11 julio 2012

El verbo y las tinieblas. Ivonne Bordelois




El verbo y las tinieblas

Ivonne Bordelois
Las lenguas no sólo se "emplean", no son sólo valores de comunicación, expresión personal o uso colectivo: contienen la experiencia de los pueblos y nos la trans­miten, pero sólo en la medida en que estemos dispues­tos a reconocer su capacidad de poder hablarnos. La expresión "usar la lengua" reduce la lengua a un ins­trumento, cuando en realidad la lengua es un proceso que vastamente nos trasciende. Como dice Guillermo Boido: "La poesía es el intento de preguntarle a las pa­labras qué somos. Como los sueños, ellas saben mucho de nosotros, quizá más que nosotros". Si la palabra sabe más de nosotros que nosotros mismos es porque viene de una tradición de experiencia humana que nos supe­ra en el tiempo y en el espacio. Las palabras que hoy día pronunciamos son sobrevivientes de catástrofes históri­cas donde el latín pereció, pero estas palabras nos pre­ceden, nos presencian y se prolongarán mucho más allá de nosotros en el tiempo: podríamos decir que en cier­ta medida somos sus vehículos; no su fuente misma y mucho menos sus propietarios.


El hombre es el ser de la palabra, según Aristóteles y la tradición griega; pero cómo llegó la palabra hasta él es un enigma que Sócrates calificó de insoluble y ante el cual toda la ciencia de nuestra época sigue estrellándose sin respuesta: sólo cabe interrogar tentativamente, admirar y seguir escuchando. Como dice Steiner: "Po­seedor del habla, poseído por ésta, cuando la palabra eligió la tosquedad y flaqueza de la condición humana como morada de su propia vida imperiosa, la persona humana se liberó del gran silencio de la materia. O, para emplear la imagen de Ibsen, golpeado por el mar­tillo, el mineral insensato se ha puesto a cantar".


En latín "he hablado" se dice "locutus sum", que morfológicamente significa "he sido hablado". Y Hei­degger decía: "El hombre no habla el lenguaje sino que el lenguaje habla al hombre". Si aceptáramos que la len­gua nos circula como la sangre que nos sustenta, o bien nos penetra como el aire que respiramos, nos encontra­ríamos más abiertos a "ser hablados" por las lenguas antes que a hablarlas, a ser inspirados y aspirados por ellas antes que a aspirarlas o inspirarlas omnipotente­mente, como en vano tratamos de hacerlo. Por alguna razón los mayas decían en su idioma que la lengua era un sentido comparable a la vista o al oído. Precisamos reencontrar un aire más libre, donde las palabras, resti­tuidas a sí mismas, a su propia personalidad, nos sor­prendan y nos iluminen, conversen y se rían de nosotros y de ellas mismas con nosotros, en vez de ser exclusiva­mente nuestras mucamas, espías o niños mensajeros.

 El lenguaje está antes y después de nosotros, pero también está, felizmente, entre nosotros. Es el tejido relacional del cual los otros dependen: un tejido fuerte y subsistente, y tan necesario a nuestras vidas como la nutrición. En otras palabras, es como el Verbo del Evan­gelio de Juan, del que se dice que "todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho fue hecho". Naturalmente, la exégesis tradicional indica que Juan estaba hablando de Cristo al referirse al Verbo. Pero si Juan encuentra esta imagen para hablar de Cris­to muy bien puede ser porque al compararlo con la pa­labra, al llamarlo palabra, está diciendo también que hay una energía luminosa, universal e inagotable que Cristo -como todos los grandes maestros- comparte con el lenguaje. "El Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios": en efecto, el lenguaje representa al Eros y es el Eros, el logro del encuentro en la comunicación verbal y el sustento relacional más profundo de la vida. "El verbo es la luz verdadera que alumbra a todo ser hu­mano que viene a este mundo", dice Juan, significando que el lenguaje es, precisamente, ese don misterioso que comparte la especie y la ilumina. Y más allá: "En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres. La luz en las tinieblas resplandece y las tinieblas no prevale­cieron contra ella".

