jamás. Entonces se afligió, pero el dolor no le engañó como había hecho la vida, sino que le asistió cuanto pudo: en la dulzura del dolor fue señor de su defraudada esperanza. Es hu­mano lamentarse, es humano afligirse con quien se aflige, pero es más grande creer y más exaltante contemplar a quien cree. De Abraham no conservamos canto elegiaco alguno. Mientras el tiempo transcu­rría, no se dedicaba a contar, lleno de melancolía, los días, ni dirigía a Sara miradas escrutadoras para descubrir si iba envejeciendo, ni de­tuvo la carrera del sol para evitar que Sara siguiese envejeciendo, y junto a ella, su esperanza, ni dedicó a Sara cánticos melancólicos y adormecedores. Abraham fue envejeciendo y Sara quedó expuesta al ridículo en aquel país, y sin embargo era el elegido de Dios y el heredero de la promesa de que todos los linajes de la tierra serían ben­ditos en su semilla. ¿No habría sido preferible no haber sido elegido por Dios? ¿Qué significa, entonces, ser un elegido del Señor? ¿Será, quizá, negarle a la juventud, para una vez soportadas incontables fa­tigas, poder colmarlo cuando ya se es viejo? Pero Abraham creyó y se asió firmemente a la promesa que le había sido hecha. Si hubiera vacilado habría tenido que renunciar a ella. Y entonces se habría diri­gido a Dios en los siguientes términos: «Quizás no es voluntad tuya que así suceda, y por ello renuncio a mi deseo, mi único deseo, en el que había cifrado toda mi felicidad. Mi alma, sincera, no alberga ningún secreto rencor hacia ti por lo que me has negado.» No habría sido olvidado y habría podido salvar a muchos con su ejemplo, pero, con todo, no se habría convertido en el padre de la fe, porque es grande renunciar al propio deseo, pero aún es más grande seguir en lo temporal, cuando ya se ha renunciado a ello. Después llegó la plenitud de su tiempo. Si Abraham no hubiese creído, habría muerto Sara, sin duda, de aflicción, y Abraham entonces, aturdido por la propia con­goja, no habría entendido la plenitud, sino que habría sonreído ante ella como un sueño de juventud. Abraham creyó: por eso era joven, pues a quien constantemente espera lo mejor lo envejecerán las de­cepciones que le deparará la vida, y quien espera siempre lo peor se hará muy pronto viejo: sólo quien cree conserva una eterna juven­tud. ¡Estimemos, por tanto, esta historia! Pues Sara, siendo de edad avanzada, fue lo bastante joven como para anhelar el regocijo de ser madre, y Abraham, aunque encanecido por la edad, fue lo bastante joven como para desear ser padre. Considerando en su apariencia ex­terna, el portento consistió en el hecho de acontecer conforme a sus esperanzas, pero el sentido profundo del prodigio de la fe lo encon­tramos en el hecho de que Abraham y Sara pudieran sentirse tan jó­venes como para poder desear, y que la fe les hubiese conservado en su deseo y, en consecuencia, en su juventud. Abraham acepto con fe la plenitud de la promesa y todo sucedió según la promesa y según la fe; pues Moisés hirió la roca con su cayado, pero no creyó.


Hubo entonces júbilo en la casa de Abraham, y Sara se desposó en el día de sus bodas de oro.Sin embargo, esta alegría no iba a durar largo tiempo: Abraham habría de ser probado de nuevo. Habría hecho frente a ese taimado poder que de todo se adueña, a ese enemigo vigilante, siempre insom­ne, a ese viejo que sobrevive siempre a todo: había luchado contra el tiempo y preservado su fe. Y ahora todo el espanto del combate se acumula en un instante: «Y Dios quiso probar a Abraham y le di­jo: Ve y toma a tu hijo, y unigénito, a quien tanto amas, a Isaac, y ve con él al país de Moriah, y ofrécemelo allí en holocausto en la mon­taña que yo te indicaré.»


