El verbo y las tinieblas
Ivonne Bordelois
Las
lenguas no sólo se "emplean", no son sólo valores de comunicación,
expresión personal o uso colectivo: contienen la experiencia de los pueblos y
nos la transmiten, pero sólo en la medida en que estemos dispuestos a
reconocer su capacidad de poder hablarnos. La expresión "usar la
lengua" reduce la lengua a un instrumento, cuando en realidad la lengua
es un proceso que vastamente nos trasciende. Como dice Guillermo Boido:
"La poesía es el intento de preguntarle a las palabras qué somos. Como
los sueños, ellas saben mucho de nosotros, quizá más que nosotros". Si la
palabra sabe más de nosotros que nosotros mismos es porque viene de una
tradición de experiencia humana que nos supera en el tiempo y en el espacio.
Las palabras que hoy día pronunciamos son sobrevivientes de catástrofes históricas
donde el latín pereció, pero estas palabras nos preceden, nos presencian y se
prolongarán mucho más allá de nosotros en el tiempo: podríamos decir que en
cierta medida somos sus vehículos; no su fuente misma y mucho menos sus
propietarios.
El hombre es el ser de la palabra, según Aristóteles y la tradición griega; pero cómo llegó la palabra hasta él es un enigma que Sócrates calificó de insoluble y ante el cual toda la ciencia de nuestra época sigue estrellándose sin respuesta: sólo cabe interrogar tentativamente, admirar y seguir escuchando. Como dice Steiner: "Poseedor del habla, poseído por ésta, cuando la palabra eligió la tosquedad y flaqueza de la condición humana como morada de su propia vida imperiosa, la persona humana se liberó del gran silencio de la materia. O, para emplear la imagen de Ibsen, golpeado por el martillo, el mineral insensato se ha puesto a cantar".
El hombre es el ser de la palabra, según Aristóteles y la tradición griega; pero cómo llegó la palabra hasta él es un enigma que Sócrates calificó de insoluble y ante el cual toda la ciencia de nuestra época sigue estrellándose sin respuesta: sólo cabe interrogar tentativamente, admirar y seguir escuchando. Como dice Steiner: "Poseedor del habla, poseído por ésta, cuando la palabra eligió la tosquedad y flaqueza de la condición humana como morada de su propia vida imperiosa, la persona humana se liberó del gran silencio de la materia. O, para emplear la imagen de Ibsen, golpeado por el martillo, el mineral insensato se ha puesto a cantar".
En latín
"he hablado" se dice "locutus
sum", que morfológicamente significa "he sido hablado". Y
Heidegger decía: "El hombre no habla el lenguaje sino que el lenguaje
habla al hombre". Si aceptáramos que la lengua nos circula como la sangre
que nos sustenta, o bien nos penetra como el aire que respiramos, nos encontraríamos
más abiertos a "ser hablados" por las lenguas antes que a hablarlas,
a ser inspirados y aspirados por ellas antes que a aspirarlas o inspirarlas
omnipotentemente, como en vano tratamos de hacerlo. Por alguna razón los mayas
decían en su idioma que la lengua era un sentido comparable a la vista o al
oído. Precisamos reencontrar un aire más libre, donde las palabras, restituidas
a sí mismas, a su propia personalidad, nos sorprendan y nos iluminen,
conversen y se rían de nosotros y de ellas mismas con nosotros, en vez de ser
exclusivamente nuestras mucamas, espías o niños mensajeros.
El lenguaje
está antes y después de nosotros, pero también está, felizmente, entre
nosotros. Es el tejido relacional del cual los otros dependen: un tejido fuerte
y subsistente, y tan necesario a nuestras vidas como la nutrición. En otras
palabras, es como el Verbo del Evangelio de Juan, del que se dice que
"todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido
hecho fue hecho". Naturalmente, la exégesis tradicional indica que Juan
estaba hablando de Cristo al referirse al Verbo. Pero si Juan encuentra esta
imagen para hablar de Cristo muy bien puede ser porque al compararlo con la palabra,
al llamarlo palabra, está diciendo también que hay una energía luminosa,
universal e inagotable que Cristo -como todos los grandes maestros- comparte
con el lenguaje. "El Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios": en
efecto, el lenguaje representa al Eros y es el Eros, el logro del encuentro en la
comunicación verbal y el sustento relacional más profundo de la vida. "El
verbo es la luz verdadera que alumbra a todo ser humano que viene a este
mundo", dice Juan, significando que el lenguaje es, precisamente, ese don
misterioso que comparte la especie y la ilumina. Y más allá: "En él estaba
la vida y la vida era la luz de los hombres. La luz en las tinieblas
resplandece y las tinieblas no prevalecieron contra ella".