En cuanto al sentido metafórico de las tinieblas de las que habla Juan, deberíamos disponernos a un esta­do de alerta, porque el hecho insoslayable es que estas tinieblas se ven representadas por la cultura global del capitalismo  salvaje que vivimos: una empresa destina­da a demoler nuestra conciencia del lenguaje, increíble­mente eficaz en este sentido. No estamos, por cierto, postulando la existencia de un conjunto de multinacio­nales perversas dedicadas a deteriorar el lenguaje, enarbolando programas específicos al respecto. Sí creemos que el presente sistema está claramente decidido a for­mar esclavos del trabajo, de la información y del consu­mo, y nada favorece y robustece más la esclavitud que la pérdida del lenguaje, de modo que todas las técnicas de reclutamiento y organización del trabajo, así como las de información y de la propaganda comercial apuntan, directamente o indirectamente a esa destrucción, y la implican. (Un ejemplo directo, aunque modesto, de esta situación puede ser la ofensiva estupidez de un reciente anuncio comercial que culmina machacando: "Porque lo único que importa es la cerveza")


Una cultura consumista se opone por esencia, es decir, necesita, por su propia naturaleza, oponerse a ese sistema gratuito de creación e intercambio de bienes que es el lenguaje: esa maravillosa feria libre en donde todos los días se acuñan nuevas expresiones y canciones, esa indetenible fiesta inconsciente que es el idioma colecti­vo. En esa fiesta no son los ejecutivos de las multinacio­nales ni las grandes figuras mediáticas ni los escritores consagrados, sino los niños y los adolescentes quienes ocupan anónimamente, irresistiblemente, la vanguar­dia, y lanzan, junto con las nuevas blasfemias y las nue­vas vulgaridades, como el trigo que no puede separar­se de la cizaña, las metáforas que luego ganan la calle y los medios y empapan toda nuestra vida de vigor, fres­cura y novedad.


Cuando palpamos la increíble estrechez de la fran­ja verbal de los diarios, la televisión y la literatura best-seller de nuestra época, cuando la conversación (una forma de poesía mutua si es verdadera) es desalojada violentamente de los lugares de encuentro por los alari­dos infantiles y patéticos del peor rock, cuando la letra de las canciones más populares desciende al infierno de la monotonía y la estupidez, es nuestro lenguaje (y a través del lenguaje nosotros mismos, en lo más profun­do de nuestra identidad) el que es atacado y destruido. Con razón Merleau Ponty -alguien a quien no pueden imputarse relentes de misticismo esotérico- decía: "El lenguaje, antes que un objeto, es un ser". Y este ser se degrada inevitablemente con estos ataques. Fingir que no registramos esta degradación, que es también la nuestra, pretender que no la experimentamos, es crear una suerte de costra a nuestro alrededor que acaba por separarnos de nuestros propios deseos y de nuestra propia felicidad, porque el lenguaje, en su pureza y su vitalidad, es una de las mayores y más profundas fuen­tes de gracia, dignidad y felicidad en la vida humana.


Quiero decir que hay una ecología del lenguaje que tenemos que reencontrar, y ésta no es una empresa in­accesible. No se trata de velar por el casticismo o resu­citar vetustas academias o arcaicas ortodoxias. Cada vez que abrimos paso a la reflexión sobre el sentido es­condido de las palabras o a la ponderación de la sabia arquitectura de la sintaxis, cada vez que celebramos la gracia de un chiste verbal o de una adivinanza, una copla, una frase escuchada al pasar, cada vez que incu­rrimos en el lujo de ese paseo arqueológico entre ruinas maravillosas que es la etimología, estamos reviviendo la felicidad del lenguaje y la posibilidad de la poesía, que es la criatura más excelsa del lenguaje, su corona de estrellas.


Pero si esta cultura ataca la conciencia del lenguaje es, en gran medida, porque de algún modo se adivina que en ella, además de la fuerza refrescante de la poesía, reside la raíz de toda crítica. Para un sistema consumis­ta como el que nos tiraniza, es indispensable la reduc­ción del vocabulario, el aplanamiento y aplastamiento colectivo del lenguaje, la exclusión de los matices -que muchas veces significa el olvido de los propios deseos-y sobre todo, la pérdida del sentido del goce y la luci­dez que la lengua puede llegar a proporcionarnos. Por eso, la empresa consumista es enemiga frontal de la au­téntica expresión lingüística, que exige libertad, don de aventura y originalidad y desasimiento total de pautas exteriores para desplegarse en todo su esplendor.












Tomado de:
BORDELOIS, Ivonne (2004): La palabra amenazada. Bs. As. Del Zorzal, pp.23-29.