¡Así que todo había sido en vano, y más terrible que si jamás hu­biera sucedido! ¿Así pues, el señor se mofaba de Abraham? Prodi­gioso había sido que lo absurdo llegase a ser realidad, y he aquí que ahora quería aniquilar su obra. Es una locura, pero esta vez Abra­ham no rió, como lo había hecho él y Sara cuando se les anunció la promesa. Todo había sido en vano. Setenta años de esperanza fiel y la breve alegría de la fe al ver cumplida la promesa. ¿Pero quién es ése que arranca el báculo al anciano? ¿Quién es ése que le exige quebrarlo con sus propias manos? ¿Quién es ése que deja sin consue­lo a un hombre de cabeza cana? ¿Quién es ése que le exige consumar personalmente el acto? ¿Es que no hay compasión para el venerable anciano ni para el inocente muchachito? Y, sin embargo, Abraham era el elegido de Dios, y quien le imponía la prueba era el mismo Se­ñor. Ahora todo habría de perderse: el espléndido recuerdo de su li­naje, la promesa de la descendencia de Abraham, resultaban ser tan sólo un capricho, un antojo ocasional que el Señor había tenido y que tocaba ahora a Abraham cancelar... Ese magnífico tesoro, tan an­tiguo en el corazón de Abraham, santificado por sus plegarias, ma­durado en el combate, esa bendición en boca de Abraham, ese fruto había de serle prematuramente arrancado y perder con ello todo su sentido, pues ¿qué sentido podía encerrar si había de sacrificar a Isaac? El momento triste y a la vez gozoso en que Abraham tendría que de­cir adiós a todo cuanto le era querido, ese momento en que levantan­do por última vez su venerable cabeza —resplandeciente su rostro co­mo la misma faz del Señor— concentraría toda su alma en una bendi­ción que habría de llenar la entera existencia de Isaac ¡sí! le tocaría decir adiós a Isaac, pero no de este modo, pues habría de ser él quien permaneciera: la muerte se presentaba a separarlos, pero su presa era Isaac. No le sería concedido al anciano —gozoso aún en su mismo lecho de muerte— posar su diestra sobre Isaac. Y era Dios quien lo sometía a esta prueba. ¡Ay! ¡Ay del mensajero que se hubiera acerca­do a Abraham con semejante noticia! ¿Quién habría osado ser el emi­sario de esta aflicción? Pero era Dios mismo el que así probaba a Abra­ham.


Pero, pese a todo, Abraham creyó en relación a esta vida. Si su fe sólo se hubiese referido a una vida venidera, habría podido des­prenderse fácilmente de todo, apresurándose a abandonar un mundo al cual ya no pertenecía. Pero la fe de Abraham no era de esa espe­cie, si es que puede existir una fe semejante, pues en verdad no es fe, sino su más remota posibilidad, capaz de descubrir su objeto en el extremo límite del horizonte, aun cuando este separada de él por un pavoroso abismo donde la desesperación tiene su sede. Pero la fe de Abraham se ejercía en cosas de esta vida, y en consecuencia tenía fe en que había de envejecer en aquel país, respetado por las gentes y bendecido en su descendencia, recordando en Isaac, es más preciado amor en esta vida, a quien abrazaba con tal afecto, que trocaba en pobre expresión el aserto de que cumplía con devoción su deber de padre —amar al hijo— tal como se halla en el texto: «tu unigénito a quien tanto amas». Doce hijos tuvo Jacob y amó sólo a uno; Abraham no tenía sino uno: aquel a quien tanto amaba.



La prueba de fe de Abraham. 
Ilustración de Gustave Doré


Pero Abraham creyó; no dudó y creyó en lo absurdo. Si hubiese dudado se habría comportado de distinto modo espléndido y gran­dioso, pues ¿cómo habría podido Abraham realizar un acto que no fuese espléndido y grandioso? Se habría encaminado al monte Moriah, habría preparado la leña, habría encendido la hoguera, y, em­puñando el cuchillo habría interpelado así a Dios: «No desdeñes este sacrificio. Sé que no es el más valioso de mis bienes, pues ¿qué vale un viejo en trueque del hijo de la promesa?, pero es lo mejor que pue­do darte. Y no permitas que jamás Isaac llegué a saberlo, de modo que pueda encontrar consuelo en su juventud.» Y habría clavado el cuchillo en su propio pecho. El mundo le habría admirado por ello, y su nombre se habría conservado; pero una cosa es ser admirado y otra bien distinta convertirse en la estrella que sirve de norte y salva­ción al acongojado.


Pero Abraham creyó. No pidió para sí, no trató de enternecer al Señor. Solamente en una ocasión, cuando un justo castigo estaba a punto de caer sobre Sodoma y Gomorra, sólo entonces, Abraham se adelantó al señor con su súplica.


Leemos en las Sagradas Escrituras: «Y queriendo Dios probar a Abraham, lo llamó y le dijo: ¡Abraham! ¡Abraham! ¿Dónde estás? Y Abraham respondió: Heme aquí.» Tú, a quien dirijo ahora mi dis­curso, ¿has hecho otro tanto? Cuando, desde lejos, viste acercarse los fatales infortunios, ¿no dijiste entonces a las montañas «cobijadme» y a las montañas «desplomaos sobre mí»?. O, suponiendo que hu­bieras demostrado mayor fortaleza, ¿no se habría movido, con todo, tu pie, con lentitud suma, hacia la senda, como quien añora el cami­no antiguo? Y cuando oíste que se te llamaba, ¿respondiste o perma­neciste mudo? Y si respondiste, ¿no fue tu voz sólo un susurro? No así Abraham, quien alegre, animado y confiado alzó la suya para res­ponder: «Heme aquí». Pero, continuemos leyendo: «Se levantó, pues, Abraham muy de mañana, y era aún temprano cuando se puso en camino hacia el lugar designado, en el monte Moriah. Nada había dicho a Sara, nada tampoco a Eleazar, pues ¿quién habría podido com­prenderle? ¿Acaso no le había impuesto voto de silencio la naturale­za misma de la prueba? Partió la leña, ató a Isaac, encendió la ho­guera y tomó el cuchillo». ¡Tú que me estás escuchando en estos mo­mentos! Muchos fueron los padres que al perder al hijo creyeron per­der con él lo que más amaban en este mundo y creyeron también que con él se les desposeía de toda esperanza futura, pero no hubo ningu­no, con todo, cuyo hijo fuese hijo de la promesa, en el sentido exacto del término, como Isaac lo era de Abraham. Muchos padres ha habi­do que perdieron al hijo, pero fue la mano de Dios —la voluntad ina­movible e insondable del Todopoderoso— la que se lo arrebató. Pero a Abraham no le ocurrió así: le estaba destinada una prueba más du­ra, y tanto la suerte de Isaac como el cuchillo estaban en la propia mano de Abraham.