En
cuanto al sentido metafórico de las tinieblas de las que habla Juan, deberíamos
disponernos a un estado de alerta, porque el hecho insoslayable es que estas
tinieblas se ven representadas por la cultura global del capitalismo salvaje que vivimos: una empresa destinada a
demoler nuestra conciencia del lenguaje, increíblemente eficaz en este sentido. No estamos, por cierto, postulando la
existencia de un conjunto de multinacionales perversas dedicadas a deteriorar
el lenguaje, enarbolando programas específicos al respecto. Sí creemos que el
presente sistema está claramente decidido a formar esclavos del trabajo, de la
información y del consumo, y nada favorece y robustece más la esclavitud que
la pérdida del lenguaje, de modo que todas las técnicas de reclutamiento y
organización del trabajo, así como las de información y de la propaganda
comercial apuntan, directamente o indirectamente a esa destrucción, y la
implican. (Un ejemplo directo, aunque modesto, de esta situación puede ser la
ofensiva estupidez de un reciente anuncio comercial que culmina machacando:
"Porque lo único que importa es la cerveza")
Una
cultura consumista se opone por esencia, es decir, necesita, por su propia
naturaleza, oponerse a ese sistema gratuito de creación e intercambio de bienes
que es el lenguaje: esa maravillosa feria libre en donde todos los días se
acuñan nuevas expresiones y canciones, esa indetenible fiesta inconsciente que
es el idioma colectivo. En esa fiesta no son los ejecutivos de las multinacionales
ni las grandes figuras mediáticas ni los escritores consagrados, sino los niños
y los adolescentes quienes ocupan anónimamente, irresistiblemente, la vanguardia,
y lanzan, junto con las nuevas blasfemias y las nuevas vulgaridades, como el
trigo que no puede separarse de la cizaña, las metáforas que luego ganan la
calle y los medios y empapan toda nuestra vida de vigor, frescura y novedad.
Cuando
palpamos la increíble estrechez de la franja verbal de los diarios, la
televisión y la literatura best-seller de nuestra época, cuando la conversación
(una forma de poesía mutua si es verdadera) es desalojada violentamente de los
lugares de encuentro por los alaridos infantiles y patéticos del peor rock,
cuando la letra de las canciones más populares desciende al infierno de la
monotonía y la estupidez, es nuestro lenguaje (y a través del lenguaje nosotros
mismos, en lo más profundo de nuestra identidad) el que es atacado y
destruido. Con razón Merleau Ponty -alguien a quien no pueden imputarse
relentes de misticismo esotérico- decía: "El lenguaje, antes que un
objeto, es un ser". Y este ser se degrada inevitablemente con estos
ataques. Fingir que no registramos esta degradación, que es también la nuestra,
pretender que no la experimentamos, es crear una suerte de costra a nuestro
alrededor que acaba por separarnos de nuestros propios deseos y de nuestra
propia felicidad, porque el lenguaje, en su pureza y su vitalidad, es una de
las mayores y más profundas fuentes de gracia, dignidad y felicidad en la vida
humana.
Quiero
decir que hay una ecología del lenguaje que tenemos que reencontrar, y ésta no
es una empresa inaccesible. No se trata de velar por el casticismo o resucitar
vetustas academias o arcaicas ortodoxias. Cada vez que abrimos paso a la
reflexión sobre el sentido escondido de las palabras o a la ponderación de la
sabia arquitectura de la sintaxis, cada vez que celebramos la gracia de un
chiste verbal o de una adivinanza, una copla, una frase escuchada al pasar,
cada vez que incurrimos en el lujo de ese paseo arqueológico entre ruinas
maravillosas que es la etimología, estamos reviviendo la felicidad del lenguaje
y la posibilidad de la poesía, que es la criatura más excelsa del lenguaje, su
corona de estrellas.
Pero si
esta cultura ataca la conciencia del lenguaje es, en gran medida, porque de
algún modo se adivina que en ella, además de la fuerza refrescante de la
poesía, reside la raíz de toda crítica. Para un sistema consumista como el que
nos tiraniza, es indispensable la reducción del vocabulario, el aplanamiento y
aplastamiento colectivo del lenguaje, la exclusión de los matices -que muchas
veces significa el olvido de los propios deseos-y sobre todo, la pérdida del
sentido del goce y la lucidez que la lengua puede llegar a proporcionarnos.
Por eso, la empresa consumista es enemiga frontal de la auténtica expresión
lingüística, que exige libertad, don de aventura y originalidad y desasimiento
total de pautas exteriores para desplegarse en todo su esplendor.
BORDELOIS,
Ivonne (2004): La palabra amenazada. Bs. As. Del Zorzal, pp.23-29.