¡Y allí se erguía aquel viejo, a solas con su única esperanza! Pero no dudó, no dirigió a derecha e izquierda miradas angustiadas, no provocó al cielo con sus súplicas. Sabía que el Todopoderoso lo esta­ba sometiendo a prueba; sabía que aquel sacrificio era el más difícil que se le podía pedir, pero también sabia que no hay sacrificio dema­siado duro cuando es Dios quien lo exige, y levantó el cuchillo.


¿Quién infundió la fuerza requerida en el brazo de Abraham? ¿Quién mantuvo su brazo derecho en alto, impidiéndole caer y que­dar pendiendo laxo junto al costado? Hasta un simple espectador de la escena se habría sentido paralizado. ¿Quien fortaleció el ánimo de Abraham para que sus ojos no se nublasen hasta el punto de no ha­ber podido ver ni a Isaac ni al carnero? Ciego se volvería el simple espectador de la escena. Y, sin embargo, raro es el hombre que se que­da paralizado y ciego, y más raro aún el hombre capaz de relatar con justeza lo que allí ocurrió. Todos nosotros lo sabemos: no era sino una prueba.


Si Abraham hubiese dudado en el monte Moriah; si, irresoluto, hubiera mirado en derredor; si, antes de echar mano al cuchillo, hu­biera descubierto, por azar, aquel carnero; si Dios le hubiese consen­tido sacrificárselo en lugar de Isaac, habría vuelto entonces a su ho­gar, y todo habría continuado del mismo modo que antes: habría te­nido a Sara, habría conservado a Isaac... y, sin embargo, ¡qué dife­rencia! Pues su regreso habría sido una huida y su salvación un hecho fortuito, su recompensa una vergüenza, y su futuro —bien pudiera darse el caso— la condenación. Pues entonces no habría dado testi­monio ni de su fe ni de la gracia divina, sino simplemente de cuan espantosa puede ser una subida al monte Moriah. Abraham no ha­bría sido relegado al olvido, ni tampoco el monte Moriah, nombre que se pronunciaría, no como el Ararat, donde se asentó el Arca, sino como se nombra algo terrible, pues habría sido el lugar donde Abraham dudó.


¡Venerable padre Abraham! Cuando regresaste del monte Moriah, no necesitaste de un panegírico que te viniese a consolar por algo per­dido, pues ¿no sucedió que lo ganaste todo y pudiste conservar a Isaac? Nunca más te lo volvió a pedir el Señor, y así en tu tienda y a tu mesa pudiste sentarte, dichoso, con él, del mismo modo que haces ahora por toda la eternidad allí arriba en el cielo.


¡Oh, padre Abraham, merecedor de toda veneración! Desde aquel día han transcurrido milenios, pero tú no necesitas de un amigo llega­do con demora que venga a arrancar tu recuerdo de las garras del ol­vido porque en todos los idiomas se te celebra; con todo, recompen­sas a ese amigo con mayor munificencia que nadie y allá en lo alto lo haces bienaventurado en tu seno, y aquí en la tierra cautivas su mi­rada y su corazón con el prodigio de tu acto. ¡Venerable padre Abra­ham! ¡Segundo padre del género humano! Tu que fuiste el primero en sentir y testimoniar esa pasión poderosa que desdeña el peligroso combate contra la furia de los elementos y las fuerzas de la creación, para pelear con Dios; tú, que antes que cualquier otro sentiste en ti esa elevada pasión, limpia y humilde —manifestación sagrada del ab­surdo divino—; tú, asombro de los gentiles, sé indulgente con quien pretendió contar tus alabanzas si no lo supo hacer adecuada­mente. Se expresó con humildad, pues así lo solicitaba su corazón, y habló con brevedad, considerando que ese era el modo adecuado; pero nunca olvidará que hubieron de transcurrir cien años para que tu tuvieses, contra toda esperanza, un hijo de tu vejez, y que hubiste de empuñar el cuchillo ante de poder conservar a Isaac; tampoco ol­vidará jamás que a tus ciento treinta años nunca habías tratado de ir más allá de la fe.


















Tomado de:
 KIERKEGAARD, Sören (2004): Temor y temblor. Bs. As. Losada, pp. 17-27